XXI

PICARDÍA

Voy a contarles mi historia,

perdónenmé tanta charla—

y les diré al principiarla,

aunque es triste hacerlo así,

a mi madre la perdí

antes de saber llorarla.

Me quedé en el desamparo,

y al hombre que me dio el ser

no lo pude conocer;

ansí, pues, dende chiquito,

volé como el pajarito

en busca de qué comer.

O por causa del servicio,

que tanta gente destierra—

o por causa de la guerra,

que es causa bastante seria,

los hijos de la miseria

son muchos en esta tierra.

Ansí por ella empujado,

no sé las cosas que haría;

y, aunque con vergüenza mía,

debo hacer esta advertencia:

siendo mi madre Inocencia

me llamaban Picardía.

Me llevó a su lado un hombre

para cuidar las ovejas—

pero todo el día eran quejas

y guascazos a lo loco,

y no me daba tampoco

siquiera unas jergas viejas.

Dende la alba hasta la noche

en el Campo me tenía—

cordero que se moría,

mil veces me sucedió,

los caranchos lo comían,

pero lo pagaba yo.

De trato tan rigoroso

muy pronto me acobardé—

el bonete me apreté[87]

buscando mejores fines

y con unos volantines

me fui para Santa Fe.

El pruebista principal

a enseñarme me tomó—

y ya iba aprendiendo yo

a bailar en la maroma;

mas me hicieron una broma,

y aquello me indijustó.

Una vez que iba bailando,

porque estaba el calzón roto,

armaron tanto alboroto

que me hicieron perder pié:

de la cuerda me largué

y casi me descogoto.

Ansí me encontré de nuevo,

sin saber donde meterme—

y ya pensaba volverme,

cuando, por fortuna mía,

me salieron unas tías

que quisieron recogerme.

Con aquella parentela,

para mí desconocida,

me acomodé ya enseguida;

y eran muy buenas señoras,

pero las más rezadoras

que he visto en toda mi vida.

Con el toque de oración

ya principiaba el Rosario—

noche a noche un calendario

tenían ellas que decir

y a rezar solían venir

muchas de aquel vecindario.

Lo que allí me aconteció

siempre lo he de recordar—

pues me empiezo a equivocar

y a cada paso refalo—

como si me entrara el malo

cuanto me hincaba a rezar.

Era como tentación

lo que yo esperimenté—

y jamás olvidaré

cuánto tuve que sufrir,

porque no podía decir

«Artículos de la Fe».

Tenía al lao una mulata

que era nativa de allí—

se hincaba cerca de mí

como el ángel de la guarda;

¡pícara!, y era la parda

la que me tentaba así.

«Resá—me dijo mi tia—

Artículos de la Fe».

Quise hablar y me atoré;

la dificultá me aflige—

miré a la parda, y ya dije

«Artículos de Santa Fe».

Me acomodó el coscorrón

que estaba viendo venir—

yo me quise corregir,

a la mulata miré

y otra vez volví a decir

«Artículos de Santa Fe».

Sin dificultá ninguna

rezaba todito el día,

y a la noche no podía

ni con un trabajo inmenso;

es por eso que yo pienso

que alguno me tentaría.

Una noche de tormenta,

vi a la parda y me entró chucho[88]

los ojos—, me asusté mucho,

eran como refocilo[89];

al nombrar a San Camilo,

le dije San Camilucho.

Esta me da con el pié,

aquella otra con el codo—

¡ah viejas!, —por ese modo,

aunque de corazón tierno,

yo las mandaba al infierno

con oraciones y todo.

Otra vez que, como siempre,

la parda me perseguía,

cuando yo acordé, mis tias

me habían sacao un mechón

al pedir la estirpación

de todas las heregías.

Aquella parda maldita

me tenía medio afligido,

y ansí, me había sucedido

que, al decir estirpación—

le acomodé entripación

y me cayeron sin ruido[90].

El recuerdo y el dolor

me duraron muchos días;

soñé con las heregías

que andaban por estirpar—

y pedía siempre al rezar

la estirpación de mis tias.

Y dale siempre rosarios,

noche a noche y sin cesar—

Dale siempre barajar

salves, trisagios y credos—

me aburrí de esos enriedos

y al fin me mandé mudar.