—¡Dios mío, Leo…! ¿Has visto eso?
Al bibliotecario le fue imposible abrir la boca. Estaba tan impresionado por lo que tenía ante sus ojos que le costaba pensar con claridad. La pregunta de Claudia quedó sin respuesta; y ambos continuaron embelesados, con la boca abierta, admirando los dibujos y las frases inscritas en los muros de piedra.
La sala donde se encontraban debía tener unos diez metros de largo por seis de ancho, con una elevación que superaba los tres metros. En el centro se erigía una plataforma escalonada —de la altura de un hombre normal—, que finalizaba en una base rectangular completamente lisa. Estaba fabricada de un granito bastante más pulido que los sillares utilizados para la construcción de las catedrales. Los peldaños, que se iban estrechando según subían por los cuatro lados —tal vez orientados hacia los distintos puntos cardinales—, llevaban inscritos glifos y marcas astronómicas. No había nada sobre la base, aunque parecía destinada a soportar algún tipo de propiciatorio o tabernáculo. En las paredes descubrieron frases sueltas escritas en varios idiomas, tales como el latín, el castellano antiguo y el hebreo, junto a figuras geométricas e inscripciones cabalísticas emparentadas de algún modo con la alquimia. Reconocieron el tipo de escritura como gótica textual, la misma que se utilizó en la elaboración del criptograma, lo que significaba que su autor bien pudo ser el propio Iacobus de Cartago.
Leonardo aprovechó para grabar en DVD tales maravillas, rogándole a Claudia que enfocara con la linterna las paredes de la sala. Fue entonces cuando descubrieron, a un lado y otro de la sala, sendos corredores que conducían a otros recintos que eran copia idéntica del primero, nada más que con distintos dibujos y nuevas frases que encerraban semejantes incógnitas. Optaron por tomar el camino de la derecha, que los condujo a una sala que, a su vez, los llevó a otra, y esta a otra más, y todas de las mismas dimensiones. Fueron de un lado a otro, atraídos por el deseo de autentificar aquel prodigio arquitectónico que se extendía bajo la catedral de Murcia, ese laberinto de galerías que, como en un juego de niños, comunicaba todas sus estancias de forma que quien se adentraba en ellas volvía irremediablemente a la sala principal. Eran siete, y sobre el dintel de entrada descubrieron, colgadas del techo, otras tantas campanas que variaban de tamaño dependiendo del recinto en el que se encontraran.
Aunque a simple vista era difícil distinguir las palabras, debido a las sombras que proyectaba la linterna, pudieron leer correctamente varias de las frases en latín y en castellano inscritas en los muros. Se trataba de un nuevo mensaje de Iacobus:
In triangulis oculus Dei est.
—El ojo de Dios está dentro del triángulo —tradujo Claudia, acercándose a uno de los muros que tenía pintada una estrella de David en el centro.
Cárdenas bajó la cámara, dejando de grabar por un instante. Fascinado, arrugó la frente.
—¿Es posible que se refiera a los triángulos entrecruzados que constituyen el símbolo de Israel? —preguntó.
Su compañera se encogió de hombros, deshaciéndose de aquel acertijo para ir al otro lado del muro en busca de nuevas frases.
En esta ocasión descubrieron varios párrafos escritos en hebreo —tal vez citas pertenecientes al Talmud—, y una serie de dibujos circulares donde se encerraban distintos triángulos y líneas rectas sin definir; y números, y letras colocadas al azar. Al no conocer el idioma, les fue imposible traducir aquel galimatías, pero Leonardo se esforzó por grabar con la videocámara todo cuanto estuviese inscrito en las paredes. Ya tendrían tiempo de estudiar a fondo las imágenes cuando se encontraran a salvo en casa de Riera.
No llevaban ni diez minutos allí, y ya se sentían parte de aquel lugar. Claudia estaba tan excitada que no cesaba de ir de una sala a otra, ansiosa por traducir todo cuanto en latín estaba en su mano. Él, cuya frialdad era una virtud congénita asociada a los Cárdenas, trataba de enfocar el descubrimiento desde el punto de vista racional, sin dejarse llevar demasiado por las emociones. Lo primero que debían hacer era iniciar la búsqueda del diario antes de que los descubrieran. Había oído decir que el tiempo, cuando estás bajo tierra, se detiene. Una persona podía tener la impresión de estar veinte minutos allá abajo, y luego descubrir que en realidad había transcurrido algo más de una hora. Por eso intentó llamar la atención de Claudia, para que se centrase en lo que realmente habían venido a hacer.
—Deberías comunicarte con tu tío —le recordó con criterio—, o de lo contrario creerá que nos ha ocurrido algo… Ya sabes lo aprensivo que es.
La joven dejó a un lado la traducción que estaba llevando a cabo, mirándole con gesto de sorpresa. Lo había olvidado por completo.
—Espera, voy a intentar que esto funcione… —Sacó el transmisor del bolsillo de su pantalón—. Aunque no estoy segura si aquí dentro, encerrados…
Dejó la frase sin terminar, frunciendo el ceño al oír el bullicioso sonido que producían las interferencias. No iba a ser fácil la comunicación.
—Aquí Alfa. ¿Me recibes, Omega…? Cambio… —Aguardó unos segundos antes de volver a intentarlo—. Alfa desde el interior… Tito, ¿me recibes? Cambio.
No hubo respuesta, tan solo el zumbido persistente de las ondas hertzianas. Al cabo de un rato escucharon lo que parecían palabras incompletas.
—… ecibo… cuitad… ¿…onde estáis…? ¿…béis encontra…?…ambio.
—Voy a tener que reptar de nuevo si quiero llegar hasta el foso —dijo Claudia, segura de sí misma—. Es la única forma de decirle a mi tío que estamos bien y que necesitaremos algo más de tiempo para encontrar el diario.
—Si quieres mi opinión, creo que es mejor buscarlo ahora y dejar que Salvador saque sus propias conclusiones… —Leo no estaba dispuesto a correr riesgos innecesarios, y por ello insistió—: Si yo fuera el que estuviera arriba, tendría un poco más de paciencia… —Sintió la boca seca—. Hemos oído su voz, aunque entrecortada. Y por lo que deduzco, también él nos ha escuchado y sabe que estamos bien.
Claudia reflexionó unos segundos la propuesta de su compañero, aunque no pareció convencerla. Después le propuso:
—Mira, vamos a hacer una cosa… Tú te quedas aquí, grabando todo lo que puedas, y de paso tomas anotaciones de lo que creas importante… —Se mordió el labio inferior—. Lo siento, pero he de comunicarme con mi tío. Necesito tranquilizarle y advertirle de que nos vamos a retrasar un poco.
Aferrándose con decisión a la mano de Leonardo, tiró de él con el fin de hacer juntos el camino de vuelta a la sala principal, donde se encontraba el pasadizo de salida.
Una vez allí, le dio un beso en los labios antes de introducir sus brazos extendidos —hacia delante, en un principio, y luego su cabeza— en aquel orificio cuadrado que se ajustaba a sus hombros como un traje a medida. Su único consuelo era que, según avanzara, el camino se iría dilatando. Aun así, la impresión de estar encerrada en un ataúd de piedra resultaba una experiencia bastante real los primeros metros, angustiosa.
Cárdenas se sintió el hombre más solo del mundo nada más verla desaparecer. Notó un extraño nudo en el estómago.
Decidió seguir investigando antes de que la soledad y la claustrofobia comenzaran a ser un problema. Se acercó al estrado central de la sala iluminando los ángulos ensombrecidos de los escalones. Contó siete peldaños por cada uno de los lados, al igual que el número de estancias comunicadas entre sí. Aquello, según pensó, era un detalle harto revelador. Su curiosidad, aliñada con un poco de imaginación, le llevó a buscar algún tipo de resorte oculto por entre las piedras que pudiera abrir una pequeña puerta o escondite secreto. Estuvo palpando la superficie sin encontrar nada, pero le resultó extraño que estuviera tan extremadamente bien pulida. El tacto le recordó el granito de las escaleras del edificio donde vivía. Luego se fijó bien en los siete glifos grabados en los distintos escalones. Eran los símbolos de los planetas utilizados en la alquimia, por lo que creyó conveniente dibujarlos en su bloc para un posterior y detenido estudio; además de grabar en DVD dichos elementos.
Tras un prolongado esfuerzo por hallar un resorte, o peldaño hueco donde pudiera haber escondido el diario, tuvo que desistir del empeño y reconocer su fracaso. Aquellas piedras eran compactas, además de perfectas; como si el pedestal granítico estuviese fabricado de una sola pieza.
Fue entonces hacia la pared de enfrente con el fin de analizar las frases escritas, e intentar traducirlas. Pero antes de enfocar el muro de piedra, decidió cambiar el DVD de la cámara —que estaba finalizando— por otro sin usar. De esta forma podría seguir con la grabación y ampliar en todo lo posible el reportaje. Más tarde, la guardó en uno de los amplios bolsillos de sus pantalones de corte militar. Luego encendió la linterna, acercándose a los textos escritos en latín.
En uno de ellos pudo leer:
Música divinitatiorum
Y en otro:
Sonitus silentes silentio noctis est
—¿La música de las divinidades? ¿Sonidos silenciosos en la quietud de la noche? —Se preguntó a sí mismo en voz alta—. ¿Qué narices querrá decir eso?
Entonces recordó las campanas de distinto tamaño que colgaban por encima de las entradas principales a las salas. Tal vez, haciéndolas sonar consiguiera abrir algún pasadizo en el muro que lo llevase hasta el diario, según calculó en un momento de entusiasmo. Estaba tan desesperado, que fue lo único que se le ocurrió.
Comenzó por la más grande, situada en la sala donde estaba en aquel momento. Cogió la cuerda del badajo con sumo cuidado, sopesando si debía actuar por su cuenta o esperar a Claudia. Decidido a arriesgarse, dio un tirón en seco hasta que la pieza de metal golpeó la campana. El eco vibrante del sonido se expandió por los siete aposentos hasta perder intensidad. El tono había sido demasiado grave, abrupto como una sacudida. Pero no ocurrió nada. Ningún sillar vino a desplazarse de su sitio para dar paso a una cámara secreta.
Fue directamente hacia el corredor de la derecha, que comunicaba con la siguiente sala, llevado por una intuición. Una vez allí, repitió de nuevo su experimento. La campana, cuyo tamaño era algo menor que la primera, sonó de un modo distinto; a una escala por debajo.
Volvió a intentarlo en la tercera estancia, y en la cuarta. Y así sucesivamente hasta llegar a la última, donde el cimbalillo era de un tamaño tan sumamente reducido que el sonido que produjo le recordó al más preciado cristal de Bohemia. Aquello solo podía significar una cosa, que cada una de las salas estaba representada por las siete notas musicales.
Era tal el interés que sentía por su descubrimiento, que no advirtió la sombra amenazante que se deslizaba sigilosa, que se acercaba por detrás. Cuando su sexto sentido le puso en alerta, ya era demasiado tarde. Por el rabillo del ojo descubrió que no estaba solo allí abajo.
Lo último que sintió, antes de perder la consciencia, fue un golpe en la nuca y la impresión de que todo daba vueltas a su alrededor.
Luego, el silencio.