19

Con ayuda de Marita, Carsten sacó toda la documentación relacionada con Asko Ekstedt. Fue así como encontraron la brecha. Sencillamente, los primeros seis años de su vida no estaban documentados en ningún lugar. De hecho, sólo a esa edad le adjudicaron un número de identidad. Como por entonces ya se habían hecho cargo de él una tal Aina y un tal Birger Ekstedt, se había dado por supuesto que eran sus padres. Un error cometido por la persona que en su día lo registró en el sistema, pensó Carsten. Teniendo en cuenta que se apellidaba Ekstedt, la pareja debió de adoptarlo.

Más tarde, la familia se había trasladado a Marstrand. Inger Nilsson, del Tribunal Tutelar de Menores de Trollhättan, había sido la persona de contacto. Marita marcó el número indicado, pero no pasó de la centralita del ayuntamiento, pues hacía tiempo que aquella mujer se había jubilado. Los servicios sociales de Trollhättan tardaron una hora en dar con el viejo expediente que en su día Inger había acabado archivando.

—Acogido por una familia… —leyó Marita en voz alta cuando le enviaron por correo electrónico el expediente escaneado.

Entonces llegó a la parte del informe médico redactado cuando Birger llevó a Asko al hospital. A pesar de que aquellos papeles databan de muchos años atrás, fue presa de una profunda aversión.

—Si esto no es motivo de asesinato, no sé qué puede serlo —dijo volviéndose hacia Carsten.

La hoguera estaba lista. Echó un vistazo por el lugar que había escogido con mucho esmero. Todo estaba preparado. Pronto la encendería.

El destino estaba escrito hacía mucho, pero ahora él cortaría sus hilos y los liberaría a ambos. Lo había planeado cuidadosamente; en cierto modo, incluso con amor.

Marianne estaba a su lado. Tenía la mirada perdida y por la comisura de su boca entreabierta discurría un hilillo de saliva. Cuando avanzó, el viento agitó la oscura sotana y la golilla blanca. El lugar estaba tan cargado de historia y había tantas puertas al pasado… Puertas que para Asko y para él se abrían incluso al futuro. Abrió El martillo de las brujas y leyó, dejando que las palabras se precipitaran hacia el suelo donde antaño estuvo la rueda de escarnio, que el viento se las llevara, que volaran hacia el cielo vespertino y el mar. Leyó sobre la hoguera y la escalera, pasó la mano por los gastados peldaños antes de apoyarla contra la pira cuidadosamente armada con leña y rastrojos.

Luego sacó el pequeño cofre, el Cofre del Alma, metió la llave y abrió su tapa abovedada. Las narices estaban envueltas en paños de lino; el viento se llevó el olor a podrido. Alzó el cofre hacia el cielo y luego lo bajó hacia la tierra, la Gran Madre, el Inframundo. Estaban todos reunidos, todos. Sus negras almas serían juzgadas por el Poder Superior. Él había cumplido con su parte.

De la bolsita negra de piel extrajo un puñado de semillas de beleño, que arrojó sobre la hoguera. Todo estaba preparado. Se volvió hacia Marianne. No necesitaría otra inyección; si se excedía con la dosis se quedaría dormida, pero él no deseaba eso, sólo que se mostrara dócil y pasiva.

El cielo estaba oscuro y sin estrellas, con algunos jirones de nubes grises. Condujo a Marianne escaleras arriba hasta lo alto de la pira. Acto seguido, ató sus manos con la cuerda alrededor de la estaca, dejó el Cofre del Alma a sus pies y bajó. El viento arreció y, al azotar el agua de la bocana meridional, las crestas de las olas se tiñeron de blanco. Kopparnaglarna, los traicioneros escollos frente a la isla de Marstrandsön, engullían esa espuma. Entonces las nubes se deshicieron, dando paso a la luna llena.

Finca de Nygård, otoño de 2009

La fuerza que hasta entonces Kristian había mantenido alejada de sí, de pronto lo arrasó con todo su ímpetu y se apoderó de él. Se relajó, abrió su mente y comprendió que siempre había estado encaminado hacia ese momento. Recordaba las palabras que Asko había pronunciado tiempo atrás: «¿Y yo? ¿Qué significado tienen mis orígenes?». También recordaba lo que había contestado: «Uno siempre puede liberarse, cortar los hilos del telar del destino». «¿Cómo?», había preguntado su amigo. «Yo te ayudaré», había pensado Kristian.

Asko no se había recuperado de la muerte de Aina y Birger, no se había repuesto al ritmo que Kristian había pretendido. Por lo visto, no bastaba con el sacrificio. La exigencia era otra. Había que cortar todos los hilos para que su amigo pudiera liberarse.

Lo más seguro era juntar todas las almas y quemarlas. Lo último que deseaba era que fueran como las viejas almas en pena de Nygård, que molestaban a los vivos.

Cuando recogió a Marianne en el aeropuerto de Landvetter, entendió por fin que el último obstáculo que impedía la recuperación de Asko estaba justo ante él. Kristian sabía que ella tenía el poder. Era la más peligrosa. Rememoró aquel verano en que los abuelos maternos de Marianne perecieron por respirar monóxido de carbono y ella se salvó. El gas venenoso se había mantenido milagrosamente alejado de Marianne, ¿o acaso no surtía efecto sobre ella? Ella había ensombrecido el espíritu de Asko, su amigo tenía que entenderlo. Al fin y al cabo, lo hacía por él.

Tras la marcha de Folke, Sara y Robban, a bordo del Andante el ambiente era tenso.

Johan miró escéptico la pantalla del móvil antes de contestar y luego se lo pasó a Karin.

—Para ti.

Karin lo cogió y oyó decir a Anders Bielke:

—Saludos de los marineros de agua dulce.

Karin se aclaró la garganta, tratando de controlar la voz y la tos. Aceptó la pastilla que le ofreció Johan.

—Estoy tan constipada que apenas puedo hablar.

—Sí, me lo han contado, pero lo que tengo que decirte seguramente te animará. Estoy en la finca de Nygård, un castillo al norte de Trollhättan, al que me envió Carsten Heed. El propietario del lugar es Kristian Wester, que no está en casa.

—¿Y? —susurró Karin, que apenas se atrevía a respirar de la expectación.

—Hemos encontrado la cabeza, vuestra cabeza. Al menos espero que sea la vuestra. De lo contrario, estaríamos ante otro asesinato, y la verdad es que no tengo ni fuerzas para imaginar lo que eso supondría. En cualquier caso, le amputaron la nariz, exactamente como a las demás. Nuestro médico forense acaba de llegar, pero la cabeza estaba metida en un congelador en el sótano.

—Parece que habéis acertado con el lugar.

—Sí, en efecto, pero quería preguntarte otra cosa. Hay aquí una biblioteca, donde por lo visto Kristian Wester se ha refugiado últimamente. No parece estar muy bien de la cabeza, por decirlo de alguna manera, a tenor de lo que ha estado escribiendo. Da cuenta de cada una de las víctimas de manera rigurosa y científica. Dirección, profesión, costumbres, y luego expone la relación familiar de la persona, en primer lugar con un tal Asko Ekstedt, pero también remontándose en el tiempo, hasta… —se oyó el crujir de unos papeles— hasta el siglo diecisiete. Habla de ser minucioso. También hay suficientes fármacos para dormir a un elefante, es evidente que el tipo es médico. Y en un libro de anatomía había una marca donde se describe la estructura del cráneo, con una ampliación de la nariz. Nos va a llevar bastante tiempo repasarlo todo. Pero además acabo de encontrar un mapa de Marstrand, con algunos lugares marcados. Ya que nadie ha podido dar con Kristian Wester, pensé que tal vez…

—¿Qué lugares son? —preguntó Karin, mirando alrededor en busca de un mapa hasta que cayó en la cuenta de que no tenía ninguno—. ¿Tienes un mapa de Marstrand? —preguntó a Johan, que primero le pasó el libro de Eskil Olàn sobre la historia de Marstrand, y a continuación el folleto de la Oficina de Turismo, pues al dorso había un mapa que incluía las islas tanto de Koön como de Marstrandsön—. Bueno, ya está, a ver… —le dijo a Anders. Se había sentado al lado de la escotilla con el gorro puesto y envuelta en el edredón, pues la recepción era mejor desde allí, y también podía ver el mapa encima de la mesa de navegación. Asimismo, su cabeza parecía funcionar más rápido gracias al aire fresco.

—Rosenlund —dijo Anders.

—Rosenlund —repitió ella—. Allí encontramos el último cadáver, una mujer rodeada de velas. —Como si le leyera el pensamiento, Johan había sacado papel y bolígrafo y estaba apuntando Rosenlund en una nueva página. Karin se lo agradeció con una sonrisa—. Muy bien, Anders, ¿qué más?

—Aquí hay otro lugar… no pone ningún nombre, pero está entre la fortaleza y la atalaya del práctico, en medio de Marstrandsön.

—La Arboleda Sagrada, la piedra de los sacrificios. Donde hallamos a la mujer vestida con ropa medieval. Oye, ¿hay muchos sitios marcados?

—Otros cuatro. La casa en el cruce de Hospitalsgatan y Kyrkogatan.

—El jardín de la señora Wilson.

—Brattön, barra Blåkulla.

—Blåkulla. Hay gente en camino hacia allí… —Karin se interrumpió. No iba a explicárselo ahora, lo mejor sería que Anders le dijera rápidamente los nombres de las últimas marcas—. De acuerdo, sigue.

—Långgatan. Un edificio que hace esquina. No tiene número, pero parece que está en una plaza. ¿Te suena?

—En una plaza… Tiene que ser el ayuntamiento —dijo Karin a Johan. Silverpoppeln, el viejo álamo plateado, se hallaba en el centro de un solar vacío, que en un mapa podía parecer una plaza. Johan apuntó el ayuntamiento.

—La última marca está en Gustafsborg —dijo Anders.

—¿Gustafsborg? ¿Dónde está? —preguntó Karin, y miró a Johan, que señaló el mapa.

—Aquí —le indicó.

Karin se inclinó hacia delante y leyó «Ruinas del castillo de Gustafsborg», pero fue la palabra de al lado, escrita sobre el azul de la bahía, la que realmente atrajo su atención: «Stegelviken».

Los bomberos de Kode ya habían apagado el fuego y estaban recogiendo cuando Folke y Robban llegaron con los bomberos voluntarios de Marstrand. La ascensión había sido accidentada dada la oscuridad que se había posado sobre la isla boscosa y sus laderas quemadas, aún más traicioneras que de costumbre.

Alguien se había molestado en armar una enorme hoguera en el punto más alto de la isla.

—Un adolescente de dieciséis años de Tjuvkil recibió quinientas coronas por encenderla a una hora determinada —les contó un bombero, negando con la cabeza—. Cuenta que se lo pidió un viejo; le dijo que quería gastarle una broma a un amigo bombero que cumplía años, pero que no podía celebrarlo porque se hallaba de guardia. De haber estado los campos secos, nos habríamos enfrentado a un grave problema.

Robban no se tragó el cuento de la hoguera para celebrar un cumpleaños. Sólo subir hasta el punto más alto de la isla sin nada a cuestas ya había sido difícil. Las cenizas seguían candentes.

—¡Maldita sea! —exclamó—. No tiene sentido.

Miró alrededor buscando a Folke, que deambulaba por el lugar observando los restos carbonizados de la gigantesca pira.

—¿Hay algo por aquí relacionado con brujas o magia? —preguntó Robban al bombero.

—¿Se refiere a si dejamos de lado que a la isla se la conoce popularmente como Blåkulla? Pues claro. En el lado sur hay un barranco profundo —explicó el hombre, que se había colgado la cuerda al hombro, dispuesto a marcharse— que termina abruptamente en el agua. Allí hay un agujero que, según cuentan, sería un pasadizo subterráneo que pasa por el fondo marino y vuelve a subir en la cantera de pizarra de Tjuvkil. Aunque, según las creencias populares antiguas, sería la entrada al infierno, y de hecho muchos marineros contaron en el pasado que por Pascua habían visto brujas que llegaban volando desde el barranco. —Negó con la cabeza—. Bueno, ahora sólo queda bajar de aquí.

A pesar de que ya había anochecido, las vistas desde lo alto eran magníficas. Todo el mundo se disponía a empezar el descenso, cuando de pronto Folke se detuvo y señalando hacia Marstrandsön dijo:

—¿Qué es eso?

—¿Qué? —preguntó Robban.

—Allí, a lo lejos. ¿Alguien tiene unos prismáticos?

El bombero con la cuerda al hombro abrió un enorme bolsillo de su chaqueta naranja y le pasó unos.

—Algo está ardiendo en Marstrandsön —anunció Folke, devolviéndole los prismáticos.

—¿Qué demonios…? —exclamó el bombero, llevándoselos a los ojos—. ¡Y todos los bomberos voluntarios de Marstrand de guardia están aquí, en Blåkulla! A saber cuántos de los demás estarán en casa —masculló, y sacó el móvil. Volviéndose hacia Robban, dijo—: No llegaremos a tiempo de apagarlo, es imposible. Tendré que llamar a los bomberos de Kungälv, pero en el mejor de los casos al menos tardarán veinte minutos en llegar.

Karin y Johan habían cogido el barco de este hasta la isla de Marstrandsön media hora después de que Folke y Robban se marcharan. Johan pensaba que Karin no estaba en condiciones de salir, pero ella había insistido, asegurando que sólo quería echar un vistazo. Cuando atracaron al pie de la residencia de ancianos, Karin notó que sus piernas apenas la aguantaban. Johan había llamado a Georg para pedirle prestada la moto con remolque, pero el anciano le había sugerido el quad del bedel de la escuela, que estaba listo en el muelle con las llaves puestas, según habían acordado. Johan ayudó a montar a Karin, encendió el contacto y aceleró Återvändsgatan arriba. Pasaron por delante del ambulatorio de Marstrand, hacia las ruinas del castillo de Gustafsborg.

«Tengo que sacar fuerzas de algún lado», pensó Karin mientras avanzaban dando tumbos por el adoquinado. Agarrada a la cintura de Johan, maldecía por sentirse tan débil.

La cuesta era empinada, pero el quad ascendía poco a poco por los adoquines sin protestar. Cuando Karin divisó el agua en la bocana sur y la bahía que ahora sabía que se llamaba Stegelviken, Johan dobló a la izquierda y tomó el camino que conducía a la planicie donde en su día se erigió la fortaleza de Gustafsborg.

Karin no sabía cuánto tardarían Folke y Robban en llegar a Marstrandsön, si al final su presencia se hacía necesaria. El viento soplaba con fuerza y las olas en el fiordo eran considerables, lo que los retrasaría aún más.

Le llegó un débil olor a humo. Contempló la planicie cubierta de hierba donde quedaban algunos grandes bloques de piedra como vestigios de la antigua fortaleza. Johan detuvo el quad, a la espera de sus instrucciones. Karin miró alrededor de nuevo, esta vez escudriñándola meticulosamente. «Marianne Ekstedt, ¿estás aquí?», preguntó para sí. Entornó los ojos, como si así pudiera traspasar la oscuridad, apenas iluminada por el débil haz del faro del vehículo.

Entonces oyeron un grito: el grito aterrado de una mujer en la oscuridad. Johan aceleró y el faro se abrió camino por el camino pedregoso. Poco a poco vieron un fuego que crecía lentamente en intensidad y a una mujer de pie en lo alto de una pira con un pequeño cofre a su lado. Su cabeza colgaba inerte hacia delante y el pelo ocultaba su cara. Era imposible determinar si estaba viva o muerta, pero hacía un instante había tenido fuerzas suficientes para gritar. Karin sabía que solían ser los gases y no el fuego los que se cobraban las vidas en un incendio. Disponían de poco tiempo.

Frente a la hoguera, de espaldas a ellos, había un hombre vestido de negro con un libro en las manos. Parecía leer en voz alta, con la mirada fija en la pira incipiente.

Johan avanzó todo lo rápido que pudo, pero aun así se les hizo eterno el trayecto hasta la hoguera. El hombre los miró sorprendido. Johan saltó del vehículo y se acercó en dos zancadas. Entre accesos de tos intentó liberar a la mujer atada mientras las llamas lamían la base donde se había encaramado.

—¡No! —gritó el hombre con una voz hueca, como si no fuera suya.

Karin intentó bajarse del quad, pero las piernas le pesaban y no la obedecían, igual que si las controlara otra persona. Entonces, agarró el manillar y dio gas. El quad rugió y salió impulsado hacia delante. Sin dudarlo, dirigió el vehículo directamente contra Kristian Wester, que cayó derribado por el impacto; el libro salió volando. Con gran esfuerzo, Karin se bajó del quad y aterrizó pesadamente sobre el médico, que todavía no había tenido tiempo de levantarse, agarrándolo. «¡Sujétalo! —se dijo, lamentando no haber avisado antes a Folke y Robban—. ¡Vamos, aún te quedan fuerzas!».

Al volver la cabeza para ver cómo le iba a Johan, Kristian aprovechó para revolverse hacia atrás. Karin se vio obligada a soltarlo y él se puso en pie tambaleándose. Recogió el libro del suelo y se dirigió con paso sorprendentemente firme hacia la hoguera, justo cuando Johan había conseguido bajar a la mujer.

—¡Johan! —gritó Karin para prevenirlo, al tiempo que conseguía incorporarse entre gemidos y apoyándose en el quad, primero de rodillas y luego de pie con la mano derecha en el manillar. Notó sangre en la nariz y tenía la vista desenfocada.

«¡Lo conseguirás!», se dijo.

El viento arreció, avivando el fuego. El rugido de las llamas y el calor crecían a medida que se acercaba a la hoguera.

«Esto está pasando de verdad», pensó, para zafarse del entumecimiento y la sensación de estar viviendo una pesadilla y de que, por tanto, podía volver a dormirse, pues su cuerpo le pedía descanso. Karin luchaba contra él. Se llevó la mano a la nariz y la lamió; el sabor de la sangre era tremendamente real.

Johan estaba apartando a la mujer de la hoguera y no vio que Kristian se acercaba a él por la espalda.

Karin gritó, pero el viento se llevó su advertencia. Entonces Johan recibió un golpe en la cabeza y se desplomó. Kristian arrastró a la mujer aparentemente sin vida, tratando de volver a subirla a la pira.

Karin apretó los dientes y a duras penas avanzó hacia la rugiente hoguera. Los ojos le escocían por el humo, todo estaba negro y le costaba respirar. Kristian se hallaba cerca de la escalera, pero apenas había conseguido mover a Marianne. Con el libro bajo el brazo, mascullaba mientras luchaba por ponerla en pie. Karin hizo acopio de sus últimas energías y dando traspiés llegó hasta él y le arrebató el libro.

—¡No! —gritó Kristian con gesto fiero.

A Karin le sorprendió la oscura fuerza de sus ojos, en los que se reflejaron las llamas volviéndolos aún más fieros, y se apresuró a lanzar el libro a la pira.

—¿Por qué no vas por él? —Karin no sabía si lo había dicho o sólo pensado, pero, para su sorpresa, Kristian se encaramó decidido a la hoguera. La base cedió con un estruendo y las llamas lo engulleron. Pero entonces se levantó. Con el libro ardiendo en la mano, se quedó inmóvil un segundo, hasta que las llamas se lo tragaron de nuevo. Con el tiempo, Karin recordaría aquella escena y se preguntaría por lo ocurrido. De hecho, pareció como si algo hubiera tirado de él y se lo hubiera llevado, como si se hubiera confundido con las llamas que lo habían consumido.

Tenía la sensación de que su piel estaba a punto de arder. Karin cogió a la mujer por las axilas y tiró de ella con todas sus fuerzas. Johan, que se había incorporado, se acercó a ayudarla. La tumbaron y Karin le buscó el pulso, primero en la muñeca, luego en el cuello. ¿Acaso todo había sido en vano?, pensó, y le propinó una fuerte bofetada.

—¡Marianne! ¿Marianne, me oyes?

Pero no reaccionaba.

—¿Dónde está él? —preguntó Johan, mirando alrededor.

—Allí, en la hoguera.

Karin palpó el cuerpo de Marianne y presionó con sus nudillos en el esternón, como había aprendido en el curso de primeros auxilios.

La mujer se movió, gimió.

—¡Marianne, estás a salvo! Marianne, ¿puedes oírme?

El helicóptero ambulancia aterrizó en la fortaleza de Carlsten, al tiempo que aparecían los refuerzos de Kungälv junto con Folke y Robban. Tuvieron que administrar oxígeno a Marianne, la envolvieron en una manta y luego la depositaron en una litera. Tenía todo el pelo chamuscado y el cuerpo cubierto de quemaduras. Pero estaba viva.

Karin se topó con dos médicos cuando salían de la habitación 48 del hospital universitario de Sahlgrenska. Marianne yacía en la cama con los ojos cerrados. Habían pasado dos días desde que la trasladaron a aquel hospital.

—Espero que no molestemos —comentó Karin.

—No, no —dijo Asko desde la silla junto al lecho de su mujer.

Marianne tenía las manos y los brazos cubiertos de ampollas y el rostro rojo e hinchado.

—¿Tienes fuerzas para hablar con la policía un rato? —preguntó Asko a su mujer, que asintió. Entonces él levantó el cabezal para que pudiera incorporarse un poco.

—Hola, Marianne, me llamo Karin Adler y este es mi compañero Robban Sjölin. No sé si lo recuerdas, pero estuve en Gustafsborg, en la pira.

—Gracias, Karin —dijo Marianne, y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Los médicos aseguran que estoy viva gracias a tu rápida intervención.

Robban carraspeó y Karin se sintió conmovida.

—Supongo que también fue cuestión de suerte —dijo, tratando de controlar la voz.

Robban la miró y tomó el relevo.

—Entendemos que debe resultarle difícil, pero nos sería de gran ayuda que contestara a algunas preguntas. ¿Le parece bien? ¿Podríamos empezar por Landvetter?

Karin observó a Robban agradecida, pensando que era el mejor compañero del mundo.

—Llegué con el autobús del aeropuerto; tenía un billete para volar a Londres el viernes. Kristian apareció corriendo en la terminal de salidas y me dijo que Asko estaba ingresado en el hospital, gravemente herido, y que había prometido a nuestras hijas que me recogería. Lo seguí a ciegas, claro, no me dio tiempo a cuestionarme nada. De lo contrario me habría extrañado que supiera qué vuelo iba a tomar, porque nadie estaba enterado.

Karin asintió con la cabeza; el relato coincidía con las imágenes de las cámaras de vigilancia. Por suerte, quien había revisado las grabaciones no había interrumpido el visionado a pesar de que Marianne no hubiera embarcado.

—Agua —pidió esta, y Asko le sujetó el vaso para que bebiera ayudándose de una pajita—. Cuando subí al coche noté un pinchazo en el brazo. Debió de ser una inyección porque me quedé aturdida, sin poder hablar ni moverme. No fuimos a ningún hospital, sino a Nygård. Kristian llevaba un tiempo comportándose de forma extraña, hacía poco habíamos discutido porque me parecía que ejercía una influencia nociva sobre Asko con sus extrañas ideas. También estaba irritada porque, por su culpa, el centro que dirijo era objeto de una investigación policial, pues el nombre que utilizaba cuando participaba en juegos de rol, Sven Samuelsson, apareció en la lista que me mostrasteis.

—Sven Samuelsson, alias Grimner, alias Esus —resumió Robban.

—Nunca, ni en mis fantasías más delirantes, imaginé que Kristian pudiera estar implicado en los asesinatos, pero él creyó que yo lo había relacionado todo. Cuando íbamos en el coche hacia Nygård empezó a hablar. Por entonces, yo ya sabía que había estado en contacto con la madre biológica de Asko, Hjördis Hedlund, pero no así con sus hermanas.

Asko parecía querer interrumpir la conversación.

—Es mejor que pasemos por esto ahora, de una vez por todas —dijo Marianne.

—Creo que iré a tomarme un café —dijo su marido, levantándose.

—De acuerdo.

—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Robban.

—No, no hace falta. Cuidad de Marianne —dijo Asko, y abrió la puerta.

Ahora daba la impresión de que ella podía expresarse con mayor libertad, pues no tenía que eludir ciertas cosas por consideración a su marido:

—De hecho, yo misma fui a hablar con Hjördis. En teoría, no creo que las personas deban soportar conflictos sin resolver ni traumas que las despojen de energía. Asko habla muy poco de su infancia, pero sé que piensa en ella a diario. Enmudece y se encierra en sí mismo, aunque últimamente ha intentado poner nombre a sus experiencias. Pero la puerta lleva cerrada tanto tiempo que, en cuanto la entreabre, irrumpen con fuerza los recuerdos y los sentimientos reprimidos. Algo así requiere tiempo y energías para reelaborarlo.

»Llegué hasta el aparcamiento de la residencia de ancianos de Björndalsgården, pero me quedé sentada en el coche, pensando qué iba a decirle a Hjördis Hedlund. Y qué le contaría luego a Asko. Al final, llegué a la conclusión de que aquella mujer no tenía cabida en nuestra vida y no quería contribuir a agrandar su papel, así que puse en marcha el coche y me alejé. No sé si fue lo correcto, pero ahora ya no podré hablar con ella. Y la verdad es que me siento aliviada.

—¿Así que nunca la conociste? —preguntó Karin.

—No. Todo lo que sé me lo contó Kristian.

Marianne trató de coger el vaso de agua, y Robban la ayudó.

—¿Te ves con fuerzas para seguir hablando? —le preguntó cuando Marianne hubo bebido.

—Creo que todos necesitamos llegar a una conclusión. O, al menos, al principio de una conclusión —respondió, y continuó—: Por lo visto, Hjördis tenía un extraño árbol genealógico colgado de la pared. Kristian reconoció los nombres gracias a las anotaciones del pastor Bagge en los documentos de los procesos por brujería de Marstrand del siglo diecisiete. Kristian solía pasarse las horas leyendo esos libros. Se puso en contacto con una genealogista para averiguar si Asko era descendiente de Malin de la Cuesta, lo que no tardó mucho en confirmar, puesto que Kristian tenía los nombres del árbol genealógico. De pronto, le pareció entender el modo de actuar de la madre y las hermanas: eran malas, llevaban sangre maligna en las venas, sus almas eran negras. Creía realmente que eran brujas. No le costó dar con ellas, puesto que había leído las viejas actas del Tribunal Tutelar de Menores de los archivos de los servicios sociales, donde aparecían los números de identidad y otros datos. —Y con un deje de ironía, añadió—: Ah, la maravillosa Suecia, donde toda la información está al alcance de los ciudadanos.

—Y, encima, siendo descendiente de Fredrik Bagge… —terció Karin.

—Exacto. Sintió que tenía la misión de poner el punto final. Estar sentada en Nygård escuchándolo a la luz de las velas fue la experiencia más aterradora de mi vida. Me daba cuenta de que estaba completamente loco, pero yo era incapaz de mover un solo músculo. Además, la finca es enorme y el vecino más cercano se halla a más de un kilómetro de distancia.

—Kristian está… estaba tremendamente orgulloso de sus orígenes. O eso entendí por lo que me contó Asko —apuntó Robban.

—Y obsesionado. Me contó cómo se había acercado a las hermanas y a Hjördis. A Stina, la hermana mediana de Asko, que se hacía llamar Skuld, la conoció en un juego de rol en verano, y cuando se dio cuenta de quién era, decidió invitarla al juego organizado en Marstrand. Utilizó el transporte de caballos de la escuela de equitación de Elisabet para trasladar su cuerpo y la rueda de escarnio, y en el mismo carro más tarde metió el coche para usar los gases del tubo de escape en la fortaleza.

—O sea, que fue allí donde intoxicó a Stina con monóxido de carbono. Le he dado muchas vueltas al asunto —reconoció Karin.

—Me cuesta recordar todos los terribles detalles, hay partes que han quedado en una especie de neblina. Sin embargo, él lo veía como algo predeterminado por el destino, que le indicaba lo que debía hacer.

—¿Y la espada de verdugo? —preguntó Karin, pensando en el conservador del museo de la ciudad, Harald Bodin.

—La guardaba en Nygård, me la enseñó. Un muchacho que trabajaba en un museo cometió la imprudencia de llevarla a un juego de rol. Kristian la robó, convencido de que constituía una señal más.

—¿Sabes cómo trabó contacto con la hermana pequeña, Ann-Louise Carlén?

—Era corredora de fincas y Kristian le pidió que acudiera a Rosenlund con el pretexto de una falsa venta. Como él sabía dónde guardábamos la llave, supongo que ella no sospechó nada.

—Pero Kristian debió de pensar que Asko y tú apareceríais como sospechosos, puesto que sois los propietarios…

—No lo sé. Él sostenía que lo hacía todo para acercarse a Asko, para darle fuerzas. Lo consideraba como un regalo a su amigo, un sacrificio. Todo por ayudar a Asko. Aunque el emplazamiento del crimen en Rosenlund convirtiera en sospechoso a mi marido, también allanaba el camino a Kristian y le permitía zanjar el asunto. Zanjarlo conmigo, claro, pues se había enterado de que yo también desciendo de Malin.

—¿Te lo contó todo? —preguntó Robban.

—Sí, y algunas cosas más. Lo que hizo que resultara aún más aterrador era que parecía tenerlo muy claro. Incluso llegó a describir mi papel para que yo comprendiera que a él no lo había engañado: según Kristian, yo era una bruja que tenía a Asko a mi merced. Mis abuelos maternos murieron de intoxicación por monóxido de carbono en 1965 y estaba convencido de que yo era la culpable de su muerte. Que el gas no me afectaba. —Marianne tosió.

La puerta se abrió y entró Asko.

—Quizá ya basta por esta vez —le comentó Robban a Karin.

—Sólo una cosa más. ¿Estuviste encerrada en el sótano del ayuntamiento?

—Sí. Esos detalles eran importantes para él, quería que todo se hiciera bien. Kristian se retrasó y empezó a pasarme el efecto de la inyección. Cuando llegó, conseguí escapar a la antigua casa de mis abuelos, donde vi luz. Supongo que debí darle un susto de muerte a la pobre señora que vive allí. Pero entonces me alcanzó.

—Amor mío —dijo Asko, y la abrazó con delicadeza.

—Debió de quedarse boquiabierto al descubrir que compartíais la misma antepasada —señaló Karin.

—No sólo él —reconoció Asko, sonriendo.

—Ya ves —le dijo Marianne a su marido—, tú y yo nos pertenecemos, siempre lo he dicho.

Sara no se acordó de la correspondencia sin abrir que estaba en el porche hasta después del informativo de televisión. Salió a recogerla durante los anuncios con que interrumpieron la película que Tomas y ella estaban viendo. A juzgar por cómo se movían las ramas del manzano en el jardín de Lycke y Martin, agitándose de un lado a otro contra el cielo nocturno, el viento empezaba a soplar con fuerza. El gato, que se había echado sobre el jersey de Tomas en uno de los ángulos del sofá, ni siquiera abrió los ojos cuando pasó por su lado.

—Este televisor… —se quejó Tomas, y señaló la franja verde horizontal de la pantalla—. No creo que dure mucho.

—Qué va. Seguro que aguanta mucho más tiempo. No te preocupes. Es un aparato antiguo de muy buena calidad. —Sara lo había comprado cuando era universitaria. Era un televisor monofónico, trescientas coronas más barato que un estéreo—. Es mono, Tomas, casi nadie tiene uno así —añadió, sonriendo mientras revisaba la correspondencia.

—No, y por algo será —repuso él, señalando de nuevo aquella franja verde—. Y lleva así un año. —Suspiró.

—Sí, qué suerte que no se haya estropeado, ¿verdad? Supongo que te refieres a eso…

—¡Claro! Justo eso quería decir —ironizó Tomas, negando con la cabeza.

A Sara le sorprendió que la carta de la compañía de seguros estuviera dirigida a su marido, pues normalmente se ocupaba ella de los seguros y esos asuntos. Le pasó la carta y el catálogo de la tienda virtual de Clas Ohlson. Le extrañó que Tomas la abriera en lugar de ponerse a hojear directamente el catálogo.

—¡Qué demonios…! —exclamó, enmudeciendo a medida que leía. Diez segundos más tarde carraspeó y anunció—: Oye, Sara, todo se arreglará.

—Sí, sí, por supuesto —repuso ella un tanto distraída, pues estaba leyendo.

—El seguro de vida.

—¿Qué seguro de vida? —preguntó Sara, alzando la vista.

Tomas volvió a aclararse la voz y dijo:

—El de mi padre. El seguro de papá.

—¿Waldemar? —preguntó Sara meditabunda, pues su suegro Waldemar había fallecido la primavera pasada.

—Yo, quiero decir, nosotros, somos los beneficiarios del seguro de vida de papá. —Y le dio la vuelta a la carta para que pudiera leerla.

—¿Nosotros? —repitió ella, cogiendo el papel pero dejándolo caer de repente en su regazo—. Pero entonces, ¿Siri y Diane?

—Ahora caigo… Eso debió de ser lo que mamá anduvo buscando cuando vino el viernes que tú estuviste trabajando como guía para la empresa de Lycke. No dice nada de Siri y Diane. Por lo que deduzco, no están incluidas, pero seguramente habrán recibido otra por separado. Annelie sí, y yo también, pero no ellas. No sé lo que significa. Nos repartiremos dos millones. Dios mío. Dos millones. Ya ves, todo se arreglará, Sara. —Sonrió—. Tengo que llamar a Annelie y a la compañía de seguros para constatarlo todo.

Sara se acercó a Tomas en el sofá.

—¿Dos millones? —dijo pensativa tras leer la carta de la compañía de seguros.

—Uno para nosotros y otro para la familia de Annelie, si lo he entendido bien.

Sara rio para sus adentros. ¡Menuda vida les esperaba!

Eran las seis y media del sábado 10 de diciembre. Fuera ya había oscurecido y hacía frío. Tanto Koön como Marstrandsön estaban cubiertas de un grueso manto blanco, pues había estado nevando toda la tarde. Seguían cayendo copos enormes y la nieve crujía bajo los pies de la gente que se dirigía a la iglesia de Marstrand, para asistir al concierto navideño. Hacía tiempo que las entradas a las dos funciones del sábado estaban agotadas.

Los candelabros de Adviento brillaban en las ventanas de la cocina de la señora Wilson, en cuyo jardín se había retirado la nieve del sendero que conducía hasta la vieja casa. Dos grandes vasijas adornadas con ramas de enebro y manzanas rojas de invierno flanqueaban la puerta de entrada.

Un nutrido grupo de personas bien vestidas, en el cual la mayoría de las mujeres prefería lucir unas enrojecidas orejas antes que ponerse un gorro y aplastarse el peinado, acudía en tropel al templo iluminado. Unos hachones encendidos daban la bienvenida a los visitantes en la verja de la iglesia y los guiaban hasta la vieja puerta roja de madera. A través de las bellas ventanas, resplandecían los candelabros en el interior.

Cuando Johan abrió la puerta del templo, el calor les dio de lleno. A pesar de que aún faltaba media hora para el concierto, los bancos estaban repletos de gente. Martin y Lycke los saludaron con la mano desde uno de los primeros bancos del lado derecho. Los rostros de la señora Wilson, Georg y su esposa, así como Asko y Marianne, también les mandaron señales de reconocimiento cuando Karin y Johan avanzaron por el pasillo central de la iglesia. Entonces ella cayó en la cuenta de que eso era exactamente lo que estaban haciendo: avanzar uno junto al otro por el pasillo central. Miró a Johan, que le sonrió y apretó su mano. Karin se preguntó si habría pensado lo mismo.

En realidad, Robban y su mujer, Sofia, también tendrían que haber estado allí, pero su hijo pequeño sufría un virus estomacal y la familia entera se había puesto en cuarentena voluntaria durante cuarenta y ocho horas. Cuando casi habían pasado los dos días, su hija había vomitado y, dos horas más tarde, también el hijo mediano. Karin no había podido reprimir una risita inapropiada cuando Robban llamó para contárselo. Su compañero llevaba todo el otoño preocupado porque los niños enfermaran, pero habían resistido. Hasta entonces. Folke y ella habían decidido comprar un regalo a la familia. Él había rechazado la propuesta de Karin de un DVD con algunos capítulos de la serie televisiva Noche de San Juan en Saltkråkan, y en su lugar había propuesto un juego de Scrabble, mucho más instructivo. Al final decidieron regalarles tanto la película como el juego, y Folke había envuelto ambas cosas en papel rojo y las había atado con un cordel alquitranado que Karin había encontrado en el barco.

—Hola, chicas.

Karin, que estaba sentada entre Lycke y Johan, se volvió al notar un golpecito en el hombro.

—Acabo de aceptar un nuevo trabajo —dijo Sara con una sonrisa radiante, y Lycke le dio un cálido abrazo por encima del respaldo del banco.

—¡Felicidades! ¿En qué consiste?

—Documentaré los conocimientos que tienen Georg y los demás ancianos sobre Marstrand y revisaré las colecciones de Ture Bonander. Mi sueño es abrir un museo en el sótano del ayuntamiento.

—Me temo que no son conscientes de lo que hacen dejándote suelta —comentó Tomas, echándose a reír—. A Sara le gustaría una Marstrand rebosante de actividad todo el año. Quiere que se sirva comida ecológica preparada in situ en la residencia de ancianos, la escuela y el parvulario. Y organizar paseos históricos por las islas y travesías en barco en las aguas de los piratas. Los políticos de Kungälv no van a tener ni un segundo de paz.

—¡Seguro que lo harás muy bien, Sara! —exclamó Johan, riendo de buena gana.

Una fina capa de hielo se había formado en la calma superficie del mar que rodeaba las dos islas, como llevaba ocurriendo desde el principio de los tiempos. Tan sólo el ferry rompía una y otra vez la película crujiente del estrecho entre Koön y Marstrandsön. Karin apoyó la cabeza en el hombro de Johan. Las bellas notas de Gläns över sjö och strand que salían de la trompeta de Magnus Johansson se difundieron por las altas ventanas de la iglesia, sobrevolaron el barrio de la Bruja y ascendieron hacia el cielo invernal estrellado.