Capítulo 21

La alusión no dejaba lugar a dudas: los asesinos de Jorge se habían autoproclamado los descendientes del arquitecto de Tiro y la reina de Saba, quizá los últimos custodios de un conocimiento íntimamente relacionado con la masonería y los antiguos constructores de catedrales.

Así se lo recordó Riera a sus invitados.

—No debéis olvidar que Hiram poseía un conocimiento transmitido de generación en generación desde la época de los faraones —les dijo—. ¿Dónde había adquirido dicha ciencia? Ese era un secreto que solía guardar para los más aventajados, y jamás permitió que otros le preguntaran al respecto.

—Por más que intento comprender, cada vez me parece todo más confuso… —Fue la sincera opinión de Leo—. Por un lado, tenemos el criptograma, la cuarteta de Nostradamus y la cadena de la capilla de los Vélez. Por otro, unas columnas, el Templo de Salomón, el arquitecto de Tiro y Los Hijos de la Viuda. Resulta un tanto anacrónico comparar ambos grupos… —Resopló—. ¿No os parece que debe de existir una relación que los una en el tiempo?

Claudia fue a decir algo pero se adelantó su tío, facilitándole nuevamente la respuesta.

—Así es, entre ambos están Gracus, las Uniones Comacinas, los templarios y los constructores de catedrales.

—¿Gracus? —inquirió su sobrina, extrañada.

—Lo siento… Creo que debería comenzar por el principio… —El arquitecto reconoció quedamente su falta de perspectiva—. Vamos a ver, ¿cómo os lo explicaría? Según el Polycronicón y las Etimologías de san Isidoro, Tubalcaín fue el padre de todas las artes de los metales. Conocía como nadie los misterios de la tierra y comulgaba con las ciencias más oscuras. Su hermana fue Naamáh, quien más tarde se convirtió en esposa de Noé. Tenía también dos hermanastros: Yabal y Yubal, fundadores de la Geometría y la Música, respectivamente. Como sabían que Dios iba a acabar con los hombres, gracias a los comentarios que Noé hiciera a Naamáh, idearon inscribir sus conocimientos en la piedra con el fin de que jamás fueran olvidados por los futuros pobladores de la Tierra… —Carraspeó un poco—. Intuyendo que el castigo les vendría a través del fuego o el agua, optaron por escribir su ciencia en dos enormes columnas de piedra para que sobrevivieran a la anunciada catástrofe. Una estaba recubierta de mármol, que es incapaz de arder. La otra fue protegida por laterus, un tipo de piedra que flota en el agua. Y ambas fueron erigidas en el centro de la ciudad perdida de Henoc, que…

—¿Podría ser Henoc la región de Tubalcaín, la que Iacobus señala en su escrito como la ciudad a donde debemos dirigirnos? —preguntó Leonardo, interrumpiendo su relato.

—Me apostaría lo que quieras —fue la rotunda respuesta de Riera.

Claudia le hizo un gesto impaciente a su compañero para que se mantuviera callado.

—¡Déjale que siga! —exclamó después. Le dio un amistoso codazo.

—Como os iba diciendo… —Salvador continuó con su antiquísima historia—. Tras el Diluvio, las columnas quedaron enterradas a causa del lodo que arrastraron las aguas. Aunque, según se dice en la leyenda masónica, la cúspide de ambas es visible a los ojos de los hombres, pero permanecen ocultas a su inteligencia.

—No entiendo cómo hemos de encontrar nada en una ciudad que ya no existe. —Leonardo volvió a opinar sin tener en cuenta la paciencia de Salvador.

—Si me dejas terminar, podrás comprenderlo —le recriminó el anfitrión cordialmente—. Verás, años después de que Noé y su descendencia volvieran a repoblar el mundo, hubo un rey que supo reconocer parte de las inscripciones dibujadas en la zona más alta de las columnas. Este monarca postdiluviano fue Nemrod, el hombre que dirigió las obras de la torre de Babel. Después de aquello, el arte de la construcción vuelve a surgir con fuerza en el Antiguo Egipto y en Mesopotamia. Abraham recibe de Dios este maravilloso conocimiento, el cual se lo transmite a su discípulo, un egipcio de origen griego llamado Euclides. En el Polycronicón se dice que Pitágoras encontró una de las columnas y que Hermes Trismegisto encontró la otra, y que los dos enseñaron a sus alumnos los misterios que hallaron escritos en la roca. Hiram fue el último custodio del secreto de las piedras, aunque confió parte de su saber a los maestros de obras que participaron de la construcción del Templo de Jerusalén. Uno de ellos fue Gracus, quien viajó a Roma llevando consigo la ciencia de su maestro. Siglos más tarde, los herederos de su técnica erigirían el Coliseo y otras obras de gran envergadura. De ahí nacieron los misterios de Baco; luego, las Uniones Comacinas… El resto ya lo sabéis.

—¿Y qué hay de los templarios? —preguntó Leonardo.

—Bueno, ellos encontraron el Arca de la Alianza en la bóveda subterránea del Templo, donde Hiram arrojó el triángulo de oro con el nombre de Dios. Dentro del Arca estaban las Tablas de la Ley, o lo que es lo mismo, parte de los conocimientos escritos por Tubalcaín y sus hermanos. Gracias a esta ciencia, los masones pudieron erigir las catedrales góticas; o lo que es igual, la casa de Dios.

—Dudo mucho que aprender historia nos ayude a encontrar a esos criminales —opinó Cárdenas—. Necesitamos pruebas más tangibles que nos ayuden a encontrar a los asesinos de Mercedes y Balboa.

—Sé como debes sentirte, pero no puedo hacer otra cosa por vosotros.

—Todavía es pronto para arrojar la toalla —dijo Claudia, que arqueó las cejas—. Deberíamos ceñirnos al escrito de Iacobus y seguir sus indicaciones. Tal vez encontremos el modo de hallar lo que buscamos.

—Lo que hay que tener en cuenta, es que el secreto de la construcción está ligado a la ciencia del Gran Arquitecto —insistió Riera, que cruzó sus manos—. Los masones están sujetos a unas leyes ancestrales sumamente estrictas, que los protegen de la curiosidad devastadora de los profanos. Así se ha mantenido, siempre a salvo, el enigmático secreto que existe en torno a la magia de las piedras.

—Demasiado misterio para un hombre que está amenazado de muerte.

Tras esa fúnebre réplica, Leonardo echó hacia adelante su cuerpo con el fin de llenar de nuevo su copa de brandy.

—Es obvio que no vas a morir —le recriminó Claudia—. Les será imposible localizarnos mientras estemos en casa de mi tío. Y entrar aquí no es tan fácil… ¿No es cierto?

Sus ojos buscaron los de Riera.

—Nada más el sistema de alarmas me salió por un pico… —El arquitecto trató de tranquilizar a su invitado—. Es lo último en seguridad.

—Más nos vale.

La respuesta plural de Leo llevaba implícita que no solo él corría el riesgo de amanecer degollado. Los tres sabían demasiado con respecto a Los Hijos de la Viuda.

Claudia se puso en pie con esa aura de buen humor que un día enamoró a Leonardo.

—¡Bueno, es hora de comer! —exclamó jovial—. Pienso haceros una paella que os vais a chupar los dedos. Para ello es necesario que salgáis fuera, al jardín. Allí podéis seguir hablando de templarios y catedrales. ¡Vamos, fuera!

Aquella nota discordante de energía positiva les arrancó una sonrisa a los hombres, quienes llevados por su consejo decidieron dar un paseo aprovechando que hacía una temperatura envidiable en el exterior. Sus pies les llevaron hasta la senda cercada de piedras volcánicas. Y de allí, a la fuente de mármol rosa con la imagen del dios Mercurio en el centro.

—Quizá parezca estúpido, pero sigo sin entender a qué viene tanto misterio por un conocimiento que hoy en día deberíamos valorar como manido e insustancial —dijo Leonardo, cuyo cerebro funcionaba a vertiginosa velocidad—. Estamos en el siglo XXI. Todo es factible gracias a la ciencia moderna y al avance tecnológico del hombre. Incluso dominamos el idioma de Dios al ser capaces de modificar la especie gracias al ADN.

—La ingeniería espacial, la genética, la energía nuclear, y el resto de los últimos descubrimientos de la ciencia, son el resultado de utilizar las Artes Liberales. —Riera estaba dispuesto a defender a capa y espada los valores de antaño—. Todavía no conoces la importancia del conocimiento que defienden los masones.

—Eso es porque nadie me lo ha explicado… —Torció el gesto—. Pero estoy seguro de que piensas hacerlo ahora mismo.

Salvador sonrió de forma espontánea.

—Hablar de las Artes Liberales no te ayudará en nada, y menos si no sabes interpretar la relevancia que tiene para la comunicación directa de Dios con el hombre.

—Digamos que tengo curiosidad.

—Está bien, luego no digas que soy yo quien te llena la cabeza con historias —le advirtió antes de nada—. Según el Manuscrito Cooke, que se conserva en el Museo Británico de Londres, la primera de las Artes Liberales es la Gramática, la cual enseña al hombre a hablar y a escribir de forma correcta. La segunda es la Retórica, que enseña al hombre a hablar con decoro y elegancia. La tercera es la Dialéctica, la cual prepara al hombre para que sepa distinguir entre lo verdadero y lo falso, y es la madre de la Filosofía. Luego está la cuarta ciencia, la Aritmética, que enseña al hombre a calcular y contar los números. La quinta es la más importante de todas, la ciencia de los Grandes Maestros, la Geometría, capaz de adiestrar al hombre en el sabio manejo de los límites, medidas y pesos del resto de las artes. La sexta es la Música, que enseña al hombre las siete entonaciones y cómo transmitirlas con el canto y los distintos instrumentos de cuerda, aire o percusión. La última es la Astronomía, que acerca al hombre a la ciencia más oscura y primitiva: el movimiento del Sol, la Luna y demás cuerpos celestes… Quien dominaba las siete ciencias era digno de entrar en el templo de Dios y cubrir sus necesidades de espíritu hablando directamente con Él. La catedral es el símbolo del misticismo universal. Quien se acoge a la protección de los sillares siente en su interior la magia que proyecta la sabiduría del Gran Arquitecto, y se alimenta de ella.

—Iacobus habla de la magia telúrica de la piedra. ¿Hablamos de lo mismo? —quiso saber Leonardo.

—Tú lo has dicho. La piedra, desde el momento en que es arrancada de la Tierra, pasa a ser para los masones un elemento divino, algo así como la hostia de oblea que el sacerdote introduce en la boca del cristiano… —Entonces se detuvo, mirándolo fríamente a los ojos—. Escucha, los canteros del medievo amaban su oficio por encima de todo, y lo dignificaban. En aquel entonces, lo peor que le podía ocurrir a un obrero era estropear una de las piedras destinadas a cubrir los muros de la catedral, ya que las obras debían detenerse hasta que se pudiera cortar una nueva pieza que viniera a sustituirla. Al sillar defectuoso se le colocaba en unas angarillas, y al obrero descuidado lo vestían con una capa de color negro. Luego, se le obligaba a llevar la piedra en procesión desde el lugar donde se había estropeado hasta el cementerio u osario del templo. Una vez allí, la piedra se enterraba con todos los honores que pudiera recibir un ser humano, oraciones incluidas. A continuación, regresaban a las guildas para azotar al causante de la pérdida delante de sus compañeros. Y por la noche, mientras todos dormían, el avergonzado cantero tenía que cortar y desbastar de nuevo una piedra, la cual debía encajar perfectamente en el hueco dejado para que todos olvidaran lo ocurrido… —Se detuvo un instante—. ¿Todavía no comprendes hasta dónde llegaba la obsesión de esos hombres, para quienes las rocas tenían un valor casi divino?

—Ya me voy haciendo una idea.

Leonardo Cárdenas tuvo que reconocer que las normas de la logia rozaban el fanatismo. Una doctrina que amortajaba a las piedras no podía ser consecuente con el pensamiento racional del hombre, por más que insistiera Salvador en ello.

Creyendo saber lo que pasaba por su cabeza, Riera le dio un consejo.

—Si te parece extravagante el comportamiento de los constructores de catedrales, te sugiero que le des un repaso al Libro de los Salmos. Te sorprenderán sus versículos; te lo aseguro.

Entonces oyeron la voz de Claudia llamándolos desde la puerta. Llevaba una botella de vino en la mano y reclamaba la habilidad de un hombre para abrirla. De mutuo acuerdo decidieron regresar.

Y lo hicieron en silencio, cada cual absorto en la profundidad de sus propias reflexiones.

Lilith acudió a la cita tras coger un taxi en Espinardo. Llegó a las cuatro en punto a la puerta del centro comercial, donde dos jóvenes vestidas a la moda la reconocieron de inmediato, acercándose a ella para saludarla. Se presentaron como Mónica —con la que ya había mantenido una conversación por teléfono— y Arantxa. Halagaron su buen gusto por la ropa de marca y el color negro, antes de decidirse a invitarla a un refresco en la terraza del Zig-Zag.

Cuando tomaron asiento, Lilith las fue analizando una a una en cuestión de segundos. Mónica, tal y como le adelantara ella misma, era una incondicional de los pearcing's. Llevaba seis en una oreja y cuatro en la otra, uno en la parte inferior del labio, otro en la lengua, otro en la aleta derecha de la nariz, uno más en el ombligo y, según el testimonio de la propia interesada, también otro en uno de sus pezones. Arantxa, por el contrario, se mostró como una joven de lo más corriente, un poco grunge si acaso. Su timidez le pareció una pose, por lo que intuyó un cambio de carácter una vez que la fuera conociendo más a fondo.

—¡Jo, tía! Esa chaqueta que llevas mola mogollón. Me recuerdas a Trinity, la de la peli de Matrix. —Mónica quedó literalmente fascinada con el elegante modo de vestir de su nueva compañera de piso—. Te costará una pasta gansa mantener esa imagen.

Lilith llevaba puestos unos pantalones de cuero, de una famosa firma italiana, además de una camiseta ajustada de color negro y una gabardina de poliéster, del mismo color, que le llegaba hasta las rodillas. La lividez de su rostro, los párpados pintados de un morado oscuro y canallesco, y su cabello rubio platino —cortado a cepillo—, hacían de la alemana una criatura de pesadilla sacada de la enfermiza mente de Lautréamont.

Iba disfrazada de siniestra.

—El dinero no es un problema para mí —les dijo sin ningún tipo de vanidad—. Mi padre es jodidamente rico. Mientras yo esté con vosotras no os faltará de nada. Tenéis mi palabra.

Arantxa miró a su amiga, la cual alucinaba escuchando hablar a la que iba a ser su hada madrina de ahora en adelante. Lilith, bastante más calculadora que sus amigas, imaginó que intentarían aprovecharse de aquella estúpida niña rica a la que acababan de conocer. Y quizá habría sido así de ser otra la que estuviese sentada frente a ellas. Pero se trataba de una joven con una dilatada carrera criminal, alguien para quien las personas eran juguetes que podía utilizar y destruir a su antojo. Lilith había pasado sus últimos años asesinando a hombres importantes de todo el mundo. Les llevaba una gran ventaja psicológica, abismal.

Después de romper el hielo con aquella aplastante afirmación de solvencia, tanto Mónica como Arantxa se desvivieron por complacerla. El tiempo que estuvieron en la terraza del bar la invitaron a varias cervezas, iniciándose de este modo una conversación algo menos protocolaria en la que el sexo, la música y las drogas, se encumbraban como los pasatiempos favoritos por los que merecía la pena vivir.

En poco más de una hora, Lilith llegó a saber que Mónica era hija de un abogado al que se le relacionaba con las mafias de los países del este de Europa; y que su madre, que trabajaba como neurocirujana, tenía por costumbre subvencionar los caprichos de un joven gigoló a cambio de buenos momentos de cama; pero precisó que era un macarrilla de tres al cuarto cuyo único propósito era vivir a cuerpo de rey gracias a la generosidad de mujeres maduras.

En cuanto a Arantxa, tampoco se quedaba atrás. Por lo visto, tenía novio formal, un joven cuya familia era de las más pudientes y respetables de Murcia. Apenas se veían los días de semana, ya que el joven pretendiente estudiaba en la UCAM,[3] y cuando lo hacían, era para ir al cine o a misa los domingos. Para esos momentos, Arantxa cambiaba su original indumentaria por elegantes vestidos que daban credibilidad a su papel de niña pija. Pero en el fondo todo era una farsa, un paripé al que jugaba para satisfacer a ambas familias hasta el final de su carrera. Arantxa era bastante más cerebral que todos ellos, por lo que cubría sus propias necesidades —que eran demasiadas, según Mónica— chantajeando a uno de los catedráticos de la universidad con el que había mantenido relaciones sexuales. En el piso guardaba pruebas fehacientes de sus encuentros, fotografías y prendas que en cualquier instante podía enviar por correo a su esposa; por ejemplo, unas braguitas impregnadas de semen, que servirían para demostrar —judicialmente si hiciera falta—, que su historia era cierta. La práctica de aquella extorsión le proporcionaba unos trescientos euros al mes, dinero que dilapidaba tan pronto caía en sus manos.

Tras aquellas declaraciones, Lilith se sintió más tranquila. La procacidad con que se expresaban las jóvenes vino a corroborar su sospecha. En realidad, eran bastante más idiotas de lo que había llegado a pensar en un principio.

Al cabo de un tiempo decidieron enseñarle el piso a su nueva compañera. Pagaron la cuenta en la barra y fueron hacia la salida pasando por las tiendas del centro comercial, donde se detuvieron en cada uno de los escaparates para ver las ofertas. Una vez en la avenida Juan Carlos I, Mónica les recordó que tendrían que ir andando hasta la próxima parada de autobús. Lilith dijo no estar preparada para el transporte urbano, por lo que se plantó en mitad de la vía para hacerle el alto a un taxi con el cartel de libre que pasaba por allí. No le importó correr con los gastos.

Finalmente llegaron al apartamento, situado en la avenida de Espinardo. Era un piso de tres habitaciones con vistas al edificio del periódico La Opinión de Murcia y a la Biblioteca Regional de Idiomas. Después de que le enseñaran su dormitorio, y el resto de la casa, Lilith se disculpó diciendo que necesitaba ordenar sus cosas en el armario antes de ducharse. Tras entregarle a Mónica doscientos cuarenta euros en concepto del primer mes de residencia, y recibir a cambio una copia de las llaves y el recibo correspondiente, se encerró en el cuarto que le habían asignado con el fin de organizar la búsqueda de Leonardo Cárdenas.

Lo único que necesitaba para dar con él era una guía de teléfonos y un poco de paciencia.