XVI
Cuando el viejo cayó enfermo,
viendo yo que se empioraba,
y que esperanza no daba
de mejorarse siquiera—
le truje una culandrera[74]
a ver si lo mejoraba.
En cuanto lo vio me dijo:
«Este no aguanta el sogazo—
muy poco le doy de plazo;
nos va a dar un espetáculo,
porque debajo del brazo
le ha salido un tabernáculo».
Dice el refrán que en la tropa
nunca falta un güey corneta[75]—
uno que estaba en la puerta
le pegó el grito ay no más:
«Tabernáculo…, qué bruto,
un tubérculo, dirás».
Al verse ansí interrumpido,
al punto dijo el cantor:
«No me parece ocasión
de meterse los de ajuera,
tabernáculo, señor,
le decía la culandrera».
El de ajuera repitió
dándole otro chaguarazo[76]—
«Allá va un nuevo bolazo,
copo[77] y se la gano en puerta[78]:
a las mujeres que curan
se las llama curanderas».
No es bueno, dijo el cantor,
muchas manos en un plato,
y diré al que ese barato
ha tomao de entremetido,
que no créia haber venido
a hablar entre liberatos.
Y para seguir contando
la historia de mi tutor,
le pediré a ese dotor
que en mi inorancia me deje,
pues siempre encuentra el que teje
otro mejor tejedor.
Seguía enfermo como digo,
cada vez más emperrao;
yo estaba ya acobardao
y lo espiaba dende lejo;
era la boca del viejo
la boca de un condenao.
Allá pasamos los dos
noches terribles de invierno—
él maldecía al Padre Eterno
como a los santos benditos—
pidiéndole al diablo a gritos
que lo llevara al Infierno.
Debe ser grande la culpa
que a tal punto mortifica—
cuando vía una reliquia
se ponía como azogao,
como si a un endemoniado
le echaran agua bendita.
Nunca me le puse a tiro,
pues era de mala entraña—
y viendo herejía tamaña,
si alguna cosa le daba,
de lejos se la alcanzaba
en la punta de una caña.
Será mejor, decía yo,
que abandonado lo deje—
que blasfeme y que se queje
y que siga de esta suerte,
hasta que venta la muerte
y cargue con este hereje.
Cuando ya no pudo hablar
le até en la mano un cencerro—
y al ver cercano su entierro,
arañando las paredes
espiró allí, entre los perros
y este servidor de ustedes.