Capítulo 17

Mercedes entró en su apartamento tras accionar las luces del recibidor. Con gesto perezoso se quitó el abrigo, colgándolo después en la percha que había junto a la puerta. Más tarde fue hacia el salón, abriendo la cremallera del bolso para sacar un cigarrillo de su interior. Lo encendió una vez que tomó asiento en el sofá, y sus finas manos se hicieron después con un cenicero de diseño que encontró sobre la mesa. Sus manos buscaron, de forma instintiva, el mando a distancia por entre los cojines que adornaban la chaise longue. Pulsó el interruptor, y el espíritu de la televisión entró en su hogar como en el de millones de espectadores a aquellas horas de la noche; adueñándose de su voluntad de pensamiento.

A pesar del influjo televisivo, que pugnaba por apartarla de sus problemas, Melele no pudo evitar acordarse de Colmenares y los pragmáticos consejos recibidos, nuevamente, aquella misma tarde. El abogado, que estuvo repasando con ella los últimos detalles para la celebración de la subasta del lunes próximo, no cesó en su obligación de advertirle que estaba violando la ley y que podía tener problemas en caso de que alguien más muriese en la investigación que llevaba a cabo de forma clandestina, como podía ser el caso de Leonardo Cárdenas. No prestó atención a sus palabras porque tenía plena confianza en su cómplice, y también en cómo estaba llevando el asunto. Es más, se apostó quinientos euros a que antes de una semana tendría sobre la mesa los nombres de los asesinos de Jorge. Era una corazonada.

Trató de olvidarlo todo viendo un reportaje sobre la prostitución y las bandas de proxenetas que pululaban por la geografía española gracias a la pobreza y la inmigración. Luego, aprovechando la publicidad, fue al cuarto de baño y abrió el grifo del agua caliente de la ducha. Se quitó los pantalones y la blusa, y sin más preámbulos la ropa interior. Con una timidez propia de colegiala, abrió la mampara de cristal para colocarse bajo la lluvia de agua que corría plácida sobre su piel; susceptible al primer contacto.

Frotó su cuerpo, cubierto de espuma, hasta que poco a poco liberó el cansancio y el estrés que, como siempre, le provocaban los preliminares de una subasta. Necesitaba olvidarlo todo, dejar aparcada su vida y entregarse a la rutina de unos días de ocio con la mente perezosa. Estuvo pensando en tomarse unas vacaciones, tal y como le sugiriera Nicolás la tarde del entierro. Iría a París, a visitar a sus hermanos y amigos. Pasaría una semana inolvidable alejada de los problemas que arrastraba últimamente. Era su única salida, y quizá también el modo de escapar a la presencia anónima que en todo momento parecía ir tras ella; como una sombra implacable.

Empapada de agua, salió de la ducha buscando a tientas una toalla con qué secarse. Luego, la enrolló alrededor de la cabeza sujetando con fuerza sus cabellos. Se embutió en el albornoz y, tras colocarse las zapatillas, regresó nuevamente al sofá. Empezaba a sentirse cómoda.

El programa de la caja tonta había finalizado y ahora retransmitían un partido de fútbol desde Budapest. Cambió de canal. Un atractivo presentador entrevistaba a la ex mujer de un conocido torero, ambos relacionados con el mundo del famoseo y la prensa rosa. Aquello prometía ser tan aburrido que tal vez, con un poco de suerte, podría ahorrarse esa noche los somníferos. Todo era escucharles cómo vendían su vida por dinero y quedarse dormida. Sucedía siempre.

Para evitar que esto ocurriera, se preparó un whisky con hielo, y encendió otro de sus cigarrillos. A continuación se colocó las gafas para ver de cerca y estuvo hojeando una revista de contenido estrictamente femenino. Recetas culinarias, moda, horóscopo, consejos sentimentales, y un sinfín de inútiles apartados, pasaron ante sus ojos sin prestarles demasiada atención. Lo cierto es que estaba cansada y necesitaba dormir.

Apagó el televisor y dejó a un lado la revista. De un solo trago vació el contenido del vaso, llevándolo consigo hasta la cocina para dejarlo en el fregadero. Acto seguido regresó al cuarto de baño en busca de sus pastillas. Se colocó frente al espejo, abriendo la puerta del mueble donde solía guardar los somníferos. Después de echar a un lado la pasta de dientes y la loción desmaquilladora, sacó dos enormes grageas de un tarro de cristal y se las echó a la boca. Sin más dilación, llenó un vaso con agua y bebió un poco, echando la cabeza hacia atrás con ímpetu para tragárselas. Finalizado el ritual de todas las noches, cerró de nuevo el mueble del baño. Entonces descubrió a su espalda, reflejada en el espejo, la figura de una joven vestida toda de negro que la miraba fijamente a los ojos.

Guten abend, liebe![2] —dijo la intrusa con cierta ironía.

No tuvo tiempo de gritar. Unas manos férreas la sujetaron por la boca y el cuello a la vez que sentía el olor penetrante del cloroformo quemándole el paladar y la garganta. Lo último que pensó, antes de desvanecerse, fue que iba a despertar en el infierno.

Su vuelta a la consciencia resultó tan desagradable que casi prefirió estar muerta.

Lo primero que sintió fueron náuseas y vértigo debido a los efectos secundarios del cloroformo, malestar al que hubo de sumarle un incipiente dolor de cabeza que se hacía más pertinaz en las sienes. Cuando sus ojos se acostumbraron a la realidad descubrió que la habían maniatado a una silla, con las manos por detrás y las piernas muy juntas. Tenía un pañuelo en la boca, ceñido por una banda de tela adhesiva que le ocupaba gran parte del rostro. Apenas podía respirar. Es más, estaba al borde del vómito y temió por su vida en caso de que le sobrevinieran las arcadas, ya que no había sitio por donde expeler el contenido de su estómago y posiblemente acabaría ahogándose al regurgitar.

Trató de dominarse, de poner en orden sus, todavía, erráticos pensamientos y valorar la situación. Estaba en el dormitorio de invitados de su lujoso apartamento, de cara al ventanal abierto que daba a la Gran Vía madrileña. Hizo un tremendo esfuerzo por mirar a ambos lados con el fin de saber quién era aquella joven que casi la mata de un susto, pero no encontró a nadie en la habitación. Desde donde estaba podía ver las luces de los edificios de enfrente y parte de la amplia avenida. Escuchó el murmullo de la gente y el claxon de los coches que se afanaban por desaparecer de los frecuentes atascos que se iban sucediendo en el centro de la ciudad. Entonces sintió un escalofrío de muerte recorriéndole la espalda: en caso de tortura, nadie escucharía sus desgarradores gritos de socorro.

Se imaginó lo peor, dando por hecho que su asaltante era de uno de los sicarios de Los Hijos de la Viuda. Y si era así, cualquier súplica resultaría inútil. Nada de lo que dijera la salvaría de acabar con la lengua en el retrete. La imaginó navegando por las tuberías de desagüe.

Comenzó a forcejear con las cuerdas a fin de liberarse —cualquier cosa antes que permanecer sentada esperando a que vinieran a sacrificarla—, pero lo único que consiguió fue levantarse la piel alrededor de las muñecas. Dejó lo que estaba haciendo cuando, de soslayo, vio entrar a la joven en la habitación. Reprimió su deseo de escapar por miedo a las represalias.

La desconocida se colocó frente a ella, observándola en silencio. Entonces dio un paso hacia delante para quitarle de un violento tirón la cinta adhesiva. Mercedes ahogó un grito de dolor tras el atadijo de pañuelos que obstaculizaba su boca, aunque se sintió mejor cuando su agresora se dignó a tirar de él para que pudiese respirar sin tanta aprensión.

Lilith apoyó el pie izquierdo sobre los finos muslos de la rehén, sacando un cuchillo de monte de debajo de la pernera de sus vaqueros. Lo colocó en el cuello de la directora de Hiperión, la cual jadeaba víctima del nerviosismo.

—Si se te ocurre gritar, o tratas de jugármela, te atravieso la garganta. —No dudó de que hablaba en serio—. Lo único que quiero de ti es información. Después me marcharé y dejaré que sigas con vida… ¿Me has entendido?

Mercedes asintió con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra debido al terror que sentía en ese instante.

—¿Cuántas personas conocen la existencia del manuscrito? —inquirió de nuevo la joven.

Melele lo pensó muy bien antes de contestar. Si le mentía, y luego estaba al tanto de la verdad, la degollaría sin dudarlo dos veces. Debía tratarse de una pregunta con trampa. Estaba segura de que sabía lo de los e-mail, y que un compañero de trabajo había recibido una copia del criptograma. En caso contrario no estaría allí, en su casa. Sin embargo, era bastante improbable que supiera lo de su conversación con Nicolás.

Decidió arriesgarse en beneficio de este último.

—Solo dos… —contestó, sin miedo a las consecuencias—. Somos yo y uno de mis empleados, amigo de la persona que asesinaste.

Tuvo un acceso de rabia al recordar la trágica muerte de su amante. Lilith apenas le prestó atención al tono soberbio de la respuesta.

—Necesito su nombre, y por supuesto saber dónde vive.

Lilith acercó su rostro al de la directora, hasta que los labios rozaron el lóbulo de su oreja. Aquella situación la excitó tanto que, sin darse cuenta, la mano se le fue hundiendo cada vez más en el cuello de su víctima. Mercedes tuvo que contestar ante la exigencia de su agresora. Demorar la respuesta podía causarle serios problemas.

—Se llama Leonardo Cárdenas… Y vive en un apartamento situado en la calle Conde Romanones… —Tembló al hablar—. No sé concretamente el número del edificio… Ni el del piso. De todas formas, ahora no se encuentra en Madrid.

—¿Dónde está? —preguntó la agresora, tirando hacia atrás con fuerza de sus cabellos con el fin de alzar el mentón. El cuchillo comenzó a rasgar la carne y un hilillo de sangre corrió por la garganta de Mercedes.

La directora sintió que la angustia le oprimía la voz, haciendo que las palabras surgieran de forma aleatoria y oprimida. Estaba tan asustada que apenas podía hablar, pero se esforzó en la virtud de mantener satisfecha a aquella loca. Necesitaba tiempo para pensar, para seguir viva.

—Está en Murcia… —susurró—. Pasará unos días de vacaciones con su familia.

—¡Mientes! —bramó la asesina—. ¡Quiero que me digas la verdad! —exigió furiosa.

Melele no pudo evitar la presión y sintió cómo se le aflojaba el esfínter: empapó de orina la bata y los muslos. Era la primera vez, desde que dejara atrás la niñez, que le ocurría algo parecido.

La confusión de un principio dio paso al terror. Fue entonces cuando comprendió que tenía que ser sincera y contarle lo que sabía referente al manuscrito. De lo contrario, acabaría degollada a manos de una histérica cuyo interés parecía centrarse en su empleado. A lo mejor, pensó, si le inculpaba más de la cuenta se olvidaría de ella, e iría tras los pasos del bibliotecario. De ser así, aún tenía una posibilidad de salir con vida de aquel infierno.

—¡Escucha! Yo no sé nada de lo que esos dos se llevaban entre manos —mintió deliberadamente, impulsada por el miedo—. Jorge y él estudiaban un códice medieval encriptado que compraron en Toledo, pero nunca me dijeron de qué se trataba. Leo está en Murcia, buscando no sé qué libro por los alrededores de la catedral. ¡Es lo único que sé, lo juro!

Entonces comenzó a llorar, presa de la tensión a la que estaba siendo sometida.

—¿Y qué tiene de especial ese libro?

Lilith dejó de presionarla. Cambió de táctica al ver que estaba dispuesta a colaborar. Necesitaba transmitirle confianza si quería obtener de ella algo más de información.

—Según me contaron, explicaba cómo viajar hasta un país remoto donde tendrían que buscar unas columnas… —Una vez que Lilith apartó el cuchillo que rasgaba su garganta, pudo respirar con tranquilidad y decirle lo que quería oír—. Allí, en algún tipo de gruta o subterráneo, Los Hijos de la Viuda ocultan un gran secreto… Debe de ser el modo de establecer contacto directo con Dios… —Parpadeó nerviosa—. Les dije que estaban locos, pero no me hicieron caso.

—Y ese tal Leonardo… —Pronunció el nombre con marcado desdén, pero no acabó la frase—. Dime… ¿Cuenta con la ayuda de alguna otra persona?

—En absoluto —se apresuró a desmentir la propietaria del apartamento—. Solo nosotros tres estábamos enterados de lo que se decía en el manuscrito. Y Jorge está muerto. —¿Sabes dónde se hospeda en Murcia?

—No me lo dijo, pero tengo un número de teléfono. Me lo dio por si tenía que ponerme en contacto con él. Creo que es de un amigo suyo, alguien que vive en un pueblo de los alrededores.

—Dime dónde lo tienes.

—En mi bolso —contestó sin vacilar.

Lilith fue en su busca. Una vez que lo tuvo en sus manos, vació el contenido sobre la cama. Aparte de algunas monedas, y varios recibos del cajero automático, encontró una tarjeta de Hiperión en cuyo dorso había escrito un número telefónico, y el nombre de Leonardo Cárdenas debajo. Era todo cuanto necesitaba saber.

—¿Lo has encontrado? —preguntó Mercedes, ansiosa, esperando así que se fuera de una vez y la dejara en paz.

—Sí, aquí está.

Se lo mostró para que pudiera confirmar que se trataba del mismo.

—Eso es… ¡Ahora puedes marcharte! —la alentó a que abandonara el piso—. Ya tienes lo que has venido a buscar.

Pero la asesina volvió a ponerle el cuchillo bajo la barbilla. Su sonrisa era todo un canto a la crueldad. Se estaba divirtiendo como pocas veces lo había hecho a lo largo de su letal carrera. Aquella estúpida no sabía aún con quién estaba hablando. Pensó que era hora de darle las gracias por la información y, de paso, hacer su trabajo. Era el momento de acallar las voces.

Sin darle tiempo a reaccionar, tiró hacia arriba del mango hasta que la hoja del cuchillo penetró en el interior de la boca de su víctima por debajo de la barbilla. Mercedes, con los ojos desorbitados por la sorpresa, convulsionó violentamente su cuerpo en un acto reflejo que se prolongó durante varios segundos. La sangre fluyó a borbotones por su cuello y su boca, corriéndole libre por la garganta. Trató de respirar, pero lo único que salió por sus labios fue un agonizante gorjeo que indicaba claramente la falta de aire. Entonces, y para aliviar su angustia, Lilith rasgó la base inferior de la boca con el fin de poder sacarle la lengua. Las pupilas de la horrorizada víctima se dilataron en un denodado gesto de dolor al tiempo que sus músculos cedían irremediablemente a la flaccidez de la muerte.