XXVI
Cuando me llegó mi turno,
dije entre mí: «¡Ya me toca!»—
y aunque mi falta era poca,
no sé porqué me asustaba—
les asiguro que estaba
con el Jesús en la boca.
Me dijo que yo era un vago,
un jugador, un perdido—
que dende que fi al partido
andaba de picaflor[125]—
que había de ser un bandido
como mi antesucesor.
Puede que uno tenga un vicio,
y que él no se reforme—
mas naides está conforme
con recebir ese trato:
yo conocí que era el ñato
quien le había dao los informes.
Me dentró curiosidá,
al ver que de esa manera
tan siguro me dijera
que fue mi padre un bandido;
luego lo había conocido,
y yo inoraba quien era.
Me empeñé en averiguarlo;
promesas hice a Jesús—
tuve, por fin, una luz,
y supe con alegría
que era el autor de mis días
el guapo sargento Cruz.
Yo conocía bien su historia
y la tenía muy presente—
sabía que Cruz bravamente,
yendo con una partida,
había jugado la vida,
por defender a un valiente.
Y hoy ruego a mi Dios piadoso
que lo mantenga en su gloria;
se ha de conservar su historia
en el corazón del hijo—
él al morir me bendijo,
yo bendigo su memoria.
Yo juré tener enmienda
y lo conseguí de veras;
puedo decir ande quiera
que, si faltas he tenido,
de todas me he corregido
dende que supe quién era.
El que sabe ser buen hijo
a los suyos se parece—
y aquel que a su lado crece
y a su padre no hace honor,
como castigo merece
de la desdicha el rigor.
Con un empeño constante
mis faltas supe enmendar—
todo conseguí olvidar;
pero, por desgracia mía,
el nombre de Picardía
no me lo pude quitar.
Aquel que tiene buen nombre
muchos dijustos ahorra—
y entre tanta mazamorra
no olviden esta alvertencia:
aprendí por esperencia
que el mal nombre no se borra.