Capítulo 5

Tras su breve encuentro con Lilith, Sholomo pagó la cuenta al joven camarero y se marchó con el portátil bajo el brazo. Se dirigió a la plaza de los Apóstoles mientras su mente navegaba por un mar de incertidumbre, pues no dejaba de darle vueltas en su cabeza.

«Deberíamos haberlo pensado bien antes de actuar de forma precipitada. Fue tal la inquietud que sentimos al saber que la familia Fajardo había vendido un cifrario medieval a un desconocido, que no fuimos capaces de reprimir nuestro afán de protección al intuir que dicho manuscrito podía tratarse del diario de Iacobus, o el modo de llegar hasta él, tal y como aseguran las crónicas de entonces. Quizá la solución al problema no era asesinar a un inocente, sino recuperar el escrito. Así de sencillo. Pero las emociones todo lo complican. De nada ha servido la muerte del paleógrafo. Y lo peor de todo es que ordené quemar el criptograma, cuando debería haberlo estudiado antes para estar seguro de que realmente era una amenaza. Ahora, son dos quienes tienen una copia del texto. Gracias a Azogue, uno trabajará para nosotros sin que llegue a sospecharlo. La otra tiene que desaparecer, por seguridad. Solo espero que el indultado consiga traducir el manuscrito. Así sabremos a qué atenernos antes de que otros lleguen a conocer el secreto que con tanto afán hemos custodiado durante siglos. No soportaría tener que autorizar nuevos crímenes. No somos asesinos». Compró una revista de arte en un quiosco que estaba a punto de cerrar. Más tarde, se detuvo a contemplar la obra maestra que ornaba la parte alta de la capilla de los Vélez. La cadena se abrazaba al octágono de piedra —erigido antaño por los maestros canteros—, protegiendo celosamente las maravillas gótico-flamencas que se guardaban en su interior. Los gruesos eslabones representaban la continuidad de la tradición, algo que Iacobus no supo comprender jamás; de ahí que fuera castigado. Meditó de nuevo, yendo hacia los contrafuertes de atrás de la capilla.

«Resulta inaudito que la familia Fajardo haya sido la depositaría del secreto durante tantos años. Jamás hubiésemos pensado algo parecido, aunque siempre tuvimos nuestras dudas. Quizá Iacobus, antes de morir, tuvo tiempo de introducir su escrito entre los papeles de Ludovico Fajardo, quien fuera el segundo marqués de los Vélez. Sabemos que De Cartago sobrevivió unas pocas semanas al suplicio, y que el hijo de don Pedro se molestó enormemente por el castigo infringido al cantero por sus propios compañeros; de ahí que fuera a verle todos los días como si se tratara de un oficial herido en combate. En las cartas del entonces maestro de obras, Justo Bravo, se dice que fueron espiados los movimientos del aristócrata así como los del traidor, no encontrándose nada sospechoso que les hiciese pensar que entre ambos existiera algún tipo de complicidad o alianza, ya que le era imposible comunicarse con él. Pero hubo un detalle que se les escapó a los antiguos maestros, y fue requisar los papeles y documentos del escribano de Iacobus, quien, según parece, era hermano o sobrino suyo. Nosotros no cometeremos el mismo error; no ahora que contamos con la información que nos proporciona Azogue, quien milagrosamente se enteró del hallazgo en Toledo del manuscrito de la discordia y de que fue enviado por correo electrónico, hace tan solo unas horas, a la amante del paleógrafo y a uno de sus compañeros de trabajo. Dios nos acompaña. Está de nuestra parte. Nos mantendremos fieles a Su deseo protegiendo el Kisé del Testimonio».

Se detuvo bajo los andamios metálicos de la obras de restauración de un edificio en ruinas que había en la parte posterior de la catedral, frente a los escudos de los Chacón y Fajardo. Al igual que el resto de los transeúntes, se aventuró en el pasadizo acerado construido por la empresa de reformas para comunicar las distintas plazas que circundaban el templo. A mitad de camino se detuvo para observar unos extraños signos grabados en la piedra a golpe de cincel. Reconoció las distintas marcas de cantería: un triángulo con una cruz en la cúspide… Un cuadrado con una cruz en el centro… Un reloj de arena recostado… Y finalmente, las siglas IDC.

—Iacobus de Cartago… —susurró fríamente, sin importarle quienes le miraban al pasar a su lado—. Incluso muerto, tu herencia invita a la confusión. Daría diez años de mi vida por saber dónde escondiste el diario.

Le pareció sentir que alguien se reía de él desde lo más profundo del infierno.

Horas después, tras su conversación mantenida con Leonardo Cárdenas, Mercedes se reunió en su despacho con Nicolás Colmenares, el abogado de la empresa.

Le comunicó la reciente contratación de un nuevo empleado que vendría a sustituir a Leonardo durante algún tiempo, ya que el bibliotecario estaba haciendo un trabajo para la casa de subastas en su propio domicilio y necesitaban un sustituto para la catalogación de los libros a subastar. El letrado aceptó sin más el cambio, aunque, como era responsabilidad suya redactar los contratos, hubiese preferido echarle antes un vistazo a las condiciones laborales y a la fecha de extinción. Se dejó convencer cuando Melele le aseguró que el suplente venía recomendado por un gran amigo suyo: Alfredo Hijarrubia, quien trabajaba en el Ministerio del Interior.

Después de aquello, abordaron otros temas pendientes. Le dedicaron un par de horas a los asuntos relacionados con la casa de subastas, no sin ciertos ambages por parte de Mercedes cuando el abogado trató de ahondar en el desgraciado incidente de Balboa. Nicolás, que tras ejercer más de treinta años en su profesión presumía de conocer la naturaleza humana mejor que muchos psicólogos, presintió que la directora trataba de decirle algo que a la vez deseaba ocultar. Melele solía ser una persona bastante franca, quizá de más. Por eso le extrañó verla tan distanciada en algunos momentos y exaltada en otros. La conocía desde hacía seis años, cuando se instaló en la calle Velázquez con un gran sueño en la cabeza después de abandonar la firma Drouot, en París, debido a las exigencias del empresario. Pero hoy no era la Mercedes de siempre, esa dama de hierro capaz de ganarle la batalla a la adversidad. Estaba seguro de que algo le preocupaba mucho.

—Te invito a cenar —le sugirió, procurando así retomar viejos hábitos—. Hace varios meses que no compartimos mesa, y eso me hace pensar que ya no me incluyes entre tus amigos más selectos.

Mercedes se echó a reír. Siempre le agradó el tono cortés de aquel maduro don Juan de piel bronceada, cabello gris y ojos verdes, que años atrás la agasajara con distinguidos y acertados piropos con el propósito de seducirla. No podía negar que Nicolás era aún un hombre atractivo, y que lo fue mucho más en su juventud. Pero nunca hubo feeling entre ellos, aunque sí un gran respeto que dio paso a una sólida amistad.

—Acepto la invitación —le respondió al tiempo que cogía su abrigo—. De esta forma seguiremos hablando mientras comemos. Hay algo que necesito saber, y tú puedes ayudarme.

—¿Puedo preguntar el qué?

—Creo que será mejor que te lo explique mientras cenamos.

El licenciado en leyes se adelantó para abrir la puerta y cederle el paso. Mercedes le dio las gracias. A continuación, se dirigieron juntos al vestíbulo.

—He de confesar que te noto distinta desde el funeral… —Se tocó la nariz—. Sé que todos estamos aún un poco descentrados por lo de Jorge, y me gustaría pensar que es ese el motivo, y no otro… —Entonces se detuvo frente a los ascensores y añadió grave—: Dime que Hiperión no me oculta nuevas sorpresas.

—Todo depende de tu respuesta a mis preguntas.

—¡Vaya…! —exclamó mordaz—. Esta mañana te has levantado enigmática.

—Descuida, que para cuando acabe la noche seré la misma borde de siempre —aseguró con cierta sequedad.

Nicolás acusó de nuevo su repentino cambio de humor. Era evidente que estaba a la defensiva. Debía ser grave su preocupación cuando la inestabilidad de su carácter la llevaba a dar una respuesta tan fuera de tono. Lo cierto es que conocía la causa de sus altibajos, aunque esperaba que fuera ella misma quien se lo dijera.

Tras un corto paseo entraron en un restaurante de cocina vasca. Pidieron merluza al estilo tradicional, y una buena botella de vino blanco de Navarra. Mientras les traían unos entremeses, Mercedes aprovechó para encenderse un cigarrillo rubio. Nicolás, que no soportaba el humo del tabaco, se consoló pensando que el próximo año entraría en vigor la nueva ley de fumadores.

—Supongo que la policía se habrá puesto en contacto contigo tras el asesinato de Jorge —comenzó diciendo la directora, juntando las palmas de sus manos—. Yo misma les facilité tu número de teléfono porque creí que sería lo mejor. Cualquier asunto que tenga relación con la vida personal de nuestros empleados es un problema ajeno a la empresa. Pero esta vez era distinto; no pude hacerle frente yo sola y les dije que hablaran contigo. Siento haber abusado de tu confianza.

—Hiciste lo correcto. En caso contrario, te podías haber visto implicada en una serie de preguntas impertinentes destinadas a confundirte.

—¿Qué quieres decir?

—¡Oh, vamos…! —Alzó las cejas significativamente—. ¿Piensas que la policía es idiota? —le reprochó en tono amable—. ¿Por qué crees que eres la única de la firma a la que han interrogado, aparte de a un servidor?

—Pues porque Jorge no tenía familia en Madrid, y yo soy la única persona a quien podían dirigirse en este caso. Al fin y al cabo, trabajaba para mí.

Una breve sonrisa irónica cruzó el rostro del letrado.

—No te esfuerces. Saben lo que había entre vosotros dos.

Melele sintió cómo se le enrojecían los pómulos del rostro: la habían descubierto. No es que se sintiera avergonzada de su relación, pero le gustaba mantener en secreto todo lo concerniente a su vida privada, y mucho más si esta entraba en el terreno de lo sexual. En todo caso, lo único que se le ocurrió fue negar lo que era incuestionable.

—No sé de qué me hablas —musitó. Después lo miró con desafío.

—Encontraron pruebas de vuestra relación en el apartamento. Ya sabes, fotografías en las que se os ve felices y juntos, prendas íntimas de mujer en los cajones de su dormitorio, perfume en el baño… Y un sinfín de cosas más que les hizo pensar que allí vivía una mujer de forma esporádica. Tú, en este caso.

—¿Qué más te han contado?

—Que fue una matanza —respondió quedamente—. Me parece increíble que algo así le haya sucedido a Jorge.

—¿Solo eso? —inquirió ella de nuevo—. ¿Ningún detalle escabroso de su muerte?

—Creo que le cortaron la lengua… No sé nada más. La policía no se extiende mucho a la hora de aclarar lo sucedido. Sus explicaciones son mínimas, profesionales; ya lo sabes.

Mercedes asintió con la cabeza, tratando de reprimir su inquietud.

El camarero les trajo los entremeses y el vino, y al poco les sirvió la comida. Hablaron de negocios, del fuerte incremento de los coleccionistas del papel durante el último año, gracias a la calidad de la oferta, del aumento visible de la competencia en el sector, y también de los amplios conocimientos que demostraban tener los inversores que acudían a las salas de subastas. Lo cierto es que se esforzaron en malgastar su tiempo en una conversación de carácter profesional que apostaba por convertirse en cortina de humo del auténtico motivo que les había llevado hasta allí.

Pero a la hora del café, ya relajados y distendidos, Mercedes decidió que era el momento de contarle ciertas cosas. Necesitaba a alguien con credibilidad jurídica que pudiera echarle una mano.

—Nicolás… —le dijo en voz muy baja—. Sé por qué asesinaron a Jorge. —Se mordió el labio inferior.

El abogado frunció el ceño. No se esperaba un comentario de ese calibre.

—¿Estás segura? —preguntó atónito—. Y no me vale que me digas que se trata de intuición femenina.

Apenas le prestó atención al comentario. Su glacial mirada seguía fija en él, sin parpadear.

—Lo ejecutaron por traducir un criptograma medieval… —añadió finalmente, y luego aclaró—: Es un manuscrito que guarda celosamente el secreto de una hermandad esotérica llamada Los Hijos de la Viuda. Debes pensar que estoy loca, pero te estoy diciendo la verdad tal como es, desnuda.

Nicolás torció el gesto y se reservó el derecho a opinar. Reflexionó unos segundos antes de pronunciarse. Conocía a Mercedes, y sabía que no era mujer dada a las bromas. Su historia debía ser cierta, aunque le costaba trabajo aceptar que existiese una confabulación sectaria en contra de Balboa. Aquello parecía el argumento de una novela de misterio al uso.

—¿Tiene la policía esa información? —le preguntó interesado.

—Solo en lo que respecta al nombre de sus asesinos. El resto lo sé porque nos veíamos en su casa y sabía de la existencia del manuscrito.

—¿Y qué explicación le das al hecho de que conozcas la existencia de esos Hijos de… como se llamen?

—Escucha, Nicolás. Esos bastardos le cortaron la lengua a Jorge y escribieron con sangre unas frases en la pared. —Su rostro se endureció—. Firmaron como Los Hijos de la Viuda… —Se detuvo un instante antes de continuar—: Yo misma estuve allí y pude verlo con mis propios ojos.

—¿Qué…? —espetó, histriónico, el abogado, sin importarle las miradas de curiosidad de quienes cenaban en las mesas más cercanas—. Buenoo… —arrastró las vocales con tolerancia y preguntó asombrado—: ¿Has estado en el lugar del crimen y no se lo has dicho a la policía?

Mercedes hizo un rápido gesto con su mano, dándole a entender que bajara el tono de su voz. Luego, se acercó para susurrarle en tono confidencial:

—Reconozco que ha sido un error —se lamentó—. Por eso te lo estoy diciendo ahora. Necesito tu consejo. —En un acto reflejo, ajustó un tirante del sujetador.

Nicolás Colmenares resopló abrumado. Tras un incómodo silencio, su voz sonó con cierta aspereza:

—Entonces será mejor que me cuentes lo que sabes, y desde el principio.

—Lo haré, pero recuerda que te debes al secreto de confidencialidad que existe entre abogado y cliente…

Tras puntualizar dicho compromiso, Mercedes le fue contando todo lo que sabía y lo que trataba de hacer; buscar a los criminales, y entregarlos a la policía, se había convertido en su particular y genuina venganza. También era un modo de garantizar su propia seguridad.

El consejo profesional de Nicolás no fue en esta ocasión el acertado para los intereses de su amiga. Como abogado, seguía pensando que decírselo a la policía le evitaría graves disgustos, aunque eso le costase un enfrentamiento con el juez por obstaculizar las investigaciones. Le recordó, incluso, que podían creerla cómplice de asesinato si no les contaba la verdad. Finalmente, desistió al descubrir lo tozuda que era cuando se lo proponía. Su último recurso fue pedirle que no siguiera investigando, que se marchara de vacaciones fuera de España, a un destino más allá del Atlántico, que lo olvidase todo. Y lo único que obtuvo de ella, fue la promesa de pensarlo a fondo antes de tomar una decisión que la incriminara aún más en el horrible crimen.

Con un rictus de disgusto en la cara, el letrado pagó la cuenta y regresaron nuevamente a las oficinas, ya que Melele se había dejado arriba ciertos documentos que debía guardar en casa. Nada más llegar al vestíbulo del edificio, Nicolás le instó a que subiera sin él, diciéndole que esperaría a que bajara para irse a tomar una copa juntos a uno de los pubs del centro de la capital.

A continuación, y tras comprobar que Mercedes cogía el ascensor, el abogado sacó su teléfono móvil del bolsillo de la chaqueta. Se echó mano a la cartera para extraer de su interior una tarjeta de visita. Luego, marcó los números impresos en el borde inferior derecho de la cartulina de color azul.

—¿Oiga…? Soy Nicolás Colmenares. Quiero que preste atención a mis palabras…