Aquella misma noche, Leonardo se retiró a dormir antes de tiempo. Estaba seguro de que Claudia necesitaba hablar abiertamente con su tío de asuntos personales, relacionados con la familia, y no creyó oportuno meter sus narices en lo que no le importaba. Por otro lado, quería echarle un vistazo al Libro de los Salmos, tal y como le había aconsejado con insistencia Riera. Y para ello qué mejor que la soledad del dormitorio, donde el silencio se hace más llevadero si se sabe escoger el libro adecuado; en este caso, la Biblia.
Sentado en la cama, con la almohada en alto sobre la espalda para tener apoyada la cabeza, respiró profundamente antes de abrir el texto más leído de todos los tiempos por la mitad. Mientras buscaba el Libro de los Salmos, intentó profundizar en las palabras de Salvador. Ni siquiera le había dicho qué era eso tan importante que debía encontrar entre los escritos de Salomón; tampoco tenía un punto de referencia por el cual guiarse. Reconoció que no iba a ser fácil, y que posiblemente tendría que leerlo varias veces antes de encontrar un nexo de unión con los constructores de catedrales.
Estuvo leyendo durante unos minutos hasta que llegó al Salmo número 5. Hubo un versículo que atrajo su atención, concretamente el 10. Sacó el lápiz que llevaba en el bolsillo de la camisa del pijama. Luego, subrayó la frase:
«Sepulcro abierto es su garganta, melosa muévese su lengua».
Pensó que debía tratarse de una casualidad, una metáfora de Salomón que quizá no tuviera mayor importancia, pero no descartó la posibilidad de haber encontrado el origen de la mutilación de Balboa y Mercedes. Poco después le vino la respuesta, cuando llegó al Salmo número l2. El versículo número 4 rezaba así:
«Arranque Yahveh todo labio tramposo, la lengua que profiere bravatas».
Lo subrayó igualmente.
Con la esperanza de encontrar alguna otra frase conminatoria, decidió terminar lo que había comenzado.
Al cabo de una hora de intensa lectura se tomó un respiro. No encontró nada más que tuviera que ver con lenguas cercenadas. Sin embargo, hubo un detalle que despertó su interés, y es que a Dios se le comparaba demasiadas veces con una roca o ciudadela. Leyó frases tan reveladoras como:
«Sé para mí una roca de refugio, alcázar fuerte que me salve; pues mi roca eres tú, mi fortaleza… Yahveh, mi roca y mi baluarte, mi liberador, mi Dios… ¿Quién es Roca, sino solo nuestro Dios…? ¡Viva Yahveh, bendita sea mi roca! Solo él, mi roca, mi salvación, mi ciudadela, no he de vacilar… A la Roca que se alza lejos de mí, condúceme; pues tú eres mi refugio… ¡Venid, cantemos gozosos a Yahveh, aclamemos a la Roca de nuestra salvación…! Bendito sea Yahveh, mi Roca, que adiestra mis manos para el combate…».
Y así, un sinfín de expresiones similares que cotejaban la sabiduría de Dios con la tosquedad de una piedra; roca labrada como las que se utilizaban para la construcción de las catedrales.
Reflexionó al respecto, llegando a la conclusión de que ese era el motivo por el cual Riera le había incitado a leer los Salmos. Allí, entre frases alegóricas y alabanzas, se escondía parte de las prácticas masónicas atribuibles a Salomón, quien pudo haber contactado con la ciencia del arquitecto de Tiro durante los años que duró su estancia en Jerusalén. De ser así, se imponía seguir leyendo el resto de los libros escritos por el rey de los judíos, por lo menos hasta que el cansancio le abriera las puertas al sueño. Algo improbable, si tenía en cuenta que le costaba superar el asesinato de Mercedes y el hecho de que él pudiera convertirse en la próxima víctima.
El siguiente libro era el de los Proverbios. Lo estuvo hojeando por encima, deteniéndose a profundizar en los versos que creyó de interés. Le resultó bastante más ameno que el de los Salmos; por lo menos este hacía una llamada al sentido común y a la buena disposición del ser humano. Salomón tachaba de malvados a los necios, glorificando al hombre que, a fuerza de erudición, alcanzaba la divinidad. Era un compendio de elogios destinados a ensalzar la Sabiduría, ese conocimiento místico que, según los propios teólogos, es desde el principio de los tiempos la colaboradora de Dios, una ciencia que ya existía mucho antes que el polvo primordial del universo.
Siguió con la lectura, embebido por la gracia sutil de las palabras. Mas al finalizar el capítulo 10, leyó un versículo que le puso los pelos de punta:
«La boca del justo da frutos de sabiduría, la lengua perversa será cortada».
Alertado por la frase, trató de encontrar nuevos indicios que le permitieran comprender el motivo de aquella obstinada determinación. Y no le fue difícil. Otra señal, que indicaba qué camino seguir, la encontró en los primeros versículos del capítulo 15:
«La lengua de los sabios hace agradable la ciencia, la boca de los insensatos esparce necedad… Lengua mansa, árbol de vida, lengua perversa rompe el alma».
Sus ojos devoraban las letras a pesar de la poca luz que derrochaba la pequeña lámpara de la mesita de noche. No tardó en dar con algo realmente increíble; dos nuevas frases que venían a poner la guinda en el pastel:
«Muerte y vida están en poder de la lengua, el que la ama comerá su fruto… La casa de los soberbios la destruye Yahveh, y mantiene en pie los linderos de la viuda».
La palabra «viuda» estaba subrayada. Sintió escalofríos.
Cerró la Biblia llevado por el temor infundado de estar violando una de las antiguas leyes de Dios. Por lo visto, el juramento de los masones estaba ligado al pensamiento salomónico de que la Sabiduría era un tesoro que preservar del despropósito de los hombres. Pero ¿cuál era la naturaleza de aquel conocimiento, que obligaba a los miembros de la logia a cometer un acto tan atroz como cortarle la lengua a un compañero? La respuesta estaba en las piedras, a su parecer. De ahí que Salomón comparase el poder de Yahveh con una simple roca.
Entonces se acordó de la historia que les contara Riera referente a los templarios y al Arca de la Alianza. Según él, el Testimonio de Dios no era otra cosa que una ciencia basada en la geometría y la divina proporción. Conocía de pasada la importancia de los números áureos pi y phi, así como la famosa sucesión de Fibonacci. Aquellas cifras estaban ligadas a la ley natural de las cosas, al orden cósmico y a la cuadratura del círculo. Sabía que dichos números fueron empleados por quienes erigieron la pirámide de Keops, el Partenón, las catedrales de Colonia y Nôtre-Dame; también por Leonardo da Vinci, Le Corbusier y el mismísimo Dalí, quien plasmó sus propiedades mágicas en su obra maestra Leda Cósmica. Y todos lo utilizaron por ser un generador de armonía. Según pensó:
«Si fuera cierto que Dios gobierna el universo gracias a un sistema numérico de relaciones proporcionales y que ese y otros muchos conocimientos esconden el secreto de la vida, oculto celosamente en el interior del Arca, la persona que consiga recuperarla podría ver a través de los ojos del Creador y comprender el significado de Su obra». Cárdenas jamás había sido un católico practicante. Para él, la Biblia era un libro de lo más aburrido que podía volver loco a quien consiguiera leerlo de principio a fin. Ahora, después de rastrear los enigmáticos versículos de Salomón, se le antojaba una obra maestra que todo bibliófilo debería leer aunque fuera a retazos.
Riera conocía bien su mensaje, tal vez demasiado… Se notaba que lo había estudiado a fondo. Sus investigaciones perfilaban un oscuro propósito vinculado a la búsqueda del Arca, según reconoció. De hecho, parecía haber memorizado gran parte de los versículos de la Biblia, lo que venía a indicar que se tomaba en serio su labor. Un hombre que dejaba su brillante trabajo en Barcelona para venir a encerrarse en el último rincón de España, debía tener muy claras sus prioridades.
Aquella noche, Leonardo soñó con una catedral cuyas puertas estaban custodiadas por un san Pedro que era la viva imagen de Riera. En su mano derecha llevaba varias lenguas de res, en las que aún se podía ver cómo goteaba la sangre; y en la izquierda, un enorme compás utilizado en el medievo por los maestros de obras. Una mujer con jubón escarlata y manto azul turquesa —la Sabiduría—, que estaba sentada en las escalinatas de entrada, leía en voz alta un pasaje de la Biblia que hablaba del Templo de Salomón. Sin importarle la presencia de ambos, Leonardo cruzó el arco de entrada penetrando en su interior. Dentro de la catedral, un grupo de encapuchados formaban un círculo alrededor de una talla de la Virgen María de tamaño natural. Murmuraban en voz baja sus oraciones. Cuando se acercó, el grupo se fue apartando para dejarle pasar. Frente al basamento de la imagen vio a Claudia, vestida como una reina. Estaba sentada en un trono dorado en donde podían verse dibujos cabalísticos bastante extraños, y una escritura semejante a los hieroglifos coptos del Antiguo Egipto. Tenía los brazos apoyados en lo que parecían ser las alas de unos ángeles, las cuales se tocaban en sus extremos. Llevaban sus nombres inscritos en la frente: Jakim y Boaz.
Entonces oyó una melodía inigualable cuyo eco reverberó en cada uno de los rincones del Templo. Era una música que le hablaba a los sentidos, que iba directamente al corazón y lo henchía de una gracia exquisita. Y he aquí que escuchó una voz metálica, atronadora, que le hablaba en un idioma incomprensible que relacionó de inmediato con el lenguaje de los ángeles. Estaba a punto de comprender el significado de aquel mensaje cuando el suelo cedió bajo sus pies y cayó al vacío.
A partir de ahí, el espíritu de Leo se sumió en la oscuridad más absoluta. Su cuerpo se desintegró en mil pequeños trozos de sensaciones diferentes. Era un pensamiento viajando a través de la eternidad.
Dejó de observar a la gente que iba de un lado a otro para centrarse en el portátil que descansaba sobre sus rodillas. Estaba sentado en uno de los bancos del aeropuerto del Prat, junto a su equipaje. Acababa de aterrizar en Barcelona, y en lo único que pensaba era en el modo de encontrar cuanto antes a su víctima, ejecutarla, y regresar de nuevo a Toronto; su ciudad natal. No le pareció complicado. Conocía el modo de operar de Lilith desde que trabajaran juntos en Brighton, y de eso hacía ya dos años. Ambos fueron contratados para ejecutar a tres periodistas de la BBC que investigaban un asunto de pederastia, donde supuestamente estaban implicados un lord del Parlamento y varios personajes más que formaban parte del panorama político británico.
Además, para localizar su posición en España, contaba con los dispositivos de alta tecnología que la Agencia ponía a su alcance.
Altar miró a ambos lados antes de introducir la clave de búsqueda en el GPS que llevaba incorporado el ordenador. En apenas unos segundos, pudo ver en la pantalla una luz parpadeante que se desplazaba por una de las céntricas calles de una capital de provincia cuyo nombre le resultó indiferente: Murcia. No pudo evitar una sonrisa. Era como espiar a una hormiga en su hormiguero, o como observar los bacilos de un virus a través de un microscopio antes de sufrir los efectos de la vacuna que habría de acabar con su endémico reinado.
Lilith, al igual que todos los asesinos de la Agencia, ignoraba que le había sido implantado un chip —del tamaño de una semilla de sésamo— bajo la piel del cuero cabelludo; un artilugio creado por un antiguo ingeniero de la NASA, capaz de burlar las medidas de seguridad de cualquier aeropuerto. Para llevar a cabo dicha operación, a veces de un gran riesgo para el receptor, se invitaba al sicario a una fiesta personal de bienvenida en las oficinas de la empresa, en Sao Paulo. Después de agasajarle con elogios y de ofrecerle remuneraciones millonadas, cuando la sucesión de copas lograba que el nuevo empleado se sintiera como en casa, el presidente en funciones ponía a su disposición una suite en la última planta del edificio, dándole a elegir entre pasar la noche a solas o proseguir la juerga en buena compañía. Una vez que hacía efecto la droga que previamente habían colocado en su bebida, era conducido con rapidez a un pequeño quirófano situado en el sótano, donde un cirujano experimentado procedía al implante del chip en un tiempo récord. Al día siguiente apenas si sentía molestias, tan solo la consabida resaca que sigue a una noche de exceso.
Altar cerró el ordenador y se puso en pie.
Seguía sonriendo mientras abandonaba el aeropuerto. El viaje hasta Murcia lo haría en tren, aunque eso significase perder algunas horas. Lo cierto es que odiaba volar, a menos que fuera necesario.
En aquel mismo instante, en Madrid, un empleado de la oficina de correos entraba en el edificio donde Leonardo Cárdenas tenía su apartamento. Buscó la correspondencia sin mucho afán, metiendo parte de su cabeza en el enorme bolso de cuero beige que colgaba de su hombro. A continuación sacó un paquete de sobres sujetos con una goma elástica, la cual quitó de inmediato colocándosela en la muñeca derecha como si fuese una pulsera. Introdujo cada una de las cartas en el buzón oportuno, tras leer previamente el nombre de los destinatarios. Mas al llegar al apartado de Leonardo, miró con curiosidad el remite del sobre que tenía en la mano. Le resultó anecdótico encontrar una que viniese del extranjero, y más aún que procediera de un país tan misterioso y aventurado como era Egipto. Lo reconoció por el sello postal.
Soñó, al tiempo que se marchaba del edificio, que por qué no se llevaba a su esposa a uno de esos países exóticos, cuya propaganda veía a menudo en las agencias de viajes, y vivían juntos unos maravillosos días de vacaciones. Después de veintitrés años de matrimonio —pensó—, se lo tenían merecido.