Capítulo 27

Corrió todo lo que pudo hasta que llegó a la Glorieta de España. Tras bajar las escalerillas que conducían al aparcamiento subterráneo, fue directo hacia la plaza de garaje donde Salvador había aparcado el coche, pero en su lugar encontró un Peugeot de color gris perla bastante más antiguo. Hizo una expeditiva valoración de los hechos: Claudia y su tío habían desaparecido junto a sus mochilas, y ahora también su coche. Era como para volverse loco.

Estaba desorientado. No sabía dónde ir, ni qué hacer. Lo primero que le vino a la cabeza fue tomar un autobús que le llevase a Santomera y tratar de buscarlos allí, en casa del arquitecto; entre otras cosas porque dentro de la hacienda tenía el resto de sus pertenencias, además de ser el lugar más seguro de momento. Necesitaba detenerse un instante a reflexionar, sin sentirse vigilado.

Volvió a subir las escaleras del subterráneo con el fin de dirigirse a la estación de autobuses, situada en el barrio de San Andrés. Cruzó la Gran Vía a la altura del Hotel Reina Victoria, donde un policía que dirigía el tráfico lo miró de arriba a abajo de forma inquisitiva. Se temió lo peor, pues parecía decidirse entre llamarle la atención por atravesar el paso de cebra cuando el semáforo estaba en rojo, o pedirle que se identificara; o quizá ambas cosas. Creyó que lo mejor sería alejarse hacia la izquierda, cruzando la calle lo más rápido posible. A continuación dobló la esquina del hotel para ir hacia la plaza de abastos.

Justo a la altura del Palacio Almudí sintió vibrar su móvil en el bolsillo del pantalón. Al ir a cogerlo, creyendo que podía ser Claudia, sus manos tropezaron con el DVD que casualmente había cambiado poco antes de que le golpearan en la cabeza. Se olvidó de ella por el momento. Ahora debía atender la llamada.

En el visor pudo ver un número de teléfono móvil. No supo reconocerlo.

—¿Sí…? —preguntó con recelo.

—Buenos días, Leo… Soy Nicolás… —Escuchó la voz del abogado—. Hace unos minutos que acabo de llegar de Madrid. Estoy en Murcia. Supongo que tendrás una ligera idea de cuál es el motivo de mi visita.

—¿Colmenares…? ¡Gracias a Dios! —exclamó, aliviado de escuchar una voz amiga—. Oye, si es cierto que estás en Murcia necesito que me eches una mano y vengas a recogerme. He de hablar contigo lo antes posible.

—Tranquilo —le dijo—, para eso hemos venido. Si estamos aquí es para ayudarte.

—¿Estamos…? —inquirió, perplejo—. ¿Acaso está contigo la policía?

Por unos segundos creyó que venían a detenerlo.

—Por supuesto que no —respondió Colmenares—. Me acompaña una mujer a la que no conoces, pero que puede aportar nuevos datos al asunto que te ha traído hasta aquí.

—Si es una tal Cristina Hiepes, he oído hablar de ella… —Arrugó la frente—. Mercedes estaba dispuesta a inmiscuirla en la investigación sin sopesar las consecuencias.

—Creo que perdemos el tiempo hablando por teléfono. Lo mejor será que me digas dónde te encuentras para ir a recogerte.

El abogado pensó que debían conversar cara a cara.

—¿Sabes dónde está la Glorieta de España, frente al Ayuntamiento?

—Creo que sí —contestó—. Lo cierto es que acabamos de pasar junto al río y la hemos visto al otro lado.

—Debéis cruzar el puente que une Torre de Romo con el hospital de la Cruz Roja. A continuación, dirígete hacia la Glorieta de España… —le aconsejó—. Yo os esperaré junto al semáforo que hay antes de bajar al aparcamiento subterráneo… —luego, añadió alterado—: ¡Por favor, ven lo antes que puedas!

—¿Sucede algo que deba saber?

—Ya te lo explicaré cuando nos veamos.

Cortó la comunicación. No tenía ganas de seguir hablando. Estaba realmente agotado. Tras dar media vuelta, regresó de nuevo a la Glorieta de España.

Lilith abandonó el apartamento a primera hora de la mañana, pero antes les dejó una nota en la cocina diciéndoles que tenía una cita con el vicerrector de la Facultad, a eso de las nueve.

Tras coger nuevamente un taxi, se dirigió hacia la avenida Juan Carlos I con el fin de recoger su coche, el cual había dejado aparcado en el parking del centro comercial Zig-Zag porque no quiso que nadie vinculara su Corvette con aquellas dos arpías. Luego se dirigió a Santomera sin perder más tiempo. Guardó en su chaqueta la dirección correspondiente al número de teléfono que le proporcionara la directora de la casa de subastas. Conseguirla fue de lo más fácil. Cotejó el segundo prefijo con las correspondientes pedanías y pueblos de la comunidad autónoma. De este modo pudo saber que pertenecía a Santomera. A continuación, lo único que tuvo que hacer fue ocultar con una cartulina los números alineados verticalmente en las páginas, dejando visibles tan solo las tres últimas cifras. Así, pudo ir descartando los que no terminaban igual; hasta hallar la coincidencia.

Después de conducir unos minutos en dirección a Alicante, dejó la autovía para tomar la salida de Santomera. Poco después se detuvo en el centro del pueblo, a fin de preguntar dónde vivía el amigo de Leonardo Cárdenas, entre otros motivos porque el domicilio era bastante confuso al no corresponderse con una calle, sino más bien con un paraje o camino: Senda del Esparragal. Un joven en ciclomotor le indicó el camino a la cueva del arquitecto, que era como la conocían en el pueblo. Lilith le dio las gracias por la información, y se marchó hacia las afueras con una ligera idea de por dónde debía torcer a la derecha y cuándo habría de hacerlo a la izquierda.

Dejó la carretera para tomar un camino que rodeaba un campo de hortalizas. A unos cien metros más adelante encontró una finca en la que crecían toda clase de árboles, cactus y palmeras. Detuvo el coche a unos metros de la puerta de entrada. Bajó la ventanilla y se quitó las gafas de sol. Desde donde estaba podía verse la fachada principal de la singular cueva. Lo cierto es que le asombró el ingenio de aquel hombre, capaz de aprovechar la caprichosa formación de la naturaleza para construir su residencia.

Aun así, no vio a nadie por los alrededores. Ni tan siquiera un vehículo. Debían estar fuera.

A unos metros del camino descubrió varias furgonetas y coches aparcados en un prado donde se amontonaban las balas de paja para las bestias, junto a una casucha con un viejo letrero de una conocida marca de gaseosa colgado sobre la puerta. Dedujo que era una venta destinada a servir cafés y licores a los campesinos que faenaban por las tierras colindantes. No era su intención entrar en un sitio cuyo olor debía ser repulsivo, y no solo por la gran cantidad de hombres bebiendo aguardiente a esas horas de la mañana, también por la insalubre apariencia y los muchos años que parecían arrastrar los desvencijados muros y el tejado del local. No obstante, pensó que podía aparcar junto a los demás vehículos y esperar a que entrase o saliese el dueño de la finca, quien posiblemente iría acompañado del hombre que buscaba.

Arrancó de nuevo y fue hacia la explanada que había a su derecha. Buscó un lugar donde tuviese buena perspectiva, y sobre todo, visibilidad. Lo encontró al inicio del aparcamiento, frente a la carretera.

Nuevamente se dedicó a esperar pacientemente a su presa.

No le importó porque formaba parte de su trabajo.