Sentado en uno de los bancos del Retiro, frente al Palacio de Cristal, el abogado ocupaba su tiempo observando a los patos que nadaban en el estanque. Su único propósito era mantener la mente ocupada y olvidar por unos segundos la trágica muerte de Mercedes. Encontrar una respuesta válida entre tantas interrogantes sin sentido, no iba a ser tarea fácil. Resultaba violento concebir un desastre de esas dimensiones. Dos asesinatos en una semana. Dos personas, que compaginaban trabajo y placer, a quienes les habían privado del derecho a la vida por culpa de un maldito criptograma cuyo mensaje seguía siendo un misterio. Y hasta donde él sabía, un tercer personaje podía estar en el punto de mira de los criminales.
Se trataba de Leonardo Cárdenas.
Cuando habló con él por teléfono, minutos antes, advirtió cierto temor escondido tras las indeterminadas afirmaciones que le ofrecía como respuesta, mientras él le iba explicando los pormenores del horrendo crimen. Lo sabía en Murcia, donde se había trasladado con el fin de buscar el diario del cantero. Su intención, según Mercedes, era descubrir nuevas pistas que los condujeran a Los Hijos de la Viuda. Después de lo ocurrido era prioritario seguir con la investigación, también buscar un escondite seguro para Leonardo; un piso franco alejado de Madrid. Iba a necesitar ayuda si quería llegar al fondo del asunto antes de que lo encontraran los asesinos de Mercedes. A ella le hubiese gustado echarle una mano. Ahora que no estaba, él se encargaría de protegerlo.
Ese era el motivo por el cual aguardaba la llegada de la persona que trataría de solucionar todos sus problemas.
Miró el reloj. Eran las cinco de la tarde. Un hombre con chándal gris cruzó el parque haciendo footing. Al otro lado del lago artificial, medio oculta por el follaje de unos árboles, distinguió a una joven hablando a través de un móvil. También vio a unos niños jugando con barcos de papel haciéndolos navegar sobre las turbias aguas del estanque.
Entonces, cuando ya comenzaba a impacientarse, apareció inesperadamente.
Cristina Hiepes llegaba tarde a su cita. A pesar de todo, tuvo que admitir que valía la pena esperar; pues, aunque austera y solemne, sus otros atributos prevalecían por encima del rigor de su carácter. Según su criterio, ávido de calificativos costumbristas, era una mujer de bandera.
—Buenas tardes, Nicolás —le dio dos besos en las mejillas, sin dignarse siquiera a pedir disculpas por el retraso—. Espero que no te haya supuesto un inconveniente haber venido hasta aquí, pero como ya sabes tengo un trabajo que realizar. Y tu ayuda va a ser necesaria.
—Me hago cargo, querida… —Le hizo un gesto para que se sentara a su lado—. Supongo que después de lo ocurrido tomaréis medidas para evitar que esto vuelva a suceder.
—Descuida —le dijo con gravedad—, a partir de ahora seré yo quien tome las decisiones. Lo primero, será contactar con Leo y convencerlo para que me incluya en su investigación… ¿Podrás hacerlo?
—Creo que sí —respondió—. Su labor está financiada con el dinero de la interfecta, el cual administro hasta la lectura del testamento. No tiene más remedio que cooperar.
—Aunque hemos de ser prudentes —sentenció Cristina—. Bajo ningún concepto debe saber para quién trabajo.
El abogado estuvo de acuerdo. Lo mejor sería seguir igual que hasta ahora.
—Hace poco le he telefoneado para decirle lo de Mercedes. No sé cómo se lo habrá tomado. Ha sido muy inexpresivo, a mi parecer.
—¿Cómo estarías tú si supieras que dos de tus compañeros han muerto cuando los tres compartíais un mismo secreto?
La pregunta de Cristina le hizo reflexionar.
—Estaría acojonado —respondió con una sinceridad de lo más campechana—. Así debe sentirse Leo en este momento.
—¿Cómo le vamos a convencer para que te deje participar en la investigación, al margen de la presión económica? —quiso saber Colmenares.
—Mis conocimientos le serán de gran ayuda. Estoy segura de que sabrá valorar mi presencia.
Nicolás tuvo que admitir la importancia de aquella espléndida mujer, altamente cualificada, para desempeñar la labor que le habían impuesto sus superiores.
Se apostó la vida a que Leo estaría en buenas manos.
En aquel mismo instante, a varios miles de kilómetros de distancia, Altar se bajó del taxi que le había dejado en el aeropuerto tras abonar el importe exacto del viaje. Luego se dirigió hacia la terminal con el fin de presentar el billete de embarque a tiempo, ya que apenas quedaban un par de minutos para que cerrasen las ventanillas. Una azafata lo atendió en el despacho de la Montreal Air Line, momentos después de darle sus billetes a una joven pareja que había decidido pasar su luna de miel en Europa.
Fueron los últimos en subir al avión.
Minutos más tarde, mientras sobrevolaban la costa este de Canadá y se adentraban en el Atlántico, Altar le pidió a su compañero de viaje que hiciese el favor de prestarle el periódico, si ya lo había leído. En un acto de amabilidad se lo cedió, no sin antes iniciar una cívica conversación para romper el hielo y evitar la embarazosa postura de seguir en silencio durante todo el trayecto.
—¿Viaja a España con frecuencia? —le preguntó en un francés bastante perfecto, a pesar de su acento latinoamericano.
—Es la primera vez —reconoció con franqueza.
—Yo hace años estuve en Barcelona, cuando las Olimpiadas del 92… —rememoró con añoranza el pasado—. Entonces trabajaba para una empresa de mi país, la Iztlán Iron Company… Por aquel tiempo nos encargábamos de solucionar las deficiencias técnicas que se le podía presentar al equipo olímpico oficial de México. Ya sabe, solía arreglar las pifias de los demás empleados de mantenimiento.
Altar asintió en silencio, sonriendo por cortesía. No tenía intención de darle pie para seguir hablando frases estúpidas. Pero su compañero de viaje no era de la misma opinión.
—¿Y usted? ¿Cuál es su trabajo en España? —inquirió el hispano, ante la manifiesta timidez de su acompañante.
Se coló un embarazoso silencio.
—Mi labor es idéntica a la que usted realizó en Barcelona hace años —contestó al fin—. Podemos decir que soy el hombre de confianza de la empresa, el especialista que soluciona los problemas que crean los demás. Un trabajo de lo más satisfactorio, ¿no cree?
El sujeto le dio la razón sin plantearse en ningún momento llevarle la contraria, pues el tono de voz del canadiense hizo que la curiosidad de un principio se viese menoscabada a causa de una incipiente sospecha: se estaba burlando de él.
Pero lo que no llegó a saber nunca es que tras el cinismo de aquel hombre de sonrisa torva y mirada inexorable, se escondía la verdad más terrible.