18

—Espéreme aquí, por favor —dijo Carsten, y le pidió a Lycke que tomara asiento.

Con un rápido vistazo constató que no había dejado ningún documento indebido sobre el escritorio y cerró la puerta. Llamó rápidamente al móvil de Robban, que comunicaba. En cambio, Folke contestó de inmediato. El comisario le dijo que acababan de confirmarle que los muchachos de Kungälv habían dado con Johan Lindblom, el propietario de Sleipner Security, y que Karin estaba sana y salva en su barco.

—Oye, Folke, una cosa más. Está aquí conmigo una Lycke Lindblom, a la que pediste que viniera para declarar —dijo con la esperanza de que Folke lo pusiera al día del caso sucintamente.

Luego abrió la puerta y volvió a su despacho, donde lo esperaba Lycke.

Esta paseó la mirada por el despacho mientras Carsten seguía hablando por su móvil. Olía a aire acondicionado y a cerrado, pero a algo más, como si hubieran fumado a pesar de que no le cabía duda de que estaba prohibido.

—Las huellas dactilares —declaró el comisario tras colgar.

Lycke asintió y volvió a dar la única explicación plausible de cómo sus huellas dactilares habían podido ir a parar a la botella de vino en Rosenlund.

—Karin ya me preguntó todo eso ayer y llegamos a la conclusión de que alguien debió de coger la botella de vino que Asko y yo compartimos durante la cena en el hotel Maritime y luego dejarla en casa de Asko y Marianne Ekstedt.

Cuando Lycke mencionó el nombre de Marianne, Carsten frunció el ceño.

—¿También conoce a Marianne?

—No, no la conozco mucho, pero es la esposa de mi jefe y he coincidido con ella un par de veces.

Llamaron a la puerta y acto seguido Marita entró en el despacho.

—¿Qué pasa? —dijo Carsten, dirigiéndole un gesto de disculpa a Lycke.

—Las fotos de Marianne Ekstedt.

Marita las dejó sobre el escritorio frente a Lycke. En una se veía un primer plano de una Marianne Ekstedt sonriente y en la otra aparecía en el vestíbulo de un aeropuerto con dos maletas a los pies y al lado de Asko. Pero fue otra cosa lo que llamó la atención de Lycke.

—La maleta —señaló, e hizo una breve pausa, sopesando si estaba segura de lo que iba a decir—. He visto esta maleta esta misma mañana.

—¿Qué? Hay miles de maletas iguales…

—No amarillas, créame. Por mi trabajo viajo bastante y la mayoría de las maletas de mano son negras.

—¿Dónde la vio?

—En el coche del médico de nuestra empresa. Se llama Kristian Wester.

—Descríbala —pidió Marita antes de que Carsten pudiera reaccionar.

Lycke cerró los ojos e intentó recordar la maleta. Había estado mirándola durante todo el trayecto de Marstrand a Gotemburgo.

—Una Samsonite amarilla con ruedas. Una maleta para llevar en la cabina del avión. En la parte de arriba tenía dos compartimentos y en uno había un canguro cosido, con botas, y me parece que al lado había un koala, o algún tipo un oso. El asa era de plástico recubierto de piel. La cogí porque tuve que mover la maleta para sentarme en el asiento del copiloto. —Lycke reflexionó un momento, por si se había dejado algo—. Creo que eso es todo.

La mirada del comisario se había posado pensativa en ella. Comparó lo que Lycke había dicho con la información que le había dado una de las hijas de Marianne Ekstedt. Todo concordaba. El amarillo era un color poco frecuente y, además, Lycke había ofrecido una descripción exacta del emblema de tela.

—Bueno, hay una cosa más, porque le pregunté a Kristian Wester… —Lycke parecía indecisa.

—¿Sí?

—Le pregunté si se iba de viaje, por la maleta, claro, pero él no llegó a contestar realmente. En general, parecía bastante distraído.

—Es decir, ¿qué fue con él en coche?

Lycke pasó a explicarle que había perdido el autobús y que el médico se había detenido en la parada y se había ofrecido a llevarla. Añadió que el Mercedes de Kristian Wester estaba en el taller y por eso iba en una furgoneta.

Carsten tomó nota. Le preguntó a qué hora se habían encontrado y de qué habían hablado.

—No parece que Marianne Ekstedt le caiga demasiado bien —dijo ella, tratando de recordar.

Carsten le dio las gracias y la acompañó hasta la puerta. Se rascó la barba canosa. Por los detalles que Lycke Lindblom había dado, era evidente que se trataba de la maleta de Marianne Ekstedt. El problema seguían siendo aquellas huellas dactilares de Lycke y Asko en el lugar del crimen. ¿Y si resultaba que Lycke y Asko mantenían una relación y habían decidido liquidar a Marianne? Al fin y al cabo, sólo tenían la información proporcionada por Lycke sobre la maleta y era evidente que la había visto. La cuestión era en qué contexto. La había escudriñado detenidamente mientras declaraba y le costaba creer que estuviera implicada, pero nunca se sabía.

Hizo unas llamadas y la maquinaria se puso en marcha. Según la compañera de trabajo de Marianne Ekstedt, Gisela, aquella solía volar desde el aeropuerto de Landvetter cuando viajaba a Londres. Tardarían un buen rato en revisar todas las grabaciones de las cámaras del aeropuerto, pero veinticinco minutos más tarde ya le habían confirmado las listas de pasajeros. Marianne Ekstedt tenía una reserva para volar de Gotemburgo a Londres, pero no había llegado a embarcar. ¿Acaso no había viajado a Inglaterra?

A juzgar por el crujido, Robban debió de coger el móvil bruscamente. A Karin le parecía estar viéndolo.

—Aquí Sjölin, ¿dígame?

—Robban ¿qué está pasando? —inquirió con voz ronca.

—¿Dónde estás? ¿Estás bien?

—Acaban de despertarme nuestros colegas de Kungälv, aunque nadie parece dispuesto a explicarme nada. ¿Dónde está Johan?

—Llegaremos dentro de cinco minutos. Hablamos entonces.

—De acuerdo.

Karin se reclinó contra las almohadas. Siete minutos más tarde Robban hizo su entrada habitual: tan ágil como un elefante, subió a bordo con tal estrépito que parecía saltar con los pies juntos sobre la rejilla de teca.

—Alguna vez tendré que enseñarte cómo se sube a un barco.

—Otro día —repuso Robban, y sonrió.

Karin se incorporó y tosió, lo que hizo que Robban retrocediera.

—¿Queréis té o café? —ofreció Karin después de carraspear sonoramente.

—Eh…

—Sí, gracias, me encantaría —dijo Folke, colándose por la escotilla de entrada. Robban seguía fuera, pese al frío—. ¿No entras?

—He lamido todas las tazas —le dijo Karin a Robban.

—Seguramente ya me habrás contagiado —declaró este, y bajó al interior del Andante.

—¿Qué está pasando? —preguntó Karin.

—Bueno, como ya sabes, hemos estado buscando al misterioso Esus. Resulta que la compañía desde la que creó su identidad en internet se llama Sleipner Security. —Robban observó el efecto que la noticia provocaba en su compañera—. Da la casualidad de que el propietario de la empresa es un tal Johan Lindblom.

—¿Johan? —se sorprendió ella—. ¿No me estaréis diciendo en serio que tiene algo que ver en el caso?

—Pues la verdad es que sí —afirmó Folke con cierta brusquedad.

—Bueno, al menos querríamos preguntárselo —terció Robban para suavizar la declaración de su colega.

—Podéis llamarlo y preguntárselo. Estaba aquí cuando me quedé dormida —dijo Karin, un poco decepcionada porque Johan se hubiera ido sin despedirse.

Robban y Folke intercambiaron miradas.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—Es que los colegas de Kungälv se lo han llevado a Gotemburgo.

Bruscamente, Karin retiró el edredón y puso los pies en el frío suelo. Apoyándose en la mesa se incorporó sobre sus piernas temblorosas.

—¿Os habéis vuelto locos? ¿Por qué no me llamasteis? —Se pasó la mano por la frente y pensó en Johan, que en ese momento iba en un coche patrulla camino de Gotemburgo—. Dios mío —murmuró.

—Lo hicimos, te llamamos. Por eso nos preocupamos. No contestabas. En cambio, saltó el contestador con un mensaje de la empresa Sleipner Security.

—Es este barco… la cobertura es pésima… Tengo que poner algún tipo de antena externa que pueda conectar al teléfono.

La tetera silbó, indicando que el agua hervía.

—Debéis ordenar que el coche que lleva a Johan dé media vuelta y venga aquí. Hemos de hablar con él —prosiguió Karin, pensativa—. Tiene que haber otra explicación.

Ni Robban ni Folke protestaron. Robban salió de la cabina para llamar.

—De acuerdo —se le oyó decir. Y metiendo la cabeza por la escotilla, anunció—: No habían llegado muy lejos. Estarán aquí en veinte minutos.

Karin sacudió imprudentemente la cabeza, y todo pareció darle aún más vueltas.

Oyó que Robban hacía otra llamada, esta vez al comisario.

—Tengo noticias —anunció al volver—. Tu amiga Lycke habló con Carsten.

—¿Lycke? ¿Por lo de las huellas? —dijo Karin, y dio un sorbo al té hirviendo que Folke había preparado. No le hacía ninguna gracia que de pronto tanto Lycke como Johan se vieran envueltos en la investigación.

—Sí, al principio era por lo de las huellas, pero resulta que además alguien la llevó en coche al trabajo esta mañana.

—¿Ah, sí? ¿Y qué?

—Pues que el tipo que la recogió tenía la maleta de Marianne Ekstedt en su coche. Lycke la describió con lujo de detalles.

—¿Y cómo se llama él?

—Kristian Wester, un médico.

—Hola, Majken, ¿va todo bien? —preguntó Sara al reconocer el número en la pantalla.

—Pues sí, todo bien, pero…

—¿Ocurre algo?

—No sé qué decirte… A lo mejor no tiene importancia, pero pensé que si luego resulta que sí la tiene y no te llamo… Han ocurrido tantas cosas raras últimamente y a lo mejor esto tiene que ver con ellas… —Majken parecía preocupada.

—Vamos, cuéntamelo. ¿Qué ha pasado?

—Estaba aquí sentada tras haber consultado el registro parroquial y me disponía a analizar el registro de nacimientos, todo ello, como sabes, de cara al estudio genealógico que me encargaste para buscar posibles familiares actuales de la pobre Malin, condenada por brujería y ejecutada.

—¿Y?

—Bueno, pues de pronto me he dado cuenta de que reconocía un nombre. Las notas del pastor en los viejos registros también me resultaban familiares, algún día te enseñaré lo bien escaneados que están estos registros parroquiales, es casi como tener el libro entre las manos, aunque estés frente a la pantalla del ordenador. Es fantástico.

—¿Y ese nombre que has reconocido?

—Verás, he ayudado a mucha gente a completar su árbol genealógico y les he ahorrado muchas consultas. De vez en cuando me encallo, claro, y abandono lo que estoy haciendo, pero siempre pienso que a lo mejor más adelante podré avanzar. Además, algunas veces ayudan otros genealogistas, cuyas familias se han cruzado con alguna de las ramas que has estado estudiando, y de pronto tienes al alcance de la mano la pieza del rompecabezas que te faltaba.

—Bueno, lo que quieres decir es que te encontraste con un nombre con que ya habías topado en otra consulta, ¿no?

—Pues sí. En los años sesenta, una pareja de la zona adoptó a un niño y me pidieron que averiguara su pasado para que no se sintiera tan desarraigado. Resultó que tenía antecedentes remotos de Orust, pero más tarde la familia se había trasladado a Åkerström, entre Trollhättan y Lilla Edet. Entonces llegué hasta 1778 y tuve que parar.

—O sea, ¿no pudiste seguir?

—No, no entonces, pero ayer por la noche estaba sentada con unos documentos que me envió una señora danesa que está investigando lo ocurrido con las familias de las mujeres ejecutadas por brujas. Había rastreado a tres mujeres de la zona, una de ellas Malin. Por desgracia, no encontré demasiados datos. Sólo sabía que los hijos de Malin habían nacido en 1660 y 1661, que se llamaban Lars y Sigrid, y que habían abandonado Marstrand, pero no se sabía adónde habían ido, así que no pude avanzar. Por pura casualidad encontré una anotación en un registro parroquial, fruto de las aprensiones de un pastor de Orust. Este párroco, que en 1674 introdujo los datos en los libros parroquiales de la granja de Grindsby, estaba preocupado porque la familia de dicha granja se había hecho cargo de los niños de la bruja Malin de Marstrand. Los nombres concuerdan, Sigrid y Lars. El pastor decidió no perderlos de vista. Sin embargo, parece que la familia y el pastor mantenían buenas relaciones, pues el párroco no delató el origen de los niños, consciente de que, por el bien de estos, no era recomendable que esa información se difundiera.

»Al principio, me costó creer que realmente hubiera tenido tanta suerte y que fueran los hijos de Malin de la Cuesta, pero es que además lo apoyaba otros datos. Por ejemplo, que el padre se hubiera ahogado pescando arenques y que la madre hubiera criado a los niños sola. Todo concordaba con Malin, así que continué en esa línea. Empecé por el chico, Lars, que se casó y tuvo cinco hijos, de los que sólo sobrevivieron dos niñas y, a su vez, de estas, sólo una tuvo descendencia. Y de pronto descubrí que, sin apenas darme cuenta, me hallaba en el punto en que me había detenido en 1778. Me pareció reconocer nombres y años y abrí mi antiguo expediente por donde me había atascado. Resultó que el chico cuyos padres adoptivos acudieron a mí en los años sesenta está emparentado con nuestra amiga, condenada por brujería y ejecutada.

—Pero ¡eso es fantástico, Majken! ¿Tienes el nombre del chico?

—Sí, aunque hace tiempo que dejó de ser un muchacho. Se llama Asko Ekstedt. Y por eso te llamo, pues en su casa acaban de encontrar el cadáver de una mujer. Bueno… tuve la sensación de que tal vez podría estar relacionado de alguna manera con esto. Quiero decir, primero la piedra de los sacrificios, luego el jardín de la señora Wilson y, para rematar, la casa de los Ekstedt. Además, alguien me dijo que su mujer Marianne había desaparecido. Se me metió entre ceja y ceja que todo estaba relacionado con la brujería. Sé que suena a locura, y me doy cuenta de ello ahora que lo he puesto en palabras.

—No sé… Bueno, sí, un poco raro sí suena. Pero eso significa que tenemos un descendiente vivo de Malin de la Cuesta. Asko Ekstedt. Qué bien.

—Sí, es cierto. No me ha dado tiempo a investigar la rama de Sigrid.

—¿Sigrid?

—La hija de Malin. Al fin y al cabo, era más fácil investigar al hijo, puesto que ya contaba con todos los datos, una vez los vinculé. Tendré que seguir investigando a la hija según lo acostumbrado. No es seguro que llegue a nada, pero lo intentaré. Estoy preparando café, así que me quedaré un rato más trabajando.

—Muy bien. ¿Qué hacemos con lo que has averiguado acerca de ese vínculo familiar? ¿Crees que tiene que ver con los asesinatos?

—No lo sé, pero necesitaba contártelo. Tú conoces a la policía esa.

Sara se despidió de Majken y colgó. Entonces se acordó de la cama que habían hallado la noche anterior en el sótano del ayuntamiento. Buscó el teléfono de Karin mientras pensaba qué le diría. Cuando saltó el contestador dejó un breve mensaje pidiéndole que la llamara. Entonces decidió telefonear a Johan, para saber si él le había contado a Karin lo del sótano del ayuntamiento.

—Vaya, hola —dijo Sara, sorprendida al oír la voz de Karin en vez de la de Johan.

Karin le dijo que estaba en el barco y que podía acercarse si tenía algo importante que contarle.

Sara se calzó y se puso la chaqueta. Por muy extraña que fuera aquella información, quería transmitírsela a Karin.

Majken envió un e-mail a la Asociación de Genealogía de Orust con su consulta acerca de los hermanos Lars y Sigrid de Grindsby. Tras describir la exposición que estaban preparando en Marstrand, explicó que buscaban descendientes de Malin, ejecutada por brujería, pero cuyos dos hijos habían sido acogidos por una familia de granjeros de Orust. A lo mejor, alguien podía darle razón sobre el destino de la hija llamada Sigrid. Qué fue de ella, si tuvo hijos… Majken se dirigió a la cocina a fregar la taza de café. Por un momento, consideró la posibilidad de dejar los papeles y las carpetas que había extendido por la mesa tal cual, pero entonces se arrepintió y los dejó apilados en un solo montón. Se disponía a cerrar su correo electrónico cuando descubrió que tenía un mensaje nuevo.

Hola, Majken:

Te contesto inmediatamente puesto que esta primavera recibí una consulta muy parecida a la tuya. Un tal Kristian Wester, descendiente de vuestro Bagge de Marstrand, quería regalar a cada uno de sus dos amigos, Asko y Marianne Ekstedt, un árbol genealógico. En realidad, creo que estaba interesado en el árbol genealógico de la mujer, pero la combinación de los dos fue sorprendente. Resulta que los dos descienden de Malin de la Cuesta, vuestra «bruja». Asko en línea directa del hijo Lars, y Marianne de Sigrid. Te he adjuntado el árbol genealógico pormenorizado en archivo aparte. ¡Y los hay que aseguran que la genealogía es aburrida!

Atentamente, Bengt-Yngve.

Majken se sentó, estupefacta. ¿Realmente podía ser cierto? ¿Qué dos descendientes de Malin se encontraran tiempo después y se casaran? ¿Y qué tenía que ver con el asunto Kristian Wester, descendiente de los Bagge? ¿Por qué había hecho indagaciones? Majken descolgó el teléfono. Tenía que volver a hablar con Sara.

Karin había encendido el quinqué sobre la mesa. Poco a poco, comenzaron a armar el puzle. Al intentar juntar las piezas, unas encajaban, mientras que otras se desmontaban. Las pastillas habían empezado a surtir efecto y Karin se notaba algo más despejada, aunque su cuerpo no respondía del todo. Empezó a pensar en lo que le había contado Johan acerca del día anterior, la exposición y la señora Wilson. Le dio vueltas y más vueltas. Al final esbozó una súplica silenciosa: que él no estuviera implicado, por favor. Sencillamente, la vida no podía estar tan podrida. Pero entonces se dijo que seguro que no tenía nada que ver con aquello, ¡qué demonios! Sin embargo, necesitaban que respondiera cuanto antes a algunas cuestiones. Aunque no recordaba que le hubiera dicho que tenía empleados en su empresa, sí había tenido la sensación de que contaba con varios trabajadores.

Veinticinco minutos más tarde apareció Johan, que llamó en la escotilla antes de entrar. A Karin ese gesto la entristeció un poco: ¿acaso era una manera de mantener las distancias? Pensó en la fresca mano que había acariciado su frente y la había despertado.

Lo presentó a Folke y Robban, lamentando que se conocieran en esas circunstancias. Johan aceptó un café.

—¿Sleipner Security es tu empresa? —preguntó Robban.

—Sí, desde luego. ¿Sería alguien tan amable de explicarme qué pasa? —Miró de reojo a Karin, pero se apresuró a fijar la vista en Folke y Robban.

Este empezó a preguntarle por el número de empleados y por cómo trabajaban. Karin observaba a Johan. Tenía ocho empleados. Cinco solían estar con los clientes, mientras los otros tres estaban en la oficina de Gotemburgo. Sus clientes eran, en su mayoría, del oeste de Suecia. Casi todos de Gotemburgo, pero también los tenía en Trollhättan y… Al oírlo, a Karin casi se le cortó la respiración. Apartó los pensamientos que la asaltaron en ese instante, tratando de centrarse en las respuestas que daba Johan. Ninguno de sus colegas dejó traslucir su interés por Trollhättan. Karin permanecía callada, sin saber cómo reaccionar. Sabía que volverían a la carga con nuevas preguntas.

—Tenemos una identidad virtual en la red creada en un ordenador que pertenece a Sleipner Security.

—¿Qué quiere decir con una identidad virtual en la red? —preguntó Johan.

Karin terció por primera vez en la conversación. Se inclinó sobre la mesa y dijo:

—Se refiere al juego de rol en el parque de Sankt Erik. —Miró a Johan—. Todos los participantes se habían puesto diferentes nombres que en muchos casos utilizaban como identidad virtual en la red, o sea, cuando accedían a internet.

Robban le contó que habían localizado a todos los participantes en el juego de rol. Johan escuchaba atentamente. Comentaron largo y tendido cada uno de los aspectos relacionados con las cuentas de usuario, los ordenadores y las identidades virtuales en la red cuando de pronto Johan enmudeció. Se quedó un rato deliberando, y al final, aclarándose la garganta, declaró:

—De hecho hay algo… Bueno, resulta que le presté un ordenador a un cliente. Normalmente no solemos dejar los ordenadores, pero se le habían complicado las cosas y lo necesitaba. Coincide temporalmente con lo que me comentáis. Además, mi cliente está muy interesado en la historia, diría que casi obsesionado con el pasado. —Johan se pasó meditabundo la mano por la frente—. Como yo también me dedico a las antigüedades y alguna vez le he dado algún consejo sobre ciertos asuntos…

Karin pensó en el piso de Johan, en el tapiz de Flandes y las preciosas copas de vino. En el desayuno que le había servido en la cama y en la columna del dosel a la que le faltaba la nariz y que en su día estuvo en el castillo de Kalmar.

—Lleva un tiempo comportándose de una manera un poco extraña… En realidad, debería haberlo localizado y recuperado el ordenador, pero he ido postergándolo. No quiero hablar mal de nadie, pero una vez me pidió que le consiguiera un objeto especial, y me negué, pues no me pareció bien. De eso hace un par de meses; lo zanjé diciéndole que no sabía cómo obtenerlo.

—¿Qué era?

—Una de esas espadas de verdugo que hay en el museo de la ciudad.

—Que había —lo corrigió Folke.

Se oyeron golpes en la cubierta y Robban asomó la cabeza. Instantes después, Sara bajó por la escotilla de entrada. Miró sorprendida a Johan y Folke, y a Karin, que estaba en pijama medio echada en la litera de babor.

—Hola, Sara —saludó Karin—. Vas a tener que explicarlo todo desde el principio, no estoy segura de haberte entendido bien por teléfono.

Sara se movió inquieta, sin saber dónde ubicarse.

—Seguramente suene un poco extraño, pero le prometí a una señora mayor que se dedica a la genealogía que te lo contaría. Como ya sabéis, estamos preparando la exposición en el ayuntamiento sobre la persecución de brujas en Marstrand. Pensamos en vincular aquellos hechos con el presente, para lo cual hemos investigado a una de las mujeres acusadas de brujería por si tuviera descendientes.

En el barco reinaba la expectación y el silencio era total.

—Y resulta que sí los tiene —continuó Sara—. Asko Ekstedt, el propietario de la casa en Rosenlund, es descendiente directo de Malin, una mujer ejecutada por bruja.

—Y Marianne Ekstedt ha desaparecido —se apresuró a decir Robban.

—No sólo eso —dijo Sara, pensando en la llamada exaltada de Majken, apenas unos minutos antes—, sino que Marianne Ekstedt también está emparentada con la supuesta bruja. Tanto Asko como Marianne son descendientes de Malin: Asko del hijo, Lars, y Marianne de la hija, Sigrid —explicó, dudando si recordaba bien lo que le había contado Majken.

—¿Están emparentados?

—Me parece una extraña coincidencia, sobre todo teniendo en cuenta lo de ayer —declaró Sara, e hizo un gesto con la cabeza en dirección a Johan.

—Puede estar relacionado con lo que te decía en mi mensaje.

—¿Qué mensaje? —preguntó Karin.

—El que dejé en tu móvil —contestó Johan.

—¡Maldito teléfono! No lo he escuchado. Por favor, cuéntamelo.

Johan volvió a hablar de la exposición de la Sala de Cristal del ayuntamiento, dedicada a los procesos por brujería en la provincia de Bahusia y especialmente en Marstrand.

—De hecho, anoche pasaron varias cosas… ¿Te acuerdas de Georg, el anciano que describió las marcas del martillo de Thor cerca de la Arboleda Sagrada?

Karin asintió con la cabeza.

—Bueno, pues Georg y yo estábamos hablando cuando la señora Wilson se dirigió hacia nosotros con paso decidido. Ha estado en contra de la exposición desde la fase preparatoria y ha hecho lo posible por impedirla. Incluso ha telefoneado varias veces al párroco muy indignada, llegando incluso a amenazar con dejar la Iglesia sueca y preguntándole si realmente pretende que salga a la luz el papel desempeñado por la Iglesia en el asunto de los procesos por brujería.

—Vaya por Dios —dijo Karin.

—Hubo un corte de electricidad, que la señora Wilson aprovechó para marcharse. Georg y yo pasamos por su casa a fin de asegurarnos de que estaba bien y entonces se comportó de una forma muy extraña.

—¿En qué sentido?

—En todos los sentidos. No era ella. Afirmaba haber visto a una mujer en su jardín a la que tildó de bruja y dijo aska repetidas veces.

¿Aska? —repitió Karin meditabunda—. ¿No sería Asko?

—Pero lo que te comentaba en el mensaje era lo que Sara encontró en el sótano del ayuntamiento.

Karin la miró, esperando que prosiguiera.

—Parecía que alguien había estado allí, había una especie de catre. Pero ¿quién querría dormir en ese sótano? Además, en la parte que siempre está bajo llave. Porque, de hecho, a las supuestas brujas se las encerraba allí y las que iban a ser ejecutadas al día siguiente ocupaban ese espacio.

—¿Qué? —terció Robban—. ¿Alguien estuvo encerrado allí recientemente?

—No estoy segura, pero lo parece. Oí como un lamento, pero la puerta estaba cerrada con llave. En el tiempo que tardé en subir corriendo para coger la llave y una linterna en la Sala de Cristal, la persona que gemía pudo haberse marchado.

—Pero ¿cómo? ¿Por dónde? Además, la puerta estaba cerrada con llave… —replicó Robban.

—Por la otra entrada, la vieja puerta de hierro que conduce a Långgatan.

—Un momento… —intervino Johan—. Anoche, cuando fuimos a casa de la señora Wilson, nos dijo que había visto esa puerta abierta. Dijo cosas muy raras, y tenía las luces encendidas en el jardín para que la bruja pudiera volver por donde había venido. No sé, dijo un montón de barbaridades, la verdad.

—¿Podrías mostrarnos el sótano, Sara? —preguntó Robban.

—Por supuesto, si queréis, ahora mismo.

—¿El edificio fue construido en 1647? —preguntó Robban mientras Sara abría la puerta del sótano.

—Sí, por los daneses. Por aquel entonces éramos daneses. Todas las casas eran de madera y los daneses ofrecieron rebajas fiscales a cambio de que los ciudadanos de Marstrand construyeran en piedra, pues las viviendas estaban muy pegadas unas a otras y el riesgo de incendio era alto. Los habitantes se acogieron felices a las rebajas fiscales, pero siguieron edificando en madera. Y Marstrand siguió siendo devastado por los incendios. Sólo se construyó una casa de piedra, y es esta.

Folke paseó la mirada por el sótano. Techos bajos, paredes de piedra encaladas con desconchados aquí y allá. El lugar estaba atestado de trastos y a lo largo de una pared se alineaban estanterías metálicas llenas de viejas cajas de madera. Sólo quedaba un pequeño espacio libre, justo al lado de la escalera. Era muy probable que alguien hubiera estado encerrado allí, aunque difícil, si no imposible, determinarlo con total seguridad. Folke reparó en un par de viejas y bastas esposas con una larga cadena sujeta a la pared, al lado del lugar que Sara había señalado.

—¿Y esas esposas? —preguntó Folke—. ¿Siempre han estado aquí?

—No lo sé. Se utilizaban en las picotas, por eso tienen una cadena y un gancho para sujetarlo a la columna. No sé si estaban aquí ayer —respondió Sara—. Supongo que nos habríamos fijado, pero no había luz y sólo disponíamos de una linterna.

Robban estaba examinando la vieja puerta de hierro que daba a Långgatan cuando de pronto sonó su móvil.

—¿Y creen que es Kristian Wester? Gracias, ahora mismo vamos para allí. Folke, tenemos que irnos. Hay un incendio en la isla de Brattön y hemos recibido un soplo según el cual Kristian Wester está allí, posiblemente con Marianne Ekstedt.

—¿Kristian Wester? ¿Lo conocéis? —preguntó Sara, mirándolos asombrada al recordar lo que Majken le había contado por teléfono.

—Sí, está implicado en la investigación —contestó Robban, comenzando a subir por la estrecha escalera.

Sara se quedó pensativa. Brattön, vínculos familiares, Ekstedt y Wester.

—Ya sé que os parecerá una locura —dijo al fin—, pero me arriesgaré. Asko y Marianne Ekstedt estaban emparentados con Malin, que fue ejecutada por bruja aquí, en Marstrand, en 1669. Asko y Marianne son amigos de Kristian Wester, pero lo más interesante es que Kristian está emparentado con Fredrik Bagge, que participó en los procesos contra la brujería. Si llevamos las cosas al límite, podríamos decir que el antepasado de Kristian ejecutó a la antepasada de Asko y Marianne. Aquí en Marstrand, hace tres siglos y medio. Y nadie en esta zona se refiere a la isla de Brattön, sino a Blåkullen o Blåkulla, que, según la leyenda, significa «morada de Satanás», el lugar donde se reunían las brujas para festejar al Diablo, y donde la gente suele encender grandes hogueras para espantarlas.

—Gracias —dijo Carsten, y colgó.

Se levantó de la silla y se acercó a la ventana. Gracias a la singular maleta de Marianne habían podido localizarla en las grabaciones de las cámaras de vigilancia del aeropuerto de Landvetter. Carsten recibiría las imágenes por correo electrónico en cualquier momento. Cuando el ordenador emitió un pitido, volvió a sentarse. La secuencia de imágenes era buena. No había ninguna duda, era ella.

Marianne Ekstedt acaba de entrar por las puertas giratorias de la terminal de salidas internacionales y se dirige a los mostradores cuando un hombre la intercepta. Le dice algo que la lleva a pararse en seco y luego a seguirlo.

«Ojalá también tuvieran sonido», se dijo el comisario. El hombre señala hacia fuera, a las puertas giratorias.

«Quiere que lo acompañe —pensó Carsten—. ¿Qué demonios estará diciéndole para que lo siga? ¿Que alguien ha sufrido un accidente? ¿Que Asko está en la comisaría? Pero, si su intención fuera seguirlo, seguramente debería comunicar a la compañía de vuelos que no piensa embarcar. Y no lo hace. O a lo mejor sufre tal conmoción por lo que acaba de escuchar que simplemente no repara en ello. ¿Y quién es el hombre? Por lo visto, alguien a quien conoce».

Carsten reenvió las imágenes a Jerker y luego se puso al teléfono. Necesitaban identificar al hombre cuanto antes y también localizar a Kristian Wester para que les explicara qué hacía la maleta de Marianne en su coche.

—Te he enviado un correo electrónico —dijo Carsten en cuanto Jerker contestó—. La mujer en las imágenes es Marianne Ekstedt, pero tenemos que saber quién es el hombre. Tal vez sea Kristian Wester… —Se rascó la cabeza al oír la respuesta de Jerker—. ¿Estás seguro? ¿Cuándo lo viste? —Le dio las gracias y colgó.

Jerker estaba seguro de que era Kristian Wester quien se había encontrado con Marianne en el aeropuerto de Landvetter. Lo había visto en casa de Asko, la misma noche en que encontraron a la mujer asesinada en Rosenlund.

—¿Dónde están todos? —preguntó Jerker al chocar contra Carsten frente a los ascensores.

—Yo estoy aquí, aunque es evidente que no me has visto —dijo el comisario.

—Me refiero a Karin, Folke y Robban… Tampoco contestan al móvil.

—Folke y Robban salieron, Karin está enferma. ¿Puedo ayudarte en algo?

—¿Sigue aquí Asko Ekstedt?

Carsten se lo confirmó.

—¿Podrías preguntarle una vez más cómo encontraron a la mujer?

—Por supuesto. ¿Quieres saber algo en especial?

—Sí, pero no quiero condicionarte. Simplemente pídele que te explique lo que ocurrió cuando encontraron el cadáver.

—De acuerdo.

Asko parecía agotado e inquieto. Estaba tan nervioso que no podía permanecer sentado y no paraba de dar vueltas por la pequeña sala.

—Todo eso ya lo expliqué en su día —respondió cuando Carsten se lo preguntó—. Y más de una vez.

—Sé que lo ha contado antes, pero ¿le importaría volver a describir lo que pasó a partir de que Kristian Wester y usted entraran en su casa?

Asko suspiró y alzó los brazos en gesto de resignación.

—Por supuesto. Yo entré el primero. Bueno, más bien entré corriendo porque fuera llovía a mares. Me quité la chaqueta y los zapatos. Kristian me siguió. Vi a la mujer en el suelo rodeada de un montón de velas encendidas, velas funerarias que luego entendí que provenían de nuestra despensa. Creo que grité. Kristian acudió corriendo, sólo le había dado tiempo a quitarse una zapatilla y estuvo a punto de tropezar en el cordón.

—¿Qué ocurrió luego?

—Kristian le tomó el pulso a la mujer. Luego se volvió hacia mí y anunció que estaba muerta. Ya estaba fría.

—De acuerdo, gracias.

El comisario se levantó y abandonó la sala.

—Justo lo que yo sospechaba —confirmó Jerker.

—¿A qué te refieres?

—Asko asegura que Kristian entró con un sola zapatilla puesta. Llevaba deportivas y sólo le dio tiempo a quitarse una. La otra seguía puesta.

Carsten asintió con la cabeza.

—El problema es que encontramos pisadas de ambas zapatillas alrededor del cadáver —especificó Jerker, y añadió—: Huellas tanto del pie derecho como del izquierdo.

—¿Y eso qué significa?

—Que en algún momento dio una vuelta alrededor del cadáver calzado con ambas zapatillas.

—Pero tanto Kristian como Asko han declarado que sólo llevaba una, que se había quitado la otra. ¿Cuándo se supone que rodeó a la mujer pisando con ambos pies calzados?

—¿A lo mejor cuando encendió las velas?

Diez minutos después, cuatro coches patrulla, con Anders Bielke conduciendo a la cabeza, salieron de la comisaría de Trollhättan a toda velocidad. Al llegar a la rotonda de Stallbacka tomaron el desvío de Malöga, el aeródromo de Trollhättan, y enseguida divisaron aquel edificio amarillo intenso: Nygård.

Margareta contempló sorprendida los resultados del análisis del laboratorio. Se le había ocurrido cruzar las muestras de sangre un poco al azar, sin saber qué podía encontrar.

—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Maldita sea!

Cogió el teléfono y marcó el número de Karin, pero comunicaba. Los teléfonos de Robban y Folke también. La forense empezaba a impacientarse, pues le urgía localizarlos. Al final, fue Jerker quien contestó.

—¿Todavía tenéis a Asko Ekstedt? —preguntó Margareta.

—Sí, Carsten acaba de hablar con él. ¿Por qué?

—He de hacerle una pregunta muy importante.

—¿Cuál?

—¿Cómo puede ser que omitiera decir que todas las víctimas están emparentadas con él?

—¿Qué? ¿Emparentadas? No es posible… Ya lo sometimos a una batería de preguntas al respecto. Supongo que sabes que lo primero que hacemos es echar un vistazo a los vínculos familiares…

—Creo que son sus hermanas, y teniendo en cuenta que la mujer de la residencia de ancianos de Trollhättan era la madre de estas, es muy probable que también lo fuera de Asko.

—Espera, Margareta, me ha parecido ver pasar al comisario. Un momento.

Margareta aguardó mientras oía a Jerker dejar el auricular sobre la mesa y sus pasos al alejarse. Enseguida los oyó de vuelta, junto con la voz del técnico forense hablando con alguien:

—¡No entiendo cómo se nos ha podido escapar! —Jerker cogió el teléfono y le dijo—: Ya no está aquí. No teníamos suficientes pruebas para retenerlo por más tiempo. Lo soltaron hace media hora.