IX

Matreriando lo pasaba

y a las casas no venía—

solía arrimarme de día—

más, lo mesmo que el carancho[159],

siempre estaba sobre el rancho

espiando a la Polecía.

Viva el gaucho que ande mal

como el zorro perseguido—

hasta que al menor descuido

se lo atarasquen los perros—

pues nunca le falta un yerro

al hombre más alvertido.

Y en esa hora de la tarde

en que tuito se adormece,

que el mundo dentrar parece

a vivir en pura calma,

con las tristezas de su alma

al pajonal enderiese.

Bala el tierno corderito

al lao de la blanca oveja,

y a la vaca que se aleja

llama el ternero amarrao—

pero el gaucho desgraciao

no tiene a quien dar su queja.

Ansí es que al venir la noche,

iba a buscar mi guarida—

pues ande el tigre se anida

también el hombre lo pasa—

y no quería que en las casas

me rodiara la partida.

Pues aún cuando vengan ellos

cumpliendo con sus deberes,

yo tengo otros pareceres,

y en esa conduta vivo—

que no debe un gaucho altivo

peliar entre las mujeres.

Y al campo me iba solito,

más matrero que el venao—

como perro abandonao,

a buscar una tapera,

o en alguna viscachera

pasar la noche tirao.

Sin punto ni rumbo fijo

en aquella inmensidá,

entre tanta escuridá,

anda el gaucho como duende—

allí jamás lo sorpriende

dormido, la autoridá.

Su esperanza es el coraje,

su guardia es la precaución,

su pingo es la salvación,

y pasa uno en su desvelo

sin más amparo que el cielo

ni otro amigo que el facón.

……………………………

……………………………

Ansí me hallaba una noche

contemplando las estrellas,

que le parecen más bellas

cuanto uno es más desgraciao,

y que Dios las haiga criao

para consolarse en ellas.

Les tiene el hombre cariño,

y siempre con alegría

ve salir las Tres Marías,

que, si llueve, cuando escampa

las estrellas son la guía

que el gaucho tiene en la Pampa.

Aquí no valen dotores;

sólo vale la esperencia;

aquí varían su inocencia

esos que todo lo saben—

porque esto tiene otra llave

y el gaucho tiene su cencia.

Es triste en medio del campo

pasarse noches enteras

contemplando en sus carreras

las estrellas que Dios cría—

sin tener más compañía

que su soledá y las fieras.

Me encontraba, como digo,

en aquella soledá,

entre tanta escuridá,

echando al viento mis quejas,

cuando el grito del chajá[160]

me hizo parar las orejas.

Como lumbriz me pegué

al suelo para escuchar—

pronto sentí retumbar

las pisadas de los fletes—

y que eran muchos ginetes

conocí sin vacilar.

Cuando el hombre está en peligro

no debe tener confianza—

ansí, tendido de panza,

puse toda mi atención

y ya escuché sin tardanza

como el ruido de un latón.

Se venían tan calladitos

que yo me puse en cuidao—

yal vez me hubieran bombiao[161]

y me venían a buscar—

Más no quise disparar,

que eso es de gaucho morao.

Al punto me santigüé

y eché de giñebra un taco—

lo mesmito que el mataco[162]

me arrollé con el porrón—

«Si han de darme pa tabaco

—dije—ésta es güena ocasión».

Me refalé las espuelas,

para no peliar con grillos;

me arremangué el calzoncillo

y me ajusté bien la faja,

y en una mata de paja

probé el filo del cuchillo.

Para tenerlo a la mano

el flete en el pasto até,

la cincha le acomodé,

y en un trance como aquél,

haciendo espaldas en él

quietito los aguardé.

Cuando cerca los sentí,

y que ay no más se pararon,

los pelos se me erizaron,

y aunque nada veían mis ojos,

«No se han de morir de antojo»

les dije cuanto llegaron.

Yo quise hacerles saber

que allí se hallaba un varón—

les conocí la intención,

y solamente por eso

fue que les gané el tirón[163],

sin aguardar voz de preso.

«Vos sos un gaucho matrero

—dijo uno, haciéndose el güeno—

Vos matastes un moreno

y otro en una pulpería,

y aquí está la Polecía

que viene a ajustar tus cuentas—

te va a alzar por las cuarenta

si te resistís hoy día».

«No me vengan—contesté—

con relación de dijuntos—

esos son otros asuntos;

vean si me pueden llevar,

que yo no me he de entregar

aunque vengan todos juntos».

Pero no aguardaron más

y se apiaron en montón—

como a perro cimarrón

me rodiaron entre tantos—

yo me encomendé a los santos

y eché mano a mi facón.

Y ya vide el fogonazo

de un tiro de garabina—

más quiso la suerte indina

de aquel maula que me errase

y ay no más lo levantase

lo mesmo que una sardina.

A otro que estaba apurao

acomodando una bola,

le hice una dentrada sola

y le hice sentir el fierro,

y ya salió como el perro

cuando le pisan la cola.

Era tanta la afición

y la angurria[164] que tenían,

que tuitos se me venían

donde yo los esperaba;

uno al otro se estorbaba

y con las ganas no vían.

Dos de ellos, que traiban sables,

más garifos[165] y resueltos,

en las hilachas envueltos

enfrente se me pararon,

y a un tiempo me atropellaron

lo mesmo que perros sueltos.

Me fui reculando en falso

y el poncho adelante eché—

y cuando le puso el pié

uno medio chapetón[166],

de pronto le di el tirón

y de espaldas lo largué.

Al verse sin compañero

el otro se sofrenó;

entonces le dentré yo,

sin dejarlo resollar—

pero ya empezó a aflojar

y a la pun…ta disparó.

Uno que en una tacuara[167]

había atao una tijera,

se vino como si juera

palenque de atar terneros—

pero en dos tiros certeros

salió aullando campo ajuera.

Por suerte en aquel momento

venía coloriando el alba—

y yo dije: «si me salva

la Virgen en este apuro,

en adelante le juro

ser más güeno que una malva».

Pegué un brinco y entre todos

sin miedo me entreveré—

hecho ovillo[168] me quedé

y ya me cargó una yunta,

y por el suelo la punta

de mi facón les jugué[169].

El más engolosinao

se me apió con un hachazo;

se lo quité con el brazo,

de no, me mata los piojos;

y antes de que diera un paso

le eché tierra entre los ojos.

Y mientras se sacudía

refregándose la vista,

yo me le fui como lista[170]

y ay no más me le afirmé

diciéndole: «Dios te asista»

y de un revés lo voltié.

Pero en ese punto mesmo

sentí que por las costillas

un sable me hacía cosquillas

y la sangre se me heló—

Desde ese momento yo

me salí de mis casillas.

Di para atrás unos pasos

hasta que pude hacer pié;

por delante me lo eché

de punta y tajos a un criollo;

metió la pata en un oyo

y yo al oyo lo mandé.

Tal vez en el corazón

lo tocó un santo bendito

a un gaucho que pegó el grito,

y dijo: «¡Cruz no consiente

que se cometa el delito

de matar ansí un valiente!»

Y ay no más se me aparió,

dentrándole a la partida;

Yo les hice otra embestida

pues entre dos era robo[171]

y el Cruz era como lobo

que defiende su guarida.

Uno despachó al infierno

de dos que lo atropellaron—

los demás remoliniaron,

pues íbamos a la fija[172],

y a poco andar dispararon

lo mesmo que sabandija.

Ay quedaban largo a largo

los que estiraron la jeta,

otro iba como maleta[173],

y Cruz, de atrás, le decía:

«Que venga otra polecía

a llevarnos en carreta».

Yo junté las osamentas,

me hinqué y les recé un bendito—

hice una cruz de un palito,

y pedí a mi Dios clemente

me perdonara el delito

de haber muerto tanta gente.

Dejamos amontonaos

a los pobres que murieron—

No sé si los recogieron,

porque nos fimos a un rancho,

o si tal vez los caranchos

ay no más se los comieron.

Lo agarramos mano a mano

entre los dos al porrón;

en semejante ocasión

un trago a cualquiera encanta,

y Cruz no era remolón

ni pijotiaba[174] garganta.

Calentamos los gargueros

y nos largamos muy tiesos,

siguiendo siempre los besos

al pichel y, por más señas,

íbamos como cigüeñas

estirando los pescuezos.

«Yo me voy—le dije—, amigo,

donde la suerte me lleve,

y si es que alguno se atreve

a ponerse en mi camino,

yo seguiré mi destino,

que el hombre hace lo que debe».

«Soy un gaucho desgraciado,

no tengo donde ampararme,

ni un palo donde rascarme,

ni un árbol que me cubije—

pero ni aún esto me aflige,

porque yo sé manejarme».

«Antes de cáir al servicio,

tenía familia y hacienda—

cuando volví, ni la prenda

me la habían dejado ya—

Dios sabe en lo que vendrá

a parar esta contienda».