Regresaron a la parte posterior de la capilla de los Vélez, y de nuevo se aventuraron por el pasillo de andamios metálicos que la empresa constructora había colocado entre la catedral y el inmueble en restauración. Sortearon las distintas barras de aluminio que se cruzaban en diagonal, con cuidado de no lastimarse. Al otro lado encontraron las marcas de cantería que habían estado observando poco antes, y entre ellas pudieron ver las iniciales del picapedrero. Miraron al unísono hacia abajo. Pero allí no había nada, tan solo los adoquines que formaban el suelo. Sin embargo, un poco más hacia la izquierda descubrieron un enrejado de hierro; tal vez por donde bajaba el agua en tiempos de lluvia.
Se acercaron con cuidado de no tropezar con los puntales que soportaban la plataforma del andamio. Claudia decidió agacharse para echarle un vistazo, pero no pudo ver más allá de unos pocos centímetros. La luz exterior, junto a la tenue oscuridad del aquel pozo, dificultaba la tarea de vislumbrar qué era lo que se precipitaba bajo el suelo.
—Espera… —dijo Leonardo—. Tengo una idea.
Le pidió prestada la máquina de fotografiar a su compañera. Tras recibir explicaciones de cómo funcionaba el zoom y el flash, se arrodilló delante de todos; incluso de quienes pasaban por allí y observaban atónitos tan extravagante comportamiento.
A continuación, comenzó a disparar varias veces con el objetivo metido entre los barrotes.
—¿Tienes idea de a dónde conduce? —preguntó Riera, inclinándose también para observar de cerca a través de las rejas.
—Quizá se trate de un foso —contestó Claudia—. Si es así, tal vez existan catacumbas bajo la capilla.
—Es posible… —Salvador se puso en pie para ponerse a la altura de su sobrina—. La gran mayoría de las catedrales están dotadas de galerías subterráneas, criptas mortuorias donde antaño se excavaban las distintas sepulturas de los clérigos más destacados.
Leonardo hizo lo mismo después de cumplir su trabajo, devolviéndole a Claudia la máquina de fotografiar.
—Deberíamos revelar el carrete antes de volver a Santomera —propuso—. Es lo único que tenemos.
—¿De verdad crees que ahí abajo está el diario que buscáis?
La pregunta de Salvador, a pesar de todo, estaba avalada por el sentido común. Porque, en caso de ser cierto, el papel se habría desintegrado debido a la humedad y los parásitos después de casi quinientos años de estar oculto bajo tierra. Encontrar el texto en condiciones favorables de lectura resultaba científicamente imposible.
—No estoy seguro… —Dubitativo, se encogió de hombros—. Pero según las anotaciones de Iacobus, el averno al que hemos de descender está por aquí, bajo las cadenas y los sillares que llevan su nombre.
Claudia apoyó enseguida la teoría de su compañero.
—Leo tiene razón. Sus escritos deben de andar muy cerca. Y qué mejor escondite que en la soberbia oscuridad de un templo, como él mismo dice.
Riera tuvo que admitir que las palabras del cantero eran explícitas. Y que, de ser así, bajar a los infiernos no iba a ser tarea fácil.
—¿Habéis pensado cómo vais a introduciros en las catacumbas de la catedral? ¿Quizá pidiéndole permiso al diácono?
La joven aprovechó la ironía de su tío para seguirle la corriente.
—Ahora que lo dices…
—Lo primero que deberíamos hacer es informarnos si existe un modo de llegar hasta ahí abajo… —Leo señaló los barrotes y añadió—: Y es posible que en las oficinas de la catedral puedan ayudarnos.
—No creo que nadie vaya a facilitarnos esa información sin un buen motivo —insistió el arquitecto.
—A vosotros no; pero… ¿qué hombre se puede resistir a la curiosidad de una mujer interesada por la arquitectura? —Claudia enarcó sus cejas, adoptando una pose ciertamente provocativa.
Leonardo sintió una punzada de celos. A pesar de tratarse de una estrategia femenina con ánimos de sonsacar, le repugnaba la idea. Se imaginó al cicerone baboseando en derredor de Claudia, y eso le irritó bastante.
—No creo que funcione —dijo finalmente, a pesar de estar de acuerdo en un principio.
—Nunca se sabe —apuntó Riera—. La historia nos dice que hasta el hombre más sabio y casto ha caído en algún momento en las redes confabulatorias de una mujer. Es una cuestión de debilidad masculina hablar de más cuando quien le escucha posee un bonito rostro, como el de mi sobrina.
—¡Oh, vamos! —exclamó Claudia—. ¿Hemos llegado tan lejos para detenernos ahora por algo tan elemental?
Sintiéndose vencido, Cárdenas no tuvo más remedio que claudicar. Aunque seguía sin estar conforme con la idea de que su chica aireara sus indudables encantos frente a otro hombre que no fuera él.
—Haremos una cosa —propuso serio—. Volveremos mañana domingo, cuando abran de nuevo la catedral… —Miró fijamente a su pareja—. Primero hablarás con el sacristán, o con cualquier otro que esté a cargo de la capilla de los Vélez; él nos dirá lo que necesitamos saber. A continuación, trataremos de encontrar el modo de violentar los barrotes del alcantarillado para poder bajar a las catacumbas.
—Eso va a ser arriesgado. Si nos cogen, pensarán que somos ladrones de arte.
El negativo parecer de Riera no interfirió en la decisión tomada por su sobrina, ni en la descabellada estrategia de su compañero. Ambos necesitaban encontrar respuestas a sus preguntas.
—Ahí abajo hay un misterio que lleva oculto varios siglos, un secreto defendido por un juramento de sangre que, por desgracia, también nos atañe a nosotros… —Leo expresó sin ambages sus temores—. Si nos olvidamos de él, quizá en un futuro recibamos la inesperada visita de un hermano masón dispuesto a abrirnos la garganta. Pero si encontramos antes el diario, y conseguimos descifrar el enigma que esconden sus páginas, tal vez tengamos una posibilidad de adelantarnos a ellos y descubrir dónde se ocultan. La policía puede hacer el resto.
—Por lo menos, deberíamos intentarlo —añadió Claudia, en contraposición a los temores de su tío.
—Está bien, contaréis con mi ayuda —les prometió el arquitecto—. Pero antes quiero ver las fotografías de Leo y asegurarme de que existe un modo seguro de bajar.
Estuvieron de acuerdo, por lo que fueron directamente a un establecimiento fotográfico de revelado instantáneo que había al otro lado de la Gran Vía, en la calle de San Pedro. Tras unos veinte minutos de espera, la dependienta les entregó las copias junto a un carrete de regalo. Leonardo pagó el importe, cogiendo inmediatamente el sobre con las fotografías. Luego se marcharon con la primitiva curiosidad de saber qué iban a encontrarse.
Se allegaron a la Glorieta de España para tomar asiento en uno de los bancos de piedra, alrededor del cual se concentraban las palomas y también había huellas de sus cagaditas. Sin más dilación, Leonardo Cárdenas metió las manos en el sobre y sacó las instantáneas. Después de apartar unas cuantas en las que podían verse los contrafuertes de la capilla de los Vélez, cadenas y tenantes incluidos, dio con las que andaba buscando.
La imagen no se veía muy bien, pues a pesar de introducir el objetivo se intercalaba de forma nebulosa la sombra de los barrotes. Pero hubo algo que distinguieron de inmediato: varios contrafuertes, enclavados en el muro de bajada, que se precipitaban hacia la oscuridad de un infierno impenetrable. No obstante, lo que más llamó su atención fue ver las iniciales del cantero grabadas en la piedra; a un metro por debajo de la base.
Una vez más, Iacobus de Cartago les guiaba hacia el lugar donde se escondía el secreto mejor guardado de la tierra.
—Buenas tardes, señorita… ¿Podría hablar con el señor notario?
La joven de detrás del mostrador observó al recién llegado. Era un hombre de unos sesenta años de edad, atractivo, aseado y muy bien vestido. A pesar de su impecable aspecto ella se debía al protocolo, por lo que tuvo que hacerle la pregunta de rigor en estos casos:
—¿Tiene usted cita con don Severo, o quizá ha llamado previamente por teléfono a alguno de los oficiales?
Sholomo negó con la cabeza, casi sintiéndose culpable de no poder ofrecerle otra respuesta.
—El motivo de mi visita es personal. Somos viejos amigos, y hace años que no lo veo.
Esperó a que la muchacha se hiciese cargo de su situación, pero el rostro de la secretaria seguía igual de inexpresivo. Lo cierto es que la joven estaba de mal humor por tener que trabajar un sábado por la tarde.
—Por favor, sería usted tan amable de decirle que está aquí Sholomo —insistió con una dulzura de voz a la que ella no pudo negarse.
—Está bien… Espere un momento.
Cogió el teléfono y, en susurros, habló unas palabras con su jefe. Al cabo de unos segundos, donde antes había recelo ahora florecían las atenciones. Le pidió disculpas antes de levantarse de su asiento con el fin de acompañarlo personalmente al despacho del notario, el cual tuvo que aplazar la firma de la compraventa de unos terrenos urbanísticos solo para atenderle.
Tras despedirse con una cordialidad empalagosa, la joven regresó a su puesto de trabajo. Sholomo entró en el despacho, estrechándole la mano a su viejo amigo de una forma bastante inusual, donde los apretones se sucedían como en un código telegráfico.
—Presiento que tienes algo importante que decirme. De lo contrario, no me habrías hecho venir tan pronto.
Dicho esto, Sholomo tomó asiento frente al despacho de quien se hacía llamar Fidias; hermano francmasón de primer nivel, aunque no pertenecía al Consejo de los Siete.
—Así es, y no creo que te vaya a hacer gracia… —El notario parecía tenso—. Nuestra asesina a sueldo nos la ha jugado.
Desde su encuentro en la plaza del Cardenal Belluga, días atrás, el Magíster había dispuesto que varios de sus hombres fueran tras los pasos de Lilith con el propósito de averiguar si cumplía correctamente las exigencias del contrato. Lo cierto es que, después de conocerla en persona, hubo algo en su carácter que no terminó de convencerle. Tras lo cual, pensó que lo mejor sería tenerla vigilada hasta que finalizara el trabajo.
—Explícate. —Sholomo demostró cierto interés por lo que acababa de escuchar.
—La otra mañana estuvo en una copistería madrileña situada a las afueras del complejo universitario —le dijo en voz baja—. Quienes la siguieron, hermanos de toda confianza, aseguran que llevaba consigo un pergamino con varios siglos de antigüedad. Hizo una copia, y luego la envió por fax. Al marcharse, nuestros hombres interrogaron a la dependienta haciéndose pasar por agentes de policía. Esta, sin dudarlo, se prestó a ayudarlos, diciéndoles que lo había enviado a un número de Berlín… —Sholomo sintió que el mundo había dejado de girar bajo sus pies. Si era lo que se imaginaba, podía llegar a ser catastrófico. Notó un extraño cosquilleo en los apretados labios—. Sé cómo te sientes —añadió Fidias ante el silencio del Magíster—. También yo he pensado en las consecuencias que puede arrastrar el oportunismo de esa niñata… —Arrugó peligrosamente la nariz—. Ahora, lo importante es recuperar el manuscrito antes de que caiga en manos de otros, y averiguar a quién se lo ha enviado para enmendar el problema con rapidez.
—¡Dios! ¿Cómo hemos sido tan estúpidos? —se reprochó Sholomo, acordándose de las palabras de Balkis tras la reunión llevada a cabo en la fortaleza de Vélez Blanco—. Nosotros mismos promovimos su curiosidad al convertir el escrito de Iacobus en un arma de poder.
—Cualquiera se hubiera dado cuenta de lo importante que era aquello por lo que debía morir un hombre… —Fidias torció el gesto—. Aunque, como todos, supuse que a los profesionales de esa calaña solo les importaba hacer bien el trabajo y cobrar sus honorarios.
El Magíster asintió dos veces.
—Ese ha sido nuestro error. Hemos bajado la guardia —convino apesadumbrado, con el rostro contraído por la cólera que lo embargaba.
—No hay nada que no podamos enmendar.
—Tienes razón, y es lo que haremos una vez que finalice su labor en Madrid… —Reconoció en su interior que estaban suficientemente capacitados para solucionar cualquier tipo de incidencia—. Sin embargo, como bien has dicho antes, necesitamos saber el nombre de su cómplice. Será mejor que te encargues personalmente de averiguarlo. Haz una llamada a nuestros hermanos de allí para que nos amplíen la información.
—¿Y qué hacemos con esa Lilith?
—Déjalo de mi cuenta. Pienso poner en un aprieto a esa bastarda.
El notario se limitó a asentir. No quiso ser indiscreto haciéndole más preguntas.
Después de aquello se despidieron con un nuevo apretón de manos. Sholomo salió del despacho y fue hacia recepción. Le dio las gracias a la joven secretaria por las molestias, a lo cual ella le respondió con una de esas frases de cortesía que te invitan a volver cuando quieras. Cabizbajo y meditabundo, buscó el anonimato saliendo al exterior para mezclarse con quienes deambulaban de arriba abajo por la avenida.
Tras un corto paseo llegó al lugar donde tenía estacionado el coche. Una vez dentro, sacó su ordenador portátil del interior de la guantera. Lo abrió con cuidado, sin dejar de pensar en las palabras del hermano Fidias. Segundos más tarde se conectaba a la red.
Introdujo la web de Corpsson en la ventana de «Abrir», tras lo cual pinchó en «Aceptar». De pronto apareció en pantalla la página donde se anunciaba una empresa dedicada a la seguridad y a la contrata de escoltas, con sede en Sao Paulo, llamada «La ciudad que no puede parar». Seguidamente pinchó en el icono de «Correo». Tenía que remitirle sus quejas a la Agencia.
Ya se encargarían ellos de resolver tan desagradable incidente.