Decidieron adelantar la fecha, pues existía la posibilidad de que Los Hijos de la Viuda estuviesen ya tras sus pasos. Su idea era recuperar lo antes posible el diario de Iacobus y desaparecer por un tiempo.
Aquel mismo lunes, por la mañana, se abastecieron en unos grandes almacenes de la ciudad. Compraron cuerdas de nilón, mosquetones, linternas y demás utensilios propios de espeleólogos y alpinistas. Contaban, además, con radiotransmisores —pues creyeron que lo mejor sería estar comunicados con Riera— y una videocámara para inmortalizar el descenso y la entrada a la cripta. Lo tenían todo preparado. Solo les faltaba esperar la hora adecuada.
La ciudad enmudeció en el mismo instante en que dieron las cuatro de la madrugada en el reloj de la catedral; tan solo se escuchaba el eco amortiguado de pisadas acercándose a la plaza de los Apóstoles. La luz de los focos que iluminaba la catedral, consiguió distender las sombras proyectadas en los sillares labrados de la capilla de los Vélez. Con sigilo, y extrema precaución, el grupo de tres corrió a refugiarse bajo la tupida red de andamios metálicos que rodeaban la parte trasera del templo, presentándose la noche y las obras de reformas como sus mayores aliados. Permanecieron agazapados durante unos segundos sin hacer ruido y sin apenas moverse, aunque jadeaban como caballos desbocados debido a la carrera. El sonido de la respiración sonaba con más fuerza en sus oídos, incluso se hacía insoportable dentro del cerebro.
Leonardo le hizo un gesto a Claudia para que le ayudase a sujetar unos paneles de madera que había apoyados al final del andamio. Juntos lograron colocarlos frente a ellos, de forma que les sirvieran de parapeto. De este modo se aseguraban intimidad en caso de que alguien pasara por allí cerca. Mientras tanto, Salvador se apresuró en sacar una de esas herramientas para suavizar juntas que usan los vidrieros y que llevaba oculta en su mochila.
—Deberías hacerlo tú —le dijo a Cárdenas en voz baja, dándole a entender que tendría más fuerza que él en los brazos.
Este asintió levantando el pulgar. Luego se giró para susurrarle a Claudia que debía echarle una mano a su tío. Ambos se le unieron en total silencio.
Ocultos tras las planchas de madera y los travesaños de los andamios, procedieron a la segunda parte del plan. El arquitecto y su sobrina sacaron las cuerdas, arneses y mosquetones, de las mochilas que llevaban colgadas a sus espaldas. Leonardo, por su parte, introdujo la barra de hierro entre la junta del enrejado y empujó hacia arriba. Cedió tras varios segundos, alzándose unos centímetros del suelo. Iba a sujetarla con la mano izquierda cuando resbaló y fue a parar nuevamente a su sitio. El eco metálico que provocó al caer repercutió en la noche como un disparo.
Por un momento quedaron petrificados, mirándose unos a otros en total silencio. Esperaban que se abrieran las ventanas de los edificios adyacentes para dar paso a una vecindad alertada por el estruendo, mas solo se escucharon los ladridos de un perro que deambulaba solitario por la plaza del Cardenal Belluga.
A pesar de que le temblaban las piernas, y de que su deseo más preciado era estar a mil kilómetros de distancia, Leonardo tomó de nuevo la herramienta para suavizar las juntas e hizo palanca; esta vez ayudado por Claudia, quien se encargó de sujetar con fuerza el enrejado con el fin de que no se desplazara de nuevo.
Riera encendió una linterna para que su sobrina actuase con mayor precisión, participando también con la mano que le quedaba libre.
—Con cuidado —susurró el arquitecto.
Claudia levantó del todo el rectángulo de barrotes oxidados, dejándolo en el suelo con lentitud. Un tufo a humedad y putrefacción ascendió de inmediato hasta sus narices. Salvador dirigió la luz al hueco y los tres se asomaron impulsados por la curiosidad. Más allá de los contrafuertes apostados en la base, se precipitaba un abismo insondable de sombras y signos cabalísticos grabados en las paredes. No solo se repetían las iniciales de Iacobus de Cartago, también las marcas de una cruz sobre un triángulo y varios glifos más utilizados por los constructores de la época. Riera trató de enfocar cierto relieve que sobresalía al fondo y que asoció con una puerta. Al fijarse bien, descubrió que eran barrotes herrumbrosos enclavados en el muro. Protegían la entrada a un pasadizo.
—¿Habéis visto eso? —preguntó Claudia.
—Si no me equivoco, dentro hallaremos lo que andamos buscando —argumentó Leonardo, sin apartar su mirada del hueco por donde habrían de bajar.
—Debe de haber unos diez o doce metros de profundidad —calculó el arquitecto—. Solo os pido que tengáis cuidado.
—Descuida —Claudia apoyó su mano en el brazo de su tío, guiñándole un ojo—, tuve un buen maestro.
Acto seguido procedieron a colocarse los arneses y los guantes de protección. Después sujetaron las cuerdas de nilón a un palet con sacos de cemento que debía superar con creces los quinientos kilos. Cárdenas sacó de su mochila una video-cámara y los radiotransmisores, los cuales repartió entre sus compañeros.
—De esta forma, si nos ocurre algo allá abajo habrá una posibilidad de que puedan salvarnos —comentó con gravedad.
—Espero no tener que verme en el aprieto de pedir ayuda a la policía —bromeó Riera.
—Todo irá bien. No te preocupes.
Claudia les recordó que necesitarían un instrumento especial si querían descerrajar los barrotes. Leonardo buscó de nuevo en su mochila, sacando una sierra para cortar metales que había dispuesto a última hora por si se les resistía el enrejado. No era demasiado grande, así que podría llevarla sujeta del cinturón junto a la cámara digital.
Una vez que estuvieron listos para el descenso se colocaron los cascos de seguridad. Leo se introdujo en el hueco con la ayuda de Salvador, quien iluminaba el camino para facilitarles la bajada. Fue aflojando con lentitud el mosquetón al tiempo que su otra mano iba soltando la cuerda. Al llegar a la inclinación del contrafuerte que había a unos dos metros más abajo, se detuvo con el fin de esperar a Claudia.
Con decisión, la joven descansó sus pies en la pared del pozo y, sin pensarlo dos veces, se dejó caer a plomo tras aflojar su mosquetón. Pasó rozando la espalda de Leonardo, quien maldijo su imprudencia, o torpeza, echándose a un lado para evitar que chocasen.
—¡La madre que te…! —No terminó la frase por deferencia.
Tras aquella demostración de habilidad, comenzó a creer que alguien le estaba tomando el pelo. Después, suspendido en el aire, iluminó hacia abajo con una de las linternas que llevaba en el bolsillo. Claudia le aguardaba sonriente a mitad de camino.
—No has debido hacer eso —le reprochó.
—Vamos, no seas tan quisquilloso —dijo ella, y le envió un beso.
Antes de descender, cogió la videocámara y grabó las marcas de cantería dibujadas en las paredes. Resultaba extraño que Iacobus perdiera su tiempo, y arriesgara su vida, cincelando glifos impenetrables que nadie habría de admirar. Era como si aquel conjunto de signos formara parte de un singular epitafio dedicado a todos aquellos que estaban dispuestos a morir por los secretos de la hermandad.
Finalmente se decidió a bajar. Claudia lo estuvo esperando hasta que se colocó a su altura. A partir de ahí, hicieron juntos el descenso.
Nada más llegar abajo, sintieron las aguas residuales atravesando la lona de sus zapatillas de deporte y aspiraron el miasma putrefacto que se levantó al remover el fondo de aquel barrizal oscuro y pegajoso. A Claudia le produjo arcadas todo ese penetrante olor a descomposición que fluctuaba en el ambiente.
—Tápate la nariz y respira por la boca —le aconsejó Leonardo, cogiéndola por el brazo mientras iluminaba las paredes de alrededor.
Enfocó el enrejado que cerraba el paso a la galería, la cual debía tener unos noventa centímetros de ancho por algo más de metro y medio de alto, y estaba situada a varios palmos por encima del nivel del agua; suficiente para que pudieran entrar en el pasadizo que había al otro lado, aunque fuese de rodillas. Claudia se acercó con la intención de ver hacia dónde conducía aquel estrecho corredor de piedra. Por lo visto, un poco más adelante el camino se desviaba hacia la izquierda.
—Esto es espeluznante —reconoció con voz entrecortada. Al fin y al cabo estaban viviendo una aventura increíble.
Leonardo admitió que el lugar sobrecogía. Allí dentro, todo era frialdad e inmundicia. Hasta el eco de sus voces sonaba diferente, como si estuviesen encerrados en el interior de un ataúd. Y la galería de piedra que se presentaba ante ellos no era menos desdeñable. Por un momento se imaginó que estaban frente a la puerta de un laberinto diabólico, y le horrorizó solo de pensar que pudieran extraviarse ahí dentro y quedar atrapados para siempre.
Decidido a no perder el tiempo con pensamientos erráticos, rechazó aquella idea tan fantástica inspeccionando con cierto escrúpulo los barrotes oxidados que les impedían el paso. Estaba seguro de que el disco de la máquina cortaría el hierro como si se tratase de mantequilla, pues el aspecto que presentaba era de fragilidad y descomposición. Aquello le llevó a pensar que tal vez Riera tuviese razón y apenas quedara nada que se pudiera leer después de cinco siglos de espera. El papel del diario debía estar igual de corrompido que todo en aquel lugar, si es que lo encontraban.
Claudia debió pensar lo mismo, cuando dijo:
—Solo espero que el texto se encuentre a buen recaudo.
Especular no les iba a ayudar en nada, por lo que Cárdenas se reservó el derecho de responder. Su opinión más sincera podía tirar por tierra las ilusiones de ambos y las ganas de seguir hacia delante.
Bastaron unos cortes en los extremos para que la reja se viniera abajo. Claudia se adelantó a iluminar el pasadizo, anteponiéndose a Leo con el fin de entrar la primera. Luego conectó el radiotransmisor. Necesitaba probar su eficacia antes de ir rumbo a lo desconocido.
—Tito… ¿Me oyes?
—Alto y claro —escucharon la voz de Riera como si estuviera entre ellos.
Instintivamente, Claudia levantó la mirada hacia arriba. Pudo ver la recortada silueta del arquitecto y el haz de luz de la linterna que les enfocaba desde lo alto.
—Nos disponemos a entrar —habló de nuevo a través del transmisor.
—Suerte —les deseó Riera.
Debido a la altura del corredor tuvieron que entrar de rodillas. Las paredes, y la superficie del suelo, se presentaban igual de resbaladizas y enmohecidas que los sillares del foso de bajada. Luego estaba la sensación de asfixia que provocaban las piedras unas sobre otras. Leonardo, que iba por detrás grabando, tuvo que hacer un esfuerzo por dominar su galopante claustrofobia, algo que no parecía afectar a Claudia, la cual avanzaba valientemente y sin reparo por aquel corredor buscando una salida. Trató de no pensar en las historias de encerrados en vida que había leído de niño, o acabaría gritando de puro terror.
Una vez que llegaron al final de la galería, giraron a la izquierda. A continuación, siguieron reptando por el pasadizo.
Al principio no se percataron, pero según avanzaban el techo se iba precipitando poco a poco sobre sus cabezas, estrangulando el paso como un embudo. La situación se complicó cuando descubrieron que ya era demasiado tarde para detenerse: la estrechez del corredor les había aprisionado y era imposible girar los cuerpos en la posición en que se encontraban. Leo estaba al borde del paroxismo. Aquel claustro de piedra era capaz de impresionar al más valiente de los héroes. Se acordó de la historia de los Sancti Quattro Coronatti que les había contado Salvador, y de cómo fueron encerrados en ataúdes de plomo para luego ser arrojados al mar. Y sin poder evitarlo sintió escalofríos al imaginar la angustiosa tortura que debieron pasar antes de morir.
Entonces tuvo una revelación como respuesta a sus pensamientos: dentro de quinientos años, otros encontrarían sus huesos atascados en aquel cepo para ingenuos.
—¿Crees que deberíamos seguir? —preguntó con voz vacilante.
—¿Eres capaz de andar hacia atrás, como los cangrejos? —Claudia, firme en su propósito, le respondió con otra pregunta.
—Puedo intentarlo.
—¡No me vengas con chorradas! —Ella agachó la cabeza para mirarle por debajo de la axila, en un auténtico gesto de contorsionismo—. ¿De verdad quieres regresar sin saber qué se esconde al final del camino? ¿O prefieres pasarte la vida huyendo de unos fanáticos que buscan abrirte la garganta?
—Me has convencido. —Suspiró resignado; luego añadió—: Solo dime qué ves ahí delante.
Claudia dirigió la linterna a la oscuridad que se abría ante sus ojos. Al final del corredor pudo ver el modo en que se iluminaba lo que parecía ser una sala, más allá de la constreñida angostura por la que habrían de cruzar; tan estrecha en sí, que tendrían que deslizarse con el cuerpo y el rostro pegados al suelo. Lo cierto es que también ella comenzaba a inquietarse por aquella trampa mortal en la que estaban embutidos, y en la que podían quedar atrapados para siempre.
Encomendándose a la diosa de la Fortuna, se deslizaron por la superficie impregnada de lodo embadurnándose cabellos y mejillas. Claudia rezaba en voz baja por un final venturoso mientras su compañero trataba de pensar que solo era un mal sueño, y que pronto despertaría en su casa con ganas de ir al baño. Como ambos reptaban con el rostro ladeado, y a oscuras —ya que, en esa posición, la luz de las linternas quedaba atrapada entre el cuerpo y los muros—, apenas se dieron cuenta de que dejaban atrás la galería y penetraban en una sala de colosales proporciones.
La joven, al sentir que desaparecían las paredes, encendió de nuevo su linterna para enfocar los muros de aquel extraño aposento. Cárdenas, que iba por detrás, miró por encima de su hombro.
Lo que ambos vieron en aquel instante superaba los límites de su imaginación.
El desierto silbó su lóbrega canción de todas las noches mientras el rostro impasible de la Esfinge contemplaba en silencio el desvelo de los mortales. Dos extraños personajes, vestidos con túnicas de distinto color —azul y púrpura, respectivamente—, se pasearon frente al puesto de guardia situado en la llanura de Gizeh, sin que ninguno de los soldados que custodiaban los hieráticos monumentos les saliera al paso con la intención de detenerlos, ya que sus ojos no estaban preparados para distinguir una realidad que había sido distorsionada por la magia de los sentidos. Eso sí, los centinelas apostados en la garita sintieron en todo momento una sensación de presencia que consiguió erizar el vello de su piel. Era como si alguien, oculto bajo un manto de invisibilidad, los estuviera vigilando desde las sombras que se extendían más allá de los focos que iluminaban el desierto.
Lo cierto es que ya lo habían experimentado en diversas ocasiones, hasta el punto de pensar que podrían tratarse de djins errantes deambulando en derredor de las pirámides, en busca de una entrada al mundo subterráneo de los muertos. No solo ellos pensaban así, también el resto de los compañeros que de forma rotatoria cumplían el turno de noche, quienes aseguraban haber escuchado susurros y gemidos mezclados con el ulular del viento.
Las historias de espíritus vinculados al poder de los faraones ya circulaban por El Cairo cuando llegaron los arqueólogos europeos a finales del siglo XIX. Pero fue a partir de aquella época cuando los árabes, siempre supersticiosos, dieron por hecho que en ese lugar, de irresistible encanto, vivían unos demonios que fueron despertados cuando los intrusos que vinieron después profanaron su eterno descanso. Aunque los más ancianos, octogenarios casi todos, reconocían que las almas en pena ya gemían desde hacía siglos a causa de los ladrones de tumbas, y por culpa de quienes se llevaron las doce hiladas de sillares y las enormes piezas que servían de revestimiento a las pirámides, pues en ellas estaban inscritos los mayores misterios de la humanidad. Dichas historias sostenían que fueron los reyes anteriores al Diluvio quienes erigieron aquellos templos consagrados a las artes y a las ciencias. Y no iban desencaminados cuando aseguraban que en la sobrecubierta fueron grabados los cuerpos celestes, así como las posiciones de las estrellas y sus ciclos. Los coptos, descendientes directos de los primeros egipcios, así lo atestiguaban.
Ajenos al pensamiento de los guardias, aunque no tanto a las viejas historias, Balkis y su acompañante cruzaron la meseta como espectros en la noche. Gracias al poder de su magia, podían pasar desapercibidos ante los soldados haciendo invisibles sus cuerpos; don que no poseían los Grandes Maestros. Ese, y otros prodigios, solo estaban reservados para los Custodios del Trono.
Hiram parecía preocupado. Balkis pudo ver en su rostro el gesto impaciente que precede al reproche.
—¿A qué esperas? —le preguntó al ver que no se decidía—. ¿Vas a tardar mucho en decirme lo que te preocupa?
El egipcio hizo como si no la hubiera escuchado, y siguió caminando en dirección a la Gran Pirámide. Al cabo de unos segundos se detuvo, mirando a la persona con la que había compartido media vida en total y absoluto celibato.
—Has decidido reemplazarme sin consultar conmigo. ¿No crees que quizá merezca una explicación?
Balkis se sintió avergonzada, aunque en ningún momento se reprochó el haber actuado a sus espaldas. Sabía que, tarde o temprano, tendría que rendir cuentas. Era imposible ocultarle nada a quien era capaz de leer el pensamiento, otra de las cualidades mágicas que ambos poseían.
—Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo; su tiempo el nacer, y su tiempo el morir; su tiempo el plantar, y su tiempo el arrancar lo plantado… ¿Recuerdas? —Balkis citó los versículos del Eclesiastés—. Nuestro tiempo ha concluido. Ahora nos toca sentir la vida, volver a ser humanos… Como una piedra más.
—Yo no podría vivir de otro modo.
Balkis sabía lo obstinado que podía llegar a ser su compañero.
—Sí, es edificante lo que hacemos —reconoció Balkis—. Pero hemos de dejar paso a una nueva generación de Custodios. Nuestros cuerpos están próximos a desencarnar. Deberíamos aprovechar lo que nos queda de vida como un regalo de Dios.
—No quiero pensar en eso ahora… —Hiram volvió su mirada hacia la Gran Pirámide—. Además, tú ya has decidido por los dos.
Trató de no tomárselo en cuenta. Desde que Sholomo y el resto contrataran a una asesina a sueldo para acabar con la vida de un inocente, la alegría contagiosa de Hiram se tornó en desesperada tristeza. Para él, pragmático sufista que odiaba la violencia, saber que habían incumplido una de las leyes más sagradas de Dios se convirtió en una herida difícil de cicatrizar. Buscar razones en la preservación de los misterios no les satisfacía a ninguno, pero acataron con entereza la decisión tomada por el Magíster. Otra cosa distinta era compartir el criterio de exterminio promulgado por algunos de los miembros más conservadores del Consejo. De ahí que Balkis, que estaba por encima de ellos, hubiera decidido actuar a espaldas del resto. Se trataba de poner fin a la controversia, y a la vez aprovechar la situación para declinar la balanza en su propio beneficio. Leonardo Cárdenas tendría una oportunidad de vivir, pero únicamente si sabía aprovecharla.
Siguieron caminando en total silencio, envueltos en su propia invisibilidad. La sustitución de sus cargos era un asunto que debían tratar en otro momento. Ahora tenían que cumplir con su deber.
Al cabo de unos minutos alcanzaron los aledaños de la Gran Pirámide. Fueron directamente hacia el lado norte, situándose bajo la entrada de acceso que se abría varios metros por encima. Balkis se acercó a los enormes bloques de granito alineados de forma escalonada frente a la planicie. Y extendiendo su mano, exclamó:
—¡Qotor chor chii ykar! ¡Dair ytol dom okchor! ¡Ychol ykam daiin dar dyam!
Segundos después escucharon el deslizar de los sillares unos sobre otros, de forma que una de las enormes piedras que circundaban la base de la pirámide fue retrayéndose hacia dentro hasta dejar paso a una galería con un nivel descendente, pasadizo iluminado por un destello de luz que parecía provenir del centro de la Tierra. Hiram y su acompañante bajaron las escalinatas. La piedra de granito volvió a encajar de nuevo en su sitio.
Ellos iban de un mundo a otro. Tal era el poder de quienes custodiaban el Kisé del Testimonio.