Al día siguiente, Leonardo acudió a la cita que previamente había concertado con Mercedes.
Habían quedado para comer en un restaurante situado en la calle Serrano, frente al Museo Arqueológico. Ambos fueron puntuales. Aunque, en realidad, Cárdenas llevaba esperando unos minutos cuando apareció la directora.
—Lo lamento. Ya sabes cómo está el tráfico en Madrid —se excusó nada más llegar. Forzó una sonrisa de circunstancias.
Leonardo sabía muy bien las deficiencias que arrastraba el Ayuntamiento debido a las numerosas obras en curso, que incluso eran tema de conversación recurrente cuando se agotaban los tópicos del tiempo atmosférico. Además, el retraso no era para tomárselo en cuenta.
—No te preocupes, acabo de sentarme —le dijo con suavidad—. ¿Te parece bien que pidamos primero?
—Sí, será lo mejor.
Melele tomó asiento tras colgar su bolso en la silla de al lado. El camarero se acercó para dejar discretamente la carta sobre la mesa. Luego se llevó el resto de las copas y los cubiertos que no habrían de utilizar. Poco después vino otro joven para apuntar en el bloc de notas los platos que habían elegido previamente.
Cuando estuvieron a solas, Mercedes le instó con un gesto a que comenzara a hablar. Necesitaba conocer sus últimas averiguaciones.
—He conseguido traducir el manuscrito… —Fue su exposición de entrada—. Y puedo decirte que se trata de la historia más sorprendente que he leído en mi vida.
—Sabía que lo conseguirías… —Sus labios dibujaron una tenue sonrisa de satisfacción—. Jorge no se equivocó contigo. Solo tú podías hacerlo.
Tanto elogio consiguió abrumar a Leonardo, quien lo único que pretendía era darle un toque de misterio a la conversación.
—Toma, te he traído una copia… —Le extendió un folio, que extrajo del cartapacio que ocupaba una esquina de la mesa—. Léelo tú misma y dime qué te parece. Estoy seguro de que lo encontrarás fascinante.
La directora comenzó a leer en silencio. Cierto; el contenido llamó su interés, aunque no terminó de comprender el significado global de la narración. Además, se encontró con la dificultad de transcribir mentalmente las frases del castellano antiguo al actual.
—¿Qué quiere decir todo esto? —preguntó perpleja, devolviéndole a su subordinado la hoja de papel—. Apenas entiendo nada. Pero me sorprende ver escrito de nuevo el apelativo de Los Hijos de la Viuda… —Se mordió un poco el labio superior antes de preguntar—: ¿Sabes ya quiénes son?
—Puede ser… Y también puede ser que me equivoque… —Fue su respuesta—. Como te dije por teléfono la otra noche, el ritual de cortarle la lengua a los delatores del secreto de iniciación forma parte de las leyes masónicas.
—¿Un masón es un Hijo de la Viuda?
—Te vuelvo a repetir que no lo sé… —Se dejó caer hacia atrás en su asiento, alzando los brazos en un elocuente gesto de insuficiencia—. Tal vez se trate de una hermandad paralela. En este caso me atrevería a decir que forman parte de la masonería operativa, lo que equivale a una logia [orinada por constructores de catedrales.
—Ya… —Melele, extrañada, arrugó mucho la frente—. Lo que no comprendo todavía es qué tienen que ver los masones con Jorge.
—Balboa sabía dónde encontrar el escrito de Iacobus, por eso le asesinaron… —Se detuvo unos segundos antes de continuar—: Me envió un mensaje por correo electrónico junto con el manuscrito, un texto que me ha puesto sobre la pista. Tengo el convencimiento de que en los alrededores de la catedral de Murcia se halla escondido el diario del cantero, algo que los masones pretenden ocultar al resto de la gente aunque para ello tengan que asesinar a todo aquel que meta sus narices en el asunto… —Hizo una extraña mueca—. Por lo visto, existen conocimientos que no desean ver en manos de cualquiera.
—Eso fue lo que me dijo Jorge la tarde que lo asesinaron; que dicho manuscrito revelaba portentosos misterios.
—Así se deduce del criptograma —apuntó Leonardo—. Por lo que he creído entender, Los Hijos de la Viuda nos esconden el modo de comunicarnos directamente con Dios.
Su jefa abrió los ojos como platos. Aquello le parecía absurdo.
—¿Lo crees posible?
—No lo sabré hasta que no vaya a Murcia y encuentre el diario.
Mercedes lo miró con gesto de asombro. No se esperaba una temeridad así por parte de Cárdenas, quien en un principio desechó la idea de elaborar un programa de investigación a espaldas de la policía, y ahora lo deseaba encarecidamente. Su cambio de parecer le iba a resultar provechoso.
—Si lo que esperas es mi aprobación, la tienes siempre y cuando me informes de todo lo que ocurra y actúes con prudencia. No me gustaría que te ocurriera lo mismo que a Jorge… —Entonces, añadió en tono más confidencial—: Espero que en Murcia te desenvuelvas con la misma discreción que aquí. En caso de que necesites ayuda, te enviaré a Cristina Hiepes, tu sustituía. Colmenares ha insistido en que debería echarte una mano. Es criptógrafa, y muy buena, según tengo entendido.
Leonardo se quedó atónito.
—Un momento… ¿Nicolás sabe que estoy investigando el asesinato de Jorge?
Se había delatado ella misma al hablar más de la cuenta. Tanto exigirle moderación para luego predicar con el mal ejemplo.
—Es mi abogado —fue su único y elemental pretexto—, y necesitaba consultarle jurídicamente. Pero no debes preocuparte, pues Colmenares es un hombre discreto y honesto; te lo puedo asegurar. Sus consejos profesionales avalan la mayor parte de mis decisiones.
—¿Le has dicho que Jorge te llamó por teléfono la tarde que le asesinaron, y que nos envió a ambos un correo electrónico?
—Sí, ya que lo creí necesario.
—¿Y qué te sugirió que hicieras? —preguntó molesto.
—Que se lo contara a la policía.
—Ya veo cómo aceptas sus consejos.
—Eso no es asunto tuyo —le increpó con algo de aspereza—. Cuando se trata de mi vida personal, me gusta tomar mis propias decisiones.
Hubo un incómodo cruce de miradas. Por suerte, en aquel momento les trajeron el vino y la comida. El camarero descorchó la botella y escanció en la copa de Leonardo, quien degustó el caldo con cierta solemnidad antes de darle su aprobación con una fría inclinación de cabeza.
Decidieron postergar la conversación para los postres. Aunque a Cárdenas ya le bastaba. Tenía el consentimiento de Mercedes para regresar a Murcia, a su hogar; a la tierra que le vio nacer, y lo del abogado era algo que había que asimilar cuanto antes.
Una oleada de recuerdos, de su niñez y juventud, ocupó su pensamiento mientras disfrutaba de los placeres culinarios que le ofrecía aquel restaurante de tres tenedores.