En cierto modo, ahora le era más fácil ir a trabajar. El proyecto personal de la exposición le daba fuerzas, podía apoyarse en él y la hacía sentir alegre.
Sara abrió el correo electrónico enviado por su jefe, Torbjörn. «Hola. Como te comenté en la reunión del departamento de la semana pasada, me gustaría tener una breve reunión con todos los integrantes del grupo ahora que hemos acabado las negociaciones. De modo que, entre hoy y mañana, querría hacer balance con cada uno de vosotros. Saludos, Torbjörn».
Sara no había participado en la reunión del departamento la semana pasada, pero que Torbjörn se hubiera dignado bajar de las oficinas centrales en Nacka sólo podía significar una cosa: habría cambios en el grupo, lo que a su vez era un eufemismo de despido. Sara era una de las dos personas que más tiempo llevaban en el equipo, así que no estaba realmente preocupada.
Justo cuando acababa de leer el correo, apareció Torbjörn frente a su mesa.
—¿Cómo te va? ¿Ya estás reincorporada del todo?
Sara reflexionó qué pretendía con la pregunta.
—Sí —dijo en tono neutro—. Voy lenta pero segura. La cosa va por buen camino.
—Me alegro —repuso su jefe sin demasiado entusiasmo.
—He recibido tu mail —dijo Sara, suponiendo que lo mejor sería coger el toro por los cuernos—. Si te viene bien, podemos reunirnos ahora mismo. Luego tengo que recoger a los niños en la guardería.
—Por supuesto. A ver si encontramos una sala de reuniones vacía.
Sara lo guio hasta la sala de conferencias que solía estar libre.
—Buenos, como sabes, la empresa lleva un tiempo sufriendo problemas económicos. Sólo este año, los propietarios tuvieron que inyectar trescientos millones.
—Ya —contestó Sara.
—Disculpa —dijo su jefe, pues había sonado su móvil, y contestó.
Era típico de Torbjörn responder en lugar de dejar que se ocupara el contestador. Sara se preguntó si se habría mostrado tan maleducado de haber estado reunido con el director gerente. Seguro que no.
—Disculpa —repitió Torbjörn en cuanto colgó—. Pues sí, tenemos que apretarnos el cinturón, lo que sólo conseguiremos si nos hacemos un traje más pequeño.
Sara asintió, aunque en realidad tenía ganas de negar con la cabeza. Odiaba aquellas frases hechas, por obsoletas y fuera de lugar. ¡Cinturones y trajes! Torbjörn carraspeó y, mirándola con aire incómodo, anunció:
—Bueno, verás, Sara… Desgraciadamente tú eres una de las personas afectadas a las que nos vemos obligados a despedir.
Sara no supo qué decir. Conocía la dura realidad. Si no estás en tu sitio defendiendo tu puesto resulta difícil esgrimir nada. Había estado de baja por enfermedad y, por tanto, lejos de su sitio. En cambio, Torbjörn jamás había mencionado que durante el tiempo que había trabajado allí se había entregado al máximo. Se preguntó cómo serían las leyes. ¿Acaso podían despedir sin más a una persona que había estado de baja? El sindicato había solicitado los currículums de todos los miembros del grupo de trabajo, pero ella nunca creyó que se vería afectada. No había recibido ninguna señal que así lo indicara y además era la segunda de a bordo de un grupo de ocho personas. Pero, en honor a la verdad, ¿qué habría hecho ella de haber estado sentada al otro lado de la mesa? Miró el papel que su jefe le había acercado.
—Necesito que firmes aquí.
Ella se inclinó para intentar descifrar la letra pequeña.
—Sólo es un documento que confirma que has recibido el despido.
—Ya, pero nunca firmo nada sin haberlo leído antes —repuso Sara, y siguió leyendo, incapaz de asimilar aquel texto. Los pensamientos se le agolpaban. Alzó la vista—. Esto no es justo. He luchado mucho para volver a ser la que era. ¿Cuántas semanas me ha dado tiempo a trabajar? ¿Cuatro?
—Sí, estoy de acuerdo en que es muy desafortunado. Deplorable. Debemos intentar hacerlo lo mejor posible el tiempo que todavía te queda en la empresa.
—Me gustaría que me liberaras del trabajo durante ese tiempo.
—¿Durante tres meses? No, imposible.
—Hablo en serio. Ni siquiera debo traspasar mis conocimientos, pues sólo llevo cuatro semanas de reincorporación, ¿no te parece?
—¿Y cómo crees que se lo tomarán los demás?
—¿Quién más ha estado de baja por agotamiento laboral y tanto tiempo como yo? Para mí sería mucho más beneficioso y constructivo poder dedicar estos tres meses a encontrar un nuevo empleo.
—Ya, pero aún estás de baja. Entonces habría que discutirlo con la Seguridad Social y tu médico. No puedo liberarte del trabajo y adiós muy buenas.
«La ágil y flexible Seguridad Social —pensó Sara—, la más indicada para implicarse en el asunto».
—No entiendo qué tiene que ver la Seguridad Social en esto si tú decides liberarme del trabajo. Al fin y al cabo, es un asunto entre nosotros.
—Pues yo creo que hay muchos más implicados. Tú, yo, la médica de la empresa, el Departamento de Recursos Humanos y la Seguridad Social. Lo mejor sería que hablaras con el Consejo de Conciliación Laboral. Supongo que podrían actuar como parte cohesionante, teniendo en cuenta que hay tantos intereses enfrentados.
—Creo que no acabamos de entendernos —dijo Sara, en un intento de mostrarse diplomática y no enfadarse—. ¿Estás diciendo que el Consejo de Conciliación debería decidir si puedes o no liberarme del trabajo?
Tras una larga discusión que se prolongó durante dos días y en la que finalmente intervino el jefe de Recursos Humanos y tomó una decisión, llegaron a una solución. Sara podía quedarse en casa, pero debería estar disponible por teléfono y correo electrónico. Sacó con mucho gusto el manual del sistema de gestión de proyectos de la empresa que le habían pedido que actualizara y terminara, y tras preguntar a su jefe qué hacía con él, lo metió en un sobre de correo interno para reenviarlo a la oficina de Nacka. No creía que fueran a pasarle ninguna lista de cometidos respecto a lo que esperaban de ella y probablemente nunca más volvería a ver aquel manual. Luego metió el ordenador portátil en su bolsa y se puso la chaqueta.
Tomas se tomó el despido de Sara con tranquilidad.
—Todo se arreglará. Al fin y al cabo, tampoco era un buen trabajo para ti. Ya nos inventaremos algo. Y ahora se te abre un mundo de posibilidades.
En momentos así, Sara lo amaba un poco más y recordaba exactamente por qué se había casado con él. Además, no había hablado de «tú», sino de «nosotros», «ya nos inventaremos algo». En definitiva, estaban los dos juntos, no estaba sola. Tomas había recogido a los niños en la guardería y preparado tortitas con ellos, que habían ejercido de pinches. Sara se sentó a la mesa y dejó que la sirvieran. Aquella noche hablaron largo y tendido.
«Tres meses de preaviso», pensó el primer día que se quedó en casa. Los niños estaban en la guardería y a pesar del frío otoñal el sol brillaba. Se puso sus viejas botas de senderismo y una cazadora y salió. Su cabeza solía funcionar mejor cuando daba un paseo.
Recibiría el sueldo íntegro, pero no tendría que ir a la oficina. «Si no me dan demasiadas tareas durante estos tres meses, podré dedicar un tiempo a mi proyecto. ¿Qué podrían hacerme en la empresa si se enteraran? ¿Volver a despedirme?».
De pronto se le ocurrió pedir el alta; de hecho, podía llamar a la Seguridad Social y decirles que ya se había reincorporado a jornada completa. Al menos en teoría, que era al parecer lo único que les interesaba.
Cuando volvió a casa se sentó al ordenador. Leyó detenidamente la información en la página web de la Seguridad Social antes de telefonear y comunicar al servicio de atención al paciente que ya no quería recibir más dinero de ellos. Cuando le preguntaron si deseaba que la pusieran con la inspectora que llevaba su caso, Sara contestó que no.
—Y dígale también que ni siquiera tiene que molestarse en llamarme.
Al colgar, pensó que tal vez debería haber hablado con Tomas antes de telefonear, pero ya era demasiado tarde.
Todo se arreglaría, se dijo. Abrió el Göteborgs-Posten por la sección de anuncios de empleo y echó un vistazo. Pero enseguida dejó el periódico a un lado. «¿Qué quiero hacer? —pensó—. ¿Qué es lo que realmente deseo hacer?». Fue al estudio, se colocó delante de la pizarra, con su tablero verde y las anotaciones que había hecho.
Entonces sonó el teléfono.
—¿Qué tal estás? —preguntó Lycke.
—Bastante bien. Aunque sin trabajo. Me han despedido, así que la verdad es que no sé qué va a pasar.
—Lo siento. ¿Cómo lo llevas?
—Bueno, con resignación. Claro que estoy preocupada por la economía, pero sé que tengo que olvidarme de ese trabajo y seguir adelante. Como me he quedado en casa a sueldo completo, llamé a la Seguridad Social y pedí el alta, así que supongo que también estarán contentos. ¡No quiero volver a ver un cheque de ellos en toda mi vida!
—A propósito de pagos, te llamo justo porque mi jefe está tan impresionado por tu visita guiada que quiere pagarte.
—¿De veras?
—Sí. Así que, ¿qué te debemos? Sé el tiempo que le dedicaste.
—Pues no sé…
—Entonces, te haré una propuesta: cuatro mil coronas.
—¿Te has vuelto loca, Lycke? ¿Cuatro mil?
—La única pega es que sería preferible que pudieras facturar, pero veré si puedo arreglarlo en negro. Aunque, como tal vez haya más gente que quiera hacer una visita guiada, ¿no te convendría montar una empresa?
—¿Montar una empresa? ¿Yo? Pero si no sé nada de…
—Piénsalo —dijo su vecina, y colgó.
Finca de Nygård, Vargön, primavera de 2009
Aquella noche, dos párrocos salieron a la escalinata de la finca de Nygård: iban vestidos de negro con unas viejas botas rígidas de cuero y golillas almidonadas que llevaban mucho tiempo sin ser usadas.
Esas botas tenían algo… Kristian se transformó en cuanto metió los pies en ellas. De momento, se sintió poderoso y comprendió mejor lo que Marianne decía acerca del fluir del tiempo y la memoria de los objetos. Era como si la ropa le hablara, le dijera cómo comportarse, cómo habían actuado sus antepasados. Todos sus sentidos se aguzaron al escuchar a través del tiempo.
Sintió como si lo atravesara una fuerza, una fuerza y una clarividencia nunca antes experimentadas. En aquella fiesta de disfraces conoció por primera vez a personas que se metían por completo en sus «otros yoes», que se disfrazaban y daban rienda suelta a otras facetas de su personalidad. Los LAJVA.
Marianne daba la bienvenida a los participantes en la fiesta del equinoccio de primavera moviéndose con desenvoltura por la finca, como si estuviera en su casa. De hecho, podía haber sido su hogar, se dijo Kristian, el de los dos. Aunque trataba de no pensar en ello, estos pensamientos lo asaltaban cada vez con mayor frecuencia. Estaba contento de haber aceptado asistir a la fiesta. Bailó y participó en los ejercicios rituales. Al principio, Marianne lo miró sorprendida y después impresionada, antes de presentarlo a las sacerdotisas formadas en Avalon y Glastonbury, a druidas y expertos en chamanismo. Hacía un par de horas que Marianne había dado su discurso de bienvenida, y desde entonces el nivel acústico se había elevado notablemente. Kristian había permanecido sentado mirándola un buen rato hasta que ella había reparado en él. Como las botas le rozaban, se las había quitado. Ahora estaba en la butaca del jardín con los pies contra las frías losas del porche.
—Ah, estás aquí, Kristian. —Marianne se acercó y posó una mano sobre su hombro—. Qué bien lo has preparado todo. ¿Has visto cómo está Asko?
—¿Asko? Pues si llevamos la misma ropa…
—Sí, ya lo sé, pero él se ha metido bastante en el papel.
Kristian se volvió y divisó a su amigo avanzar con paso majestuoso inclinando de vez en cuando la cabeza graciosamente a quien lo saludaba con una reverencia.
—¡Vaya por Dios! —exclamó.
Ni siquiera el lenguaje corporal parecía el de su amigo, pero Kristian lo comprendía, pues, aunque las botas fueran duras e incómodas, uno se sentía en verdad distinto así vestido.
—Hay una cosa que me ha llamado la atención. —Kristian se masajeó los pies fríos antes de volver a calzarse las botas—. A lo mejor valdría la pena que Asko participase en un juego de rol en vivo, como comentamos que tal vez podría hacer mi paciente, ¿lo recuerdas?
Marianne se quedó callada.
—En primer lugar, Kristian —dijo al fin—, no sé si es una buena idea, y en segundo, no creo que aceptara.
—¿Crees que sólo se disfraza por ti? ¿Acaso no sabías que siempre le gustaron los disfraces? Liberar energía retenida, ¿no es así como lo llamas? Yo creo que es una buena idea. Al menos podrías pensarlo. —Kristian se puso en pie.
—Me parece interesante que hables de buenas ideas, cuando en secreto buscas a madres biológicas que ni siquiera merecen ese nombre. Si quieres que te sea sincera, no creía que Asko accediera a participar en la fiesta —aseguró Marianne y señaló en dirección a la gente que se desplazaba por la casa, a las antorchas que iluminaban la vieja finca.
Kristian se alejó envuelto en su capa llevado por un extraño impulso: parecía que las botas quisieran irse, él no. Sintió la mirada de Marianne en su espalda.
Aquella noche, dos párrocos envueltos en ropajes del siglo XVII deambularon por Nygård. Ambos buscaban respuestas en el pasado y, poco a poco, uno de ellos desarrolló una nueva faceta de su personalidad. El juego de rol en vivo se convirtió en una manera de dar rienda suelta a su lado oscuro reprimido, de filtrarlo. Los recuerdos remotos afloraron y a veces resultaba difícil determinar si le pertenecían a él o a otra persona.
Folke apareció al lado de la impresora cuando Robban acababa de retirar un montón de hojas calientes. Le contó lo que la visita de Karin a Trollhättan había dado de sí.
—¿Las tres mujeres son hermanas? —exclamó Robban, sorprendido.
—No sólo eso. Cuando Karin y la policía de Trollhättan fueron a hablar con la madre de las tres, resultó que la anciana también había fallecido.
—¿Asesinada?
—Eso parece. Veremos lo que nos cuenta —dijo Folke, señalando a Karin, que justo en ese momento entraba por la puerta al tiempo que Jerker aparecía corriendo por el otro extremo del pasillo.
—Pero ¿es que ninguno de vosotros contesta al teléfono? —preguntó resollando.
Karin miró su móvil y descubrió dos llamadas perdidas: una de Jerker y otra de Lycke.
—¿A qué debemos el honor? —preguntó Robban.
—Las huellas dactilares —dijo Jerker, tratando de acompasar su respiración.
—¿Qué huellas dactilares?
—¿Las de las copas de Rosenlund? —preguntó Karin—. ¿Son de las copas y la botella de vino?
Jerker asintió con la cabeza y apoyó las manos en las rodillas como un velocista que acaba de llegar a la meta e intenta recuperar el aliento.
—Entonces ¿de quién son? —preguntó Folke en un tono tan impaciente que sorprendió a Karin—. ¿De quién?
Jerker levantó la mano como un colegial, pero seguía sin aliento.
—Asko —dijo entre jadeos—. Asko Ekstedt.
«¡Maldita sea! —pensó Karin—. Cómo me ha engañado».
—Vamos a tener que traerlo aquí e interrogarlo —terció Robban—. Tal vez haya alguna razón por la que no quería que dictáramos una orden para encontrar a su mujer.
—Pero no me encaja en la tipología de asesino… —aventuró Karin.
—¿Tipología? —repitió Robban—. No creo que exista una. En condiciones adecuadas (¿o debería decir inadecuadas?), creo que cualquiera es capaz de hacer prácticamente cualquier cosa.
Karin se disponía a escuchar los mensajes de su contestador cuando la llamó Marita, la recepcionista, y le anunció la visita de una tal Lycke Lindblom. Karin reflexionó un instante sobre cómo afrontar el hecho de que las huellas dactilares pertenecieran a Asko Ekstedt, pues era el jefe de Lycke. Sería cuestión de separar la investigación de su vida social, aunque en este caso resultaría difícil.
Lycke estaba en recepción con su hijo Walter cuando Karin bajó.
—¿Podemos ir contigo en coche a Marstrand? —preguntó Lycke—. Mi coche se ha estropeado, faltan tres horas para el próximo autobús y Walter no se encuentra bien.
—Por supuesto. Acabo un par de asuntos y nos vamos. —Karin se encaminó hacia los ascensores, pero de pronto se volvió—. Pero, Lycke, ¿no tenías un coche de empresa con un seguro que te da derecho a un coche de sustitución y lo que puedas necesitar?
—No me lo recuerdes —gruñó ella, y le explicó cómo se repartían los coches en la familia Lindblom.
—Subid conmigo —propuso Karin riendo, y los condujo a los ascensores. Cuando las puertas se cerraron, se volvió hacia Walter, que moqueaba y llevaba un gorro de punto con su nombre calado hasta las cejas—. Hola, precioso, ¿cómo estás? —Le acarició la mejilla, mientras el niño miraba al frente sin contestar e incluso se apartaba un poco.
—Volveremos a casa en el coche de Karin, cariño, ¿qué te parece, eh? —le dijo su madre, retirándole el gorro con delicadeza y abriéndole la chaqueta.
—¿En un coche de policía? —preguntó Walter esperanzado, limpiándose la nariz con la manga.
—Pues sí, aunque será uno en el que no pone policía. Si no, los ladrones se darían cuenta de que los perseguimos.
El niño asintió y su rostro se iluminó levemente.
—Aquí arriba tenemos una sala de descanso. A ver si consigo papel y unos lápices. Pasaré a recogeros en cuanto acabe —dijo Karin a Lycke—. Walter también puede tumbarse un poco si no le apetece pintar. Creo que hay algunos cómics, iré a ver. ¿Me acompañas, Walter? Si quieres, puedes darme la mano.
—No, sólo a mi mamá —contestó Walter al tiempo que se sorbía los mocos y apretaba la mano de Lycke.
—Siento mucho haberte metido en este compromiso, Karin —dijo Lycke, agachándose y limpiando la nariz de su hijo.
—No te preocupes, no es ningún compromiso —repuso Karin, abriendo la puerta de la sala de descanso, justo cuando Jerker salía de la habitación contigua y los saludaba—. Este es Jerker. También es policía —informó a Walter.
—O sea, ¿que tú eres Walter? —preguntó Jerker tras mirar de reojo el gorro que Lycke sostenía.
—¿Sabes mi nombre? —preguntó el niño sorprendido.
—Claro, soy policía. ¿Qué, te buscamos alguna ocupación divertida mientras estés aquí? Si le parece bien a tu mamá, claro —dijo mirando a Lycke.
Esta sonrió cansada pero agradecida a Karin y Jerker.
—Si esperáis aquí un momento, vuelvo enseguida —dijo Karin, dejándolos con su compañero, al cual dio las gracias moviendo los labios.
Jerker hizo un gesto dando a entender que no le molestaba en absoluto hacerse cargo del niño.
—A lo mejor podríamos sacaros las huellas dactilares a ti y a tu madre… Como hacemos con los malos de verdad, ¿eh? —propuso el agente.
En condiciones normales, Walter habría gritado «¡sííí!», aun sin entender muy bien lo que le ofrecían, pero esta vez se limitó a asentir tímidamente con la cabeza.
Karin estaba indecisa respecto a Asko. Lo habría interrogado, pero sabía que Folke y Robban lo harían tan bien como ella. Además, necesitaba delegar algunos casos y que se encargasen otros en lugar de acapararlos todos. Cuarenta y cinco minutos más tarde, salió a la E6 en dirección a Marstrand en compañía de Lycke y Walter.
—Me he ensuciado los dedos —contó un Walter feliz, y abrazó el osito policía de peluche que le había regalado Jerker—. Mamá también. —Iba sentado en una sillita que Robban les había prestado.
—¿También le sacaron las huellas dactilares a tu mamá? —preguntó Karin.
El niño asintió con la cabeza.
—Jerker nos enseñó cómo funciona el sistema de búsqueda de huellas dactilares —explicó Lycke—. Ha sido muy interesante. Al fin y al cabo, trabajo normalmente con sistemas, pero de gestión de empresas, así que es agradable conocer algo nuevo.
De pronto el niño sufrió un acceso de tos que convulsionó su cuerpecito. Karin pensó en los bacilos que en ese instante estaban revoloteando por el coche y en cómo se habría puesto Robban de haber estado allí. Probablemente habría desinfectado a fondo la sillita.
Robban saludó a Asko Ekstedt y se sentó frente a él. Karin tenía razón: aquel hombre era muy agradable, a pesar de que parecía cansado y abrumado por la gravedad de la situación. Llevaba la camisa a cuadros impecablemente planchada y la corbata roja alegraba el sobrio traje gris. Había aceptado el café ofrecido por Robban, pero luego no lo había probado. Tal vez se hubiera olvidado, era evidente que tenía otras cosas en que pensar. Tras unas preguntas circunstanciales, Robban le explicó el hallazgo de los técnicos forenses.
—Verá, encontramos sus huellas dactilares en las copas que hallamos en su casa junto a la mujer asesinada.
Asko Ekstedt se estremeció y lo miró horrorizado. Robban reparó en que parecía auténticamente sorprendido.
—¿Cómo es posible? —preguntó con los ojos como platos. Aunque aparentaba ser un hombre acostumbrado a manejar asuntos importantes, en ese momento no tenía el control de la situación y no sabía cómo tomárselo.
—Pues es justo lo que queríamos preguntarle. Tenemos las huellas dactilares de la mujer tanto en las copas como en la botella de vino, y también las suyas.
—¿Mis huellas? Realmente no lo entiendo —repuso el hombre, confuso—. Ya le conté al otro agente, creo recordar que se llamaba KG, que no reconocía aquellas copas. Nosotros no tenemos copas así, pregúntenselo a mi mujer.
Asko palideció. Y Robban supo por qué: nadie había sabido nada de Marianne Ekstedt, nadie sabía dónde estaba, lo que en circunstancias normales habría sido aceptable. Sólo gracias a que ella le había contado a Robban que estaría ilocalizable, no habían emitido una orden de búsqueda y captura ni presionado más a su marido. El asunto de las huellas dactilares agravaba las cosas. Sin embargo, Asko había acudido a la comisaría en cuanto lo habían llamado.
—¿Quiere decir que alguien se tomó la molestia de llevar sus propias copas de vino y luego asesinar a una mujer? Aunque así fuera, no explica por qué sus huellas aparecen en la botella y las copas.
—No entiendo lo que está pasando.
—Convendrá usted conmigo en que es un poco raro que encontráramos a la víctima en su casa y encima unas copas de vino y una botella con las huellas dactilares de ambos.
—Sí, en eso estoy de acuerdo. Por desgracia, no puedo dar ninguna explicación.
—Sus huellas están incluso en las velas funerarias que rodeaban el cadáver.
—Eso sí puedo explicarlo. Siempre compro bolsas de velas funerarias para la tumba de mis padres. Suelo sacarlas del embalaje y dejarlas en la estantería de la despensa del sótano. A veces las guarda Marianne, aunque por lo general me encargo yo.
Robban asintió y le tendió un papel.
—Ha habido otros asesinatos claramente vinculados con Ann-Louise Carlén, la mujer que encontramos en su finca. Por eso quiero que piense con detenimiento lo que hizo en la fecha y la hora indicadas.
Asko cogió el papel y luego miró a Robban sin decir nada. Su mirada incomodó al agente.
—Esto es para poder descartarlo. Su mujer gozará de la misma oportunidad de explicarse.
Se oyó un leve toque en la puerta y apareció Folke, que indicó a Robban que saliera.
—Discúlpeme un momento —le dijo a Asko, y desapareció.
—Hay algo condenadamente raro en todo esto —dijo Jerker, que estaba con Folke.
—¿A qué te refieres? —preguntó Robban.
—Bueno, verás. Saqué las huellas dactilares de Walter y Lycke mientras esperaban a Karin. Para pasar el rato, naturalmente, pero entonces Lycke se mostró interesada en saber cómo funciona nuestro sistema y cómo realizamos una búsqueda, así que introduje sus huellas en el sistema.
—¿Y?
—Pues que lo ejecuté y ha dado resultados.
—¿Resultados? —repitió Robban, sorprendido—. ¿En qué sentido?
—Ese es el problema. Sus huellas dactilares también están en la botella de vino de Rosenlund.
—¿Qué diablos estás diciendo? ¿La misma botella en que están las huellas de Asko Ekstedt? Pero ¿cómo demonios…?
Robban se mesó el pelo, de tal manera que su peinado junto con aquellos ojos como platos le dieron aspecto de loco.
—Creo que es hora de serenarnos y pensar… —empezó Folke, pero enmudeció al reparar en cómo lo miraban Robban y Jerker.
—Es decir, tenemos huellas de tres personas en la botella —expuso Jerker sucintamente—. Hasta hace un momento sólo habíamos identificado dos, las de Asko Ekstedt y las de la mujer asesinada, Ann-Louise Carlén. Ahora también tenemos las huellas de Lycke, la amiga de Karin.
—Además, estuvo con Asko Ekstedt aquella noche —apuntó Folke.
—Interesante. Diría incluso que jodidamente interesante.
—No hay ningún motivo para utilizar palabrotas sólo porque… —terció Folke, pero Robban lo interrumpió señalándolo con un dedo.
—Folke, llama inmediatamente a Karin. Mientras tanto, yo seguiré hablando con Asko. Y en cuanto a la coartada, necesitamos saber dónde estuvo el miércoles a partir de las doce. Tendremos que retenerlo hasta nueva orden.
—Un momento. Olvidamos algo —dijo Folke—. Las huellas dactilares. Puesto que Lycke no es sospechosa ni está detenida, no podemos utilizarlas.
—Tienes razón, pero siempre podemos preguntarle cómo pueden estar en las copas y la botella, ¿no te parece? Además, ella misma accedió a ejecutar el sistema.
Karin dejó a Lycke y su hijo frente a su casa de Fyrmästargången.
—Mejórate, cariño —dijo Karin al muñequito aferrado al hombro de su madre con ojos vidriosos.
—Gracias por traernos, guapa —dijo Lycke, cansada.
—¿Martin llega hoy más tarde?
—Sí, podríamos decir que sí, que mucho más tarde. Está en Singapur y no vuelve hasta el sábado. El único de nuestros coches que funciona está aparcado en el aeropuerto de Landvetter.
—¿Puedo ayudarte? ¿Necesitas algo de la tienda? De todos modos, he de ir.
—Gracias, pero creo que no me hace falta nada. O quizá leche, ¿te importa? —Y miró los ojos vidriosos de Walter—. Icecream —añadió—, and maybe the not so healthy American drink?
—Muy bien. Descuida, yo me encargo. ¿Algo más?
—No, ya está todo. Y Karin, ¡gracias!
Veinte minutos más tarde, Karin había entregado los artículos a Lycke y estacionado en el aparcamiento de Muskeviken. Estaba oscuro y el frío era tal que se colaba por todos lados, incluso entre los guantes, la cazadora y las muñecas y entre el cuello y la bufanda. Karin se estremeció. Estaba impaciente por encender la estufa en el Andante. Y los quinqués. La oscuridad en la ensenada no la asustaba, más bien le resultaba acogedora y cálida, igual que le resultaba apacible el chirrido de los muelles flotantes, el zumbido del práctico cuando entraba o salía del puerto y el chasquido del ferry cada vez que atracaba y bajaba la rampa, una vez en Marstrandsön, la siguiente en Koön.
Se disponía a meter la llave en el candado cuando la llamó Folke.
—Lindblom —contestó—. Lycke Lindblom, pero respondo de ella, no creo que tenga nada que ver con el caso. —Dejó la bolsa de la tienda de la cooperativa sobre el banco de cubierta y giró la llave con la mano libre. Le costó un poco, así que se dijo que tendría que engrasar la cerradura—. No; es mejor que hable yo con ella, en cualquier caso, ahora mismo no puede acercarse a la comisaría. Su hijo está enfermo. ¿Qué es tan condenadamente urgente que no puede…? —La respuesta de Folke la hizo enmudecer—. Pero ¿cómo es posible? —preguntó incrédula—. ¿Quieres decir que Lycke…? Oye, Folke, ¿podrías decirle a Jerker que necesito hablar con él antes de ir a verla, por favor? Hasta luego.
Se dejó caer pesadamente en el banco sin quitarse la cazadora ni guardar la comida. De repente, un enorme cansancio se propagó por todo su cuerpo. Últimamente, su vida era todo menos tranquila, así que estaba curada de espanto, pero ¿al punto de asumir que Lycke tuviera algo que ver con el caso? Jamás. La conferencia en el Maritime, pensó luego. La cena… Tanto Asko como Lycke habían pasado la velada en el hotel. No debería ser muy complicado hacerse con la botella que hubiera sobre su mesa, que tendría las huellas de ambos.
El frío del cojín traspasó sus tejanos y Karin se estremeció. Se levantó, golpeó el medidor de gasoil y bombeó un par de litros que alimentarían la estufa. Encendió el quinqué sobre la mesa y puso a hervir agua en el fogón.
Poco a poco, el calor se propagó por el barco, y el frío fue remitiendo. Colgó la cazadora del gancho de latón al lado de la mesa de navegación. Realmente no le apetecía abandonar el Andante, se moría de ganas de echarse en el sofá y quedarse tranquila en casa. De escuchar un poco de música disfrutando de un buen libro. Y pensar en Johan. Cada vez que pensaba en él, sentía una oleada de calor y no podía evitar sonreír.
Metió una bolsita de té en la taza y la llenó de agua hirviendo. Dejó el saquito en la taza mientras cortaba tres rebanadas de pan de centeno. Unos trozos de pepino la ayudarían a mitigar los remordimientos por comer pan en lugar de prepararse una cena como Dios manda. Si la hubiera visto Folke, se habría preocupado por su alimentación. Tras comer, se levantó con desgana y dejó la taza en el pequeño fregadero. Metió el cortador de queso y el cuchillo de la mantequilla en la taza y echó encima el agua caliente sobrante. Ya fregaría cuando volviera. Lo mejor sería afrontar el asunto cuanto antes, se dijo, al tiempo que apagaba el quinqué. Reguló la estufa y se caló el gorro impermeable. Del fondo del armario ropero sacó la bufanda polar azul marino que solía llevar en invierno para navegar, pues el frío no la penetraba, cerró el candado y pasó sobre la regala.
Llamó a la puerta de Lycke con delicadeza, pues seguramente Walter dormía y no quería despertarlo. Volvió a llamar, tan suave como pudo. Se oyeron pasos y Lycke apareció en el porche acristalado. Pareció asombrada al ver a Karin.
—Hola, ¿pasa algo? —dijo al abrir.
—¿Puedo entrar un momento?
—Sí, por supuesto. Walter acaba de quedarse dormido, bueno, en realidad yo también. Me eché a su lado en la cama… No sé las veces que me he despertado por la noche. Le he dado un antipirético, pero tiene un sueño muy inquieto hasta que empieza a surtir efecto.
—¡Mamá! —se oyó lloriquear, de modo que Lycke desapareció momentáneamente.
Karin se quitó los zapatos y la cazadora. Al pasar por delante del espejo del vestíbulo se vio la nariz, roja y fría a pesar del corto paseo. Se la masajeó con cuidado, pero sólo consiguió empeorar su aspecto.
—Disculpa que aparezca a estas horas, sobre todo con Walter enfermo —dijo Karin en voz baja cuando Lycke volvió.
—Intuyo que es importante. Por cierto, estás muy formal.
—Sí, es que tengo que preguntarte algo relacionado con la investigación.
—Ven, sentémonos en el sofá. Pensaba encender la chimenea y relajarme un poco. —Lycke estrujó unos periódicos y encima puso unas ramitas. De una caja sacó tres pequeños cabos de vela que colocó encima y, arriba de todo, unos leños—. El viejo suelo de la planta superior —explicó, encendiendo una cerilla—. Apenas me atrevo a encender fuego en esta casa, ¿te imaginas todo lo que podría arder? —Se sentó en el sofá y se volvió hacia Karin—. A ver, dime.
—Se trata de la mujer que encontramos en Rosenlund…
—¿Te refieres a la casa de Asko?
—Sí. Bueno, verás, resulta que hallamos algunas cosas más allí, entre otras, una botella de vino y dos copas.
Lycke no dijo nada.
—Encontramos huellas dactilares en una de las copas y la botella —especificó Karin.
—No creo que Asko tenga nada que ver con su muerte. Realmente es lo que yo llamaría una persona honrada y buena de verdad.
—Lo que quería preguntarte era acerca de tus huellas.
—¿Mis huellas? ¿Qué quieres decir?
—También las encontramos en la botella. Lo que significa que en algún momento debiste tocarla.
Pretendía que Lycke le diera su propia explicación, aunque a esas alturas ya se había hecho una idea de lo ocurrido. La cuestión residía ahora en saber quién se había molestado en llevarse la botella del hotel.
—¿Qué? Un momento. ¿Que encontrasteis mis huellas dactilares en una botella de vino en casa de Asko? Imposible —señaló Lycke, mirándola fijamente.
—Como recordarás, Jerker introdujo tus huellas en el programa cuando Walter y tú me esperabais y hablasteis de cómo funciona el sistema.
—Sí, eso lo entiendo, pero lo que no logro comprender es cómo están mis huellas en esa botella.
—¿Has estado alguna vez en la casa de Rosenlund?
—Sólo una. Pasé por allí con Walter cuando estuve de baja por maternidad, pero no entramos. Con la llegada de la primavera, Asko y Marianne, su mujer, estaban haciendo limpieza en el jardín, así que tomamos un café fuera. Me parece recordar que lo sirvieron en tazones.
«Lo que no explica las huellas en la botella», pensó Karin.
—No entiendo nada. ¿Puede alguien haber tomado mis huellas de otro lugar y luego haberlas pasado a esa botella de vino? ¿Es eso posible? Aunque, ¿por qué lo haría? Y sobre todo, ¿quién? La verdad, no sé qué decir.
—¿Le has regalado una botella de vino a Asko o compartido una con él?
—No a lo primero. Y sólo durante algún evento relacionado con el trabajo, a lo segundo. —Pero enseguida alzó la mirada y añadió—: Sí, en la reunión de inicio de proyecto en el Maritime. Bebimos vino, al menos yo. Creo que Asko no bebió más de una copa, pues tenía que conducir.
—Pero ¿sujetó la botella? —preguntó Karin, y de pronto recordó lo que Robban le había contado por teléfono: que Asko había dicho que no reconocía las copas de vino, que no tenían de ese tipo.
—Recuerdo que me sirvió al menos dos veces. ¿Crees que alguien pudo hacerse con la botella?
—Pues no lo sé, pero es la mejor explicación hasta el momento —admitió Karin, y añadió—: Aunque tal vez no la más lógica.
Se despidió de Lycke con sentimientos encontrados. ¿Había algo peor que tener que preguntarle a una buena amiga si tenía algo que ver con un asesinato? Sí, aún era peor si realmente sospechabas de esa amiga.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Lycke la abrazó y le dijo:
—No te preocupes, Karin.
Claro que se preocupaba, y mucho, pensó mientras volvía al barco. De hecho, estaba rematadamente preocupada. ¿Acaso alguien trataba de involucrar a Lycke en el asesinato de Rosenlund? En ese caso, ¿quién? ¿Y por qué? Por un momento, sopesó coger el ferry y acercarse al Villa Maritime para echar un vistazo a las copas de vino que usaban en el hotel, pero necesitaba descansar. No sabía si guardaba relación con los bacilos de Walter o si simplemente se había impuesto un ritmo demasiado alto desde que había vuelto de las vacaciones. Fuera lo que fuera, le escocía la garganta y sentía la cabeza pesada, por no hablar de las piernas: era como si llevara plomo en los zapatos. A cada paso notaba un pinchazo en la cabeza. Esperaba que una noche de sueño reparador la hiciera sentirse mejor. Al fin y al cabo, mañana sería otro día.
Folke sonó más que escéptico cuando lo llamó para contarle la conversación con Lycke, y aventuró que tal vez habría sido preferible que Robban o él hubieran hablado con esta. Se notaba que dudaba que Karin fuera capaz de mostrarse imparcial y, en realidad, tenía razón. Aunque ella acabara puntualizando en tono desabrido que ni era ciega ni estaba sorda.
Últimamente, el móvil le gastaba malas pasadas, y a menudo tenía mensajes en el contestador, pues a pesar de que el teléfono estaba encendido a veces no sonaba. De vez en cuando se apagaba de repente. Ahora soltó un pitido: ¡tres nuevos mensajes! El primero era de Johan, que quería saber cómo se encontraba y le decía que estaría en la Sala de Cristal del ayuntamiento durante la tarde noche para ayudar a montar una exposición, dándole a entender que sería muy bien recibida si se pasaba. El segundo era de Lycke, de apenas hacía dos minutos. Decididamente su móvil no iba bien. Estar en un barco con instrumental electrónico sin duda influía en la recepción, pero también había tenido problemas sin hallarse a bordo. Lycke decía que un colega de Karin la había llamado, un tal Folke, para pedirle que se presentara al día siguiente en comisaría. Su amiga le anunció que iría.
Karin apoyó la cabeza en la almohada mientras valoraba si tendría fuerzas para coger el ferry a Marstrandsön e ir al ayuntamiento. No le dio tiempo a nada más cuando el cansancio la venció. Por eso no pudo escuchar el tercer mensaje, también de Johan, en el que le comentaba lo que habían descubierto en el sótano del ayuntamiento.