VIII
Más tarde supe por ella,
de manera positiva,
que dentró una comitiva
de pampas a su partido,
mataron a su marido
y la llevaron cautiva.
En tan dura servidumbre
hacían dos años que estaba—
un hijito que llevaba
a su lado no tenía—
La china la aborrecía,
tratándola como esclava.
Deseaba para escaparse
hacer una tentativa—
pues a la infeliz cautiva
naides la va a redimir,
y allí tiene que sufrir
el tormento mientras viva.
Aquella china perversa,
dende el punto que llegó,
crueldá y orgullo mostró
porque el indio era valiente—
usaba un collar de dientes
de cristianos que él mató.
La mandaba trabajar,
poniendo cerca a su hijito,
tiritando y dando gritos
por la mañana temprano,
atado de pies y manos
lo mesmo que un corderito.
Ansí le imponía la tarea
de juntar leña y sembrar
viendo a su hijito llorar;
y hasta que no terminaba,
la china no la dejaba
que le diera de mamar.
Cuando no tenían trabajo,
la emprestaban a otra china—
«Naides—decía—se imagina,
ni es capaz de presumir
cuánto tiene que sufrir
la infeliz que está cautiva».
Si ven crecido a su hijito,
como de piedá no entienden,
y a súplicas nunca atienden,
cuando no es éste, es el otro,
se lo quitan y lo venden
o lo cambian por un potro.
En la crianza de los suyos
son bárbaros por demás—
no lo había visto jamás:
en una tabla los atan,
los crían ansí y les achatan
la cabeza por detrás.
Aunque esto parezca estraño,
ninguno lo ponga en duda:
entre aquella gente ruda,
en su bárbara torpeza,
es gala que la cabeza
se les forme puntiaguda.
Aquella china malvada
que tanto la aborrecía
empezó a decir un día,
porque falleció una hermana,
que sin duda la cristiana
le había echado brujería.
El indio la sacó al campo
y la empezó a amenazar:
que le había de confesar
si la brujería era cierta;
o que la iba a castigar
hasta que quedara muerta.
Llora la pobre afligida;
pero el indio en su rigor,
le arrebató con furor
al hijo de entre sus brazos,
y del primer rebencazo
la hizo crujir de dolor.
Que aquel salvaje tan cruel
azotándola seguía—
más y más se enfurecía
cuanto más la castigaba,
y la infeliz se atajaba
los golpes como podía.
Que le gritó muy furioso
«Confechando[29] no querés»—
la dio vuelta de un revés,
y por colmar su amargura,
a su tierna criatura
se la degolló a los pies.
«Es increíble—me decía—
que tanta fiereza esista—
no habrá madre que resista;
aquel salvaje inclemente
cometió tranquilamente
aquel crimen a mi vista».
Esos horrores tremendos
no los inventa el cristiano—
«Ese bárbaro inhumano
—sollozando me lo dijo—
me amarró luego las manos
con las tripitas de mi hijo».