Esperaron a que terminara el oficio del mediodía para entrar en la catedral.
Claudia, vestida de forma discreta pero elegante, se separó de los hombres para dirigirse a la oficina de la diócesis, situada en el transepto izquierdo de la catedral, junto a la puerta llamada del Obispo. Tras un mostrador de madera, de pie, vio a un individuo que revisaba con cierto interés un atadijo de papeles. A su espalda, su compañero de trabajo se entretenía ordenando varias fichas frente a un vetusto archivador de color verde.
Aprovechó su presencia allí para acercarse.
—Buenos días… —Sonrió con timidez—. Desearía echarle un vistazo a los precios de las visitas concertadas.
El hombre, sin prestarle atención, le extendió un folleto informativo para que lo fuera leyendo. Luego, arrepentido por lo que acababa de hacer, levantó la cabeza para mirar el rostro de la joven. Era atractiva, bastante más que su trabajo.
Decidió hacer un inciso y dejar para otro momento el soporífero inventario.
—¿De cuántas personas estaríamos hablando, y para qué día? —preguntó. Trataba de ayudarla, implicándose personalmente.
—En realidad, sería yo sola —contestó Claudia—. En cuanto a la fecha… Si pudiera ser ahora mismo… —Volvió a sonreír—. Verá, es que necesito hacer un reportaje sobre las catacumbas de las catedrales españolas. Vengo desde Madrid con la intención de ampliar conocimientos. Espero que puedan ayudarme… —Se mordió el labio inferior de forma desesperada, pero sensual—. Lo cierto es que estaría dispuesta a pagar lo que fuese.
—No se preocupe, yo mismo me encargaré de todo. Dispongo de media hora antes de que cerremos las puertas. Y ahora, si me disculpa, estoy con usted en un momento.
El empleado adoptó la pose de hombre importante, diciéndole a su compañero con voz autoritaria lo que debía hacer con el inventario antes de salir del despacho. Luego, fue al encuentro de la joven llevando consigo un cartapacio de color negro bajo el brazo. Claudia desvió su mirada buscando a Leonardo. Lo encontró junto a su tío, paseando alrededor del altar mayor, para ver si allí distinguía alguna puerta de acceso directo a las catacumbas.
—¿Es la primera vez que viene a Murcia?
La pregunta del funcionario la pilló desprevenida.
—¿Qué…? —contestó distraída, pero se rehízo pronto—. ¡Oh, sí! No he tenido el placer de visitar la región hasta ahora. Y la verdad, es una lástima. Murcia es una ciudad preciosa.
—Me llamo Andrés Orengo, y soy el canónigo archivero de la Santa Iglesia Catedral de Murcia.
Se presentó, esperando haberla impresionado con su cargo.
—Yo soy Laura —mintió con naturalidad—, y trabajo como documentalista para Tele Madrid.
Le extendió la mano.
—Encantado —dijo él tras estrechársela.
A continuación le hizo un gesto, indicándole un banco de madera que había adosado a la pared de las oficinas. Fueron hacia él, tomando asiento uno al lado del otro.
—Vamos a ver… —comenzó diciendo el canónigo—. ¿Cuál es, concretamente, el concepto que desea transmitir?
—La catacumbas como alegoría del infierno —respondió Claudia, improvisando—. Se trata de ahondar en el pensamiento pagano de que tanto la vida como la muerte están supeditadas al pecado, representado en este caso por la fría oscuridad de la tumba.
El hombre trató de hacerse una idea, aunque lo cierto era que su atención seguía fija en los encantos de Claudia. Lo único que le importaba, con aquellas miradas furtivas, eran las líneas que se marcaban bajo su blusa y sus pantalones ajustados.
—Muy interesante… —dijo al fin—. Estoy seguro de que resultará instructivo. Personalmente, creo que todo lo que sea en beneficio de la cultura alimenta en cierto modo nuestro nivel intelectual. Lástima que no se patrocinen más ese tipo de documentales, a los que soy tan aficionado.
Le sonrió con exagerada amabilidad. A Claudia ya comenzaba a darle asco la pedantería de aquel tipo.
—Entonces… ¿Le importaría enseñarme las catacumbas?
Fue directa, sin preámbulos. Había que forzar la situación al límite.
—Aquí no hay catacumbas, señorita —le confesó después de todo, con desilusión—. Pero sí un osario cuyas puertas fueron clausuradas hace un par de siglos. Si quiere, puedo buscar información en los archivos.
—¿No existe ningún subterráneo bajo la catedral? —insistió de nuevo.
—Ninguno, que yo sepa.
—Entonces… ¿Qué hay bajo los barrotes de hierro, en el suelo que rodea la capilla de los Vélez?
Andrés trató de situarse, pensando un instante la pregunta.
—Sinceramente, no lo sé… —respondió abrumado—. Tal vez forme parte de las alcantarillas de la ciudad. Tendré que averiguarlo, aunque solo sea para poder contestar la próxima vez que me pregunten.
—¿En los archivos no se menciona nada al respecto?
—Lo único que sabemos es que se derribaron dos de las antiguas capillas para levantar la de los Vélez. Si alguna vez hubo catacumbas allá abajo, debieron quedar condenadas tras las obras de construcción. De ser así, se trataría del mausoleo de algún noble de la época.
—Comprendo… Supongo que conocerá todos los rincones de la catedral, y que si existe alguna puerta que no sepa dónde conduce lo diría… —Utilizó su último cartucho—. Lamento haberle hecho perder su tiempo. Creo que esta es toda la información que voy a obtener de mi viaje.
Claudia se puso en pie. El funcionario no tuvo más remedio que imitarla.
—Lo siento de veras. Sin embargo, ha sido un placer ayudar en lo posible. ¡Ah! En cuanto a los honorarios, olvídelo. Al fin y al cabo no me ha supuesto ningún esfuerzo.
—Muchísimas gracias por todo —le estrechó la mano, y la sintió ahora sudorosa al tacto. Reprimió su asco con una mueca que él no supo cómo interpretar.
—Vuelva cuando quiera… Tal vez la próxima vez esté mejor informado.
Algo menos orgulloso que antes, el canónigo archivero regresó a su monótono trabajo, sumergiéndose en un mar de papeles sin clasificar.
Claudia tuvo que reconocer su fracaso.
Había que comenzar de nuevo.
—¿Qué has averiguado?
El primero en acercarse fue su tío Salvador, llevado por la curiosidad. Leonardo seguía admirando el retablo neogótico y la espléndida reja ejecutada por Antón de Viveros, ajeno a la llegada de su compañera.
—No hay catacumbas ni subterráneos, tan solo un osario cerrado desde hace siglos —contestó ella con signos de derrota—. Sin embargo, me ha dicho que dos capillas fueron derribadas antes de iniciar las obras del Adelantado. Es posible que la capilla de los Vélez esté construida sobre la cripta de algún noble contribuyente, quizá condenada por los propios canteros.
Leonardo dejó lo que estaba haciendo y se unió a ellos, justo a tiempo de escuchar sus últimas palabras.
—Eso quiere decir que existe la posibilidad de encontrar el diario en la cripta —puntualizó en cuanto llegó a su altura—. Puesto que Iacobus fue uno de los obreros contratados, pudo esconderlo al inicio de las obras.
—Pero… ¿por qué ahí, precisamente? —quiso saber el arquitecto.
—Tal vez para preservarlo durante años —apuntó Claudia. Arqueó una ceja.
Riera volvió a considerar sus sospechas, preguntándose qué habrían de encontrarse después de cinco siglos de espera.
—¿Habéis pensado, solo por un instante, en el estado en que estará el papel tras pasar unos quinientos años en una cripta? —Los miró a ambos fijamente, con la esperanza de que comprendieran lo que quería decir.
—Depende de la temperatura a la que haya sido expuesto, y a la humedad del ambiente… —Leonardo Cárdenas, como experto bibliófilo que era, conocía bien los entresijos de la conservación de los libros antiguos—. Si lo guardaron en un lugar precintado, digamos una caja de madera o metal, tal vez se hayan retrasado los efectos de los agentes corrosivos que actúan sobre el papel.
—No lo sabremos hasta que no hayamos bajado a comprobarlo.
Las palabras de Salvador no dejaban de ser una incitación a la aventura.
—¿Podemos hacerlo? —La pregunta de Claudia iba dirigida a su compañero. Quería estar segura de que seguirían hasta el final, sin valorar las consecuencias de sus actos.
—En teoría, sí —contestó Leonardo con voz queda—. Solo hay que llevarlo a la práctica.
—¿Tienes un plan?
—Deberíamos salir fuera —les propuso Claudia—. Lo primero que hay que hacer es estudiar nuevamente el acceso al alcantarillado, si es que se trata de eso, y ver el modo de introducirnos sin que nos descubran.
Su tío estuvo de acuerdo, aun a sabiendas de que iban a cometer una locura.
Minutos después, se enfrentaban de nuevo a los sillares firmados con las iniciales del cantero. A su izquierda, a un par de metros de distancia, distinguieron el abismo que se precipitaba en su propio misterio velado por los barrotes. Se agacharon para observar a través del enrejado.
—¿Tienes ahí las fotografías? —preguntó Claudia.
Leonardo extrajo del bolsillo de su chaqueta un sobre de color amarillo donde guardaba las instantáneas. Se las entregó a su compañera, quien las sacó para echarles un vistazo. En ellas podían verse claramente los contrafuertes que se fundían con las tinieblas del abismo, y también las iniciales del picapedrero esculpidas en los sillares más elevados.
—Está claro que Iacobus nos indica el camino. Sus iniciales están en la piedra. —Claudia señaló las marcas que podían verse en la fotografía.
Leonardo miró a su alrededor. Eran el foco de atención de quienes paseaban por la plaza de los Apóstoles. A todos les extrañaba ver a tres individuos agachados mirando a través de las rejas de una alcantarilla adosada a la catedral.
—Será mejor que nos retiremos —Leonardo se puso en pie—, o pensarán que estamos locos.
Claudia asintió, dándole la razón. Ella y su tío recobraron su posición, procurando disimular el afán que los dominaba.
—¿Habéis pensado cómo vamos a bajar? —quiso saber la joven.
—El único obstáculo que presenta dificultad es el enrejado —respondió Riera—. Superado el inconveniente, nos será fácil descender con cuerdas y mosquetones. No dispondremos de mucho tiempo, pues siempre hay quien podría descubrir nuestra presencia y alertar a la policía. Daos cuenta de que estamos en el centro de la ciudad.
—Será mejor que regresemos a tu casa. Hay que elaborar una estrategia que nos permita entrar y salir con rapidez… ¡Y hay que hacerlo ya! —propuso Claudia. Después se colocó las gafas de sol, ensanchando sus labios en un rictus afable y cordial. Miró a su compañero y le indicó—: Esta tarde tienes que llevarme al aeropuerto, Leo, y quisiera estar al tanto de lo que vamos a hacer antes de regresar a Madrid.
—Estoy de acuerdo —reafirmó el aludido—. Después de comer confeccionaremos una lista con los materiales que vamos a necesitar. Mañana, mientras tú acudes a la subasta, nosotros nos encargaremos de aprovisionarnos. Si regresas el martes, estaremos listos para actuar esa misma noche.
Salvador Riera fue de la misma opinión, por lo que volvieron a sortear los diversos andamios que sostenían los trabajos de obra, hasta dejar atrás aquel laberinto de tubos metálicos.
Cuando finalmente alcanzaron la plaza del Cardenal Belluga, el móvil de Leonardo comenzó a vibrar en la funda sujeta a su cinturón. Le extrañó bastante que lo llamaran, pues eran muy pocos quienes conocían su número de teléfono. En el visor pudo reconocer los dígitos y la extensión. Pertenecían al despacho de Mercedes. Lo llamaban desde la casa de subastas Hiperión.
Sin perder más tiempo, pulsó el botón de color verde. Entonces oyó la voz de Nicolás Colmenares, y eso le sorprendió aún más. Escuchó lo que tenía que decirle sin proferir palabra alguna que no fueran monosílabos. Segundos después, cortaba la comunicación. Su rostro palideció, y su mirada llegó a perderse entre la muchedumbre que caminaba bajo el vuelo de las palomas.
—¿Quién es? ¿Qué te ha dicho? —preguntó Claudia, con la sospecha de una tragedia en ciernes.
—Era Colmenares —contestó con voz hueca, tras unos segundos de vacilación—. Mercedes ha muerto.
—¡Dios mío, eso es horrible! —exclamó la joven, refugiándose en los brazos de su tío.
—La han asesinado del mismo modo que a Jorge —continuó diciendo Leonardo, anonadado aún por la noticia—. Han sido Los Hijos de la Viuda. Y según creo, ahora es mi turno…