Por un momento se imaginó la cara que pondría Leonardo cuando los viera aparecer, y eso que aún no sabía concretamente el lugar donde se hospedaba. Ignoraba cuál iba a ser su reacción al conocer a Cristina. Supuso que no le haría ninguna gracia descubrir que alguien más estaba involucrado en la búsqueda del diario de Iacobus, sobre todo cuando Mercedes le había exigido discreción absoluta. Pero eso era una cuestión que habría de solucionar una vez que llegaran a Murcia. Ahora, lo más importante era reunirse los tres, ponerse de acuerdo y hallar el modo de desenmascarar a los asesinos de Mercedes y Balboa.
Apartó su mirada de la carretera unos segundos para observar a Cristina, la cual dormía plácidamente con la cabeza recostada hacia un lado. Nicolás sintió un cosquilleo agradable en el estómago al distinguir la gracia de un tirabuzón cobrizo ocultando el lóbulo de su oreja. Le sorprendió aquella reacción suya de admirarla en silencio. Esa mujer le hacía sentirse vivo, y, por consiguiente, cohibido y torpe como un vulgar adolescente, y eso que, por la edad, bien podría ser su padre. Porque, aunque escrupulosa en el trato, Cristina poseía el conocimiento de Atenea, el coraje de Artemisa y la irresistible sensualidad de Afrodita. Las tres virtudes por excelencia del ideal de mujer.
Intentó pensar en otra cosa, ya que no era cuestión de seguir mirando a la joven con ojos de cordero degollado. Tanta admiración, no exenta de cierto epicureísmo, podía ser malinterpretada y ocasionarle graves problemas con los auténticos responsables de su misión. Ellos le permitieron acompañar a Cristina, siempre y cuando formara parte de su coartada. Cualquier incorrección supondría su expulsión del equipo.
Como si hubiera intuido que alguien la observaba, Cristina se agitó en el asiento. Nada más despertarse echó un vistazo a su reloj de pulsera.
—Dios mío, ya son las dos y media —musitó con voz somnolienta—. ¿No piensas parar a dormir un poco?
—Deberíamos haber salido de Madrid por la mañana —afirmó. Fue su única respuesta.
La joven buscó su chaqueta en la parte de atrás del coche. Sintió frío por todo el cuerpo.
—De noche es más fácil saber si nos están siguiendo —dijo ella con voz hueca, una vez que le colocó la prenda sobre los hombros.
—Entonces, estamos de suerte… —El letrado sonrió débilmente, y añadió—: Hace más de diez minutos que no se ve ninguna luz por el retrovisor.
—Mejor así.
Colmenares pulsó el botón de la radio para sintonizar una emisora de noticias. Luego subió la temperatura del climatizador digital.
—¿Por dónde vamos? —quiso saber ella.
—Acabamos de dejar atrás la desviación de Honrubia.
—Será mejor que pares en la próxima estación de servicio, donde haya un hostal. Necesitamos dormir un poco.
A Nicolás se le antojó de lo más absurdo salir de Madrid a medianoche para detenerse a mitad de camino, pero se abstuvo de opinar porque en realidad ansiaba meterse en la cama y dormir diez horas seguidas. Al fin y al cabo… ¿qué prisa tenían por llegar a Murcia?
Media hora después, a la altura de Sisante, dejaron atrás la autovía para entrar en una zona de descanso, donde pudieron ver una gasolinera y un pequeño pero presentable hotel de tres estrellas. El Audi de Nicolás giró con destreza al encontrar un aparcamiento libre muy cerca de la entrada. Los faros del automóvil iluminaron la fachada principal de la cafetería del hotel, e incluso a los pocos clientes que aún tomaban algo caliente en el extremo de la barra que daba a los ventanales del exterior.
De mutuo acuerdo decidieron charlar un poco sentados frente a una taza de café, antes de irse a dormir. Tras acomodarse en una de las mesas del local, un camarero con más sueño que entusiasmo los atendió al momento. A continuación les trajo un par de tazas humeantes y la cuenta. El abogado se adelantó a pagar, impidiendo que lo hiciese Cristina.
—Sé que no es de mi incumbencia, pero me gustaría saber qué tienen de especial los crímenes de Madrid… —Colmenares fue directo, sin rodeos—. El procedimiento no es el habitual, ni el más ortodoxo.
Cristina lo observó con estoicismo. Tanta indiferencia lastimó el orgullo de Nicolás, quien se sentía cada vez más un objeto de decoración dentro del caso. No era tonto; sabía que lo necesitaban como cortina de humo para desviar la atención de Leonardo y ocultarle el auténtico propósito de su nueva compañera de investigación. Aunque eso no era obstáculo para que él supiera la verdad, puesto que también se jugaba la vida al entrar en escena viajando hasta Murcia para contactar con el bibliotecario; el cual, a ciencia cierta, debía estar en la lista negra de los asesinos.
—Me gustaría que fueses sincera y me contaras qué significado tienen las palabras escritas con sangre en la pared, y también cuál es el contenido del manuscrito —insistió tenaz—. Sé que habéis entrado en casa de Mercedes y copiado el archivo de su ordenador. Hay cosas que necesito saber, y solo tú puedes ayudarme.
—¿Como qué?
—Por ejemplo, la repercusión social del problema que se plantea en el criptograma y los motivos de que el juez lo haya clasificado como secreto de sumario.
—A eso no puedo contestarte… —Lamentó tener que denegar su petición—. No estoy autorizada.
—¿Recuerdas…? —Arrugó la nariz—. Fui yo quien os confesó las intenciones de Mercedes, además de poneros sobre aviso con respecto al manuscrito. No deberíais dejarme de lado.
—Mis jefes no opinan igual. La trascripción del texto no es el final del viaje, sino el comienzo.
—Me apuesto lo que quieras a que conoces a esos tipos mejor que nadie, me refiero a los bastardos que acabaron con la vida de Mercedes.
Cristina dudó unos segundos. En realidad, no estaba segura de nada.
—Es posible que nos enfrentemos a una de las sociedades secretas más inaccesibles del mundo esotérico —dijo en voz más baja—, y también al misterio mejor guardado de la historia de la humanidad. Por ello la Central ha enviado a la mejor. Y me importa poco que pienses que soy una presuntuosa, pero es lo que hay. Mis conocimientos del arte ilustrativo de la alquimia, la cábala, la mística y demás ciencias ocultas, han sido expuestos en varias conferencias y congresos internacionales a los que he sido invitada como ponente. Deberías leer algunos de mis libros para saber de lo que hablo.
Nicolás conocía de oídas, gracias a Hijarrubia, el auténtico curriculum de la doctora Hiepes. La farsa que idearon para introducirla en la casa de subastas sirvió mientras duró su trabajo como bibliotecaria, aunque seguiría siendo efectiva para Leonardo.
—Mercedes me habló de una secta: Los Hijos de la Viuda —señaló el abogado.
—No son una secta, sino una sociedad que tuvo su origen en una leyenda. Presumen de ser los herederos de un conocimiento basado en el arte de la construcción. Algunos los llaman masones, pero en realidad estos niegan su existencia aun sabiendo que son los auténticos custodios del secreto primordial. De ahí se deduce que dicha hermandad no congenie con los modernos maestres cuyas logias se anuncian en Internet y escriben libros que desvelan falsos misterios de la orden.
—¿Acaso teme el Gobierno que alguno de sus representantes esté implicado? —Colmenares calculó que esa podía ser una pregunta indiscreta, aunque no menos su contestación.
—Quizá… —Ella fue sucinta en la respuesta—. Pero lo que en realidad le preocupa a la Central, es el poder que podría conllevar el ingenio descrito por el cantero.
—No sé a qué ingenio te refieres. Quizá te podría contestar de haber leído el texto.
Aquel comentario pareció molestarla.
—Lo sabrás a su tiempo… —Cristina bebió por última vez de su café, dando por finalizada la reunión—. Ahora será mejor que nos vayamos a dormir.
Nicolás asintió en silencio al comprender que se había excedido. Luego se puso en pie, imitando a su compañera de viaje. Salieron juntos de la cafetería tras dar las buenas noches al camarero, dirigiéndose al vestíbulo del hotel cogidos del brazo.
Por mucho que tratasen de congeniar, distaban mucho de ser una pareja idílica.