Capítulo 26

Cuando abrió los ojos, casi lo devora la oscuridad apocalíptica de la sala. Lo primero que le vino a la cabeza, quizá debido a ese interés que últimamente sentía por Allan Poe tras encontrar la clave del manuscrito, fue que era el protagonista del relato El pozo y el péndulo, y que se encontraba maniatado al borde de un abismo insondable mientras una cuchilla afilada descendía del techo yendo de un lado hacia el otro. Trató de pensar, de recordar lo último que había sucedido antes de perder la consciencia. Aunque primero debía iluminar el recinto para ver si se encontraba, todavía, en los subterráneos de la catedral.

Se incorporó con cierto dolor de cabeza. Tanteó la superficie del suelo buscando la linterna, y no se sintió a salvo hasta que la hubo rozado con la punta de los dedos. Con una sensación de ánimo indescriptible, empujó hacia arriba el interruptor y un haz de luz le devolvió a la realidad. Estaba en la séptima sala, a un paso de la primera. Sin embargo, notó que algo había cambiado desde que perdiera el conocimiento. Trató de recordar qué era ese detalle tan importante que le ocultaba el subconsciente, ese sentirse desnudo tras el golpe en la cabeza. Y fue entonces cuando cayó en la cuenta de que le habían robado la cámara de grabar y el bloc de notas.

Se deslizó hasta la sala principal haciéndose una idea de lo ocurrido. Pensó en Los Hijos de la Viuda, y en esa capacidad instintiva que los conducía al lugar exacto en el momento adecuado. Era evidente que los habían seguido a pesar de todas las precauciones tomadas, y también que entraron por el mismo lugar que ellos. Pero lo peor de todo era no saber por qué seguía con vida cuando lo normal era que lo hubiesen degollado.

Entonces le vino a la memoria la imagen de Claudia ascendiendo la estrecha galería en busca de Salvador. Irremediablemente tuvo que encontrarse con ellos por el camino; por lo que, tal vez, también ella y su tío debían haber sufrido algún tipo de agresión. Prefirió pensar que estaban heridos, o inconscientes, a imaginárselos muertos. En su impotencia, cualquier esperanza de vida sería aceptada como única respuesta a sus preguntas.

Decidido a no esperar más, metió la cabeza en el estrecho pasadizo a pesar de la claustrofobia que sentía. Durante unos minutos, que le parecieron semanas, estuvo deslizándose por ese maldito agujero que le obligaba a torcer la cabeza hacia un lado, de querer avanzar. Los dedos de sus manos tuvieron que aferrarse a las juntas de separación entre los sillares para tomar impulso y seguir avanzando, pues no existía otro modo de hacerlo.

Al cabo de un tiempo, el corredor se fue ensanchando y su cuerpo pudo sentir de nuevo esa sensación de libertad que le proporcionaba la amplitud de espacio. Finalmente llegó hasta el zócalo del foso, después de cruzar la ventana cuyos barrotes tuvieron que cortar al principio. Miró hacia arriba. No vio a nadie, pero sí las cuerdas que aún colgaban desde lo alto y el resto de la indumentaria, incluyendo el arnés y el mosquetón; aunque faltaban los de Claudia.

Se colocó de nuevo el equipo y comenzó a ascender sin tomarse la molestia de ponerse el casco de seguridad, angustiado por la incógnita de saber qué iba a encontrarse allá arriba. Apenas faltaban unos metros cuando se vio sorprendido por la luz del sol. Se había hecho de día. Aquel detalle no hizo sino acelerar su labor, pues lo único que faltaba era que lo descubrieran los empleados de la empresa de reformas y lo denunciasen a la policía.

Cuando por fin asomó la cabeza suspiró de alivio: el lugar estaba desierto. Pero, por otro lado, también resultaba una contrariedad. Claudia y su tío habían desaparecido, y eso significaba que estaban en poder de aquellos fanáticos. Por un instante se sintió impotente, y luego tuvo un increíble deseo de gritar. Estaba enfadado consigo mismo. Se reprochó el haberla dejado marchar.

En el reloj de la catedral sonaron tres cuartos. Leonardo se imaginó, debido a la posición del sol, que debían de ser las siete y tres cuartos, por lo que tenía el tiempo justo de recoger su mochila y colocar de nuevo el enrejado del suelo, antes de que se incorporase a trabajar el equipo de reformas. Sin pensar en otra cosa que desaparecer, se apresuró a guardar en su mochila el arnés y las cuerdas. No se detuvo a recapacitar en lo extraño que era el hecho de que no solo hubiesen desaparecido sus compañeros, sino también sus sacos y pertenencias. Su cerebro estaba obstruido; lo único importante en aquel momento era abandonar el lugar. Necesitaba huir de allí, lo primero, y luego buscar el modo de encontrar a Claudia y a Salvador. Estaba seguro de que los habían secuestrado Los Hijos de la Viuda, pero no tanto de si aún seguían con vida.

La incertidumbre se aferró a sus pensamientos mientras abandonaba su escondrijo y corría hacia la plaza de los Apóstoles sin volver la vista atrás.

En aquel mismo instante, muy lejos de allí, una furgoneta con el anagrama de la compañía de teléfonos se detuvo en un edificio de seis plantas situado al final de la Nnesebeck Strasse, frente a la universidad Técnica de Berlín. De ella se bajaron dos hombres de mediana edad vestidos con ropa de trabajo. Sin perder tiempo fueron hacia las escalinatas de entrada. El conserje del edificio se adelantó a abrirles la puerta nada más escuchar el estridente sonido del timbre. No esperaba a nadie a esa hora de la mañana, y mucho menos que viniesen a arreglar nada en alguno de los apartamentos. Lo primero que hizo fue pedirles la documentación.

—¿Y dicen que les ha llamado la señorita Weizsäcker? —Quiso cerciorarse antes de dejarlos pasar.

—A nosotros nos han pasado el aviso desde la central —contestó el más alto en tono neutro, muy profesional, encogiéndose de hombros a continuación.

Con este gesto le daba a entender que ellos no hablaban directamente con los usuarios, sino con las secretarias de la empresa.

Tras echarle un vistazo a sus tarjetas identificativas, el envarado conserje les aconsejó que cogieran el ascensor, recordándoles que el piso de la joven Frida se encontraba en la quinta planta, letra C.

Minutos después, los empleados de la compañía de teléfonos se detenían frente al apartamento que les habían indicado. Miraron a ambos lados del pasillo. Todo estaba en calma. Rápidamente, se colocaron guantes de látex en las manos antes de abrir la cerradura con una de las varias ganzúas que llevaban consigo. Entraron en silencio en el piso. Se oyó correr el agua en la ducha, tras la puerta entreabierta del cuarto de baño.

El sicario que permaneció callado cuando los detuvo el conserje le hizo un gesto a su compañero, indicándole que no perdiese el tiempo. Este asintió, señalando a su vez una habitación donde podía verse un cúmulo de papeles amontonados junto al ordenador que había sobre el escritorio. Luego sacó una automática de detrás del pantalón, enroscando con acierto el silenciador a la vez que empujaba lentamente la puerta del baño. Frida estaba de espaldas tras la mampara de cristal, dentro de la ducha, por lo que no se dio cuenta de lo que ocurría hasta que cerró el grifo del agua y se giró en busca de la toalla. Su primera reacción, al ver a un desconocido apuntándola con un arma, fue la de quedarse paralizada debido a la sorpresa. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar. El primer disparo atravesó su frente; el segundo, el corazón. Su cuerpo se desplomó inerte sobre el pie de ducha, dejando a su espalda un reguero de sangre por todos los azulejos.

Mientras tanto, el otro seguía buscando en los papeles del despacho la traducción del manuscrito. Al ver a su compañero en la habitación, guardándose de nuevo la automática, dedujo que la joven había dejado de ser un problema y que podían actuar con placidez. Nadie vendría a interrumpirles.

—¡Vamos, acércate! —le instó—. Necesito que me eches una mano. Aquí debe haber un millar de folios.

Estuvieron ojeando los papeles de Frida durante unos minutos, hasta que finalmente encontraron varias hojas con apuntes relacionados con el manuscrito de Toledo. Lo guardaron todo en un sobre grande de correos, cerrándolo a continuación con el fin de que quedara precintado. Luego se marcharon con total impunidad, silbando una cancioncilla entre dientes.

Cuando el conserje del edificio los vio marcharse, pensó que aquellos tipos debían de ser muy buenos en su trabajo: apenas habían tardado veinte minutos en detectar la avería y enmendar el problema.