Capítulo 8

Tras varias horas de intenso trabajo, en las que tuvo que aislar las distintas frecuencias de cada una de las letras y números, e intercambiar, además, los signos por algunas de las vocales y consonantes más utilizadas en el idioma castellano, consiguió dejar a un lado el manuscrito para descansar un poco y poner en orden sus tensos pensamientos; lo hizo antes de que le consumiera el esfuerzo. Y aunque se había propuesto descifrar el criptograma aquella misma noche, a pesar del inconveniente de tener que mantenerse despierto todo el tiempo que hiciera falta, necesitaba cerrar los ojos y fingir que nada de aquello estaba ocurriendo realmente, que era otra de sus pesadillas.

Tomó asiento, frotándose la zona más alta de la nariz. Tras cerrar sus párpados y descansar la cabeza en el sofá, recobró la lucidez que andaba buscando; no solo era importante la traducción del legajo, también descubrir el significado de las frases que acompañaban al texto y que Balboa quiso que descifrara. De hecho, su subconsciente no cesaba de advertirle de la importancia de recordar dónde había escuchado antes hablar de la grieta de un eslabón.

Entonces, impelido por el entusiasmo de haber recobrado, inesperadamente, la memoria, abrió los ojos echando hacia delante su cuerpo.

—¡Cómo es posible que olvidara algo así! —exclamó, lamentando su estupidez—. Jorge no hizo otra cosa que recordarme mis propias palabras.

Lo cierto era que, la última vez que ambos comieron juntos, otra vez en el Wellington, hablando de las referencias artísticas de las distintas catedrales de España, Leonardo le contó cierta anécdota referente a la enorme cadena de piedra que circunda la base superior de la capilla de los Vélez, situada tras la catedral de Murcia. Dicha leyenda, que tuvo la oportunidad de escuchar por boca de su profesor de Historia, allá en la adolescencia, decía que el artista, tras finalizar su magnífica obra, decidió romper uno de los eslabones a propósito, sin que nadie supiese realmente el motivo. A continuación, el profesor retó a los alumnos a ver si eran capaces de distinguir la grieta del eslabón dañado. La verdad es que ninguno de los presentes llegó a ver nada. Para él, que les estaba tomando el pelo.

Sin embargo, Balboa lo creyó lo suficientemente importante como para apostillar la frase al final del texto. Y eso era algo que no debía pasar por alto. Además, le pareció extraño que la cuarteta de Nostradamus mencionara igualmente unas cadenas, como si existiese una relación entre la descrita en las Centurias y los enormes eslabones de piedra que rodeaban la capilla de los Vélez.

Miró su reloj de pulsera. Eran las tres y media de la madrugada. A pesar de todo, y arriesgándose a que le tacharan de inoportuno —o peor aún, de estar borracho—, se levantó del sofá y fue derecho hacia el teléfono con el propósito de llamar a Raúl, uno de los pocos amigos que tenía en Murcia y con el que seguía manteniendo contacto; el cual, además de trabajar en la archidiócesis diocleciana de Cartagena, conocía de memoria todas las historias y leyendas de la región autónoma. Si había alguien capaz de ayudarle, ese era él.

Marcó su número de teléfono con cierta obstinación desesperada. Poco después, escuchaba la soñolienta voz de su viejo amigo.

—¿Puedo saber quién es el gracioso que quiere joderme la noche? —preguntó ásperamente, aún adormilado, con ánimo de ofender al mequetrefe que había conseguido arrancarle de uno de los sueños más maravillosos de su monótona existencia: completar su colección de sellos antiguos.

—Raúl, soy yo… Leo… —le dijo con suavidad—. Lamento llamarte a estas horas tan intempestivas, pero necesito que me ayudes. No lo hubiese hecho si no fuera realmente importante.

—¿Leonardo…? ¿De verdad eres tú…? —preguntó de nuevo, como si le costase trabajo comprender que todo aquello estuviera ocurriendo de verdad—. ¿Acaso no sabes llamar a los amigos como Dios manda?

—Te he dicho que lo siento —insistió—, pero necesito con urgencia cierta información que tú puedes facilitarme… —Entonces se detuvo un instante, para añadir—: Es cuestión de vida o muerte… Créeme, por favor.

Aun pensando que su amigo exageraba, Raúl le concedió el beneficio de la duda.

—Está bien, pesado… Te escucho.

—Me gustaría que me contaras todo lo que sepas respecto a las cadenas de piedra que circundan la capilla de los Vélez.

Raúl pensó al instante que su amigo de la infancia había aumentado su dosis habitual de ginebra con tónica. No obstante, decidió complacerlo. Quizá porque era uno de los pocos amigos que compartía su afición por las antigüedades, o tal vez porque era el único que se dignaba a llamarle con asiduidad.

—¡Vaya, hombre! —exclamó mordaz—. ¿Desde cuándo te interesan las viejas anécdotas de nuestra catedral?

—Desde que asesinaron a un compañero de trabajo —respondió Leonardo. Lo hizo sin vacilar y en tono grave.

Si había un resquicio de soñolencia en el aturdido cerebro de Raúl, acabó esfumándose al escuchar sus palabras. El asunto parecía ser verdaderamente serio. El hecho de que hubiese un crimen de por medio le impelía a ser cauto. Aun así, decidió contarle todo lo que sabía.

—De acuerdo, te diré lo que sé —se ofreció a ayudarlo—. Hubo una vez un maestro escultor, llamado Iacobus de Cartago, que cinceló una enorme cadena de piedra por orden del Adelantado de Murcia, don Pedro Chacón y Fajardo. El material de esta obra artística, única en su género, fue extraído de una cantera situada a las afueras de la ciudad, en dirección a Cartagena. Por eso, como debes saber, el puerto de montaña que une la ciudad portuaria con Murcia tiene el nombre de «El Puerto de la Cadena». Pues bien, al susodicho escultor le sacaron los ojos y le cortaron la lengua finalizado el trabajo. Según cuenta la leyenda, fue porque se atrevió a romper adrede uno de los eslabones de piedra, agrietándolo de arriba abajo.

—Esto no me gusta nada —siseó Leonardo al descubrir cierta semejanza entre el asesinato de Balboa y el castigo del escultor.

—Es todo lo que sé.

Con esto, Raúl pretendía dar por finalizada la conversación y conciliar de nuevo el sueño.

—Espera… —le rogó Leonardo, quien necesitaba algo más de información—. Voy a leerte una cuarteta. Quiero que me digas si te suena de algo.

—¿Un verso a estas horas de la noche? —se quejó su amigo. Dejó escapar un revelador gruñido.

—Por favor, presta atención y escucha… —Cogió el folio impreso de encima de la mesa, y comenzó a leer con calma, precisando cada sílaba—: «Bajo las cadenas Guien del cielo herido, no lejos de allí está el tesoro escondido, que tras largos siglos de haber estado atado, morirá si encuentra el resorte del ojo saltado».

Raúl no supo si contestar o guardar silencio. Finalmente, tras una breve pausa, se decidió a hablar por consideración a su amigo.

—Eres la segunda persona que conozco que intenta relacionar la capilla de los Vélez con una de las cuartetas de Nostradamus —le dijo con voz queda—. Y la verdad, voy a acabar creyendo que tenéis razón.

Leonardo no sabía de lo que estaba hablando, pero le llamó la atención saber que otra persona, antes que él, hubiese investigado el sentido de aquellos versos.

—Explícate, que me tienes en ascuas —le alentó para que siguiera hablando.

—Hace años recibí la visita de un investigador italiano, un tal Mucelli, quien quedó sorprendido al contemplar los elementos artísticos que adornan la parte exterior de la capilla de los Vélez, donde se exhibe la hornacina que da cobijo a los tenantes de piedra, cuyas manos tocan el perro y la flor de lis que conforman el escudo de los Chacón y Fajardo… —Raúl se aclaró la voz y continuó—: Pues bien, el citado Mucelli creyó ver cierto paralelismo entre la estrofa XXVII de la primera Centuria de Nostradamus y la iconografía de la capilla. Según su teoría, la palabra «Guien» puede referirse a «Chien»; es decir, «perro» en un francés desusado… Has de saber, también, que la flor de lis es la flor de la Virgen María, llamada a veces «la flor del cielo». Por lo que la primera frase de la cuarteta: «Bajo la cadena Guien del cielo herido», se puede interpretar como «Bajo la cadena del perro y la flor de lis». Pero aún hay más… —añadió en plan didáctico—. Nostradamus escribe literalmente en su última estrofa: Trouve mourra, l'oeil crevé de ressort. Y ressort, en francés, no solo significa resorte, sino también «medio oculto» y «secreto».

—¿Y eso qué significa?

—Que, según Mucelli, cerca de la catedral de Murcia se esconde un tesoro, o quizá un gran secreto que estaría directamente relacionado con el hecho de que a Iacobus le sacaran los ojos. No olvides el final de la cuarteta: «Morirá si encuentra el resorte del ojo saltado». Es obvio que se refiere al escultor.

Leonardo Cárdenas se sintió satisfecho. Era todo cuanto necesitaba saber.

Tras la conversación telefónica que mantuvo con Raúl, volvió a centrarse en la transcripción del manuscrito.

Después de intercambiar las vocales «e», «a» y «o», por los signos «8», «L» y «4», respectivamente, descubrió que el criptograma «HS8», que se repetía con frecuencia, debía referirse al pronombre relativo «que». Por lo tanto, contaba con dos nuevos signos —la «q» y la «u»— que podría sustituir en las diversas frases del texto.

La siguiente letra de la tabla de frecuencias, la «L», no le cuadró cuando trató de intercambiarla por el número «9», que venía a representar el cuarto signo con un mayor índice de probabilidades. Lo aceptó con cierta resignación, pues ya había contemplado la posibilidad de un fallo en el porcentaje de contingencia. La próxima en la lista era la «S». Estaba seguro de que iba a encajar perfectamente en las frases inacabadas del texto.

Y así fue. El rompecabezas iba tomando forma según añadía nuevas letras.

Contempló con interés la pantalla del ordenador. Le escocían los ojos de tanto forzar la vista. A pesar de todo tuvo fuerzas para sonreír. Lo que tenía ante sí era como uno de esos dibujos invisibles para niños que van surgiendo poco a poco según coloreas los espacios marcados en blanco. No podía terminar de leerlo, pero ya intuía el contenido.

Lo que hizo a continuación fue seleccionar los sustantivos, artículos y proposiciones, que estuvieran casi completos, y transcribirlos en un bloc de notas. Tras arriesgarse a complementarlos, encontró expresiones como: que… leal… los… aquella… de… ello… deseoso… os… aquel. Pero le sorprendió encontrar dos que no se acogían al vocabulario del castellano actual, y fueron: delos y dela. Aquello lo desconcertó en un principio, pero luego recordó que el texto tenía quinientos años de antigüedad, y que por aquel entonces se hablaba y escribía de distinta forma. Ya no solo habría de descodificar el mensaje e interpretar la escritura gótica, un trabajo de lo más laborioso, sino que, además, tendría que hacerlo con el vocabulario obsoleto de un español del siglo XVI.

Al examinar nuevamente el manuscrito, descubrió que algunas palabras estaban casi completas y que era fácil intuir los caracteres que debían intercambiarse. Entre ellas, estaban: «lea.», que vendría a ser «lean»; «.olu.ad», o «voluntad»; «des.o», o «desto»; «qua.do», o «quando»; «.uede», o «puede»; «e.», o «en»; «d.os», o «dios»; etc. Y otras muchas que no estuvo tan seguro de acertar.

Hubo un detalle que le llamó la atención: detrás de la palabra Dios —en caso de no equivocarse— siempre se repetían las mismas incógnitas: «…es…o» y «se…o». Las reconoció al instante, pues cada vez que se mencionaba a Dios en un escrito de aquellos años iba acompañada de la fórmula: Nvestro Sennor.

Decidió probar suerte. Se arriesgaría a intercambiar las letras que supuestamente completaban los términos escogidos. Ahora contaba con la N, la V, la T, la I, la P, y la R. De coincidir correctamente con los signos 6,X, T, N y se cerrarían varias palabras más que, a su vez, le proporcionarían las suficientes vocales y consonantes para completar el código.

En efecto; de la nada fue surgiendo de forma milagrosa el perfil de una historia que, aun estando incompleta, se presentía fascinante. Las palabras surgían una a una, pues trabajar con números, letras góticas y griegas a la vez, y compaginarlas con las ya transcritas, podía llegar a convertirse en un auténtico quebradero de cabeza, por lo que en más de una ocasión tuvo que dejar su asiento frente al ordenador y tomar aire fresco en el balcón con el fin de fumarse un cigarrillo y despejar algo su mente. Pero al poco tiempo regresaba a su puesto de trabajo llevado por la curiosidad.

Conocer la historia de aquel personaje, que tuvo que recurrir a la criptografía para ocultar lo que creía un terrible secreto, había pasado de ser un encargo de Mercedes a un asunto estrictamente personal. Podía decirse que estaba comenzando a obsesionarse con ello.

A eso del mediodía, tras doce horas de intenso trabajo, Leonardo se sintió el hombre más afortunado del mundo.

Tenía ante sí el escrito de un picapedrero —que no era otro que el mismísimo Iacobus de Cartago—, en el cual decía conocer el modo de comunicarse con Dios. Sus palabras, aun siendo incomprensibles, le indicaban claramente dónde encontrar un libro que era el camino que les conduciría al tesoro que debían buscar. El único inconveniente es que no decía el lugar exacto en que hacerlo. Solo que el interesado en descubrir su secreto habría de viajar a una región que de pronto no supo situar en ningún país del mundo. Pero hubo algo que le impactó, y fue descubrir que en el escrito se mencionaba a Los Hijos de la Viuda, así como unas cadenas; posiblemente las mismas de la cuarteta XXVII de Nostradamus, y quizá también las de la capilla de los Vélez.

Se imponía llamar a Claudia.