Capítulo 14

La casa de Salvador Riera podía calificarse de extravagante, pero únicamente si se la juzgaba desde el punto de vista tradicional. No tenía cimientos, ni siquiera una terraza o tejado. La suya era una vivienda basada en el sentido práctico: el hogar del individuo que busca las raíces ancestrales de la habitabilidad primitiva, sin renunciar por ello a la calidad de vida que ofrece la tecnología moderna.

El tío de Claudia, tras abandonar la arquitectura —años después de finalizar su carrera—, decidió retirarse del mundanal ruido y comprar unos terrenos, a las afueras de Santomera, tras saber que en la finca existía una cueva distribuida en enormes salas que se comunicaban entre sí. Fue a verla personalmente, y el efecto que le produjo fue impactante. Era como un palacio de piedra de amplias alcobas y laberínticos corredores que subían y bajaban de un nivel a otro, como en los dúplex modernos. Sobre la colina erosionada había una cavidad de unos dos metros de ancho, que comunicaba con el techo de la cueva. A través de ella entraba la luz, e iluminaba un espacio central que hacía las veces de patio y jardín.

Salvador solo tuvo que hacer el proyecto y encargarle las obras a un constructor de confianza. Levantaron una fachada ciclópea de veintisiete metros de longitud por diez de altura, con una docena de ventanas y balcones que daban al exterior, donde se había nivelado el terreno para emplazar uno de los vergeles más exuberantes de la huerta murciana. Una vez que finalizaron las obras de su nueva casa, construida en la gruta siguiendo la tradición de algunos pueblos levantinos, constaba de once habitaciones de entre veinte y treinta metros cuadrados, un salón enorme, una cocina de ensueño, tres cuartos de baño, y un patio octogonal interior adornado con un pequeño surtidor en el centro. Para evitar que la lluvia entrase a través de la abertura del techo, fue cubierta por una cúpula transparente de metacrilato. En total, era una finca registrada con más de seiscientos metros cuadrados de vivienda habitable y un jardín de una hectárea.

Leonardo tuvo que reconocer que el tío de Claudia era un hombre práctico. Aprovechar la orografía del terreno para construir una casa resultó ser una idea brillante. La temperatura interior no variaba de los veinte grados a pesar del cambio de las estaciones, lo que le permitía ahorrar mucho en consumo eléctrico. También se encontraba insonorizada, y podía decirse que sus paredes estarían en pie los próximos diez mil años, salvo seísmos; ventajas que solo un gran arquitecto era capaz de ver.

Por ello, cuando los presentaron, sintió que estrechaba la mano del genio que había convertido la cueva de Alí Baba en el palacio de Scherezade, pues en verdad era como vivir en un cuento de Las mil y una noches.

—Es un placer conocerte —dijo Salvador Riera sin soltar la mano de su invitado—. Claudia me llamó esta tarde para decirme que venía a pasar unos días con un compañero de trabajo, por lo que debes perdonarme si encuentras la casa patas arriba. He de arreglármelas yo solo hasta que venga la asistenta la semana que viene.

—No te preocupes. Reconozco que en mi apartamento se viven situaciones igual de caóticas.

Al arquitecto le cayó bien el acompañante de su sobrina. Tenía sentido del humor.

—Supongo que a pesar de todo nos dejarás pasar, ¿verdad que sí? —añadió Claudia, dándole dos besos a su tío en ambas mejillas—. Espero que no estés enfadado conmigo por haberme olvidado de ti durante los últimos tres años.

Salvador soltó un gruñido perspicaz.

—Eso es lo malo que tiene hacerse viejo, que le olvidan a uno enseguida —dijo con cierto reproche, aunque contento de tenerla de nuevo en Santomera—. Pero, vamos… Pasad dentro de una vez.

El arquitecto se apartó para que pudieran entrar, y lo hicieron directamente a un dilatado vestíbulo donde las líneas rocosas de la paredes se perfilaban al antojo del proyectista. Tanto era así, que en un lado de la sala la altura hasta el techo era de casi cinco metros y en el otro apenas llegaba al metro sesenta. Allí, aprovechando ese rincón para algunos inservible, había empotrado una librería con cajones y cristaleras. Enfrente, una mesa y dos sillones de mimbre, sobre una alfombra persa, daban un particular toque de distinción al lugar.

Más adelante, tras cruzar un arco natural labrado en la roca, entraron en el salón; un espacio bastante amplio con un ventanal que comunicaba con el jardín de fuera. El suelo era de cerámica rústica. Las rocas que constituían las paredes habían sido pintadas de color blanco con el fin de mantener la temperatura y la estética mediterránea. Y para que los muebles encajaran en las rugosidades de la cueva, se habían levantado —en ciertas partes de la sorprendente casa— paredes de ladrillo que sirvieran de apoyo.

Tomaron asiento en el sofá mientras Salvador iba a la cocina a preparar café. Regresó al cabo de unos minutos, y lo hizo con la cafetera, el azucarero y las tazas, un conjunto dispuesto cuidadosamente sobre una bandeja. Lo dejó todo encima de la mesa para que cada cual pudiera servirse a su gusto.

—Bueno, ahora me dirás eso tan importante que tenías que contarme.

Salvador Riera miró a su sobrina de forma complaciente, esperando que le contara el motivo por el cual había dejado Madrid para ir a verle. Lo único que sabía era que ella y un amigo del trabajo tenían que hacerle ciertas preguntas. La naturaleza de la entrevista seguía siendo un misterio.

—Siento tener que inmiscuirte en este asunto, pero solo tú puedes ayudarnos… —Claudia echó hacia delante su cuerpo—. No solo eres un gran arquitecto, también conoces mejor que nadie la historia de la masonería. Lo cierto es que estamos metidos en un buen lío.

—Necesitamos información —atajó Leo, sin rodeos.

—¿Qué clase de información? —quiso saber Riera, tan extrañado por la solicitud como de la expresión de los rostros que contemplaba con el ceño fruncido.

Claudia le entregó una copia del manuscrito. El arquitecto se puso las gafas para leer. Al cabo de unos segundos se quitó de nuevo los lentes para mirarlos fijamente a los ojos.

—¿De dónde habéis sacado esto?

El tono de su voz era bastante grave.

—Será mejor que te lo cuente todo, y lo haré desde el principio —le anunció Claudia.

—Creo que estáis locos por seguir investigando, cuando sabéis de lo que es capaz esa gente —fue la opinión de Salvador, quien había escuchado atentamente el relato de su sobrina—. Aunque, por otro lado, he de agradecer tu confianza. Eso quiere decir que todavía valoras los conocimientos de este pobre viejo.

Claudia se le acercó para abrazarle. Sabía que era injusto aparecer después de tres años para pedirle un favor que podía involucrarle en aquel desagradable asunto. Ella quería a su tío. Y si en un momento de su vida se había olvidado de él, era porque formaba parte del ciclo generacional. Había crecido. Tenía sus propios problemas, los cuales vinieron a desligarla de los asuntos de quienes vivían a su alrededor. Era como si la familia se hubiese fragmentado en pequeñas partículas de recuerdos. Y ahora acudía a ellos; cuando más los necesitaba.

—Si he venido es porque te echaba de menos, y porque sé que eres el único que conoces como nadie el enigmático mundo de la masonería —le dio un beso en la mejilla—. Me acuerdo cuando venías por Navidad… ¿Recuerdas? Siempre nos deleitabas con una de esas viejas historias que hablaban de cátaros y templarios, y de las reliquias que fueron ocultando en fortalezas inaccesibles por temor al poder de la Iglesia de Roma.

El anciano le revolvió el cabello, besándola a su vez con cariño. Luego se separaron.

—En cierto modo, ese manuscrito vuestro viene a confirmar una de mis teorías… —manifestó con voz queda. Claudia y Leo se miraron sorprendidos. No tenían ni idea de lo que estaba hablando—. No os esforcéis —les dijo—. Se trata de otro misterio, el mío… —Aspiró aire por la nariz—. Estoy un poco resfriado… Pero ahora será mejor que nos centremos en el vuestro. Para empezar os diré una cosa: tenéis razón, los masones tratan de impedir que se propale uno de sus mayores secretos. Pero no sé de qué os asombráis si así ha sido desde hace siglos… —Meneó la cabeza—. Esa máxima que decís, que escribieron con sangre en la pared, se menciona en el Manuscrito Regius y es uno de los deberes prioritarios del obrero masón.

—¿La conocías?

Claudia mostró interés por saber su procedencia.

—Por supuesto que sí —afirmó categóricamente—. El Manuscrito Regius data de finales del siglo XIII, pero fue publicado en 1840 por James O. Halliwell… —Desvió su mirada hacia un rincón que había al final de la gruta—. Debo de tener un ejemplar por algún rincón de la biblioteca, aunque no necesito consultarlo para saber lo que dice. Lo tengo memorizado desde hace años… —Señaló su cabeza con el dedo índice derecho—. Es la Biblia de los masones. En ella se recoge la fundación de la hermandad en Egipto por Euclides, y una leve introducción de las obras atribuidas al rey Adelstonus. Luego están los quince artículos y los quince puntos del estatuto, que es donde va incluida la sentencia que dices. A continuación, le sigue el relato de los Sancti Quattro Coronatti, la historia de la torre de Babel, la necesidad de las siete Artes Liberales, una exhortación sobre cómo portarse correctamente dentro de la iglesia, además de una introducción a las buenas costumbres.

—¿Qué sentido tiene el anatema de esos criminales? —preguntó Leonardo, cuya curiosidad se iba dilatando según avanzaba la conversación.

—El de proteger los misterios que conforman el arte de la construcción y la ciencia de los números —contestó el veterano arquitecto de forma tajante—. Los primeros masones eran algo más que simples artesanos de la piedra. Sus métodos de trabajo debían permanecer en secreto dentro de la hermandad porque sus conocimientos provenían directamente del Gran Arquitecto del Universo.

—¿Te refieres a Dios? —inquirió de nuevo Cárdenas.

—Así es —contestó el anciano—. El arte de la construcción está íntimamente relacionado con el arte de la geometría, madre de las siete Ciencias Liberales. El número áureo, y otras proporciones divinas que regulan el Universo, forman parte de un conocimiento que fue utilizado por la masonería para construir las catedrales. Pitágoras decía que todo está hecho conforme al número de oro, y que Dios geometrizaba al crear. Y cuando a San Bernardo de Claraval, valedor de los templarios, le preguntaron «¿Qué es Dios?», este les respondió según la epístola de San Pablo a los Efesios: «Él es longitud, anchura, altura y profundidad». Lo que quiere decir que quien conozca los misterios de la geometría se coloca a la altura de Dios y puede entablar una comunicación directa con Él.

—¿En qué contexto del Manuscrito Regius va incluida la máxima de advertencia? —quiso saber Claudia, esta vez, retomando el hilo de la apasionante conversación—. Quizá pueda ayudarnos en algo… No sé…

—Dentro del tercer punto del estatuto, que dice más o menos así: «Con el aprendiz, sabedlo bien, el consejo de su maestro debe guardar y ocultar, y el de sus compañeros de buen talante. De los secretos de la cámara a nadie hablarás, ni de la logia, se haga lo que se haga; aunque creas que debes hacerlo, a nadie digas dónde vas; las palabras de la sala, y también las del bosque, guárdalas bien, por tu honor, de lo contrario sobre ti el castigo caerá, y al oficio grande vergüenza traerás». Así lo recuerdo… —Se detuvo un instante para ver el efecto que habían producido sus palabras. Seguidamente continuó con su alocución—: La masonería es la hermandad más hermética que se conoce. Sus secretos pueden costarle la vida a quien quebrante el juramento recogido en el Código de Edimburgo, como ya bien sabéis. Porque los Misterios, tal y como llaman los masones a las Artes Liberales, deben mantenerse en un estado de inviolable silencio. Muchos santos fueron mártires masones que prefirieron la muerte a incumplir el reglamento de la logia. Entre ellos los Sancti Quattro Coronatti, que como he dicho antes se mencionan en el Manuscrito Regius. Dichos escultores fueron condenados por Diocleciano al negarse a revelar el secreto de la perfección de sus obras. Se les torturó con crueldad antes de ser introducidos, aún vivos, en unos sarcófagos de plomo. A continuación, arrojaron los ataúdes al mar.

—Eso es horrible. —Claudia se estremeció solo de pensarlo.

—Con su muerte y sacrificio, estos hombres vinieron a reafirmar la postura de la logia con respecto a la tutela de sus conocimientos. Antes darían la vida que traicionar la confianza de sus compañeros.

Leonardo tuvo que admitir que la idea de visitar al tío de Claudia prometía ser bastante instructiva.

—Veo que es cierto que conoces en profundidad la historia de la masonería —afirmó complacido—. Yo me preguntaba, si no te importaría hacernos un breve resumen de sus costumbres y ritos a través de los años… —Chasqueó la lengua—. En realidad, lo que tratamos de averiguar es si existe alguna relación entre la masonería y los pasajes bíblicos referentes al Templo de Salomón y la descendencia de Caín.

—No sé si te habrás dado cuenta de que el manuscrito menciona los nombres que recibieron las columnas de entrada al Templo de Jerusalén, y también el de Tubalcaín, padre de los forjadores del hierro y el cobre —añadió Claudia, apoyando así el comentario de su compañero.

El experimentado arquitecto afirmó en silencio.

—Pues sí, todo ello forma parte de las crónicas de la masonería —dijo finalmente, tras una pausa—. Pero es muy largo de explicar —concluyó.

—No hay prisa, tío… —Claudia se puso en pie—. Tenemos todo el fin de semana. Ahora será mejor que nos enseñes la casa y nos digas dónde podemos instalarnos. Es muy tarde y estamos cansados. Necesitamos descansar unas horas.

—Estoy seguro de que os encantará… —Salvador imitó a su sobrina, levantándose del sillón—. Cada sala expresa un sentimiento nuevo, distinto… Incluso ambiguo.

Leonardo accedió a formar parte del grupo que habría de recorrer las diversas habitaciones, de caprichosa geometría, que integraban el asombroso hogar de un hombre que se reconocía feliz viviendo en el interior de la tierra. Estaba seguro de que iba a ser algo único, toda una experiencia.

La programación televisiva apenas le interesaba, pero la voz del locutor llenaba la sensación de vacío que sentía a aquellas horas de la noche, cuando la ciudad dormía su sueño más profundo.

Era en esos momentos de serenidad y silencio, cuando su espíritu atormentado conseguía apaciguarse y se entregaba a la reflexión diaria. Lilith, cuyo verdadero nombre era Elke Zeiss —así constaba en el censo berlinés— fue abandonada nada más nacer y recluida en una casa de expósitos, donde jamás conoció el amor de unos padres. A los dieciséis años se fugó del internado donde estudiaba, gracias a las ayudas que recibía del gobierno alemán, y se fue a vivir con un argentino que había conocido en la fiesta de una amiga, quien resultó sor un malogrado traficante de armas que operaba por los suburbios de Berlín. Al cabo de un año de tortuosa relación, en la cual se vieron obligados a cambiar varias veces de domicilio para despistar a la policía, y a las mafias rivales que marcaban su territorio, su amante le propuso participar en el atraco a un banco, en Potsdam. Ella aceptó sin rechistar, quizá porque no tenía otra opción, o tal vez porque tuvo miedo de llevarle la contraria. Por desgracia, murieron dos personas: el agente de seguridad que custodiaba la puerta y un empleado que quiso pasarse de listo al dar la voz de alarma. Después de aquello, no tuvieron más remedio que abandonar el país; huir a Sudamérica. En Argentina tuvieron la oportunidad de comenzar de nuevo, pero a Óscar —que era el nombre de su compañero— le aguardaban viejas deudas que pusieron fin a su vida tras un cruento ajuste de cuentas. A partir de entonces, Lilith tuvo que subsistir gracias a la única herencia que le había dejado su pareja: un corazón frío, dispuesto a hacer cualquier cosa a cambio de dinero, y un cerebro exento de conciencia.

Dos años después, con apenas cuatro lustros de vida, ingresaría en Corpsson gracias a la influencia de un tipo con el que pasó una noche, y que resultó ser un miembro de la organización. Tras una breve estancia en Brasil, que aprovechó para ejercitarse en el lucrativo mundo del crimen, decidió regresar a Alemania con un nombre falso: Lilith.

Eran las 03:17 horas del sábado, y seguía frente al televisor engullendo programas basura. Encendió un cigarrillo antes de cambiar de canal. Un antiguo combatiente de la Guerra de Irak, al que le habían amputado ambas piernas tras haber pisado una mina direccional de fragmentación, criticaba públicamente la conducta del presidente norteamericano con respecto a las víctimas. Aquello terminó por aburrirla, por lo que apagó la televisión y cerró los ojos con el burdo propósito de dormir un poco. Entonces se acordó de Frida, y del mensaje que le enviara aquella misma mañana. Lo mejor sería que la llamase de nuevo. Al margen de echar de menos su conversación, necesitaba saber si había logrado traducir el criptograma.

Se fue hacia el balcón abierto que se asomaba al paisaje montañoso de la sierra, ahora sumergido en las sombras de la noche. Llamó a Frida sin más dilación. A la tercera señal escuchó la voz alegre de su compañera al otro lado del teléfono. Parecía despejada, despierta, aunque reconoció que arrastraba las palabras debido al cansancio provocado, posiblemente, por la trascripción del manuscrito.

—Me alegro de que hayas llamado. Oí tu mensaje en el contestador e intenté comunicarme contigo, pero fue imposible. Lo tenías apagado.

—Lo siento, se me olvidó cargar la batería antes de salir esta mañana… —lamentó su error con una mueca furtiva—. Pero, dime… ¿Qué has averiguado?

—Es, como afirmas, un códice medieval encriptado según las normas de seguridad de la época. Está basado en el intercambio de letras y números que forman las palabras por las del alfabeto usado en aquellos años. He de reconocer que fue más difícil reconocer los signos góticos del abecedario castellano que descifrar el criptograma.

—¿Utilizaste el descodificador?

—Así es —contestó al instante—, pero surgió un problema. El mensaje no coincidía con el español que conocemos. Eso me ha llevado cinco horas más frente al ordenador, indagando en páginas de literatura castellana para identificar las expresiones de la época. Lo cierto es que acabo de terminar.

—¿Tienes el texto? —preguntó impaciente.

—Frente a mis cansados ojos… ¿Quieres que lo lea?

—Espera un momento… —Buscó en el menú de su móvil hasta dar con la grabadora. A continuación la puso en marcha—. Adelante, cuando quieras —la instó a que leyera el manuscrito.

Frida cumplió los deseos de su amiga, recitando lentamente las palabras escritas, un tanto incongruentes, de un cantero español del siglo XVI que decía conocer el secreto arte de la construcción y el modo de comunicarse con Dios.

Lilith no supo qué pensar en un principio. Aquella historia parecía haber sido forjada por la mente palúdica de algún trastornado. Sin embargo, le resultó familiar el relato. Según le había escuchado decir a uno de los profesores del internado, los antiguos judíos decían conocer el modo de hablar directamente con Yahveh. Y aunque era uno de los secretos mejor guardados por los rabinos, se sospecha que llegó a oídos de Hitler, quien organizó la búsqueda de aquel prodigio enviando a los agentes de la Gestapo a diversos lugares de Oriente Próximo, y norte de África, con el propósito de dar con lo que pensó podía garantizarle la victoria ante sus enemigos. Aunque jamás encontraron lo que fueron a buscar.

Al margen de que fuese cierto el relato, hubo un detalle que llamó su atención. El escrito estaba fechado en Murcia.

Extraña coincidencia.

La misma ciudad donde conoció a Sholomo.