Capítulo 6

—¿Los Hijos de la Viuda? —Claudia repitió la pregunta, ladeando después la cabeza hacia la izquierda en un amago por recordar—. Lo cierto es que me resultan conocidos. Me parece haber escuchado hablar de ellos en mis años de universitaria… ¿O eran Los Hijos de la Luz? —Tuvo sus dudas—. La verdad, no estoy segura… Quizá solo fuera algo parecido… —Entonces le observó con inquisitivo interés—. Pero… ¿qué tiene eso que ver con Mercedes, o con la muerte de Jorge?

Leonardo reflexionó unos segundos antes de responder. Ni siquiera sabía por dónde empezar.

—Claudia, escúchame con mucha atención… —Dejó el vaso sobre la mesa, luego de sentarse a su lado—. Esos tipos asesinaron a Balboa, y la causa del crimen está íntimamente relacionada con el manuscrito que trajo consigo de Toledo.

—Me contaste algo sobre un legajo —recordó ella vagamente—, aunque no logro comprender el nexo de unión entre un texto medieval y el crimen de un inocente y pacífico paleógrafo.

—El códice estaba encriptado… —le confesó—. Acabaron con él porque encontró la clave del criptograma y descifró el secreto que escondían las palabras. Le cortaron la lengua, o mejor dicho, se la arrancaron por debajo del mentón, por traducir el manuscrito.

—¡Eso es terrible! —exclamó horrorizada—. Pero… ¿qué tiene que ver su muerte contigo? —quiso saber, cada vez más inquieta.

—El mismo Jorge, antes de morir, nos envió a Mercedes y a mí una copia por correo electrónico… —Notó que tenía la frente perlada de sudor—. ¿Entiendes ahora por qué no he querido decirte nada?

Claudia palideció al escuchar sus palabras. Seguía sin comprender lo ocurrido, pero se iba haciendo una idea aproximada. Habían asesinado a Balboa por investigar un texto cuyo contenido debía permanecer en secreto, y volverían a actuar en caso de que alguien lo intentara de nuevo. Lo terrible del caso no era el escalofriante detalle de la lengua cercenada, algo ya de por sí bastante desagradable, sino el hecho de que Leonardo tenía una copia del manuscrito y eso suponía estar amenazado de muerte.

Por un momento, le vino a la memoria la espada de Damocles colgando de una crin de caballo sobre su cabeza; en este caso, la de su pareja.

—Será mejor que me lo cuentes todo desde el principio. Alicia acaba de atravesar el espejo y ha caído de bruces en el mundo de Oz. En dos palabras, estoy perdida.

La miró perplejo y estalló al no poder dominar la nueva situación.

—¡Sarcasmos no, por favor! ¡Te repito que no es ninguna burla! —bramó colérico.

—¡Por supuesto que no lo es! —chilló Claudia a su vez, dejándose llevar por el nerviosismo que sentía—. ¿Te imaginas cómo me siento después de oírte decir todas esas atrocidades…? ¿Crees que una historia de criminales misteriosos y códigos secretos es lo más acertado para una cita? ¡Joder! Que aún me tiemblan las rodillas… —Tras respirar profundamente unos segundos, para calmar el ánimo, se atrevió con una nueva pregunta—: ¿Qué pinta Mercedes en todo este asunto?

—Ella y Balboa eran amantes.

—¿Qué…? —Claudia no daba crédito a lo que acababa de oír—. ¡Pero eso es absurdo!

—Nada te parecerá igual después de que hayas escuchado lo que voy a decirte.

Sin perder más tiempo, Leonardo le contó lo sucedido en la casa de subastas. Narró su historia sin omitir detalles, tal y como se la contara Mercedes, advirtiéndole que su futuro en la casa de subastas dependía de la discreción de ambos; y quizá también sus vidas.

Finalizado el relato, Claudia bajó su mirada hasta el suelo. Parecía celebrar un cónclave de pensamientos. Trataba de recordar dónde había escuchado antes semejante historia. La maquinaria del subconsciente se puso en funcionamiento, obligando al cerebro a recuperar las imágenes perdidas del ayer. El macabro detalle de la máxima de advertencia que hablaba de salvaguardar un secreto, así como el ritual de cortarle la lengua a quienes quebrantaban un juramento, formaban parte de una serie de detalles que le resultaron vagamente familiares.

«¡Eso es, el juramento de iniciación de los masones de Escocia!», descubrió mentalmente. Se felicitó a sí misma, creyendo haber encontrado cierto paralelismo entre el suplicio de Balboa y una antigua ley de la logia masónica de Edimburgo. Sin embargo, era demasiado pronto para decirle nada a Leonardo. Antes debía comprobar si estaba en lo cierto.

—Conecta el ordenador —le dijo misteriosa—. Me gustaría echarle un vistazo al manuscrito.

—¿Estás segura de querer compartir esto conmigo?

Leonardo trató de advertirle una vez más del peligro que corría al ayudarlo. La joven, que había alzado una mano enérgica, dejó bien clara su decisión con voz suave pero intensa:

—No te será tan fácil deshacerte de mí… —Le besó en los labios, tirando de él para ponerlo en pie—. Ahora, pon en marcha el ordenador y veamos ese texto tan misterioso… Tengo una corazonada.

Minutos después, observaban juntos el galimatías que Jorge le enviara antes de morir. Era idéntico al de Mercedes.

Pero en este mensaje el paleógrafo había añadido un par de frases al final:

«Nostradamus: Centuria I, Estrofa XXVII. ¿Quién es capaz de vislumbrar desde abajo la grieta del eslabón?». —Ahí lo tienes— dijo Leonardo, sentado frente a la mesa de su escritorio, —un código cifrado compuesto por letras griegas, latinas y números árabes. Un maldito criptograma imposible de interpretar.

—¿Y qué significa eso de ahí? —Claudia señaló con un índice las últimas líneas del documento.

—No tengo ni idea. Pero debe ser importante cuando se molestó en añadirlo al texto. Debe tratarse de un aviso, o tal vez algo que yo debía entender o buscar. Lo estudiaré más tarde; ahora, lo que más me preocupa es desentrañar esta sopa de letras.

—Es un cifrado medieval —afirmó convencida—: Un nomenclátor —concluyó arisca.

—¿Un qué…?

—Un sistema de normas de transcripción, gracias al cual un mensaje que contiene información secreta se transforma en un mensaje cifrado… —Claudia, que acababa de reprimir un bostezo, echó mano de las lecciones de paleografía aprendidas en la Universidad—. Durante los siglos XVI y XVII, uno de los procedimientos más utilizados por el correo diplomático fue el sistema mixto de sustitución. En él se utilizaban números árabes, letras corrientes y de fantasía, que eran reemplazadas por los caracteres del abecedario. Emisor y receptor poseían un código de transcripción. Uno lo utilizaba para escribir el criptograma, el otro para traducir el texto.

—Balboa pudo hacerlo sin código —le recordó—. Pero él era un genio en su campo, capaz de leer con los ojos vendados las grafías de los antiguos escritos escandinavos. En cambio yo me veo incapaz de sacar nada en claro. Este fárrago de letras es como para volverse loco.

—Cariño, te falta perspectiva… —Lo miró con ternura—. Tienes la solución al problema en tu propia casa; lo que ocurre es que te ciegas tanto que no eres capaz de ver lo que hay frente a tus ojos… —No pudo evitar el mostrarse ingeniosa. Establecer sus aptitudes en público saciaba enormemente su vanidad—. Pero eso te lo diré más tarde. Ahora necesito comprobar un pequeño detalle.

Se arrogó el derecho de echarle a un lado para ocupar su sitio. Estaba segura de hallar en la red de redes las armas que necesitaba para luchar en aquella singular cruzada. No había nada que no pudiera encontrarse en Internet.

Salió del correo electrónico para introducir las palabras «Juramento» y «Archivo de Edimburgo» en el buscador Google. Segundos más tarde pudieron ver en la pantalla varias páginas webs que contenían dichos términos. Sin pensarlo dos veces, Claudia pinchó en una página que hablaba de la masonería operativa. Leonardo recordó, entonces, la máxima escrita por el asesino en el apartamento de Jorge. En ella se mencionaba la palabra «logia». Y ese era precisamente el nombre que recibía la hermandad que lideraban los masones.

Claudia comenzó a leer el texto muy por encima. Con la ruedecilla del ratón hacía bajar las páginas a gran velocidad. A veces, se detenía a echar un vistazo, para luego volver a subir hasta el principio.

—¡Sí, aquí está! —exclamó. No pudo reprimir su alegría al encontrarlo—. Sabía que lo había leído en algún sitio.

Leonardo se acercó al monitor de su ordenador. Escrito en la pantalla pudo leer:

«Es significativo el Juramento que aparece en un manuscrito conservado en el Archivo de Edimburgo, fechado en el año 1646: “Juro por Dios y por San Juan, por la Escuadra y el Compás, someterme a juicio de todos, trabajar al servicio de mi Maestro en esta venerable logia, del lunes por la mañana al sábado, y guardar las llaves bajo pena de que me sea arrancada la lengua a través del mentón y ser enterrado bajo las olas, allá donde ningún hombre lo sepa…”.

—Eso fue lo que hicieron con Jorge… —Los labios de Claudia temblaron levemente al hablar. Apretó los dientes y añadió en un susurro—: Esos desgraciados cumplen al pie de la letra sus promesas, de forma implacable.

—Sí… ¿Pero quiénes? —preguntó su amigo con los ojos muy abiertos.

—Es evidente que fueron los masones.

Tras dos horas de viaje, Lilith decidió descansar en un pequeño hotel que había al otro lado de la autovía. Efectuó el giro en la primera salida para luego coger el camino de servicio. Dejó atrás la gasolinera hasta alcanzar el aparcamiento. Con suavidad, el Corvette vino a ocupar la plaza más cercana a la puerta de entrada.

Aplastó el cigarrillo en el cenicero. A continuación metió en el sobre las fotografías que había estado repasando poco después de su entrevista con Sholomo, las cuales estaban esparcidas por encima del asiento contiguo junto al resto de los documentos que hacían referencia a su nueva víctima. Tras sacar las llaves del contacto, abrió la puerta. Fuera, el aire de la noche vino a suavizar sus pensamientos más desesperados. Aspiró profundamente, alzando el cuello de su chaquetón hasta cubrirse parte de las mejillas. Luego, y con paso firme, se dirigió hacia la puerta de entrada al hotel que había elegido.

La muchacha que la atendió en recepción fue discreta, y no la miró a la cara más de lo necesario. Nada más verla aparecer por la puerta le pareció un ser impredecible, alguien cuyo carácter podría acarrearle cierto perjuicio al negocio en caso de tener algún enfrentamiento con los empleados. Quizá por ello la trató con bastante delicadeza y educación antes de entregarle la llave de su cuarto. El adolescente apostado junto al mostrador hizo un ademán de agacharse para coger el equipaje, pero Lilith se negó a que le subieran el pequeño maletín que llevaba consigo, aunque gratificó al solícito botones con una suculenta propina.

Ya a solas en la habitación, dejó sobre la cama el equipaje para quitarse con comodidad el chaquetón de cuero. Después sacó su teléfono móvil del bolsillo interior. Tenía que llamar a la Agencia.

La Agencia era un sindicato criminal que se desplegaba por todo el planeta como un virus pandémico en expansión. Tenía su sede en uno de los edificios más modernos de Sao Paulo, siendo su perfecta tapadera una firma dedicada al Servicio de Seguridad de Empresas y guardaespaldas llamada Corpsson. Nadie sabía quién había detrás del Comité de Dirección, ni el modo en que reclutaban a sus empleados y clientes. El personal contactaba con la oficina central por teléfono y a través de la red, y del mismo modo recibían información de las víctimas seleccionadas y de quiénes requerían sus servicios. Fue así como se enteró de que cierta hermandad de picapedreros, liderada por un arquitecto aficionado a la espeleología, necesitaba con urgencia cerrarle la boca al individuo que había descubierto uno de sus mayores secretos.

Lilith no era, precisamente, una de esas personas que incumplen las normas a la ligera, o de las que toman una decisión sin haberla meditado en profundidad; todo lo contrario, era metódica, imperturbable y precavida con los encargos de sus clientes, respetando en todo momento los motivos que pudieran haberlos llevado a desear la muerte de sus enemigos. No obstante, hubo algo que llamó irremediablemente su atención, y fue concederle tanta importancia al hecho de quemar un simple manuscrito. Según el informe que le entregaran los de Corpsson, la destrucción del texto era prioritaria. Aquello despertó su curiosidad, por lo que, al igual que Pandora, decidió abrir la caja de los truenos y aguardar el resultado.

Pero debía actuar con precaución. Dentro de la Agencia existía otra empresa paralela, ésta dedicada a lavar los trapos sucios del personal y a enmendar sus errores. De no andar con cuidado, podía acabar sus días con una bolsa de plástico en la cabeza o con un tiro en la nuca.

Se quitó los guantes antes marcar los dígitos del móvil. De inmediato escuchó la señal de contacto. Poco después, la voz femenina de una secretaria —con claro acento anglosajón— le daba la bienvenida en tono neutro.

—Corpsson al habla. ¿En qué puedo ayudarla?

Lilith le dio una clave compuesta por seis letras y cuatro números, alternados entre sí. Tras unos segundos de espera, la llamada fue desviada al despacho del director. Cuando lo tuvo a la escucha, habló con voz firme:

—Ningún contratiempo. En los Alpes suizos brilla el sol. Seguiré en España unas semanas. Han decidido renovar mi contrato. Para ampliar información, habla con Sholomo.

Pulsó el botón rojo y arrojó el móvil sobre la cama. Luego fue hacia el balcón, desde donde pudo ver las luces de los automóviles corriendo veloces por la autopista. Encendió un cigarrillo y aspiró con fuerza. Entonces se echó a reír. Se imaginó la cara que pondría Sholomo si supiera que solo había cumplido en parte su primer trabajo.