Capítulo 11

Claudia entró en el apartamento de Leonardo en el mismo instante en que este salía de la ducha. Colgó su chaqueta en la percha del vestíbulo, yendo a continuación hacia él para darle, con mucho tacto, un beso en los labios.

—Me alegro de verte —dijo él, devolviendo el cálido beso—. Ahora que estás aquí podré contarte lo que he averiguado. Pero ante todo, gracias por la tabla de frecuencias. No sé qué hubiese hecho sin ella.

Entonces, sin más dilación, la invitó a sentarse en el sofá. En cuestión de minutos, Leonardo la puso al corriente de sus investigaciones. Le contó la historia del escultor al que le habían sacado los ojos y cortado la lengua, lo del italiano que relacionaba los versos de Nostradamus con la capilla de los Vélez, y también el hecho de que quizá existiera un tesoro por los alrededores de Murcia.

—Y tú… ¿Cómo sabes eso? —a Claudia le resultó extraño que poseyera toda aquella información, cuando la noche anterior apenas sabían por dónde empezar.

—Anoche, después de marcharte, recordé dónde había escuchado antes la pregunta planteada por Balboa: «¿Quién es capaz de vislumbrar desde abajo la grieta del eslabón?». —¿La habías oído antes?—. La mujer desconocía ese detalle.

—Sí, bueno… Pues resulta que estuve comiendo con Jorge en el Wellington, días antes de su muerte. Ya sabes, cuando me contó lo del manuscrito de Toledo… —Trató de refrescarle la memoria—. Antes de eso habíamos hablado de las catedrales españolas como atractivo turístico. Yo, que soy de Murcia…

—Eso no me lo habías dicho —le interrumpió—. ¿De verdad eres murciano?

—Así es —afirmó orgulloso—; pero dejemos eso para otro momento. Ahora será mejor que te enseñe la traducción… —Dicho esto, fue hacia su escritorio y cogió un par de folios impresos—. Quiero que lo leas atentamente y que me des tu opinión —argumentó, entregándoselos.

Claudia comenzó a leer el manuscrito de Toledo, sabiendo de antemano que al hacerlo incumplía un antiguo precepto que se castigaba con la muerte. No obstante, decidió arriesgarse.

Sepan quantos este escryto lean que yo, Iacobus de Cartago, e decidydo por la mia propia boluntad el revelar 'urbi et orbe' el arcano delos templos ocvlto a las gentes e aquella la forma de marchar azia la sala, escondyte de la berdadera faz de Dios, Nvestro Sennor.

Aquel que reciba conocimiento desta letra ha de procurar poder bvenamente ablar a otros desto que yo digo antes questa saviduria pierdase en el olvydo, en ello depoçito toda mi esperanza.

Si subcediere que vos soys deseoso de conocer commo muchos la verdad, abreys de baxar a los abernos que precipitanse tras vna muy gran cadena, chacales e barbvdas colunnas, Xaquin e Boaz. Aveis a abaxo de ver, quando os encontreys ante los sillares que en el mio nonbre bienen signados. En dicho aberno te seré revelado. Estoy e soi en mi ynterior.

Todo ombre, toda muger, pueden encomendarse a Dios, Nvestro Sennor, seruyéndose de sovervia obscuridad de un tenplo pese a la estupidez délos ombres que corronpe a la raçon e oculta la magia telúryca dela pietra. Dello orgulloso estoy de descender delos ancestrales Ixos de la Vivda, sabedores del arte e la technica delas cathedrales, ya que las mias manos zincelan palavras de pietra quel pueblo lee e entiende, lo que les procura ser libres. Amo mi trabaxo, pero muchos dirán postreramente ser traizionados por mi hazer, ellos son los que traizionan, los que engannan e no dizen la berdad, los que no dizen que çabemos commo ablar con Dios, Nvestro Sennor.

Abras de vuscar mi 'scriptum' e byajar asta la regyon de Tubalcain, donde permmanecen las colunnas que bieron subceder el Diluvio e que agora son enterradas por las arenas de aquellas biexas aguas. Abaxo dela parte donde abytan las tinievlas e caos veras lo que mis oxos no.

En la muy novle e muy leal civdad de Murcia, diez de abril del anno del nascimiento de Nvestro Sennor Iesucristo de mil quinientos e veintitrés.

Iacobus de Cartago

Claudia respiró profundamente, una vez que terminó de leer. El texto resultó de lo más interesante, a pesar de no comprender muy bien dónde tenían que buscar el supuesto escrito que decía haber escondido en los infiernos que se precipitaban bajo la gran cadena. Aquella frase parecía tener relación con la estrofa de Nostradamus, y así se lo hizo saber a su compañero.

—¿No te parece extraño que se mencionen nuevamente unas cadenas? —Alzó su mirada y se encontró con el gesto de aprobación de su pareja—. Parece ser que son el centro de la búsqueda.

—Y lo son, puedes jurarlo. Ese es el motivo por el cual Balboa me envió el e-mail. Iacobus de Cartago, según me confirmó anoche mi amigo Raúl, fue el cantero que cinceló la cadena de la capilla de los Vélez. Espera, aún hay más… —Cogió el ratón para subir hasta el párrafo donde se mencionaba la obra de cantería—. También habla de chacales y barbudas columnas. Y tal como te he dicho, en la catedral de Murcia hay una hornacina, situada en la parte exterior de la capilla de los Vélez, que acoge el escudo de los Chacón y Fajardo. En el blasón pueden verse la flor de lis y un perro, ambos tocados por las manos de dos tenantes barbudos; uno de frente y otro de lado. Parecen ¡guales, pero no lo son… —Se pasó la lengua por el paladar—. Por lo visto, el escultor les puso nombre: Xaquín y Boaz.

—¡Un momento! —Claudia recordó un detalle de importancia—. ¿No son esos los nombres que recibían las columnas que había a la entrada del Templo de Salomón?

—No lo sé —reconoció Leonardo con voz queda—. Como deformación profesional, la única Biblia que me interesa es la impresa por Gutenberg.

—¡Vamos, no seas tonto! —le increpó ella, golpeando cariñosamente su espalda—. Ve y tráete esa Biblia que tienes en la biblioteca del salón.

Accedió a la petición mientras Claudia volvía a leer el texto. Según el manuscrito, Iacobus había decidido revelarle a todo el mundo un secreto que tenía que ver con el hecho de hablar con Dios. Decía estar orgulloso de ser un heredero de Los Hijos de la Viuda, por lo que le supuso vinculado a las guildas de compañeros de los primeros masones.

Claudia pensó que tenía que hablar seriamente con Leonardo, convencerle de que les iba a ser imposible desentrañar aquel misterio si no era con la ayuda de un experto. Debía hablarle de Salvador Riera, pero no sabía cómo empezar.

—Aquí lo tienes… —Leonardo regresó con un ejemplar de la Biblia de Jerusalén del año 75—. ¿Dónde se supone que hemos de buscar?

—Si no me equivoco, en el Libro I de los Reyes —contestó, arrebatándoselo enseguida de las manos.

Fue de un lado a otro del despacho, buscando entre las páginas el versículo donde se mencionaba el nombre de las columnas. Finalmente se detuvo. Sin apartar su mirada del libro, le hizo un gesto a Leonardo para que se acercara. Este se colocó a su lado, echando hacia delante su cuerpo con la intención de ver mejor el texto que ella le indicaba con un índice.

—Lee.

—«Erigió las columnas ante el Ulam del Hekal —comenzó a leer en voz alta—; erigió la columna de la derecha y la llamó Yakín; erigió la columna de la izquierda y la llamó Boaz. Y quedó acabado el trabajo de las columnas». —Miró de nuevo a su compañera—. ¿Crees que existe algún vínculo entre el Templo de Salomón y los tenantes de Murcia?

Claudia se encogió de hombros, intentando en todo momento encajar las piezas del maldito rompecabezas. Aunque, en realidad, el manuscrito de Iacobus y la sangrienta muerte de Jorge no eran precisamente un juego.

—Quizá las esculturas tengan un valor simbólico —se atrevió a conjeturar, como si hablara consigo misma—. El mismo De Cartago nos dice que sus manos cincelan palabras de piedra que el pueblo lee y entiende.

—El lenguaje de los pájaros —meditó Leonardo en voz alta.

—Cierto, y así lo llamaba el enigmático Fulcanelli en su obra El misterio de las catedrales. Y en cierta manera tenía razón, ya que el único modo que tenían los artistas de entonces de llegar al pueblo era por medio de las imágenes.

—¿Y qué son para ti las dos columnas?

Claudia tardó en responder.

—No estoy segura —contestó finalmente—. El cantero las sitúa de nuevo en un lugar del que no he oído hablar en mi vida… —Desalentada, arqueó las cejas—. Y eso es bastante significativo, sobre todo cuando nos induce a viajar hasta una región que fue testigo del Diluvio con el propósito de encontrarlas.

—También dice descender de Los Hijos de la Viuda.

—Eso significa que vamos por buen camino. Pero pienso que vamos a necesitar ayuda.

A Leonardo le hizo gracia la idea. Si Mercedes llegara a saber que Claudia estaba metida en esto, sería capaz de descuartizarlo. Lo único que faltaba era inmiscuir a alguien más en el asunto. Calculó que, de seguir hablando, iban a ser varios los que iban a perder la lengua y algo más…

—Sabes que me estoy jugando el puesto —argumentó sombrío—. No puedo ir contándole a la gente una historia que no nos pertenece.

—Estás tan involucrado como yo, quiera o no la directora. —Claudia le echó en cara su aprensión—. Hemos de seguir adelante si queremos saber quiénes son los que pueden poner en peligro nuestras vidas. A mí, personalmente, me interesa.

Leonardo Cárdenas, dubitativo, ladeó la cabeza antes de preguntar sin circunloquios:

—¿Cuál es tu proposición?

—Que le cuentes a Mercedes todo lo que hemos descubierto —le dijo ella con un brillo especial en los ojos—. Has de conseguir que te facilite los medios precisos para desplazarte hasta Murcia. Convéncela de que es necesario encontrar el scriptum que se menciona en el manuscrito. El nos conducirá sin duda a los asesinos de Balboa.

—Ya lo había pensado. ¿O acaso piensas que me iba a quedar de brazos cruzados, en Madrid, sabiendo que hay un tesoro oculto por los alrededores de la catedral de Murcia?

—Iré contigo… —No pensaba dejarle solo—. Allí conozco a una persona que nos podrá ser de gran ayuda. Es un estudioso del tema. Conoce a la perfección el esotérico mundo de los masones y sus rituales.

—Psché… No sé qué decirte… —Pensativo, se acarició la barbilla y meditó la proposición—. Te he dicho que no podemos involucrar a nadie más. Algo así podría poner en peligro nuestras vidas, y la suya.

—Respondo por él —insistió adusta—. Es el hermanastro de mi madre. Se llama Salvador Riera, y está retirado desde hace años. Vive en un pueblecito de Murcia llamado Santomera. Según mi tío, solo él conoce la historia que dio origen al nombre del municipio. Te interesará conocerlo; estoy segura.

Tuvo que decirle que no descartaba la posibilidad de visitarlo. Según caviló Leonardo, oponerse solo serviría para iniciar una discusión que no deseaba.

—De acuerdo, consultaremos con él. Pero antes me gustaría saber qué le vas a decir a Mercedes. La subasta es el lunes que viene —le recordó—, y necesita a todo el personal en la sala.

—No pensaba marcharme ahora. Ya buscaré una excusa para ausentarme unos días tras la subasta —le dijo—. Lo mejor será que vayas tú primero y me esperes allí, instalado en algún hotel. Mientras tanto, podrías recopilar información con respecto a las cadenas de la capilla de los Vélez. Puede que tus contactos nos ayuden con algún que otro detalle de importancia.

—Eso espero —contestó él de forma abstraída mientras se sentaba de nuevo frente al ordenador—. Aunque es posible que tengamos algo nuevo en el manifiesto de Iacobus.

Claudia se acercó para echarle un vistazo a la pantalla del ordenador, donde Leonardo señalaba con su dedo índice diestro.

—¿Te suena el nombre de Tubalcaín? —le preguntó—. ¿Acaso no te suena a personaje bíblico?

—Quizá algún descendiente de Caín, por la similitud apelativa —apuntó Claudia, abriendo de nuevo la Biblia.

Durante unos segundos estuvo buscando en el Génesis. Le sorprendió haber dado en el blanco de esa forma, pues había unos versículos dedicados, precisamente, a la descendencia del primer fratricida.

Leyó en voz alta:

«Conoció Caín a su mujer, la cual concibió y dio a luz a Henoc. Estaba construyendo una ciudad, y la llamó Henoc, como el nombre de su hijo. A Henoc le nació Irad, e Irad engendró a Mejuyael, Mejuyael engendró a Metusael, y Metusael engendró a Lámek. Lámek tomó dos mujeres: la primera llamada Adá, y la segunda Sillá. Adá dio a luz a Yabal, el cual vino a ser padre de los que habitan en tiendas y crían ganado. El nombre de su hermano era Yubal, padre de cuantos tocan la cítara y la flauta. Sillá por su parte engendró a Tubal Caín, padre de todos los forjadores del cobre y el hierro. Hermana de Tubal Caín fue Naamá».

—¡Es asombroso! —exclamó Leo—. Si nos guiamos por el manuscrito de Iacobus, debemos buscar las columnas de Salomón en la región de Tubalcaín. Es decir, en Henoc; una ciudad antediluviana… —Parpadeó concentrado—. ¿Tú entiendes algo?

Claudia se encogió de hombros. También ella estaba confusa.

—Ahora, más que nunca, pienso que deberíamos hacerle una visita a mi tío. Estoy segura de que debe haber alguna relación entre los masones y los personajes de la Biblia.

—Escucha lo que he pensado… —le dijo Leonardo—. Mañana es viernes. Hablaré con Mercedes para decirle que pienso trasladarme a Murcia. Tú pasarás conmigo el fin de semana, para que puedas presentarme a ese familiar del que hablas. Luego, el domingo por la tarde coges el avión para Madrid, acudes el lunes a la subasta, y tras buscar una excusa regresas el martes por la mañana. A partir de entonces tendremos una semana para buscar el diario de Iacobus.

—Que según el cantero está en los infiernos —apuntó Claudia, que añadió irónica—: Solo espero que no esté custodiado por el mismísimo Lucifer.

Rio de su propia ocurrencia, pero a Leonardo no le hizo gracia porque toda su atención estaba puesta en la pantalla del ordenador. El bibliotecario seguía absorto en la profundidad de sus pensamientos, susurrando:

—Los Hijos de la Viuda… Los Hijos de la Viuda.