XIX
Anduve a mi voluntá
como moro sin señor—
ese fue el tiempo mejor
que yo he pasado tal vez:
De miedo de otro tutor
ni aporté por lo del Juez.
«Yo cuidaré—me había dicho—
de lo de tu propiedá—
todo se conservará,
el vacuno y los rebaños
hasta que cumplás treinta años
en que seás mayor de edá».
Y aguardando que llegase
el tiempo que la ley fija—
pobre como lagartija,
y sin respetar a naides,
anduve cruzando el aire
como bola sin manija.
Me hice hombre de esa manera
bajo el más duro rigor—
sufriendo tanto dolor
muchas cosas aprendí—
y, por fin, víctima fui
del más desdichado amor.
De tantas alternativas
esta es la parte peluda—
Infeliz y sin ayuda
fue estremado mi delirio,
y causaban un martirio
los desdenes de una viuda.
Llora el hombre ingratitudes
sin tener un jundamento,
acosa sin miramiento
a la que el mal le ocasiona,
y tal vez en su persona
no hay ningún merecimiento.
Cuando yo más padecía
la crueldá de mi destino—
rogando al poder divino
que del dolor me separe—
me hablaron de un adivino
que curaba esos pesares.
Tuve recelos y miedos
pero al fin me disolví—
Hice coraje y me fui
donde el adivino estaba,
y por ver si me curaba
cuanto llevaba le di.
Me puse al contar mis penas
más colorao que un tomate—
y se me añudó el gaznate
cuando dijo el ermitaño:
«Hermano, le han hecho daño
y se lo han hecho en un mate.
»Por verse libre de usté
lo habrán querido embrujar».
Después me empezó a pasar
una pluma de avestruz—
y me dijo: «De la Cruz
recebí el don de curar».
«Debés maldecir—me dijo—
a todos tus conocidos,
ansina el que te ha ofendido
pronto estará descubierto—
y deben ser maldecidos
tanto vivos como muertos».
Y me recetó que hincao
en un trapo de la viuda,
frente a una planta de ruda
hiciera mis oraciones,
diciendo: «No tengás duda,
eso cura las pasiones».
A la viuda en cuanto pude
un trapo le manotié—
busqué la ruda y al pié,
puesto en cruz, hice mi rezo;
pero, amigo, ni por eso
de mis males me curé.
Me recetó otra ocasión
que comiera abrojo chico—
el remedio no me esplico,
mas, por desechar el mal,
al ñudo en un abrojal
fi a ensangrentarme el hocico.
Y con tanta medecina
me parecía que sanaba—
Por momentos se aliviaba
un poco mi padecer,
mas si a la viuda encontraba
volvía la pasión a arder.
Otra vez que consulté
su saber extraordinario,
recibió bien su salario,
y me recetó aquel pillo
que me colgase tres grillos
ensartaos como rosario.
Por fin la última ocasión
que por mi mal lo fui a ver—
me dijo: «No, mi saber
no ha perdido su virtú:
yo te daré la salú,
no triunfará esa mujer.
»Y tené fe en el remedio
pues la cencia no es chacota;
de esto no entendés ni jota—
sin que ninguno sospeche,
cortále a un negro tres motas
y hacélas hervir en leche».
Yo andaba ya desconfiando
de la curación maldita
Y dije: «“Este no me quita
la pasión que me domina
pues que viva la gallina
aunque sea con la pepita».
Ansí me dejaba andar,
hasta que en una ocasión,
el cura me echó un sermón,
para curarme, sin duda,
diciendo que aquella viuda
era hija de confisión.
Y me dijo estas palabras
que nunca las he olvidao—
«Has de saber que el finao
ordenó en su testamento
que naides de casamiento
le hablara en lo sucesivo—
y ella prestó el juramento
mientras él estaba vivo».
»Y es preciso que lo cumpla,
porque ansí lo manda Dios—
Es necesario que vos
no la vuelvas a buscar—
porque si llega a faltar
se condenarán los dos».
Con semejante advertencia
se completó mi redota—
Le vi los pies a la sota,
y me alejé a la viuda
más curao que con la ruda
con los grillos y las motas.
Después me contó un amigo
que al Juez le había dicho el cura,
«Que yo era un cabeza dura
y que era un mozo perdido,
que me echaran del partido,
que no tenía compostura”.
Tal vez por ese consejo
y sin que más causa hubiera,
ni que otro motivo diera—
me agarraron redepente
y en el primer contingente
me echaron a la frontera.
De andar persiguiendo viudas
me he curao del deseo—
En mil penurias me veo—
mas pienso volve, tal vez,
a ver si sabe aquel Juez
lo que se ha hecho mi rodeo.