17

Finca de Nygård, Vargön, primavera de 2009, fiesta del equinoccio de primavera: más tarde, aquella misma noche

Marianne estaba llorando, encogida en una silla en el Salón del Capitán.

—Está durmiendo —dijo Kristian, posando una mano sobre su hombro—. Le he dado un tranquilizante.

—¡Dios mío! —exclamó Marianne, negando con la cabeza y limpiándose el rímel corrido.

La noche había terminado con un buen susto. Asko, que al principio se había paseado por la finca disfrutando de su papel de pastor protestante, había ido transformándose notablemente con el paso de las horas. Cuando una mujer apareció corriendo y contó a gritos que un párroco loco la había agredido, Marianne creyó que se trataba de un malentendido. Pero, cuando finalmente vio a su marido, se horrorizó. Su comportamiento era brusco y tan ruidoso que se le oía desde lejos. Los demás invitados se habían apartado de él, incluso algunos se habían marchado.

Kristian había decidido dejarlo a su aire un rato, hasta que al final acudió en ayuda de Marianne. Juntos consiguieron meterlo en una de las habitaciones de invitados. Ahora estaban sentados en el Salón del Capitán. La sotana de Asko colgaba del respaldo de una butaca; la tela se había fruncido, como si sonriera.

—¡Ahora sí podemos hablar de liberar energía! —exclamó Kristian—. ¡Ha sido fantástico!

—¿Estás mal de la cabeza? ¡Menudo desastre!

—Sí, tal vez no haya sido lo mejor para la fiesta, pero ha sido bueno para Asko.

—¿Bromeas? ¿Bueno?

—Pues sí, la verdad es que sí. Creo que ha dado rienda suelta a cosas que llevaba mucho tiempo reprimiendo. Ha liberado energías y expulsado viejas miserias.

—Pero ¡si se ha vuelto loco!

—Algunos echan a llorar en una sesión con su terapeuta. Lo de Asko ha sido más como un volcán en erupción. Años de miedos, dolor e ira reprimidos. Lo siento por tu fiesta, pero creo que mañana despertará renovado.

—¿Ni siquiera te has parado a pensar que el trauma puede haber empeorado? Soltamos fuerzas que no tenemos manera de controlar y que pueden salir disparadas en cualquier dirección. Puede haber empeorado, incluso sufrido una psicosis. Francamente, como médico deberías tenerlo en cuenta.

—Y tú, entre todo lo que podías hacer, ¿te dedicas a cuestionar mi competencia como médico?

—Sí, en este caso sí. No creo que seas capaz de ver las cosas con claridad. Lo mejor para Asko es que los recuerdos vayan aflorando poco a poco, gradualmente. Creo que hay demasiado reprimido, y si todo sale de golpe no sé qué ocurrirá.

—Pero yo creo…

—Sé lo que crees. —Marianne se sonó—. Voy a acostarme.

—Todo se arreglará, Marianne. ¿No quieres una copa de vino o un licor?

—No, lo único que quiero es dormir y tratar de olvidar esta noche.

En la Sala de Cristal de la segunda planta del ayuntamiento, Johan suspiró. La señora Wilson había protestado largo y tendido por la exposición sobre brujas y supersticiones, aun en su fase preparatoria. Ahora que estaban montando las últimas piezas, debería dar su brazo a torcer. El último cuarto de hora, había perseguido a la mujer de Georg para quejarse. Johan se disponía a hablar con ella cuando se fue la luz. La música solemne que salía de los altavoces enmudeció, y apenas se oía el crujido del parquet cuando alguien se movía.

—Espera, veré qué puedo hacer —dijo Johan a Georg, al tiempo que intentaba divisar algo en la oscuridad. La luz de las farolas no llegaba a la segunda planta; las casas alrededor parecían tener electricidad, porque sus ventanas estaban iluminadas.

—A veces me pregunto si no habrá fantasmas en este viejo edificio —murmuró Georg—. Las brujas estuvieron encerradas en el sótano, esperando que las soltaran o juzgaran, y aquí estamos nosotros, tres siglos más tarde, montando una exposición sobre ellas y se va la luz. Es como si quisieran decirnos algo.

—¿Y la linterna, Georg? —preguntó Johan, tras buscarla en la sala vecina que hacía las veces de oficina—. ¿No suele estar en el escritorio?

—Sí. ¿No está allí?

—No. Aunque creo que me las arreglaré.

Johan apretó una tecla del móvil y con la luz de la pantalla consiguió dar con las altas puertas de madera que llevaban al rellano. El armario de los fusibles estaba en la planta baja, al lado de la escalera del sótano. Miró de reojo hacia la vieja escalinata de piedra pensando en las palabras de Georg y en las mujeres acusadas de brujería. Dándose ánimos, decidió bajar por la estrecha escalera que conducía al sótano. Un soplo de aire frío la hizo temblar y se volvió.

—Concéntrate —murmuró, barriendo las paredes con el haz luminoso del móvil.

Estaba solo. Había correteado por aquel edificio de pequeño, fascinado por las colecciones de objetos del sótano. Durante años se consideró la posibilidad de convertirlo en un museo, de manera que todo el mundo pudiera disfrutar de los tesoros guardados allí abajo, pero a la hora de la verdad siempre faltaba dinero.

Bueno, ahí estaba por fin el armario de los fusibles. Johan se disponía a levantar el móvil cuando oyó un ruido y se dio la vuelta. Según creía, sólo había gente en la Sala de Cristal de arriba, pero el ruido parecía proceder del sótano. Entonces se hizo de nuevo el silencio. Johan avanzó unos pasos y llamó a la puerta del baño.

—¿Hola? —llamó antes de empujar la puerta.

No había nadie. Regresó junto al armario y acababa de subirse a una silla cuando volvió a oír el ruido. La biblioteca tenía un almacén en la primera estancia a la izquierda al entrar en el sótano, pero eran más de las ocho y cerraba a las siete. Se volvió de nuevo hacia el armario. Podía ser una jugarreta del viento en las rejillas de ventilación y en la antigua puerta de entrada al edificio, de hierro forjado y que daba a Långgatan.

—¿Hola? —dijo una débil voz que parecía proceder del sótano.

Johan miró hacia la escalera, pero no había nadie. «Ni un alma», pensó, y al punto deseó haber elegido otra palabra.

—¿Sí, hola? —respondió titubeante.

Le costaba localizar aquella voz y no caía en quién podía ser. De pronto oyó pasos que se acercaban. Se volvió de nuevo y entornó los ojos escudriñando la oscuridad. Cuando una figura se separó de las sombras de la escalera y se aproximó, él retrocedió. Delante de la figura apareció el cono luminoso de una linterna.

—Johan, ven a ver esto —dijo Sara, que había subido del sótano.

—¡Dios mío, Sara! —suspiró él—, no sabía que eras tú. No veía nada.

—No, ya lo sé. Se fue la luz. Por suerte llevaba la linterna de Georg.

Sara iluminó el armario frente al que se hallaba Johan, que echó un vistazo a los viejos fusibles, aunque todos parecían funcionar.

—Qué raro. Parece que sólo haya saltado la toma de tierra —dijo, y la conectó de nuevo. La lámpara del techo parpadeó y se encendió. Oyeron gritos de alegría en la Sala de Cristal.

—¿Puedes venir y echar un vistazo a una cosa? Estaba en el sótano cuando oí un ruido extraño que provenía de la parte cerrada con llave.

—¿Un ruido extraño? ¿Como qué?

—Como el lamento de alguien que sufre dolores. Una especie de gemido.

—¿Estás segura?

—Sí. ¿No me crees?

—Bueno, me parece raro.

—Lo es, así que subí por las llaves y cuando volví a bajar y me disponía a abrir oí como si se cerrara una puerta muy pesada con un ruido sordo. Al principio quise llamar a alguien para que me acompañara, pero pensé que a lo mejor no era más que un animal que se había colado, por ejemplo un gato. Así que abrí y entré. Ven y verás.

Johan la siguió por la escalera de pizarra apoyándose con una mano contra la pared encalada. El aire era frío y cortante. Sara abrió el candado que sellaba la puerta metálica. Les llegó un olor a trastos viejos y moho. Johan le dio al interruptor en la pared, pero la bombilla del techo no se encendió. Débilmente, la luz de las farolas se filtraba por el grueso cristal de la ventana en cuyo exterior había una reja de hierro.

—Allí —dijo Sara tras encender la linterna. Señaló con el cono de luz, al tiempo que daba unos pasos adelante—. Parece que alguien ha estado encerrado aquí.

—¿Encerrado?

—Al menos ha dormido aquí, porque hay una cama. Pero ¿quién podría dormir en este sitio voluntariamente?

—Nadie. Enséñamelo. ¿Dónde?

—No te lo vas a creer. —Sara se volvió—. Allí. —Señaló y fue avanzando con cautela entre baúles de madera, mascarones de proa y cajas llenas de puntas de flecha de sílex—. En la parte donde encerraban a las brujas, exactamente donde pasaba su última noche la que sería ejecutada al día siguiente.

Se había hecho muy tarde y Johan no tenía ganas de pasar por casa de la señora Wilson, pero se sentía obligado. Tras haberse mostrado indignada, la anciana había aprovechado el corte de luz para marcharse. Georg también se iba, así que decidieron irse juntos. Después del descubrimiento en el sótano, Johan había telefoneado a Karin y le había dejado un mensaje. Aunque ella no le había devuelto la llamada, al menos se sentía más tranquilo sabiendo que había dado parte a la policía. De haberlo considerado importante, sin duda se habrían comunicado con él. Teniendo en cuenta los últimos sucesos, seguro que estaban muy ocupados.

Johan reparó en que la señora Wilson, que antes se había mostrado tan arrogante, de pronto parecía más contenida e insegura. Al principio estuvo dudando si dejarlos entrar o no, y cuando finalmente los hizo pasar al vestíbulo, se quedó allí, quieta. Al final Georg preguntó si podían sentarse en algún sitio. Confusa y sin pronunciar palabra, los condujo a la cocina. Se sentó en una silla con la mirada perdida. Llevaba la rebeca mal abotonada y el pelo, normalmente recogido en un peinado impecable, desgreñado. Por otro lado, seguramente estaría a punto de acostarse. Sin embargo, el más mínimo sonido la sobresaltaba, como si no estuviera acostumbrada a los ruidos de la casa ni a las motos ni a los transeúntes que pasaban charlando ante su ventana. Al rato, Johan era de otra opinión: no estaba insegura y confusa, sino asustada.

—¿Va todo bien? —preguntó—. Nos preocupamos al ver que había desaparecido.

La anciana reaccionó abriendo los ojos como platos y mirando alrededor, aunque sin contestar.

—Es culpa vuestra —respondió al fin, en tono débil y apenas audible—. La habéis enojado con la exposición en el ayuntamiento, por eso ha reaparecido.

—¿Qué?

—Estaba allí, en el jardín…

—Pero ¿quién? —preguntó Johan, y siguió el dedo de la mujer, que señalaba tembloroso más allá de la vieja ventana. En el jardín brillaban unas luces.

Aska, askor, ceniza, cenizas —repitió una y otra vez—. Las he encendido por ella, para que encuentre el camino de vuelta a casa.

¿Aska? ¿Ceniza? —dijo Georg, y miró a Johan con gesto vacilante—. ¿Sabes qué, Helny? A lo mejor deberíamos llamar a tu hijo para que viniera.

—Tenía el pelo largo y llevaba un vestido. Como la había imaginado —prosiguió ella, estrujándose las manos en el regazo.

—Entonces, ¿había una mujer en su jardín? Últimamente han pasado bastantes cosas horribles, así que entiendo que… —empezó Georg.

—Estoy segura de lo que vi. Era una mujer. Estaba allí fuera —insistió la anciana, señalando de nuevo hacia el jardín.

—Ya, pero ¿quién era?

—Ya lo sabéis. Malin. Nunca creí en las leyendas que atribuían a esta casa, pero ahora ya no sé qué creer. Al fin y al cabo, el barrio se llama de la Bruja por Malin de la Cuesta, que vivió aquí en el siglo diecisiete y fue condenada por bruja. La ejecutaron y luego quemaron la casa hasta los cimientos. Sé que hay mucha gente que dice que el lugar está embrujado y gracias a aquellas cenizas el jardín es tan bonito, pero no es cierto. Georg, tú sabes que he puesto el alma entera en este jardín.

La señora Wilson miró por la ventana. Johan siguió su mirada.

—¿Ahora también está allí? —preguntó, para evaluar el estado mental de la mujer.

—No, no, ahora no —contestó cansada y con ligero enojo, como si hubiera intuido lo que pretendía Johan.

—¿La reconoció? —preguntó este, aunque en vano. Aguardó un momento antes de proseguir—: ¿Cuándo vio a la mujer?

—Creo que venía del ayuntamiento —explicó la señora Wilson—. Allí las tuvieron encerradas. En el sótano. A las brujas.

Georg miró asombrado a Johan.

—Pero, querida Helny, eso fue hace cientos de años —dijo Georg, quien, por lo visto, había perdido interés en seguir con aquella extraña historia.

—¿Bajó al sótano esta noche? —preguntó Johan.

—Alguien olvidó cerrar la puerta que da a Långgatan. Estaba abierta cuando me fui. Es una señal —contestó la mujer con la mirada perdida.

—Sólo queríamos asegurarnos de que había vuelto a casa sana y salva. Buenas noches, Helny —dijo Georg, indicando así que debían irse.

—Menudo cambio —dijo Johan, una vez de vuelta en la calle—. Cenizas y brujas. Ella, que nunca creyó en esas cosas. Y presagios y señales.

—He de llamar a su hijo. Tiene que ocuparse de ella.

—¿Crees que ha perdido el juicio?

—No lo sé. Tenía una hermana que enfermó y la cosa se puso muy mal cuando empezó a desbarrar. Recordaba su infancia y sucesos ocurridos mucho tiempo atrás, pero había perdido la memoria reciente.

—Sin embargo, la señora Wilson no tiene problemas con la memoria inmediata, más bien vio cosas raras. No es propio de ella.

—Sí, la verdad es que todos envejecemos —repuso Georg—. Seguramente está afectada por los últimos acontecimientos. No me extraña.

Ninguno de los dos reparó en la figura que los observaba desde el jardín de la señora Wilson. Segundos después de que hubieran desaparecido al final de la calle, la silueta volvió a confundirse con las sombras.

Folke conducía de la comisaría a su casa adosada en Mölndal sin dejar de pensar en la mujer, Ann-Louise Carlén, hallada en Rosenlund. Asko Ekstedt había intentado contestar detalladamente a todas las preguntas, pero habría sido mejor haber dado con Marianne Ekstedt para saber si se encontraba bien. Bueno, en realidad, nadie parecía realmente preocupado por ella y todo el mundo había comentado que desaparecía habitualmente para prepararse con vistas a sus cursillos. Su marido había señalado que eran cursos muy exigentes, pero ¿y si resultaba que era el marido quien, por alguna razón, había querido librarse de ella? En tal caso, habría escogido muy bien el momento, pues nadie la echaría de menos durante una semana. A decir verdad, nadie había investigado a Marianne en serio. Folke quería asegurarse de que su pasado no ocultaba sorpresas, así que llamó a Marita, esperando que siguiera en comisaría.

—No —dijo Marita—. No estuvo casada anteriormente. Tiene dos hijas con Asko Ekstedt. Espera, aquí hay algo. Pero es antiguo, déjame ver. De 1965. Joder, Folke, ya he perdido el tranvía.

—Si me imprimes lo que tienes, paso a recogerte y te llevo a casa —propuso Folke, dando la vuelta a la rotonda de Toltorpdalen.

Después de dejar a Marita en su casa, volvió a la comisaría. Una vez hubo repasado el material, llamó a Robban.

—¿Dices que Marianne Ekstedt aparece en una vieja investigación policial? —preguntó Robban.

—Así es —contestó Folke—. En 1965.

—Y se trata de… —aventuró Robban para animar a su colega a continuar.

—Se trata de un accidente en que fallecieron sus abuelos.

—¿Cómo?

—Por intoxicación por monóxido de carbono.

—No me digas…

—Pues sí.

—¿Dónde?

—En Marstrandsön.

—¿Bromeas?

—En absoluto —replicó Folke muy serio, y oyó suspirar a Robban sin saber por qué.

—Ya, Folke, pero ¿dónde en Marstrandsön?

—¿Quieres que te lea el informe? Tiene dieciocho páginas.

—No, ni hablar, sólo me interesa saber en qué lugar de la isla sucedió. ¿Tienes alguna dirección?

—Dirección —repitió Folke—. Espera, déjame echar un vistazo… Los fallecidos fueron el zapatero Jönsson y su esposa; Marianne es su nieta. Dirección… Kyrkogatan, no, aquí hay una dirección más… se trata de una casa que hace esquina. Esquina de Kyrkogatan con Hospitalsgatan.

—Maldita sea. ¡Hospitalsgatan siete! —exclamó Robban casi sin aliento—. Es la casa de Helny Wilson, donde encontramos la cabeza. Llama a Carsten.

Este fue haciendo preguntas sin dejar de escuchar a Folke.

—Robban habló con Marianne Ekstedt el pasado viernes —resumió el comisario—, la cual le dejó muy claro que estaría ilocalizable. Lo que me cuentas no tiene por qué estar relacionado con la investigación, pero lo averiguaré. Pídele a la colega de Marianne que me llame mañana para darme toda la información sobre los lugares a los que suele viajar. Y que envíe también algunas fotografías de Marianne por e-mail a Marita. Quiero que Robban y tú sigáis adelante con el caso. Al fin y al cabo, lo que me has dicho sucedió hace mucho tiempo y por lo visto la niña sólo estaba allí y fue quien encontró los cadáveres.

—Sí, pero…

—Me ocupo yo, como te he dicho. Hasta mañana.

Aquella mañana hacía un tiempo extraño. El cielo brillaba celeste en lo alto, pero en la parte inferior parecía que un artista se hubiera arrepentido en su elección de color y empezado de nuevo, esta vez en una tonalidad azul grisácea más oscura y ascendente desde el horizonte. Era una visión rara. Poco natural. Aquella mañana, los habitantes de Marstrand se detuvieron y comentaron el fenómeno. Con el tiempo, se hablaría de ello y la gente se preguntaría si había obedecido a que los dos mundos se habían encontrado. El presente con el pasado. O tal vez el mal con el bien.

Lycke soltó una maldición cuando descubrió que había perdido el autobús. Había consultado los horarios en casa, pero luego resultó que eran los de verano. La abuela había sido tan amable de quedarse al cuidado de Walter y ella había ido a la parada del autobús. El próximo salía dentro de dos horas. Acababa de hacer un repaso a los coches que, en el mejor de los casos, podía pedir prestados cuando de pronto se detuvo una furgoneta frente a ella. Sorprendida, vio que Kristian Wester, el médico de la empresa, le hacía señas.

—¿Te llevo a la ciudad?

—Sí, por favor —dijo Lycke, subiendo a la furgoneta azul. Bajó la maleta que había en el asiento del copiloto al suelo y luego metió las piernas y su bolsa con el ordenador como pudo entre el asiento y la maleta amarilla. Era de buena calidad, una Samsonite, cómo no—. Gracias, qué amable. Mi hijo está enfermo y su abuela cuidará de él. Tengo varias reuniones urgentes en el trabajo, pero he perdido el autobús.

Kristian asintió con aire distraído.

—De todos los coches que hubiera supuesto que tenías, este es probablemente el último que me habría imaginado —comentó Lycke, y al instante se preguntó si lo habría ofendido con el comentario.

—Normalmente llevo un Mercedes —dijo Kristian.

Dejaron atrás el atracadero del ferry y la parada de autobús.

—Mi coche se estropeó ayer en Gotemburgo. No te habrá pasado lo mismo, ¿verdad?

—No, lo llevé a una revisión. —Puso la cuarta. La caja de cambios protestó por el trato brusco—. Deberían poner cambio automático en todos los coches —masculló antes de añadir en tono jocoso, dirigiéndose a Lycke—: Mis pacientes esperan que aparezca en un Mercedes limpio y elegante.

«Yo no —pensó ella—. Por mí, los médicos pueden ir en una vieja bicicleta siempre que sean amables y competentes». Se preguntó qué hacía el doctor Wester en una furgoneta si tan importante era para él conducir un buen coche.

—¿Te vas de viaje? —preguntó para cambiar de conversación.

—Pues sí —respondió él, echando una ojeada a la maleta. Parecía tener la cabeza en otro lugar—. Es terrible lo de Asko. ¿Cómo le va a la policía? Tú conoces a la inspectora Karin Adler, ¿verdad?

Lycke pensó en la conversación que había mantenido con su amiga la noche anterior.

—Sí, ayer vino a verme.

—¿De veras? ¿Por qué?

—Resulta que la botella de vino que había en casa de Asko no sólo tenía las huellas dactilares de la víctima y suyas, sino también las mías.

—¿Las tuyas? ¿Cómo es posible?

—Sí, eso mismo me pregunto yo. La policía también, claro, hoy tengo que ir a comisaría y hablar con ellos.

—Pero ¿estás fichada en los registros policiales?

—No, o, mejor dicho, sí. Uf, es una historia muy larga. —Lycke no tenía ganas de explicar que Jerker le había enseñado el sistema e introducido sus huellas dactilares.

—¿Crees que Asko tiene algo que ver con el caso?

—¿Asko? No, no lo creo.

—Es increíble. Crees conocer a alguien y de pronto pasa algo que da al traste con cuanto creías.

—Pues la verdad es que a mí nunca me ha pasado. Llevo cuatro años trabajando con Asko. No tiene nada que ver con el caso.

—No, por supuesto que no. Supongo que él y yo somos casi como hermanos —dijo Kristian, y negó con la cabeza al tiempo que algún recuerdo le hacía sonreír.

—¿Os veis mucho? —preguntó Lycke.

—De vez en cuando, depende sobre todo de Marianne. Puede ser un poco dominante, aunque tiene buena intención. Todo el mundo debe ponerse de su lado y estar de acuerdo con sus ideas cuando hace uno de esos viajes espirituales y casi se olvida del mundo que la rodea. —Se encogió de hombros—. Pero Asko y yo estamos muy unidos, como ya te he dicho, incluso somos hermanos de sangre.

—Supongo que es así cuando estás casado, tienes que compartir las decisiones con el otro e intentar hallar una base común, llegar a un compromiso —comentó Lycke, cayendo de repente en la cuenta de que tal vez Kristian Wester no estuviera casado y que, por tanto, podía haberlo molestado de nuevo. ¿Es que no había ningún tema de conversación neutral? Por la ventanilla contempló los desnudos árboles de la iglesia de Hålta, las ovejas con sus abrigos de lana. «Qué horrible sensación para los dientes morder la hierba escarchada», pensó.

—¡Qué frío! —exclamó señalando las ovejas, dando así por concluida la conversación.

Karin se sentía fatal cuando despertó. Eran más de las nueve. Le dolía tanto la garganta que le costaba tragar. La estufa había estado encendida toda la noche y, aunque el termómetro marcaba veintidós grados, sentía frío.

Las escotillas estaban recubiertas de escarcha y, según el termómetro exterior, la temperatura había bajado a dos grados bajo cero durante la noche. Ahora oscilaba entre cero grados y uno bajo cero. Fue al baño y bajó el botiquín del estante de teca. Se sentó en la taza del váter hasta que la cabeza dejó de darle vueltas. En realidad, debería tomarse la temperatura antes que las pastillas. Siguió buscando hasta dar con un viejo termómetro de mercurio. Treinta y nueve con tres. O sea, que tendría que guardar cama.

Su móvil estaba apagado, lo que explicaba que no se hubiera despertado antes, pues la alarma no había sonado. Necesitaba un despertador de verdad y un nuevo móvil. Tuvo que encenderlo e introducir el código pin tres veces hasta que finalmente se mantuvo encendido.

Cuando llamó a Robban descubrió que apenas podía hablar.

—Ya estamos —dijo este con pánico—. Los constipados y las gripes, y luego llegarán las gastroenteritis por Navidad.

—Podrías haberme dicho que lo sientes por mí y darme ánimos en lugar de ponerte a hablar de niños enfermos…

—Por cierto, Margareta estaba buscándote. Llamó hace una hora, pero tenías el móvil apagado.

Karin explicó que su teléfono tenía vida propia y que intentaría estar atenta por si se le apagaba. Pensaba comprarse uno nuevo.

—Folke llamó a Lycke para que viniera a declarar a comisaría.

—Sí, lo sé —respondió Karin, que apenas tenía voz—. Aunque le dije que ya había hablado con ella —ronqueó irritada, pero sin fuerzas para interceder.

—Entiendo que pueda resultarte difícil porque se trata de tu amiga, pero justo por eso es mejor que hablemos nosotros con ella. Yo también estaré presente. Lo que quería contarte es que Folke descubrió otras dos cosas.

Karin carraspeó para confirmar que seguía a la escucha.

—¿Oye? ¿Sigues ahí?

—Sí, sí —consiguió decir; en el fondo sabía que Robban tenía razón con respecto a Lycke.

—Verás, Marianne Ekstedt aparece en una vieja investigación de 1965. Sus abuelos maternos vivían en la casa de la señora Wilson, pero fallecieron por intoxicación por monóxido de carbono. ¿Qué piensas?

—Bueno, tendréis que preguntárselo a Marianne cuando aparezca. Por favor, discúlpame, pero no me encuentro bien. —Sufrió un acceso de tos y se sonó ruidosamente antes de volver a llevarse el teléfono al oído.

—Qué bonito —estaba diciendo Robban—, suena agradable en mis oídos.

—Pues que sepas que también resulta muy agradable para mi garganta. Ve al grano. ¿Qué otra cosa averiguó Folke?

—Disculpa. Desde que visitamos al informático ese, Hektor, en Lindome, Folke ha empezado a utilizar internet. Y ha dado con un estudio de los procesos por brujería. Por lo visto, se explica lo que solía hacerse a las brujas.

—¿Por ejemplo?

—Obligarlas a beber agua con trozos de tela. No recuerdo si el objetivo era matarlas o si era un método de tortura, pero en todo caso lo destacan en el estudio.

«¿Brujas una vez más?», pensó Karin.

—Explícate —pidió.

—Espera un segundo… —Karin oyó el crujido de papeles hasta que Robban empezó a leer—: «El uso de la tortura estaba muy extendido durante la persecución de las brujas y gracias a esta se obtuvieron muchas confesiones de mujeres que sencillamente sucumbían al dolor, combinado con la falta de sueño y el agotamiento. Una forma de tortura especialmente dolorosa se llevaba a cabo vertiendo agua en el gaznate de la acusada, al tiempo que se la obligaba a tragar tela, lo que imposibilitaba la respiración. Está documentado que varias acusadas murieron por ahogamiento durante estos interrogatorios». ¿Hola? ¿Sigues ahí, Karin?

—Sí, pero me duele mucho la garganta. No puedo hablar.

—Cuanto más leo sobre los procesos por brujería, más atroces me parecen. ¿Puedes conectarte y echar un vistazo a tu correo? Si es así, yo me encargo de mandártelo todo. ¿O estás demasiado enferma?

—Necesito descansar. Me he tomado unas pastillas, surtirán efecto muy pronto. Pero le echaré un vistazo, siempre que el dichoso móvil funcione.

Karin se dejó caer exhausta en uno de los bancos tras haber colocado una almohada para apoyarse y se envolvió en el edredón.

El móvil volvió a sonar. Abrió los ojos fatigosamente para ver quién era. Johan. Tras algunos intentos consiguió sacar el brazo del edredón y contestar.

—Pobrecilla, vaya voz. ¿Puedo ayudarte? ¿Necesitas algo?

—No, gracias. O bueno… ¿puedo desdecirme? Mi despensa está vacía, y aunque ahora no tengo hambre, más adelante sí tendré. Necesitaría sopa de escaramujos y pastillas para la tos, miel y leche, y un buen té porque ya casi no me queda. No de limón, que no me gusta.

—Prohibido el té de limón —acató Johan—. Vaya con las exigencias. Veré lo que encuentro. ¿Y qué tal vamos de besos, están totalmente descartados?

—¡Por supuesto!

Karin colgó y se encaminó al baño con piernas temblorosas. Sus manos sabían dónde agarrarse por los viajes que había realizado con mar gruesa. La imagen que le devolvió el espejo no era precisamente alentadora. Nariz enrojecida y ojos rojos y vidriosos. Como un conejo albino. ¿Qué opinaría Johan? Pero estaba enferma, ¡caramba!

Mientras lo esperaba, aprovechó para llamar a su abuela, decisión de la que, al ver los derroteros que tomaba la conversación, casi se arrepintió.

—Pero, cariño, ¿qué te pasa? —se preocupó la anciana—. ¿Te has enfriado? Los pies y la cabeza son lo más importante. Llevarás gorro, ¿no?

Karin intentó sofocar sin éxito un acceso de tos.

—Corazón mío, suenas fatal. Agua caliente con azúcar. Y con miel. Me parece que ya te conté lo de mi amiga Rosa y su tos, ¿verdad?

Karin dejó el teléfono boca abajo sobre el edredón y tosió a sus anchas, mientras la anciana contaba la historia de la tos de Rosa por enésima vez.

—Había nieve, bancos de hielo y quince kilómetros de camino al colegio, abuela, por favor…

Antes de colgar, le advirtió que su móvil no iba bien y que no se inquietara si no contestaba. Después, exhausta, se dejó caer sobre la almohada. Probablemente se quedó dormida porque no oyó a Johan. Una mano fresca en la frente la despertó.

—¡Uy! —exclamó él cuando ella abrió los ojos.

—¿Uy qué? —chilló Karin—. ¡Por favor, no me llames conejo albino!

—La verdad es que no lo había pensado —repuso él riendo—. ¿Qué tal?

—Por fin alguien que se da cuenta de que doy pena —comentó Karin, y sonrió. Se echó hacia atrás contra las almohadas y cerró los ojos.

Johan calentó la leche en una cacerola, donde metió un par de pastillas para la tos con sabor a eucalipto. Preparó unos bocadillos, vertió sopa de escaramujo en un vaso y puso unas flores sobre la mesa.

—Qué bonito —dijo Karin tras conseguir tragar un bocado del bocadillo y constatar con una mueca que seguramente tendría que renunciar al resto. Su garganta se negaba a colaborar.

—¿Tan mal estás? ¿Quieres que te lleve al médico? A lo mejor necesitas que te mediquen.

—No, no es nada. Seguro que sólo es un resfriado. Por cierto, ¿no tienes que ir a trabajar?

—Bueno, podría cambiar mis prioridades. Cuidarte a ti está entre los primeros puestos de mi lista.

—Pero corres el riesgo de que te contagie.

—Nadie me gustaría más que me contagiara que tú. —Sonrió—. En serio, ¿puedo ayudarte?

—Sí, gracias, saca el ordenador y conéctalo. Necesito ver mis correos y alguna cosa más.

—Claro.

Lo hizo siguiendo las instrucciones de Karin y lo dejó sobre la mesa frente a ella. Se conectó con el móvil que, contra todo pronóstico, seguía vivo.

Se metió en el sistema, entró en su cuenta y echó un vistazo a los correos. Se colocó el portátil sobre las rodillas y abrió el mensaje de Robban. Después de leerlo, la asaltaron algunas dudas y dijo:

—Necesito telefonear. ¿Puedes prestarme tu móvil?

—Aquí tienes —contestó él, tendiéndole un móvil fino y plateado.

Karin marcó el número de Robban, pero contestó Folke.

—Hola, Folke.

—Me parece que necesitarás vitamina C, kiwis y ajos. Té con…

—Brujas —lo interrumpió Karin, lo que llevó a Johan a volverse con el estropajo en la mano. La miró pensativo—. Robban me envió un correo: por lo visto, has encontrado un documento donde se explica que torturaban a las brujas obligándolas a beber agua con trozos de tela dentro.

Por fin había conseguido centrar a Folke, que le contó su hallazgo con lujo de detalles. Karin procuró escoger bien las preguntas, a las que él respondió con frases inusualmente breves y concisas. Oyó la voz de Robban al fondo y quiso hablar con él.

—Mi teléfono no funciona bien y no sé si podréis dar conmigo —adujo.

—Usa mi teléfono mientras tanto —propuso Johan agitando el paño de cocina para llamar su atención.

—Un momento, Robban.

—Digo que puedes usar mi teléfono. Sobre todo si necesitas estar conectada a internet al mismo tiempo. Espera. —Anotó su número en un papel—. Diles que aquí pueden localizarte, así también te librarás de las llamadas de los que no saben que estás en casa enferma.

—¿Es el doctor Amor al que oigo al fondo? —dijo Robban.

El comentario no le hizo ninguna gracia a Karin, que se apresuró a darle el teléfono para a continuación despedirse secamente y colgar.

—¿Folke? —preguntó Johan.

—Folke y luego Robban. Folke ya sabe usar internet. Es bastante listo, sólo se trata de conseguir que se centre en lo importante. —De pronto sufrió un acceso de tos y Johan le pasó el tazón de leche con eucalipto—. Me temo que estoy perdiendo puntos en mi cuenta sexy —dijo al enjugarse sus ojos llorosos.

—Creo que existen otro tipo de puntos también. Puntos de ternura —declaró él, y le besó la frente a pesar de que estaba húmeda y sudorosa.

Karin no supo qué decir. Él pareció querer añadir algo, pero estaba indeciso.

—¿Qué? —lo pinchó ella—. ¿Estabas pensando arrepentirte con respecto a los puntos sexy? —Sonrió agotada y cerró los ojos. Se había quitado el edredón, que yacía arrugado a sus pies. El pijama a rayas de franela era más que suficiente y se pegaba a su piel caliente, que se afanaba por bajar la temperatura de su cuerpo.

O bien Johan no oyó el comentario o bien estaba absorto en sus propios pensamientos, porque no contestó. Se disponía a contarle lo que había pasado la noche anterior en el ayuntamiento cuando descubrió que se había quedado dormida.

—Descansa, pequeñita —dijo, y acarició su frente húmeda.

—¡Lo he descubierto! —gritó Hektor cuando Robban se puso al teléfono.

—¿Perdón? —dijo el agente, que, aunque reconocía la voz, de repente no era capaz de situarla.

—Soy Hektor, de Lindome.

—Hola, Hektor —saludó Robban, cayendo en la cuenta—. Disculpa —le dijo al cajero, que estaba esperando cobrarle el almuerzo. Folke le indicó con un gesto que abandonara la cola y pagó por los dos.

—¡Lo he descubierto! —repitió Hektor.

—¿El qué?

—La combinación de cifras y letras que reconocí. Ya sé lo que es. Te lo explico brevemente. Hay una empresa que fabrica ordenadores a medida para sus clientes. Antes sólo se hacía mediante reembolso, pero actualmente incluso hay tiendas que venden estos ordenadores, y la clave reside en que cada cliente explica cómo quiere que sea el suyo. Luego se numera el ordenador. Cada uno de los que fabrica esta empresa tiene una identidad única. De hecho, la combinación de cifras y letras que utiliza vuestro querido Esus como contraseña es la identidad de su ordenador.

—Así que sabes quién es —repuso Robban, consiguiendo encontrar al segundo intento un bolígrafo que funcionara en el bolsillo de su chaqueta.

—No, pero sí el nombre de la empresa que encargó el ordenador. El cliente era una empresa.

Hektor parecía encantado consigo mismo, mientras que Robban pensaba en la cantidad de ordenadores que puede haber en una empresa. Muchos.

—¿Una empresa? —dijo.

—Así es.

—¿Quieres decir que la persona que se hace llamar Esus está en esa empresa?

—Exactamente. O, al menos, el ordenador desde donde nació Esus está allí.

—Vaya.

Robban le dio las gracias y colgó. Una sonrisa afloró lentamente a sus labios.

—Novedades —le dijo a Folke—. Era tu amigo Hektor. Me ha dado información de lo más interesante.

—¿De veras? —repuso Folke, y empezó a dar cuenta de su ensalada.

—Sí. Resulta que el ordenador en que Esus creó su identidad en la red tiene una identidad única que ha permitido que Hektor pudiera rastrearlo hasta una empresa de Gotemburgo. ¿Me sigues?

—¿A Gotemburgo?

—No; si me sigues en lo que te estoy contando —aclaró Robban sin reírse de la broma de Folke.

—Quieres decir que el ordenador está en Gotemburgo.

—En cualquier caso, la empresa sí. La empresa propietaria del ordenador.

—¿Te ha dado el nombre de la empresa?

—No, pero sí su número de identificación fiscal. Aquí está. —Robban señaló las cifras anotadas en el bloc—. Tenemos que llamar para que nos la busquen.

Folke asintió lentamente con la cabeza, mientras Robban llamaba a Marita y le daba el número.

—Se trata de una sociedad anónima llamada Sleipner Security —repitió Robban el resultado obtenido por Marita, y luego le pidió la dirección. Exportgatan. Miró pensativo a Folke—. Sleipner Security —dijo, y dio un sorbo a su cerveza sin alcohol, al tiempo que se reclinaba en la silla para concentrarse—. ¡Maldita sea, Folke! Creo que la conozco. ¿Por qué? Debo de haber oído hablar de ella o leído sobre ella en algún lugar… ¿La reconoces?

—Bueno, Sleipner es el caballo de ocho patas de Odín.

—El caballo de ocho patas. No, no es eso, es el nombre de la empresa lo que me suena. Sleipner Security. Pero ¿dónde diablos lo he oído? Llama a Karin y pregúntale si le suena.

—Mejor vayamos directamente y hablamos con ellos. El café aquí no vale nada.

—Tienes razón.

Diez minutos más tarde estaban en el coche de Robban.

—He cambiado los neumáticos, que lo sepas.

—Muy bien —dijo Folke, abrochándose el cinturón de seguridad.

—Por cierto, ¿has llamado a Karin para preguntarle?

—No —se limitó a responder Folke.

Robban marcó, pero colgó cuando saltó el contestador. Entonces se arrepintió y volvió a llamar para dejarle un mensaje de voz. Por ejemplo, desearle que se recuperara pronto.

«Hola, has llamado a Johan Lindblom, de Sleipner Security. Ahora mismo no puedo hablar contigo, pero si dejas tu nombre y tu número de teléfono…».

—Pero ¿qué diablos…? —masculló Robban mirando fijamente el móvil—. Folke —dijo al tiempo que le tendía el aparato—, hazme el favor y comprueba si el número al que acabo de llamar es el mismo desde el que me telefonearon esta mañana a las diez.

—¿Por qué? —preguntó el otro, observando con indecisión el móvil.

—¡Folke, joder! —exclamó Robban, metiéndose en la gasolinera del centro comercial Stig. Se apresuró a entrar en el menú del móvil, volvió a llamar y pulsó el botón de la función de altavoz.

«Hola, has llamado a Johan Lindblom, de Sleipner Security…».

Se quedó helado al darse cuenta de que Karin estaba enferma, pero que de alguna manera tenía el teléfono de Johan Lindblom, de Sleipner Security. Eso sólo podía significar que se hallaba en peligro.

—Sleipner Security. O sea, ¿que el Johan de Karin es el propietario de Sleipner Security?

—¿Por qué no contesta? —preguntó Robban, volviendo a marcar. Folke apretaba los dientes en una mueca severa, pero Robban sabía que no estaba enfadado sino preocupado—. Estaba en el barco cuando hablé con ella. Estaba en cama y oí la voz de él a lo lejos. De ese tal Johan.

—¡Vamos! —exclamó Folke, y Robban arrancó bruscamente y volvió a salir a la E6—. Voy a llamar a Carsten y a nuestros colegas de Kungälv, que pueden llegar antes que nosotros.

Empezó a marcar un número mientras Robban pisaba el acelerador.

Eran las tres de la tarde y ya había empezado a oscurecer. Frente a la escuela de preescolar de Marstrand se congregaba una multitud de padres que esperaban a sus hijos. La gente aparcaba los coches frente a la verja de la guardería de la calle de Fredrik Bagge, a pesar del que el personal no dejaba de advertirles que no estaba permitido. Había que utilizar el aparcamiento de la bahía de Muskeviken, pero los estresados padres de las criaturas, que o bien iban o bien volvían del trabajo, no solían tomarse esa molestia.

Dos vehículos de policía con las sirenas luminosas y sonoras encendidas frenaron en el aparcamiento de Muskeviken. Cuatro agentes saltaron de los coches patrulla y echaron a correr por el muelle en dirección al barco de Karin. Johan, que en aquel momento se dirigía hacia la tienda de la cooperativa, los miró sorprendido.

—¿Johan Lindblom? —preguntó uno de ellos, que se había detenido junto con un colega mientras los otros dos seguían hacia el Andante.

—¿Sí?