Capítulo 15

Durante toda la mañana del sábado, estuvieron dándole vueltas a la catedral con la esperanza de establecer una relación entre la iconografía de las hornacinas y el diario del cantero. Mientras Claudia tomaba fotografías del lugar, Leonardo le contó a Salvador los pormenores de la leyenda que corría en torno a las cadenas de la capilla de los Vélez y el suplicio al que tuvo que afrontar el escultor. El jubilado arquitecto dijo conocer la historia de pasada, aunque jamás pensó que existiera una relación entre el tesoro mencionado en las Centurias de Nostradamus y la obra escultórica del obrero masón. Pero Leonardo insistió en que la cuarteta XXVII señalaba el lugar exacto de un tesoro, y que coincidía con las indicaciones dadas por De Cartago en su manuscrito.

—Fíjate bien… —Señaló los tenantes que sostenían el blasón dentro de la arcada—. «Bajo la cadena Guien del cielo herido, no lejos de allí el tesoro está escondido». Así comienza la cuarteta.

—No entiendo… ¿A dónde quieres ir a parar?

—Verás, creemos que «Guien» puede traducirse por «Chien»… Es decir, «perro» en francés. Y en el escudo se aprecian dos perros y la flor de lis.

—La flor del Cielo —apuntó Salvador, comprendiendo ya a dónde quería ir a parar.

—Eso es —afirmó Cárdenas, satisfecho—. Por lo que la frase quedaría más o menos así: «Bajo la cadena del perro y la flor de lis, no lejos de allí el tesoro está escondido». En cuanto al manuscrito de Toledo, Iacobus dice que quien desee conocer la verdad deberá bajar a los infiernos que se precipitan bajo una gran cadena, chacales y barbudas columnas… Y los tenantes llevan barba. Mi intuición me dice que el diario debe de estar escondido por los alrededores de la catedral.

Observó detenidamente los edificios y plazas colindantes, como buscando un lugar que llamara su atención.

—¿Cuál era la siguiente frase del manuscrito? —Claudia guardó su máquina de fotografiar en el bolso para acercarse a los dos hombres—. ¿No decía algo de unos sillares?

Leonardo sacó la copia del escrito del bolsillo de su pantalón, desdoblándola con cuidado.

—«Aveis a abaxo de ver quando os encontreys ante los sillares que en el mío nombre bienen signados. En dicho aberno te seré revelado. Estoy e soi en mi ynterior» —leyó en voz alta—. ¿Te sugiere algo?

—Que tal vez debamos acercarnos a los muros y ver qué nos dicen.

Salvador frunció el ceño al escuchar la recomendación de su sobrina, cayendo en la cuenta de que el picapedrero les estaba diciendo claramente que debían buscar su nombre en los sillares. También Leonardo se reprochó el no haberse dado cuenta antes, sonriendo como un niño al que han pillado robando un caramelo.

—¡Vaya por Dios, tienes razón! —exclamó, sorprendido—. De Cartago debió dejar inscrita alguna señal de aviso.

—Será mejor que nos acerquemos a comprobarlo.

La decisión del arquitecto hizo que se pusieran en marcha. Fueron hacia la estructura metálica que componía el andamiaje de las obras de reformas del edificio de enfrente. Pasearon, con cuidado de no lastimarse, bajo los puntales de hierro, observando detenidamente los sillares que formaban la pared exterior de la capilla de los Vélez. Claudia fue la primera en descubrir una larga serie de glifos, o marcas de cantería, que adornaban la parte trasera de los muros de la catedral. Pudieron ver un reloj de arena acostado, que en el idioma alquímico simboliza las horas, una cruz dentro de un cuadrado —otro de los signos templarios—, un triángulo con un crucifijo en lo alto y, por supuesto, las iniciales I.D.C. labradas en la piedra. Tal y como afirmaba el picapedrero, su nombre, Iacobus de Cartago, estaba inscrito en los sillares de la capilla.

Encontraron, después de una búsqueda algo más exhaustiva, otras marcas entre las que se encontraban las iniciales J.B. No les dijeron nada, aunque era evidente que se trataba del sello del compañero Justo Bravo, el maestro de obras.

—¡Es asombroso! —Claudia fue la más sorprendida—. ¡Está aquí! —Tragó saliva dos veces—. ¡Su nombre está signado en los sillares, como prometió! ¿No os parece increíble?

—Debo reconocer que vuestra historia resulta cierta —convino su tío—. Y lo más sorprendente de todo es que, por alguna extraña coincidencia, el secreto de Iacobus está íntimamente relacionado con la investigación que llevo realizando desde hace años. Creo que andamos buscando lo mismo. —Riera palideció al descubrir cierto paralelismo entre ambos misterios.

—¿Se puede saber de qué estás hablando?

El arquitecto miró a su sobrina, sin saber qué decir. Pero los ojos de la joven fueron más convincentes que cualquier palabra. Le estaba suplicando una explicación.

—¡Está bien! —Aceptó el compromiso de confiarles su secreto—. Pero antes, os invito a un café en la plaza. La historia puede llevarme un tiempo, por lo que estaremos mucho mejor sentados.

Aferrándose al brazo de Claudia, Salvador inició su andadura yendo hacia el Pórtico de los Apóstoles. Leonardo fue tras ellos, alzando de vez en cuando su cabeza para observar el claristorio que se elevaba por encima de las cadenas y escudos.

Tomaron asiento una vez que llegaron a la terraza de una cafetería situada en la plaza del Cardenal Belluga. Hacía un día espléndido, con una temperatura excelente. La gente iba y venía de un lado a otro, arrastrando irremediablemente una explosión de murmullos. El cielo acogía el vuelo de un centenar de palomas en derredor del imafronte de entrada a la catedral. En las mesas de la marisquería de al lado, varios clientes daban cuenta con deleite de una ambrosiana fuente de mejillones; la especialidad de la casa.

Un sábado como otro en Murcia capital.

—Bueno, tú dirás… —Claudia animó a su tío para que comenzara a hablar.

El veterano arquitecto bebió de la taza antes de iniciar su historia.

—Como sabes, siempre he sentido cierta debilidad por las antiguas leyendas que giran en torno a los templarios… —comenzó diciendo. Se rascó la calva de la cabeza—. Hace veinte años dejé mi trabajo en Barcelona para instalarme en Santomera. Me habrás oído decir en diversas ocasiones que soy el único que conoce el origen que dio nombre al pueblo, aunque dicha hipótesis jamás haya sido expuesta en público. Pues bien, estoy en condiciones de asegurar que tanto Nostradamus como De Cartago están en lo cierto: en la región de Murcia está escondido un objeto venerado por la Cristiandad, y tiene que ver con el pueblo de Santomera.

—¿Te refieres al Santo Grial? —preguntó Leonardo, aun estando seguro de equivocarse.

Riera negó con un gesto decisivo de su cabeza.

—No, se trata de algo diferente —contestó pausado—. Pero será mejor que comience desde el principio…

»Entre los años 1104 y 1115, Hugo de Champaña realizó varios viajes a Tierra Santa. Durante ese tiempo fue recopilando diversos escritos en arameo, que trajo consigo desde Jerusalén para su estudio. Tiempo después entra en contacto con Esteban Harding, abad de la Orden del Císter, a quien dona unas tierras para que un pariente lejano suyo, Bernardo de Claraval, funde la abadía que habrá de llevar su nombre. De este modo, y con la ayuda de rabinos judíos, los cistercienses trataron de desvelar los secretos que escondían los manuscritos traídos por Hugo desde Tierra Santa.

»A partir de entonces, se van sucediendo una serie de acontecimientos, todos a espaldas del papa Honorio II, que bien podría catalogarse de conspiración religiosa. San Bernardo, hombre que sentía cierta obsesión por la arquitectura y la geometría, reclutó a nueve caballeros de su más entera confianza con el propósito de cumplir una de las misiones más descabelladas de la historia medieval… —Se aclaró la voz—. Estos hombres fueron Hugo de Payns, Godofredo de Saint-Omer, Godofredo Bisol, André de Montbard, Payen de Montdidier, Archambaud de Saint-Amand, Gondemar, Rossal y Hugo de Campaña. Juntos viajaron hasta Jerusalén, donde se entrevistaron con el rey de la santa ciudad, Balduino II. El llamado “rey de la Cristiandad” les concedió como residencia la antigua mezquita de Al-Aqsa, llamada literalmente «la mezquita lejana», donde antiguamente estuvo emplazado el Templo de Salomón y también sus caballerizas. Aun hoy en día, los historiadores se preguntan por qué Balduino les confió a nueve caballeros un alojamiento donde podía instalarse un ejército de varios miles de soldados, y por qué durante nueve años los llamados Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón no admitieron a ningún miembro ni participaron en los enfrentamientos armados realizados contra los sarracenos. La respuesta a la actitud del Rey la encontramos en la información que recibe de los enviados del Císter.

»Desde aquel momento, Balduino se convierte en aliado de los Caballeros del Temple. Por eso, nueve años después lo vemos nuevamente participando del complot. Recurre a la ayuda del Papa con la excusa de encontrarse en dificultades por falta de combatientes. Para ello, envía a Hugo de Payns como embajador a Roma, y a otros cinco templarios que habrán de acompañarlo en su viaje. Era algo realmente insólito, ya que, para semejante encargo, Balduino solía emplear a sus propios delegados o a uno de los tantos peregrinos que regresaban a sus hogares después de cumplir la penitencia que se habían impuesto. Aquella fue la excusa perfecta que encontraron el Rey y los templarios para sacar de Tierra Santa el mayor de sus tesoros.

»Pero ahí es donde Hugo de Payns y su lugarteniente burlan a la historia haciéndonos creer que la reliquia que transportaban rumbo a Francia, según cuenta la leyenda templaría, era la auténtica; cuando en realidad, los otros tres caballeros embarcaban en el puerto de San Juan de Acre con la auténtica reliquia, con el fin de viajar por mar hasta Chipre, donde tomaron un nuevo barco que los llevó hasta las costas españolas. Buscando un lugar seguro donde guardar su tesoro, se adentraron en el Reino de Murcia, entonces tierra de moros, haciéndose pasar por sarracenos de Trípoli. Les fue fácil, ya que dominaban el árabe a la perfección y tenían la piel curtida después de vivir varios años en la tórrida región de la antigua Palestina. Llegaron a una aldea apenas habitada por una docena de campesinos. Allí se instalaron durante un tiempo, buscando el modo de esconder la reliquia; tras lo cual se marcharon. Pero fue tal la huella dejada por el caudillo de aquel grupo de templarios, encargados de preservar el secreto, que años después de su muerte, tras la conquista del Reino de Murcia por Alfonso X, El Sabio, que se adaptó el apellido del noble caballero para darle nombre a la villa. El caballero fue Godofredo de Saint-Omer. Y el pueblo, como ya os habréis imaginado, es la actual Santomera».

—¡Esto es demasiado! —exclamó Claudia, que no podía dar crédito a la revelación—. ¿Has oído?

La nerviosa pregunta iba dirigida a Leo, pero su amigo tenía sus propias interrogantes.

—Sí, es realmente increíble… —reconoció con voz apenas audible, pero luego elevó el tono—: Pero nos falta saber el nombre de la reliquia que ocultaron los templarios.

Lo miraron de forma inquisitiva. La historia estaba incompleta. El arquitecto se vio obligado a contestar.

—Saint-Omer trajo consigo el Arca de la Alianza, y con ella los números sagrados y las proporciones divinas grabadas en las Tablas de la Ley.

Leonardo pensó que el anciano les tomaba el pelo; eso, o no estaba bien de la cabeza. Se esforzó por reprimir cualquier comentario mordaz que pudiera ofenderlo, pero obviamente era lo que pensaba. A veces ocurre que una idea se convierte en obsesión, y Salvador era de esas personas que se dejan llevar por las emociones redundantes.

Pero Claudia no lo veía así. Esa era la diferencia entre ambos. La mente de la paleógrafa ostentaba un mayor dominio de sensatez, y pudo ver con claridad que entre ambos relatos existían ciertas diferencias. Su tío se había equivocado; solo eso.

—Nosotros buscamos un libro, quizá un diario. Nada más lejos que el Arca de Moisés —le corrigió mientras se ajustaba disimuladamente el pecho izquierdo en el sostén—. Tu historia es digna de ser estudiada, aunque no creo que los templarios tengan nada que ver con Iacobus de Cartago… —Sonrió débilmente—. Entre ambos median varios siglos —concluyó.

—Quizá el Arca ya no siga en Murcia, pero estuvo aquí —insistió el arquitecto—. Posiblemente la devolvieron a su lugar de origen; no estoy seguro… Sin embargo, De Cartago sabía dónde encontrarla y escribió en su diario el modo de llegar hasta la ciudad perdida de Henoc, que es donde la deben de tener escondida. La masonería nació tras la disolución de la Orden del Temple, y sus caballeros han sido desde siempre sus custodios.

—En ningún momento nombra la palabra Arca en su escrito. —Fue Leonardo quien insistió en hacerle ver el error.

—Pero sí dice conocer el modo de hablar con Dios.

Cárdenas arrugó la nariz.

—No te comprendo…

—Y será mejor que sigas así, por ahora. Puede que tengáis razón y mi historia solo sirva para desviaros del camino correcto, y eso sería catastrófico. Debemos centrarnos en el manuscrito y en los asesinos de vuestro amigo. A ver… ¿Qué deseáis saber de los masones?

—¡Todo! Desde el principio. —Claudia fue explícita en su respuesta.

—Está bien, comencemos con la decadencia del Imperio Romano… —Se prestó a narrarles el origen de la masonería—. Con la llegada del Cristianismo, los colegios de arquitectura fundados en Roma, conocidos como los Misterios de Baco, se vieron seriamente amenazados por el poder de la pujante Iglesia, la cual, gracias a su influencia político-espiritual tras la invasión de los bárbaros, se convirtió en el único sistema organizado de Europa. Tales enseñanzas pasaron finalmente a las Uniones Comacinas, fundada por unos cuantos maestros que se trasladaron a la isla de Comacina, al norte de Italia. Llevados por la necesidad de preservar los secretos de la construcción, los masones no tuvieron más salida que ingresar en las distintas órdenes religiosas que fueron surgiendo a lo largo de todo el continente. En ningún momento levantaron las sospechas de la Iglesia; quien, sin saberlo, los protegió y dio cobijo durante siglos. Fue tal la superioridad de estos hombres en el arte de la construcción, que acudieron, de forma masiva, canteros y aprendices de casi todas las regiones de Europa para formarse bajo la dirección del Magistri Comacini. Se les menciona por primera vez en el Memoratorio del rey Luitprand, que data del siglo octavo, cuando recibieron el privilegio de hombres libres del Estado lombardo. A sus lugares de trabajo se les denominaba loggias… Tenían apretones de manos, palabras de pase y juramentos de fidelidad que solo ellos conocían… —Hizo un inciso en la conversación para puntualizar un detalle de suma importancia—. Su ciencia les llevó a erigir las primeras iglesias románicas, pero dicho conocimiento no les pertenecía, pues lo heredaron de otros constructores siglos antes. Durante esos años de oscuridad espiritual se fue perdiendo parte del saber, pues las enseñanzas se llevaban a cabo de forma oral, de maestro a alumno. La lástima es que las palabras fueron interpretadas dependiendo de la personalidad de cada uno. Sin embargo, algo ocurrió en la historia de la arquitectura medieval que aún hoy, en nuestros días, sigue siendo un enigma para los eruditos, y es el cambio brutal del arte románico al gótico en el tiempo de los constructores de catedrales. La única referencia que existe en la historia de la arquitectura de un salto de esta magnitud se encuentra en la discontinuidad temporal que surge tras la construcción de las pirámides.

—Es cierto —afirmó Claudia, convencida, ya que conocía a fondo los entresijos del arte antiguo—. Los expertos no se ponen de acuerdo, ya que no existe un período de transición entre ambos estilos. El gótico nace de improviso… —Cruzó las esbeltas piernas bajo la mesa—. Así, sin más.

—En eso discrepo, querida —le dijo Salvador con tono cariñoso—. El gótico nace con el regreso de los templarios a Europa, quienes recuperaron el verdadero significado de la arquitectura. Con las proporciones divinas en sus manos, fueron capaces de erigir templos en un acto alegórico de representar a Dios en la tierra. Una catedral gótica es, en sí misma, una enseñanza que instruye a la plebe, una fórmula alquímica que transforma la ignorancia en espiritualidad y exalta la devoción de los creyentes. La catedral simboliza el cuerpo de Cristo en la cruz. El ábside representa la cabeza de Jesús y el mundo sin fin. La nave central es el cuerpo y la tierra donde vivimos, el mundo físico. El pórtico son los pies del Mesías, donde el coro encarna la morada del penitente, conocida como purgatorio, otros la llaman el alma. Y las naves laterales son los brazos; es decir, el espíritu que sustenta al hombre.

—¿Todo eso es una catedral? —Leonardo, que se sentía abrumado, miró a su compañera esperando una respuesta.

—También a mí me ha sorprendido —reconoció ella.

—¡Escuchad! ¿Qué os parece si entramos dentro a echar un vistazo? —preguntó Salvador, señalando la catedral de Santa María—. Hay algo que quiero enseñaros.

Se pusieron en pie tras pagar la cuenta al camarero. Cruzaron la plaza hasta alcanzar el pórtico de entrada. Una vez dentro, el arquitecto les hizo un gesto para que fuesen tras él, donde unas cuantas mujeres rezaban de rodillas frente a una imagen de la Virgen. Se acercaron sin hacer ruido, pues resultaba violento perturbar la paz y el silencio que se respiraba en el interior. Riera se arrodilló en el suelo junto al grupo de mujeres, orando igualmente en voz baja.

—¿Y qué se supone que hemos de hacer nosotros? —susurró Leonardo al oído de su compañera sentimental y profesional.

Claudia le instó con un codazo a que guardara silencio.

Poco después, Salvador Riera se puso en pie para limpiarse los pantalones a la altura de las rodillas. Luego se les acercó, señalando la imagen de la Virgen María.

—La catedral está erigida en su nombre —les dijo—. La devoción que los templarios tenían por la Virgen y la arquitectura, fue la causa de que fueran apareciendo construcciones en su honor a lo largo y ancho del continente… Venid, observad esto… —Señaló unas letras góticas enormes de color negro que formaban una frase en latín en la bóveda semicircular que había sobre la estatua—. ¿Podéis leer lo que pone ahí?

Non nobis, Domine, non Nobis, Sed Nomini tuo Da Gloriam.

Leonardo intentó descifrar las palabras, pero Claudia se le adelantó.

—«Non nobis, Domine, non Nobis, Sed Nomini tuo Da Gloriam…». No a nosotros, Señor, no a nosotros sino a tu Nombre sea dada toda la gloria —leyó primero en latín y luego su traducción—. Es la divisa de la Orden del Temple.

—¡Vaya! Por lo que veo también tú conoces la vida y costumbre de los antiguos templarios.

Sorprendido, Salvador tuvo que admitir no ser el único que poseía ciertos conocimientos de historia medieval.

—Algo he leído, aunque no tanto como tú. —No quiso quitarle protagonismo a su tío.

—¿Y qué significado tiene para nosotros la imagen de la Virgen? —preguntó Leonardo, quien seguía sin saber a dónde quería ir a parar el anciano arquitecto.

—Tan solo es una referencia para que comprendáis que el Temple estaba íntimamente relacionado con la masonería operativa… O lo que es igual, los constructores de catedrales.

—¿Qué diferencia existe entre esta rama de la logia, de quienes son simplemente masones? —porfió de nuevo.

—Para que lo entiendas, la masonería siempre fue operativa. Es decir, que no solo se limitaba a transmitir un conocimiento sino que participaba de él… —Tosió un poco y continuó—: Cuando los constructores de catedrales finalizaron su obra por toda Europa, nació la masonería especulativa. A partir de entonces, la sabiduría de antaño fue perdiendo consistencia según la tradición pasaba de unos a otros. Ahora solo quedan rescoldos del auténtico arte de la construcción.

—Tengo la impresión de que ejercer de picapedrero en el medievo debía de ser una profesión con futuro.

Al arquitecto le hizo gracia el comentario del acompañante de su sobrina.

—Es cierto que muchos trataban de ingresar en las logias, aunque fuese de aprendiz —le dijo en voz más baja—. Sin embargo, el obrero debía tener ciertos conocimientos técnicos de geometría, matemáticas, arquitectura y escultura. Pero no todos sabían valorar el arte de la construcción. Solo unos pocos elegidos tenían el privilegio de ser aceptados como custodios del secreto tras pasar la prueba de ingreso, una especie de test de conciencia.

—Es la primera vez que oigo algo parecido —fue el comentario de Claudia, antes de marcharse hacia una verja de hierro que cerraba la capilla situada a la derecha.

—¿Qué es eso del test de conciencia? —Leo quiso que le explicara sus últimas palabras, al tiempo que comenzaban a andar por la amplia nave en pos de la joven.

—Al aspirante al cargo se le imponían ciertas pruebas… La mayoría de las veces consistían en preguntas de doble significado, cuya respuesta debía ser siempre la correcta. También utilizaban acertijos metafóricos con el propósito de captar nuevos aprendices —respondió pensativo—. Para ilustrar el caso primero, los masones hicieron correr la anécdota de los tres canteros… ¿Quieres oírla?

—Adelante —repuso sucintamente.

—Pues resulta que una vez había tres canteros trabajando en sus pesados bancos dentro de una guilda masónica. En un momento dado pasó por allí el maestro de obras, quien quiso ver cuál de los tres comprendía el auténtico significado de su trabajo. Para ello le preguntó al primer obrero: «¿Qué haces?», a lo que este contestó: «¡Me gano la vida!». Volvió a insistir con el segundo, y su respuesta fue: «¡Labro la piedra!». El último miró muy seriamente al maestro de obras, antes de susurrar con algo menos de orgullo: «Maestro, construyo una catedral». Esa es la filosofía del auténtico masón, establecer un vínculo con el trabajo emprendido y aceptar con modestia el significado final de la obra.

—¡Eh, venid a ver esto! —Claudia llamó la atención de los hombres ante las diversas miradas de reproche de quienes visitaban en silencio el templo catedralicio y algún que otro «¡Chiss!». Cuando llegaron, la joven observaba detenidamente una lápida en el suelo del recinto cuadrangular de la capilla; frente al altar donde se alzaba un relieve con las imágenes del Nacimiento y Adoración de los Pastores, y las figuras de las Sibilas.

—Es una de las frases más frías que he leído en mi vida. —La señaló con la cabeza.

En ella podía leerse:

Aquí viene a parar la vida

—Simple, pero impactante —reconoció Leonardo, admirando a la vez el cimborrio y la linterna con huecos circulares que coronaba el presbiterio del mausoleo.

—Y sin embargo cierto —les recordó el arquitecto—. Don Gil Rodríguez de Junterón tenía una idea acertada de lo que era el descanso eterno; por eso ordenó construir su última morada en la casa de Dios. Pero ¡vamos! Démonos prisa… —apremió tras mirar su reloj—. Tenemos que hacer una visita a la más hermosa de las capillas de esta catedral antes de que cierren, y apenas faltan diez minutos.

Salvador aceleró su paso por la nave, haciéndoles un gesto para que fuesen más ligeros. Pasaron junto al altar mayor, donde se guardaban en un arca el corazón y las entrañas del rey Alfonso X, hasta que finalmente llegaron a la capilla de los Vélez. La puerta de entrada estaba abierta al público porque un grupo de turistas japoneses había abonado previamente la visita al recinto en las oficinas del templo. Iban acompañados de un cicerone que les iba traduciendo en nipón las explicaciones que, a su vez, recibía de su homólogo español.

Aprovechando que todos miraban hacia la bóveda estrellada, Riera y sus invitados se colaron dentro de la capilla. Sin llamar la atención, fueron de un lado a otro admirando la belleza de los adornos de piedra calada en el interior de los arcos, las repisas, los blasones dentro de las coronas y doseletes que, de forma precisa, se presentaban como un mosaico arquitectónico de elementos góticos; una ecuación divina solo comprensible para quien es capaz de dominar el idioma de los signos.

Finalizada la visita, se vieron en la obligación de marcharse junto al grupo de turistas japoneses. Les dijeron que tenían que salir por el Pórtico de los Apóstoles al estar cerrada la puerta principal, pues ya era algo más de la una.

Una vez fuera, Claudia decidió fotografiar las esculturas de los cuatro discípulos de Cristo apostados en las jambas. Mientras, los hombres intercambiaban opiniones con respecto a la semejanza entre la capilla de los Vélez y la de don Álvaro de Luna, en Toledo, y la del Condestable, en Burgos.

Leonardo escuchaba la explicación del arquitecto; pero, por otro lado, observaba a su compañera, quien se había puesto en cuclillas para acariciar el borde inferior de la puerta revestida de hierro. Salvador dejó de hablar al ver que no le prestaba demasiada atención, mirando igualmente a su sobrina.

—¿Se puede saber qué haces? —le preguntó, extrañado de su comportamiento.

—Venid a ver esto… —Les hizo un gesto a los dos para que se acercaran al Pórtico—. Parece ser que Iacobus fue dejando su nombre inscrito por toda la catedral.

Tras agacharse, pudieron ver las iniciales I.D.C. grabadas en la parte inferior de la puerta, sobre el revestimiento metálico. Estaban a escasos centímetros del suelo.

—Es lo más parecido a una firma —aseguró Leonardo—. Y sin embargo, es imperceptible. ¿Cómo has podido verla si apenas llama la atención?

—Ha sido pura coincidencia —respondió ella, poniéndose en pie—. Estaba fotografiando las imágenes de San Pedro y Santiago, cuando he advertido unos puntitos grabados en la chapa de metal. Lo cierto es que he sido la primera en sorprenderme.

—¿Os dais cuenta? —preguntó Riera—. Sus iniciales están inscritas en la zona más baja de la puerta. Y en el manuscrito, según creo recordar, dice algo de mirar hacia abajo cuando estemos frente a los sillares que llevan su nombre.

—Espera, le echaré un vistazo. —Leonardo sacó de nuevo la fotocopia de su bolsillo. La estuvo ojeando durante unos segundos y añadió concentrado—: Parece ser que tienes razón… Mmm, y no solo eso, sino que asegura que en dicho infierno nos será revelado. Luego, añade: «… estoy e soy en mi interior». La verdad, parece algo así como un acertijo.

—Ya te he dicho antes que los masones son muy dados a este tipo de juegos —le recordó el arquitecto en tono neutro.

—¡Un momento! —exclamó Claudia—. Creo que no hemos llevado al pie de la letra sus indicaciones… —Había recordado un detalle, bastante significativo, al que en su momento no prestaron atención—. ¿Alguno de vosotros ha mirado hacia abajo, al suelo, cuando hemos descubierto sus iniciales en los muros exteriores de la capilla?

—No te entiendo —susurró Leonardo.

Hubo un cruce de miradas interrogantes. Claudia movió de un lado a otro la cabeza, admitiendo que habían cometido un error imperdonable.

—¡Pero qué estúpidos hemos sido! —insistió malhumorada—. Daos cuenta…

Balkis se asomó al balcón de su casa, situada en el barrio de Ataba; junto al museo islámico. Desde allí pudo ver al fondo, en todo su esplendor, la mezquita-universidad de Al-Azhar y las diversas techumbres de las casas circundantes en cuyos jardines primaban sicomoros y palmeras. El aire traía consigo olor a especias y aromas de refinada fragancia, como el pachulí, el incienso y la ambarina que derrochaban los pebeteros de las distintas viviendas circundantes. El tiempo que estuvo fuera, en el mirador, sintió que la vida en Egipto seguía igual que cuarenta años atrás.

Ella era una judía en tierras árabes, y eso suponía tener que vivir siempre con el espíritu embriagado de miedo y nostalgia. La paradoja del destino quiso que en plena crisis de Oriente Medio, a finales de los años sesenta —tras la demoledora victoria israelí en la Guerra de los Seis Días—, tuviera que cambiar de vida y nacionalidad con el propósito de acudir al simposio de los frater de primer orden y acogerse a la tradición universal de la logia. Ser la elegida para acudir al Congreso, representando a Israel, supuso algunos cambios importantes en su vida; el peor de todos fue dejar atrás a su familia y amigos, pero supo encajar el golpe con el paso de los años. Para ello, contó con la ayuda de Hiram, quien en todo momento estuvo a su lado hablándole de las costumbres y enseñanzas de su pueblo; y también con el apoyo del joven Sholomo, frater de primer orden, como ella, el cual solía visitarlos varios meses al año con el fin de ir enseñando los misterios de Dios a los iniciados que acudían a Egipto, y prepararlos para la ascensión de los siete peldaños de la Escala. Él supo administrarle ese aliento de optimismo que hizo posible su adaptación en tierra extraña, y al mismo tiempo robarle el sentido con la sencillez de sus palabras. Lo cierto es que estuvo enamorada de él, pero eso fue antes de que heredara el título de Reina de Saba. Ahora solo le afectaban las renuncias del ser humano; aunque, para ser sincera consigo misma, comenzaba a sentirse harta de guardar el secreto. Quizá Iacobus de Cartago tuviera razón, y todos los hombres debieran sentarse en el Trono de Dios. ¿Acaso no tenía el mismo derecho un pobre ignorante que un miembro de la logia?

Por ello, a veces sentía la necesidad de transmitirle a otro sus conocimientos y obligaciones.

Tras los crímenes acaecidos en España, encontró la oportunidad que andaba buscando. Tanto ella como Hiram eran demasiado mayores para seguir protegiendo la Cámara del Trono. Mantener una comunicación ininterrumpida con el Gran Arquitecto del Universo los condicionaba a vivir pendientes de su labor, loable y altruista por otro lado. Y aunque era el trabajo más edificante que pudiera realizar el ser humano, al cabo de los años el cuerpo echaba en falta un equitativo y adicional retiro; formar parte del mundo y sus defectos. Pensó en el bibliotecario como el sustituto idóneo para Hiram, siempre y cuando demostrase honradez e inteligencia. Solo quedaba buscar una suplente para ella, una mujer que heredara su nombre y aceptar todas sus responsabilidades.

Regresó de nuevo al espacioso salón, cerrando tras de sí las ventanas. Las paredes estaban cubiertas de tapices con motivos arabescos, y el suelo salpicado de almohadones y cojines con borlas doradas sobre amplísimas alfombras. Hafid, un joven árabe que hacía las veces de lacayo, le acercó una silla para que pudiera sentarse frente a la mesa de su escritorio. La anciana le dio las gracias, pidiéndole que aguardase un instante a que escribiera una carta, pues habría de llevarla más tarde a la oficina de correos. El muchacho se retiró en silencio hasta colocarse junto a la puerta.

Con pulso firme, la mano de Balkis comenzó a escribir sobre el papel:

Si deseas conocer la verdad, tendrás que encontrar primero la llave donde se guarda el secreto de nuestra logia, la cual se halla escondida celosamente en el interior de una caja de hueso recubierta de pelo. Ella será tu mejor arma.

Si deseas hablar con Dios, deberás acudir allá dundo los Pilares del Mundo dividen en dos la ciudad de Henoc. En el templo de las tres cámaras se halla escondido el Kisé del Testimonio.

Si consigues encontrarlo, utiliza la llave antes de subir los peldaños de la Escala que conducen al saber, o no podrás leer las enseñanzas que hay inscritas en las piedras ni escuchar la melodía del universo. Tu ingenio será el mejor pasaporte hacia el conocimiento y la Sabiduría.

Entonces, todo lo que has aprendido hasta hoy dejará de tener sentido. Tu vida comenzará el día que concibas el mundo como un hecho irremediable donde la existencia del ser humano está sujeta a la ciencia del Gran Arquitecto del Universo.

Balkis

Dobló cuidadosamente la carta, introduciéndola a continuación en un sobre. Después se la entregó a Hafid, quien salió del salón tras inclinar en silencio su cabeza.

Ahora, lo más difícil sería cómo explicarles a Hiram, a Sholomo, y al resto de los Grandes Maestros, su decisión de implicar al bibliotecario y convertirlo en el Custodio del secreto.

Aunque, en realidad, la opinión de los demás le traía sin cuidado.

Ella representaba el poder de la Viuda.