Capítulo 28

El Audi de Colmenares se detuvo unos metros antes de llegar a la pendiente de bajada al aparcamiento. Leonardo se precipitó sobre el automóvil, abriendo la puerta de atrás.

—¡Menos mal que has venido! —afirmó. Después arrojó dentro la mochila—. La gente no paraba de mirarme como si fuera un bicho raro.

Sus ojos se encontraron con los de una mujer de unos treinta y pocos años, bastante atractiva, que iba sentada junto a Nicolás. Su sonrisa le cautivó al instante. Debía ser Cristina Hiepes.

Entonces, sin saber por qué, tuvo la sensación de estar haciendo el ridículo.

—Si yo me encontrase con alguien vestido de esa forma —puntualizó la criptógrafa—, también lo observaría por encima del hombro.

—Te presento a Cristina —dijo Nicolás, incorporándose a la vía tras colocar el intermitente—, tu nueva ayudante.

—Encantado.

Le estrechó la mano.

—¿Existe una razón que yo no sepa, para ir vestido de ese modo? —preguntó Colmenares, sin apartar su mirada de la carretera.

—Es una larga historia… —repuso misterioso. Se echó el pelo hacia atrás con ambas manos, agobiado por las circunstancias—. Antes de poneros al corriente necesito que me llevéis a Santomera, un pueblecito que hay a las afueras. He de comprobar una cosa… —Entonces, añadió con voz hueca—: Es importante.

—Dinos, por lo menos, si has encontrado el diario del picapedrero —insistió el abogado—. Es lo único que necesitamos saber.

Leonardo dudó unos segundos.

—No… Todavía no —contestó finalmente—. Pero hay algo peor. Los Hijos de la Viuda me han estado siguiendo.

—¿Estás seguro? —Fue Cristina quien preguntó esta vez.

Afirmó en silencio y luego siguió hablando:

—Os contaré mi historia cuando lleguemos a Santomera… —prometió. No estaba dispuesto a satisfacer la curiosidad de nadie, no sin antes haber puesto en orden sus ideas—. Hasta entonces, necesito descansar. No he dormido en toda la noche, tengo un chichón en la cabeza que parece una almendra, y he perdido algo de mucho valor. Demasiadas aventuras para una sola noche.

—Debes perdonar mi insistencia —porfió Cristina—, pero creo que no sabes lo importante que es para nosotros detener a esos criminales.

Cárdenas arqueó las cejas inquisitoriamente.

—¿Qué eres, bibliotecaria o policía? —Estaba furioso. Esperaba que supieran comprender su situación—. ¿Me vas a explicar de qué va todo esto? —Su pregunta iba dirigida a Colmenares—. ¿Puedes decirme por qué está ella aquí?

—Escucha, Leo —comenzó diciendo Nicolás, y lo hizo con firmeza—. La investigación ha estado sufragada desde el principio gracias al dinero de Mercedes. En ella nos hemos visto envueltos todos nosotros, muy a nuestro pesar. Yo, como abogado y albacea de la difunta, y con el beneplácito de esta en vida, represento ahora sus intereses hasta la lectura del testamento. Hace unos días me rogó que si le ocurría alguna desgracia me pusiera al frente de la búsqueda. Me dijo que Cristina y tú debíais seguir adelante, juntos. La verdad es que la señorita Hiepes nos está haciendo un gran favor. No hay nadie que conozca mejor que ella la interpretación cabalística y esotérica que rodea el mundo de la masonería.

Leo se echó a reír, y lo hizo de forma espontánea, sin valorar las consecuencias de su actitud. Luego, al darse cuenta de que la aludida lo observaba con insufrible paciencia, trató de disculparse.

—Lo siento, no me reía de tus aptitudes. Es que me ha hecho mucha gracia que Nicolás piense que este asunto es algo así como una transacción comercial entre dos firmas, cuando en realidad es bastante más complejo… —Pensativo, se rascó la barbilla—. Vosotros venís desde Madrid con una historia distinta a la mía, con una idea preconcebida de lo que tenemos que hacer o no, como si todo fuera tan fácil. Pero existe un problema. Aquí, en Murcia, hemos vivido una situación que no habíamos previsto y dos nuevos inocentes han sufrido las consecuencias. No sé si seguirán con vida. Por lo pronto han desaparecido.

—¡Lo sabía…! ¡Le contaste a Claudia lo del manuscrito! —Colmenares lo miró enojado por el espejo retrovisor—. La otra tarde, cuando se ausentó para solventar cierto asunto doméstico, fue a verte a tu casa… —Resopló dos veces—. ¿No es cierto?

—Reconozco que fue un error, pero tuve que hacerlo.

—¡Nadie más debía saber el auténtico motivo por el que asesinaron a Jorge! —El abogado estaba furioso—. Me sorprende tanta irresponsabilidad.

Cárdenas optó por poner las cosas muy claras.

—¿Recuerdas…? Claudia y yo mantenemos una relación que va más allá de la casa de subastas y sus normas —replicó mordaz—. Tuve que prevenirla.

—Está bien, será mejor que nos tranquilicemos… —Fue la opinión de Cristina—. Ya no tiene remedio… Deberíamos llevar a Leo a Santomera y ver qué nueva sorpresa nos tiene preparada. Si es de su agrado contarnos lo ocurrido, lo escucharemos. Si no, ya habrá tiempo para hablar cuando se haya calmado… ¿Te parece bien así? —Su pregunta iba dirigida a quien viajaba detrás de ella.

—Perfecto —contestó Leonardo, cerrando los ojos al tiempo que estiraba su cuerpo.

El abogado guardó un prudente silencio, aunque le hubiera gustado prolongar la conversación y averiguar de dónde venía vestido de ese modo tan ridículo. Sin embargo, Cristina tenía razón: debían darle un poco más de tiempo.

Estuvo conduciendo sin decir palabra hasta que llegaron a Santomera.

Una vez allí, Leonardo le fue indicando el camino que debía seguir. Atravesaron el pueblo, y ya a las afueras se incorporaron a una vía comarcal. A un par de kilómetros se desviaron para coger otra carretera que finalmente los llevó a una finca cercada, provista de luengos y puntiagudos barrotes. Tras la puerta de hierro, cerrada en ese instante, pudieron contemplar la majestuosa fachada de la cueva y los soberbios jardines que la precedían. Tanto Nicolás como su acompañante quedaron sorprendidos al ver aquella obra maestra de la arquitectura.

—¡Es increíble! —Cristina se bajó del coche llevada por la curiosidad.

Los hombres la imitaron, yendo todos juntos hacia la puerta principal con el fin de atisbar a través de los barrotes pintados de negro.

Leonardo trató de ver si encontraba indicios del regreso de Salvador y Claudia al punto de partida. Existía la posibilidad de que se hubieran visto forzados a marcharse sin poder avisarle, esperando que supiera interpretar su desaparición como una retirada estratégica. Tal vez estuvieran dentro, en casa, creyendo que era él quien estaba en manos de los asesinos. En todo caso, no vio por allí el automóvil de Riera.

—Bueno… ¿Vas a explicarnos el motivo de que estemos aquí? —preguntó Colmenares, tras observar unos segundos el singular comportamiento del bibliotecario.

—Espera un momento.

Sin prestarle mucha atención, Cárdenas fue hacia el pilar izquierdo de entrada para apretar el timbre del video-portero atornillado en la piedra. No hubo respuesta. Volvió a insistir de nuevo, pero fue inútil. No había nadie.

—He de suponer que conoces al dueño de esta finca —insistió el abogado, esperando averiguar el sentido de su presencia en aquel lugar.

—No están… —murmuró—. ¡Joder, no están aquí! —exclamó. Repentinamente exaltado, golpeó con fuerza la placa del telefonillo.

—Deberíamos irnos —propuso Cristina, al comprobar que los conductores de los vehículos que circulaban por la carretera aminoraban la marcha para observarlos con cierta desconfianza—. Estamos frente a una propiedad privada, discutiendo entre nosotros mientras observamos descaradamente el interior. Y eso no es lo más prudente para unos forasteros como nosotros.

—¡Ahí dentro he estado viviendo los últimos tres días! —le espetó Leonardo de forma abrupta—. Y eso me concede ciertos privilegios. Es más, desearía recoger mis pertenencias.

Se aferró a los barrotes e hizo el ademán de subirse al murete de piedra con el fin de saltar la verja. El abogado lo sujetó del brazo antes de que cometiese una locura.

—Cuéntaselo a la policía si pasan por aquí y te sorprenden al otro lado del muro —añadió Colmenares, harto de tanta monserga.

—¡Por favor, Leo! —le suplicó Cristina—. Siempre podremos volver en mejor momento, ¿no crees? Ahora necesitas cambiarte de ropa y asearte un poco. Propongo que vayamos a un hotel a descansar un par de horas tras una buena ducha. Pero antes nos detendremos en alguna boutique a comprar una camisa decente y un pantalón de tu talla. —Y sonriendo irónica, añadió—: No creo que te dejen entrar de ese modo.

Leo reconoció no estar preparado para seguir buscándolos. Cristina tenía razón. Debían encontrar un sitio donde descansar. Él, por lo menos, lo necesitaba. Se había convertido en un manojo de nervios, y sus pensamientos eran cada vez más erráticos.

Estuvieron los tres de acuerdo en regresar a Murcia y hospedarse en un hotel del centro. Pero antes de volver a subir en el vehículo, Leonardo les hizo una confidencia en voz baja:

—¿Queréis saber dónde he pasado la noche, y el motivo de que vaya vestido así, digamos que de esta forma tan ridícula?

Nicolás se sorprendió de su cambio de parecer, aunque luego recordó que les había prometido contárselo todo una vez que estuvieran en Santomera.

—Lo cierto es que siento curiosidad —reconoció el abogado, apoyado en la puerta del coche.

—Como diría Iacobus de Cartago: he descendido a los infiernos. Y aquí tengo la prueba… —Sacó el pequeño DVD de su bolsillo, mostrándoselo orgulloso como si fuera un trofeo de caza—. He grabado el lugar donde se esconde el diario… Y, además, os aseguro que sé como encontrarlo.

Cristina, sopesando la situación, miró a Colmenares con cierto entusiasmo mal reprimido. Era evidente que Leonardo tenía algo importante que mostrarles, quizá la prueba innegable de que existía realmente una historia veraz tras el delirante escrito de un cantero.

Lilith no comprendía nada. Había observado desde la distancia la llegada de los inesperados visitantes. De los tres, el que más llamó su atención fue el hombre vestido con pantalones de camuflaje y camiseta negra, quien demostró claramente su enojo al encontrar cerrada la puerta de la finca. Debían ser cómplices del tal Leonardo y su amigo, el arquitecto; eso, cuando no fueran ellos. Incómoda, ladeó la cabeza.

Al ver que se marchaban decidió seguirlos. Su permanencia allí estaba de más, y podía llamar la atención de quienes comenzaban a salir de la venta con el fin de iniciar su trabajo.

Regresaron a Murcia, algo que no le sorprendió. Los siguió hasta las Atalayas, donde la carretera estaba colapsada a causa de los vehículos que visitaban el centro comercial ubicado en la zona. Después de soportar una cola interminable de coches, a la que tuvo que enfrentarse con harta paciencia, los vio torcer hacia la izquierda para ir a detenerse ante la puerta del Hotel Rosa Victoria. Con cautela, aparcó varios metros más atrás, junto a un concesionario de coches. Luego sacó su teléfono del bolso e hizo como si estuviese hablando con alguien.

Los vio bajarse del automóvil. Cuando creía que iban a entrar en el hotel, se detuvieron en la acera para discutir cierto asunto, tal vez relacionado con la indumentaria de aquel extravagante individuo vestido de militar, ya que la mujer señaló varias veces su indumentaria. Tras unos minutos de conversación, los hombres se marcharon dejando sola a la mujer. Lilith se inclinó disimuladamente, hacia el asiento de al lado, cuando ambos pasaron junto a la ventanilla abierta del coche. Volvió a incorporarse para observarlos por el espejo retrovisor: se dirigían hacia los grandes almacenes.

Mientras tanto, la pelirroja vestida de forma discreta, pero elegante, encendió un cigarrillo decidida a esperar el regreso de aquellos dos frente a la puerta de entrada a la recepción del hotel. Lilith optó por alargar la supuesta conversación que mantenía por teléfono hasta que decidieran volver.

Al cabo de unos veinte minutos los vio llegar de nuevo. El más joven llevaba unas bolsas con el logotipo del centro comercial; en las que debía ir la ropa sucia, puesto que ahora iba vestido de forma impecable: con una camisa azul, pantalones grises y zapatos nuevos. Entonces, ya transformado en un ser civilizado, entraron todos juntos en el centro hotelero.

Lilith se bajó de su coche y fue hacia el vehículo de Nicolás; mientras, sus manos buscaban en el bolsillo de su chaqueta un pequeño transmisor de frecuencia que solía llevar consigo. Hizo como si se le cayera una moneda al suelo, y se agachó para recogerla. Con rapidez, lo colocó en la parte trasera del automóvil, bajo el chasis, quedando adosado al metal gracia a un potentísimo imán que llevaba instalado en la base. Luego se puso en pie, regresando de nuevo a su automóvil.

A partir de entonces, tendría controlados todos sus movimientos.