Capítulo 3

Aquella misma tarde, muy lejos de Madrid, el seleccionado para mantener oculto el secreto de la logia subió las escaleras del parking de la Glorieta de España llevando bajo el brazo un ordenador portátil. Hacía viento en el exterior. El aire traía cierto olor a cieno que provenía del río, oleada pestilente que parecía incitar a las palomas para que defecaran sin consideración sobre el broncíneo solideo de la estatua del cardenal Belluga. La gente, a su alrededor, se afanaba en llegar cuanto antes a su destino, ajenos a su presencia. Aprovechó su invisibilidad social para mezclarse con ellos. Nadie reparó en un individuo de cabello gris, y con aires de letrado, que con paso lento se encaminaba hacia el callejón del Arenal; el cual conducía, precisamente, a la plaza del Cardenal Belluga.

Tomó asiento en una de las mesas dispuestas en la terraza de un café cercano a la catedral. Desde donde estaba, podía ver con detalle el imafronte barroco que conjugaba la exaltación de la Virgen María y la glorificación de la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica Romana. La iconografía de la fachada principal resultó bastante laica para su gusto. No en vano, se trataba de un estilo posterior al gótico, cuando los constructores de catedrales dejaron de serlo para convertirse en simples artesanos de la piedra, en obreros del descuido al servicio de unos reyes que valoraban más la estética que la sabiduría arcana de los sillares. De ahí que la magia que antaño irradiaran los templos acabara transformándose en una burda imitación del primitivo ingenio de los grandes maestros.

—Perdone, señor… ¿Va a tomar algo?

La voz inexpresiva del camarero llamó su atención.

—Un café con leche y un agua con gas, por favor —contestó amablemente.

El muchacho apuntó en su libreta el pedido, y se marchó tras limpiar la mesa.

De nuevo a solas, meditó sobre lo ocurrido últimamente en Madrid. Reconoció que su trabajo no era precisamente agradable, pero formaba parte de la cruz que le había impuesto el Consejo; y como previsor del secreto, le estaba permitido actuar sin ningún tipo de restricción moral o escrúpulo de conciencia. Era una de las reglas de oro de la logia: evitar que se propagase lo oculto durante tantos años, aunque para ello fuera necesario arrancarle la lengua a todos los que osaran infringir el juramento de fidelidad absoluta y conducta rígida.

Habían quedado para las siete y media y ya pasaban cinco minutos de la hora señalada, por lo que su contacto debía estar a punto de llegar. Miró distraídamente a su alrededor con la esperanza de descubrir entre la multitud a la persona con quien debía encontrarse. Deambulando por la plaza pudo ver a un grupo de turistas rezagados que fotografiaban, con un fervor casi religioso, la hornacina central de la coronación de la Virgen, las figuras de los cuatro santos de Cartagena y la estatua de Fernando III.

En la parte inferior, junto a una de las puertas de entrada, una joven tocaba el violonchelo mientras su acompañante, un muchacho con barba y cabellos largos, se esmeraba por arrancar las notas más delicadas y melodiosas de su espléndido contrabajo. Alguien se les acercó para dejar unas monedas en el cestillo de mimbre que había en el suelo. Era una joven de cabello corto, nariz aguileña y constitución atlética, cuyo chaquetón de cuero cubría su cuerpo hasta las rodillas. Tras su público gesto solidario, se giró lentamente. Sus ojos buscaron entre la multitud a alguien en especial al tiempo que se enfundaba las manos en unos guantes de color negro.

El hombre la reconoció de inmediato. Su imagen se ajustaba al perfil que le habían proporcionado los de la Agencia: mujer caucásica de unos veinticuatro años de edad, rubia, de apariencia fría, lúgubre y hostil; parecía sacada de un manual de la Guerra Fría.

Para llamar su atención, y aun a riesgo de que le tomaran por loco quienes estaban sentados a su alrededor, dibujó una espiral en el aire con su dedo índice para finalizar trazando una línea vertical. Era el signo del abacus, emblema de los maestros constructores.

La joven se le acercó sin dejar de mirarle directamente a los ojos.

¿Herr Sholomo? —preguntó, cuando estuvo de pie frente a él.

El caballero de chaqueta gris afirmó con un silencioso gesto que daba fe de su cargo e identidad, sin llegar a sorprenderse por el acento alemán que escondía el tono de su voz. Entonces, señaló la silla metálica que había al otro extremo de la mesa. La muchacha tomó asiento tras aceptar la invitación.

—Le creía con algunos años menos —confesó ella sin ningún reparo—. En la Agencia me dijeron que se dedica a la espeleología en su tiempo libre.

—Y es cierto —afirmó Sholomo, jactancioso—, pues el interior de la Tierra no deja de ser fascinante… Pero, déjame que te diga una cosa. Confidencia por confidencia, ya sabes… También yo tenía la esperanza de que fueras algo mayor, y sobre todo, esperaba que le encargaran el trabajo a un hombre, y no a una niña.

La joven apenas se molestó. Se limitó a hacer un gesto indeterminado.

—¿Cree que un hombre lo habría hecho mejor?

—No estoy poniendo en duda tu efectividad, la cual ha demostrado ser impecable. Solo era un comentario, señorita…

—Llámeme Lilith.

—Lilith… —repitió el anciano, mascando cada sílaba—. Muy apropiado, a mi parecer.

Había algo en aquella joven que rezumaba hostilidad, quizá sus rasgos disciplinados e inconmovibles que evidenciaban un tortuoso pasado. Los asesinos a sueldo solían tener, casi todos, semejante apariencia: la impronta de un monstruo sin sentimientos.

—¡Bien! —exclamó glacial—.Ahora que nos conocemos me resultará más fácil preguntarle si ya ha transferido el resto del dinero. —Se refería a sus honorarios por el asesinato de Jorge Balboa.

Sholomo abrió el portátil que había sobre la mesa, esbozando luego una sonrisa tolerante que daba paso a la segunda parte de la negociación. Tecleó con habilidad durante unos segundos. A continuación, le dio la vuelta al ordenador y lo empujó levemente hacia Lilith.

—Solo tienes que introducir la clave secreta de tu cuenta en Suiza, y pulsar el «Enter». Automáticamente te serán transferidos tus 180.000 euros. Como ves, el dinero no es precisamente nuestro Talón de Aquiles.

—¿Tan poco valor le dan a lo material que piensan pagarme el doble de lo pactado? —preguntó perpleja. Sabía a ciencia cierta que no se trataba de un error, y de pronto intuyó que habrían de encargarle un nuevo trabajo.

—Hay otra persona a la que debes eliminar… —Sus palabras confirmaron la sospecha de Lilith—. Bueno, en realidad deberían ser dos. Pero he pensado que necesito a uno con vida.

—¿Puedo preguntar el motivo?

—No.

La sequedad con que lo dijo no daba lugar a réplica.

—¿He de seguir la misma pauta que con el otro?

—En efecto —contestó al instante—. Deberás arrancarle la lengua por debajo del mentón, escribir en lugar visible la máxima de advertencia, y firmar como Los Hijos de la Viuda… —Se aclaró la voz—. A menos que prefieras seguir el antiguo modelo de castigo.

—Que es… —La joven esperó a que Sholomo se lo dijera.

—Arrancarle el corazón en vida, cortarle la cabeza y arrojar su cuerpo al mar… Tú decides.

Lilith pensó que había subestimado a su cliente. Aquel maldito picapedrero podía llegar a ser tan fanático como cualquier mercenario del Escuadrón de la Muerte en Brasil.

—Supongo que habrá traído consigo información de la nueva víctima —se limitó a decir.

Sholomo sacó un sobre del interior de su chaqueta, extendiendo su mano zurda para ofrecérselo.

—Ahí dentro está todo: fotografías… La dirección de su domicilio y trabajo… Modelo, color y matrícula de su coche… Lugares que frecuenta. En fin, su vida personal.

—¿Y cómo sabe que no me marcharé después de transferir el dinero?

—Porque te creemos lo bastante inteligente como para no incurrir en semejante equivocación.

Lilith decidió no poner a prueba la paciencia del cliente. En la Agencia podrían tomar su sentido del humor como una falta de profesionalidad.

Sin perder más tiempo introdujo la clave. Luego pulsó el «Enter».

—¡Ya está! —Cerró el ordenador, guardándose el sobre en uno de los bolsillos del chaquetón—. Solo me falta decirle que no volveremos a vernos. Saldré del país finalizado el trabajo… Y otra cosa, no suelo regresar a la misma ciudad dos veces.

El sonrió, displicente.

—En esta ocasión tendrás que hacerlo, querida. Tu labor está en Madrid —afirmó fríamente.

La joven lo meditó unos segundos.

—Como siempre he dicho: nunca muerdas la mano que te da de comer… —Le guiñó un ojo, dedicándole una agradable sonrisa de despedida—. Será todo un detalle incumplir mis principios en beneficio suyo.

Dicho esto, se puso en pie, justo cuando se acercaba el camarero con el propósito de hacer su trabajo; tras lo cual, colisionaron estrepitosamente sin que ninguno de los dos pudiera evitarlo. El muchacho se excusó con educación, pidiéndole disculpas, a lo que Lilith le espetó con un juramento en su idioma que el aludido no supo apreciar al no comprender la jerga teutónica. El muchacho miró a Sholomo buscando una respuesta cómplice. Este le animó con un aforismo bastante característico a la vez que se encogía de hombros:

—¡Mujeres…! —exclamó, alzando las cejas.