Capítulo 20

Nada más llegar a casa de Riera, decidieron hablar de lo ocurrido reuniéndose en el salón. Claudia se quitó los zapatos para estar más cómoda; mientras, los hombres fueron a preparar café y a buscar entre los estantes de la cocina una botella de brandy.

Una vez que la cafetera estuvo lista, Salvador fue hacia el sofá con la bandeja y las tazas para sentarse al lado de su sobrina. Leonardo lo hizo en un amplio sillón tapizado con motivos florales, propio del siglo XVIII. Los tres se miraron en silencio, sin saber qué decir.

—Creo que anularé mi vuelo. Está claro que no va a haber subasta.

Claudia se levantó para ir en busca de su bolso, donde guardaba el teléfono móvil. Instantes después la escucharon hablar desde el otro lado de la sala.

—He de reconocer que jamás llegué a sopesar la gravedad de vuestro problema. —Salvador adquirió conciencia del peligro que corrían.

Leonardo quiso decirle que no estaban en Murcia por capricho, que aquello no era una excursión ni una aventura pasajera, pero las palabras estaban sujetas al pensamiento y le fue imposible activar la maquinaria de la voz. Estaba tan asustado, que lo único sensato que podía hacer era buscar el modo de seguir vivo.

—¿Qué ocurrirá ahora? —interrogó el arquitecto ante el silencio de su invitado.

—No lo sé, pero hemos de continuar con nuestro plan —contestó, y acto seguido se bebió el brandy de un solo trago.

—Antes quiero saber quiénes conocen tu paradero. A partir de ahora no podemos confiar en nadie, y menos todavía en tus compañeros de trabajo.

En un principio Leonardo se sintió molesto por el tono autoritario de sus palabras, algo que no soportaba en las personas fuera de su ámbito laboral. Sin embargo, reconoció que tan importante era conseguir el diario de Iacobus como mantenerse apartado de la vida social que llevaba hasta ahora. Cualquier amigo, o gente de su entorno, podía ser el vehículo que utilizasen los asesinos con el fin de llegar hasta él. Era mejor permanecer en el anonimato hasta que todo finalizara.

—Mercedes sabía que estaba en Murcia —respondió antes de que le repitiera la pregunta—. También lo sabe Colmenares, el abogado de la firma. El fue quien llamó este mediodía para darme la noticia.

—¿Qué saben de Claudia? —Salvador buscó con la mirada a su sobrina.

La joven seguía hablando por teléfono, observando el jardín a través de los ventanales; ajena a la conversación.

—Nada —contestó rápido Leonardo—. Nuestros amigos deben suponerla en Madrid, como el resto de los empleados.

—¡Bien! Eso quiere decir que nadie sabe que estáis en mi casa.

—Depende…

Aquella contestación no era la que esperaba Salvador. Es más, no le gustó en absoluto el modo en que su interlocutor lo dijo.

—Explícate —apremió con ceño.

—Le di tu número de teléfono a Mercedes después de que Claudia me lo facilitara, por si teníamos algún problema con los móviles. Vi cómo lo apuntaba en el dorso de una de sus tarjetas.

—¿Es posible que la hayan localizado?

—Tal vez la policía, en caso de que registraran su bolso.

Riera chasqueó la lengua en un gesto de frustración. Parecía preocupado. Leonardo intentó restarle importancia.

—Le comenté que eras un amigo de la infancia —le dijo para que se sintiera más tranquilo.

En aquel instante regresó Claudia, cerrando el teléfono móvil para guardarlo en el bolsillo de su pantalón.

—He hablado con Verónica, la secretaria de dirección… —Se dirigió a Leo—. Han cerrado la casa de subastas hasta nueva orden. La policía ha hablado con todos los empleados. Pero lo más extraño es que no han preguntado por nosotros.

—Hasta que no accedan a los archivos de la empresa no sabrán que trabajábamos para Mercedes —le recordó—. Tarde o temprano reclamarán nuestra presencia. Y será entonces cuando tendremos que contarles la verdad.

—Antes habréis de entregarles pruebas que avalen vuestra inocencia —añadió el arquitecto—. Nadie va a creeros si le vais con la historia de una secta criminal dirigida por masones.

—Eso es cierto —afirmó Claudia—. Nuestro único objetivo, ahora mismo, es encontrar el diario de Iacobus. Y para ello, hemos de organizamos de tal modo que podamos descender por el alcantarillado y regresar con el manuscrito.

A partir de entonces, se centraron en la difícil tarea de buscar el modo de introducirse en la cámara condenada que debía haber bajo la capilla de los Vélez. Confeccionaron una lista con los materiales que iban a necesitar, entre los que se encontraban cuerdas, mosquetones y linternas. Claudia propuso que uno de los tres se quedase arriba, vigilando; más que nada por si tenían algún accidente, o quedaban atrapados y no había modo de contactar con nadie. Pensó que su tío les sería de más ayuda en el exterior debido a su edad, inconveniente que podía ponerlos en un aprieto en el descenso. Y aunque el arquitecto se negó en un principio por orgullo, más tarde comprendió que arriesgarse no los beneficiaba en nada. Aceptó el plan de su sobrina refunfuñando entre dientes.

Finalmente, tras examinar a fondo las consecuencias de su aventura, fijaron el día y la hora en que habrían de comenzar la búsqueda. Sería la madrugada del martes, a eso de las cuatro; la hora crítica entre lo más rezagados de la noche y quienes gustaban de levantarse temprano.

Tras reafirmarse en su decisión de participar de aquella locura, el grupo de tres se vio inmerso en una catarsis colectiva de silencio; hasta que el arquitecto rompió el hechizo.

—¿Queréis saber de dónde proviene el nombre de Los Hijos de la Viuda?

La pregunta de Salvador hizo que sus invitados se revolvieran en sus asientos. Lo último que esperaban oír del arquitecto, era una interrogante de esas características.

—Nos estás vacilando, ¿verdad?

Claudia dio por sentado que su tío tenía ganas de gastarles una broma.

—Creo que habla en serio —apostó Leonardo, observando el gesto de Riera mientras trataba de averiguar a qué venía tanta reticencia si lo sabía desde un principio.

—¡Jakím y Boaz! Las columnas que flanqueaban la entrada al Templo de Salomón. Es lo único que tenéis hasta ahora —comenzó diciendo Salvador, con mirada circunspecta—. Es cierto que sus nombres se mencionan en el Libro de los Reyes, pero olvidasteis leer el resto de los versículos, que en cierto modo es lo más importante: la historia de Hiram de Tiro, el arquitecto que proyectó y ejecutó las obras del templo. Él fue quien forjó las columnas y les dio nombre.

—¿Y qué tiene que ver con Los Hijos de la Viuda? —preguntó Cárdenas.

—Existe cierto vínculo entre Hiram Abif y los masones. Es más, para estos últimos el arquitecto es el paradigma del conocimiento geométrico —contestó—. Hiram Abif nació en Tiro. Era un hombre oscuro y misterioso, un misántropo que dominaba la ciencia de los metales y la construcción gracias a los secretos aprendidos por sus antepasados, quienes participaron de la construcción de las pirámides de los antiguos reyes de Egipto. Salomón, tras conseguir que acudiera a Jerusalén, le encargó la edificación del Templo y la tarea de fundir las enormes columnas del atrio de entrada, así como los demás objetos de decoración, el Mar de Bronce, los candelabros y las basas. Hiram llevó a cabo las obras con la ayuda del gremio de constructores que él mismo se encargó de instruir. Llegó a contar con más de 3300 maestros de obras, 30.000 obreros especializados, 70.000 cargadores y 80.000 canteros, los cuales extraían las piedras y las transportaban desde las montañas.

»Por aquel entonces, Salomón recibió la inesperada visita de Balkis, la reina de Saba, quien atraída por la creciente fama y sabiduría del Monarca judío se allegó hasta Israel con el fin de conocerlo. Salomón, nada más verla, se enamoró perdidamente de aquella mujer, y no solo por su exquisita belleza sino también por su ilimitado conocimiento. Balkis pudo haberle correspondido, pero su condición de reina le impedía verse relegada a simple concubina. Debido a su rango, tan solo podía ser la esposa de un igual: un rey, o un príncipe. Pero Salomón estaba desposado con la hija del faraón. Repudiarla significaba entrar en guerra con Egipto, por lo que el deseo del israelita se vio reducido a un sueño imposible de realizar.

»Así estaban las cosas cuando Hiram conoció a la reina de Saba. Entre ambos nació el amor de forma espontánea, y comenzaron a verse a espaldas de Salomón. Al poco tiempo, Balkis quedó embarazada del arquitecto. Mientras tanto los levitas, atemorizados ante la influencia extranjera de los gremios de constructores al servicio de Hiram, y de su progresivo desarrollo dentro del país, comenzaron a predisponer al Rey en contra de su protegido.

»Llevado por los celos, Salomón consintió que los levitas contrataran los servicios de tres obreros que estaban descontentos con Hiram por no haberlos elevado a la categoría de maestros constructores. Dichos individuos forjaron un plan para acabar con la vida del tirio. Y una noche, en la que Hiram hacía guardia por los alrededores de las obras, cayeron sobre él golpeándole hasta matarlo. Pero antes de morir, Hiram pudo arrancar de su cuello la cadena con el triángulo de oro donde llevaba inscrito el auténtico nombre de Dios, arrojándolo a un foso para que no cayera en manos de sus agresores. Las armas que utilizaron para asesinarlo fueron un compás, una escuadra y un martillo, lo que ahora es el símbolo de la orden masónica. En cuanto al triángulo de oro, se dice que está enterrado junto a los planos del Templo en los cimientos de la bóveda subterránea, construida sobre unos puentes tan elevados que no les afectarían las aguas en caso de un nuevo Diluvio.

—¿Y qué fue de la reina de Saba y su hijo? —quiso saber Claudia, aún hechizada por la historia.

—Regresaron a su reino, y nunca más se volvió a saber de ellos… Hasta ahora.

—¿Hasta ahora? —repitió Leonardo, que seguía sin comprender.

—Sí —contestó el narrador—, hasta que vosotros vinisteis preguntando por Los Hijos de la Viuda. Para que lo entendáis: al hijo de Hiram y su descendencia, se los llamó Los Hijos de la Viuda. Con este apelativo se conoce en el mundo esotérico a los constructores de catedrales y a los miembros de la logia masónica.

—¿Y por qué esa denominación? —insistió de nuevo Leonardo.

—Te será más fácil comprenderlo si lees los versículos 13 y 14 del capítulo 7 del primer Libro de los Reyes.

Claudia y Leonardo intercambiaron sus miradas. No hacía ni dos días que habían estado consultando la Biblia, precisamente el capítulo 7 del primer Libro de los Reyes. Sin embargo, no recordaban haber leído nada respecto a Hiram de Tiro. Y así se lo hicieron saber a Riera.

—Os faltó leer los dos versículos previos a la fundición de las columnas de bronce —afirmó el arquitecto. Le hizo gracia la falta de atención de aquellos dos—. ¡Anda! Acércame la Biblia y os lo enseñaré.

Sus palabras iban dirigidas a Claudia, la cual se levantó del sofá y fue hacia los estantes de obra que formaban un solo cuerpo con las paredes de roca.

—La encontrarás en la repisa de al lado, junto a los volúmenes de la historia de España. —Riera trató de orientar a su sobrina.

Claudia asintió después de desviar su mirada hacia la izquierda. Dio con él al instante. Era un libro grueso, con las tapas de color granate. Tiró del texto hasta tenerlo en sus manos. Luego regresó a su asiento y comenzó a buscar entre sus páginas. Leonardo se le acercó llevado por la curiosidad.

—¡Vamos, léelo para que lo oigamos todos! —la animó Salvador—. Quiero ver la cara que ponéis cuando os deis cuenta de lo cerca que habéis estado de la verdad.

La joven consiguió encontrar los versículos a los que hacía referencia su tío. Y entonces, reprochándose el no haber leído la historia al completo, dijo en voz alta:

—«El rey Salomón envió a buscar a Hiram de Tiro, quien era hijo de una viuda de la tribu de Neftalí…».

Regresar de nuevo a Murcia le produjo un efecto de continuidad que alteró su metódico sentido del trabajo. Lo mismo le ocurrió cuando tuvo que volver a Madrid. Era la primera vez que incumplía el precepto de abandonar cuanto antes el país donde llevaba a cabo una misión, tras haberla ejecutado; algo que no dejaba de ser un acto de imprudencia. Pero estaba dispuesta a correr el riesgo. Aunque, por precaución, decidió alejarse del centro y buscar alojamiento en Espinardo, una pedanía cercana a la capital que era sede de la Universidad de Murcia. Debido a su edad, pasaría desapercibida entre tanto estudiante.

En un bar del pueblo, donde se detuvo un instante a desayunar, encontró un anuncio pegado al cristal de la puerta de entrada en el que se buscaba tercera estudiante para compartir piso. En la octavilla vio un número de teléfono y debajo un nombre: «Mónica». Lo guardó mientras se dirigía a la barra para pedir un café y un zumo de naranja. Más tarde tomó asiento en una de las mesas.

Lilith era una joven de una agilidad mental increíble, capaz de improvisar en las situaciones más críticas. Su cerebro ideó en cuestión de segundos una historia creíble que le permitiría mimetizarse con el conjunto. Decidió hacerse pasar por una joven estudiante que acababa de aterrizar en Murcia, después de que le validaran los tres primeros años de carrera cursados en la Complutense de Madrid, por aquello de que ya conocía la ciudad. Una cosa era matricularse y asistir a las clases, algo que no tenía pensado hacer, y otra compartir piso con unas jóvenes a las que sería fácil ocultarles su identidad.

Finalizado el desayuno sacó el móvil de su bolso. Marcó el número con decisión, y al poco tiempo oyó una voz femenina a través del auricular.

—¿Quién es?

—Hola, me llamo Lilith… Llamaba por lo del anuncio del piso —respondió, tratando de dulcificar la entonación de su voz para crear un clima distendido que inspirase confianza—. ¡Por favor, dime que he tenido suerte y la oferta sigue en pie!

—Si puedes pagar doscientos cuarenta euros por mes, la habitación es tuya —le dijo aquella voz—. En realidad, eres la primera en llamar. Pero antes, a mi amiga y a mí nos gustaría conocerte… ¿Hay algún inconveniente?

—En absoluto. Cuando digáis, quedamos.

—¿Te parece bien esta tarde a la cuatro?

—Perfecto. ¿Dónde nos vemos?

—En la puerta del Zig-Zag. Supongo que sabrás encontrarlo, lo digo porque me parece distinguir cierto acento extranjero en el tono de tu voz.

—Sí, la verdad es que he pasado gran parte de mi vida en Alemania, aunque mis padres son españoles —mintió.

—Bueno, déjalo. Ya nos contarás luego tu historia —atajó la joven—. ¿Conoces o no el Zig-Zag?

—No, pero allí estaré a la cuatro en punto. Descuida.

—Estupendo. ¡Ah, se me olvidaba! Me llamo Mónica, y me reconocerás por los piercing's.

—Y tú a mí porque iré vestida de negro.

—¡Estupendo! —La oyó reírse—. Una siniestra en el grupo, lo que nos faltaba.

—Si tú lo dices.

—Venga, allí nos vemos. Chao, baby.

Aquella despedida, tan familiar y cariñosa, le resultó deprimente. Lilith supo, antes de conocerlas, que la mentalidad de aquellas niñatas estaba por debajo de su experiencia. Sería fácil eliminarlas una vez finalizado el trabajo.