Finca de Nygård, Vargön, otoño de 2008
—Es un lugar precioso.
Marianne estaba reclinada en una de las sillas de mimbre frente al invernadero, mirando hacia el alto monte Hunneberg, que se erguía al lado de la vieja granja. Kristian rellenó su taza de café.
—¿Tienes frío? —preguntó, y sin esperar respuesta se levantó, entró en la casa y volvió con una manta de cuadros con la que cubrió las piernas de su amiga.
—Pensaba contestar que no, pero gracias.
—Se notaba que tenías frío. Encoges los hombros cuando tienes frío.
—¿De veras? Sí, es posible. —Marianne dejó la taza de café sobre la mesa, se levantó y se puso la manta alrededor de los hombros antes de volver a sentarse—. ¿Cómo está? ¿Qué crees? —Fijó la vista en la superficie del agua, donde había dos parejas de patos.
—No lo sé. Ojalá pudiera decir que mejor, pero sinceramente no lo sé. Sigue durmiendo mucho, lo que es buena señal. El sueño es una buena medicina. —Kristian posó una mano sobre su hombro—. ¿Y tú cómo estás, Marianne?
—Intento tomármelo con calma y no hacerle demasiadas preguntas. Normalmente sería la primera en querer sacarlo todo a la luz, pero en el caso de Asko no sé si conviene.
—No me has contestado. ¿Cómo estás tú?
—Cómo esté yo no me parece tan importante. Sobre todo estoy preocupada por Asko, nunca lo había visto así. Cuando erais pequeños, ¿te habló de su infancia?
—Bastante, aunque no conocía a fondo los terribles detalles.
Habían pasado tres meses de la muerte de Aina. Tras consultarlo con Marianne, Kristian había propuesto a Asko que se trasladara a Nygård por un tiempo. El cambio de ambiente les sentaría bien a los dos y a Asko siempre le había gustado aquel lugar.
—Tengo una paciente que acude a terapia por un episodio traumático en la infancia a raíz de la separación de los padres.
—Me suena —dijo Marianne, mirándolo con fijeza.
—Sí, me imaginaba que dirías eso, pero no se trata de mí. Lo que me ha hecho pensar es la terapia. No creo que sirva para nada, más bien tengo la sensación de que el terapeuta la mantiene aferrada al trauma.
—A veces pasa.
—Una buena forma de entrar en contacto con tu yo más íntimo es disfrazarte de otra persona, asumir su rol e identificarte con ella. Dejarte llevar. ¿A lo mejor debería proponérselo a mi paciente? ¿Un juego de rol con fines terapéuticos? —dijo Kristian, riendo.
—Sí, es posible, pero no sé lo bastante del tema para recomendar algo así.
—Como médico no creo que sea muy profesional eso de los juegos de rol. De pequeños, Asko y yo solíamos disfrazarnos. Tanto aquí en la granja, en casa de papá, como en Marstrand. Al fin y al cabo, eran lugares muy apropiados. Creo que sienta bien un poco de aventura para huir de la realidad, lleva tus pensamientos por otros derroteros. Te permites pensar de otra manera cuando asumes otro rol.
—Aunque sólo sea porque también debe de haber mujeres que participen en esos juegos de rol…
—Ya estamos —repuso Kristian con semblante serio.
—Tienes que aprender a dejar que la gente entre en tu vida, darles una oportunidad —dijo Marianne—. A fin de cuentas, no te han faltado las ocasiones o las mujeres interesadas.
Kristian se encogió de hombros.
—¿Crees que a Asko le habría ayudado enfrentarse con ellas? —preguntó de pronto.
—¿Con quiénes? ¿Con sus hermanas y su madre?
—Sí.
—He pensado mucho en ello, y en circunstancias normales me habría parecido una buena idea, pero no en el caso de Asko. Ya has visto en qué estado se encuentra.
—He conocido a Hjördis Hedlund. Una anciana mezquina que finge no recordar nada.
—¿Qué? ¿La has conocido? ¿Qué te traes entre manos, Kristian? ¿Cómo la has localizado?
—Fue por casualidad.
—¿Casualidad? No te creo. —Marianne frunció el ceño y se sentó en el borde de la silla, sin importarle que se le cayera la manta—. Kristian, esto es grave. No quiero que lo expongas a algo así —le dijo pausadamente mirándolo a los ojos.
—Pero ¿no crees…?
—No, en absoluto. Asko se halla en un estado lamentable y estoy muy preocupada por él. No debemos hacer nada que pueda poner su salud mental en peligro.
—Por supuesto que no. —Kristian se incorporó en la silla—. Al fin y al cabo, es mi mejor amigo, casi mi hermano.
—¿Dónde está esa mujer?
—En una residencia para ancianos de Björndalsgården. Cuando me dieron el aviso para una visita domiciliaria, a la que acudí con la enfermera del distrito, no tenía ni idea de que se tratara de la madre de Asko. Pero al entrar en la casa reconocí el lugar. Cuando bajé al sótano me sobrevino un sentimiento que apenas soy capaz de describir. ¡Qué espanto, Marianne!
—¿Hablaste con ella? ¿Le contaste que conocías a Asko?
—Le dije que sabía que tenía un hijo…
—¿Y qué te contestó?
—Lo negó y me pidió que me fuera.
—Ya lo ves. Lo último que necesita Asko después de todo lo que ha pasado es volver a verla. Yo me encargaré de que se sienta seguro. Desde luego, no sé qué sería capaz de hacer si me las encontrara —declaró, levantándose con tal ímpetu que volcó la silla de mimbre. Y se alejó indignada.
Eran las dos menos cinco de la tarde del lunes y Tomas y Sara estaban en la oficina de la Seguridad Social de Kungälv.
—¿Quieres que te acompañe? —le había preguntado él la noche anterior.
Sara se había sentido ridícula por la inseguridad que había experimentado al preguntarse si sería capaz de soportar la reunión sola, pero entonces recordó la anterior vez y lo mal que lo había pasado. Así que le dijo a Tomas que sí, que le gustaría que fuera con ella. Ahora aguardaban a que los llamasen sentados en la oficina.
—Todo se arreglará —dijo él, cogiéndole la mano.
Deseaba que tuviera razón, pero ya no albergaba esperanzas, más bien sentía el desasosiego hacer mella en ella y cómo con cada minuto su pulso se aceleraba.
«Respira hondo —pensó—. Respira hondo y tranquila». Tomó aire por la nariz y lo soltó por la boca. Tomas apretó su mano cuando una puerta se abrió y Maria, la mujer con el pelo de punta, apareció. Como de costumbre, pronunció su nombre a viva voz, como si tuvieran que oírla en el local entero a pesar de que sólo había tres personas más aparte de Sara y Tomas:
—¡Sara von Langer!
Al principio de la reunión, Tomas se quedó boquiabierto, como si no diera crédito a lo que oía. Luego se enfureció.
—¿Es usted consciente de que está ante una persona cuyo nivel de exigencia consigo misma la ha llevado a enfermar? —preguntó en tono intimidatorio. Maria, sentada al otro lado de la mesa, tomó aire para contestar, pero Tomas se le adelantó—: ¿Sabía que tuvieron que contratar a tres consultores para suplir a Sara? ¡Tres!
—Sí, es posible, pero…
—Ella no eligió quedarse en casa voluntariamente porque le resulte agradable. Espero que lo entienda.
—Pues sí, de hecho es Sara quien eligió quedarse en casa.
—Pero no de forma voluntaria. A ver si piensa un poco antes de hablar.
—Tengo que asegurarme de que se lleva a cabo una evaluación correcta de cada caso.
—Dios mío, si llamáis correcto a esto no me atrevo a pensar cómo sería una evaluación incorrecta. Está tratando con seres humanos. Seres humanos que están aquí porque han trabajado demasiado y ahora mismo no tienen fuerzas para seguir.
—Pero resulta que no creemos que sea bueno quedarse en casa de baja por enfermedad.
—Pues mire, tiene que saber que son muy pocos los que realmente quieren quedarse en casa hechos una piltrafa. Además, ¿qué tiene esto que ver con mi mujer? Ha trabajado en exceso y necesita reincorporarse a su puesto poco a poco. ¿Ha visto lo que escribió el médico de su empresa? —Tomas leyó en voz alta el informe médico que había sacado de la carpeta de Sara—: «La paciente ha sufrido una profunda depresión anteriormente. Tiene una clara tendencia a querer hacerse cargo de demasiadas tareas sin poner límites. Es muy importante que empiece a un ritmo razonable y compatible con su estado de salud». ¿Cómo lo interpreta usted?
Maria se volvió hacia Sara.
—Sara, ahora estás trabajando al cincuenta por ciento y está bien, pero deberías aumentar la jornada laboral un poco más. Y ahora que vas tan bien, a lo mejor podrías hacer la jornada completa a finales de mes.
—Eso no es realista. No funcionará —contestó Sara con un hilo de voz—. He de ir con cuidado. No tengo fuerzas para volver a pasar por lo mismo.
—A menudo somos capaces de hacer mucho más de lo que creemos. ¿Qué se te hace tan cuesta arriba que no tienes fuerzas para llegar a incorporarte a un setenta y cinco o a un ciento por ciento?
—No lo sé, pero siento que el cincuenta por ciento es mi límite ahora mismo.
—Pero ¿qué te resulta tan complicado? —siguió presionando Maria—. ¿Son las tareas, los compañeros, el lugar de trabajo en conjunto?
Sara reflexionó la respuesta.
—No, no es el puesto de trabajo —dijo al fin—. Soy yo quien no funciona al ciento por ciento. Es como si me hubiera vuelto alérgica al estrés. Si estoy en un ascensor y entra una persona nerviosa hablando en tono excitado por el móvil, absorbo todo su estrés y me acelero, aunque en realidad nada de ella me ataña. O si la cajera del supermercado tiene una cola larguísima de clientes impacientes, no lo soporto. Es como si mi cuerpo no tuviera reposo.
—¿No has pensado en cambiar de trabajo?
—Claro que sí, pero me gusta mi empleo y mis compañeros me apoyan mucho.
—A veces, el problema es el lugar de trabajo en sí.
—Sara acaba de contar que se estresa en cualquier ambiente, así que no creo que tenga que ver con el lugar de trabajo en sí. Sencillamente creo que necesita incorporarse poco a poco —terció Tomas.
—Me gusta que mis compañeros sepan lo que me ocurrió. Me apoyan y se muestran comprensivos.
—También podrías disfrutar de esa comprensión en otro trabajo. ¿Qué tipo de empleo te gustaría?
—¿Cómo voy a buscar otro empleo y empezar con un rendimiento del veinticinco o del cincuenta por ciento?
—A lo mejor valdría la pena intentarlo.
Tomas se inclinó hacia delante. Sara vio que intentaba controlarse.
—He contratado a muchos empleados en nuestra empresa y, en honor a la verdad, debo decir que jamás elegiría a una persona que hubiera sufrido agotamiento laboral. No me atrevería, pues existe el riesgo de recaída. Por bien que me parezca que la gente sea sincera y no oculte el hecho de que ha estado enferma. No creo que Sara pueda presentarse en una entrevista de trabajo y pretender comenzar con una jornada laboral del veinticinco por ciento. No la contratarían. Además, creo que la empresa que causó la enfermedad debe ayudarla a recuperarse. Es su maldita obligación.
Maria cerró el expediente de Sara y se quitó las gafas, que quedaron colgando de la cinta roja de plástico que llevaba al cuello.
—Tal como lo veo, Sara, tienes dos opciones. O buscas otro trabajo o te reincorporas a jornada completa. De lo contrario, deberemos estudiar tu situación. Para empezar, habla con la médica de la empresa.
—Pero ¡por Dios santo! —exclamó Tomas—. ¿No ha oído lo que ha dicho mi mujer? ¿No ha leído el informe de la médica de la empresa?
—A lo mejor la médico de la empresa llega a otra conclusión. Yo, francamente, considero que Sara puede soportar más de lo que está soportando ahora.
Sara sintió que se desinflaba.
—No creo que comprendas lo frágil que estoy después de lo que he pasado. No ves lo mucho que me esfuerzo por recuperarme. Acabo de levantarme y, en lugar de apoyarme, vuelves a derrumbarme.
Sentada en el coche, Sara se sintió vencida. Cerró los ojos. Estaba agotada, pero al menos la entrevista ya había pasado.
—¿Cómo estás? —preguntó Tomas, acariciándole la mejilla.
Le pesaba el cuerpo y no tuvo fuerzas para contener las lágrimas ante la comprensión que demostraba su marido.
—No podemos consentirlo. ¡Menuda bruja!
Tomas negó con la cabeza y se detuvo a un lado al llegar a la rotonda de Ytterby. Un Mercedes plateado invadió el carril contrario al pasar junto a su coche a pesar de la línea doble continua. Los coches que venían de frente pitaron y pusieron las luces largas.
—Qué desgraciados y estresados —dijo Sara.
—Malditos locos. Podían haber provocado un accidente.
—En serio, Tomas. ¿Qué puedo hacer? De no haber sido porque necesitamos el dinero, habría enviado al diablo a la Seguridad Social en pleno. Pero hay que pagar la hipoteca, la ropa de los niños, la comida y la gasolina. Me parece horrible tener que asistir a reuniones como esta.
—No lo permitiremos. Me alegro de haberte acompañado, porque ahora entiendo tu desasosiego. Por mucho que lo haya oído en las noticias y leído en los periódicos, jamás imaginé que las cosas eran así. No quiero que te obligues a trabajar más horas si no estás bien. Repasaremos nuestras cuentas domésticas cuando lleguemos a casa y buscaremos una solución. —Volvió a acariciar la mejilla de Sara y enjugó sus lágrimas—. Podemos vender el barco —añadió.
—Pero te encanta ese barco —repuso ella alzando la vista.
—Pero tú me gustas más.
Carsten estaba cruzando el puerto de Ålvsborg cuando sonó el móvil. Lo puso en modo manos libres y contestó.
—Carsten Heed.
Por un instante, al otro extremo de la línea hubo un titubeo.
—Soy Harald Bodin, del museo de la ciudad de Gotemburgo —dijo al fin—. ¿Podría pasarse por aquí?
—Estoy cerca, llegaré dentro de diez minutos —dijo el comisario, y dobló a la derecha en lugar de seguir recto, en dirección a Torslanda. Llamó a Helene y le contó que tenía una reunión de camino a casa y posiblemente llegaría tarde. Luego aparcó frente al almacén del museo. Sólo quedaba un coche. Un viejo Volvo 240 rojo.
—Gracias —dijo Harald mientras iban a su despacho—. Por venir, claro. —Parecía nervioso—. Supongo que debería habérselo contado antes, pero es un asunto delicado y ni siquiera estoy seguro de que guarde relación con el caso. Me refiero a que era el museo de la provincia de Bahusia el que tenía la espada bajo custodia cuando desapareció. Sin embargo, lo que me contó el viernes, que se usó como arma asesina, me dio que pensar.
Carsten asintió con la cabeza. A veces, quedarse en silencio era la mejor manera para alentar a los demás a hablar.
—Tal como dijo Börje, no solemos exponer las armas. Sin embargo, justo la espada de verdugo sí la incluimos en una exposición. Una exposición privada, nocturna.
—¿Una exposición privada?
—Antes éramos dos conservadores aquí. Rebecka y yo. Ella es una gran profesional y, a pesar de tener la mitad de años que yo, creo que me supera en capacidades. Trabajamos muy bien juntos. Como conservador tienes una gran responsabilidad a la hora de conservar los objetos para las generaciones venideras, de transmitir los conocimientos y la herencia. Sin embargo, Rebecka tenía otras ideas acerca de nuestra responsabilidad respecto a la ciencia en general. Estuvo investigando en psicometría, no sé si está familiarizado con el término…
Carsten negó con la cabeza.
—Puede deberse a que soy danés, pese a que mi esposa es sueca —bromeó y sonrió a Harald, que pareció relajarse—. ¿Qué es eso de la psicometría?
—Una controvertida teoría según la cual los objetos poseen memoria.
Carsten mostró interés, aunque no porque le pareciera que pudiese tener relación con el robo en el museo, que por lo demás casi se había resuelto. De hecho, le había dicho a Folke que dejara de estudiar la voluminosa documentación del museo, a pesar de lo que el agente ya había avanzado.
—Me temo que tendrá que explicarse un poco mejor.
—¿Se imagina lo fantástico que sería que las cosas tuvieran memoria propia, que los objetos pudieran contarnos lo que vivieron?
—¿Si me lo imagino? —repuso el comisario sonriendo—. ¿Como policía? Pues claro que sí. Mi trabajo sería un juego de niños.
Harald asintió.
—Pues el debate se centra en hasta qué punto las cosas tienen memoria, si es el objeto en sí mismo el que tiene memoria o si depende del receptor, que posee una facultad especial para poder asimilar lo que el objeto quiere transmitir. De lo contrario, sería como leer un libro, o sea, dejar que el objeto contara su historia sin más. Rebecka estaba realizando experimentos en esta línea y utilizó varios objetos de nuestra colección en una de las salas de exposiciones. La espada de verdugo fue uno de ellos. En realidad, tenemos prohibido tocar los objetos sin guantes, pero para captar el relato del objeto hay que tocarlo directamente, sostenerlo entre las manos y entrar en contacto con él. La noche a la que me refiero, Rebecka había invitado a varias personas interesadas en psicometría.
—¿Qué pasó?
—Una de las participantes entró en contacto con el objeto y se alteró mucho. Quedó conmocionada. Creo que era la primera vez que experimentaba algo así con tanta intensidad. En parte se sintió muy impresionada por la historia del objeto, pero sobre todo por su propia capacidad receptora.
—¿De qué objeto hablamos?
—De una casulla del siglo quince, y luego la espada de verdugo. También lo consiguió con otros objetos, pero sin el mismo resultado.
—¿Sabe cómo se llama?
—Marianne Ekstedt, la madre de Rebecka.
Carsten alzó una ceja.
—¿Cuántos eran?
—Seis, yo incluido.
—¿Quiénes eran los demás?
—Ignoro los nombres de casi todos. Pero se descubrió el asunto y Rebecka tuvo que dimitir.
—¿La despidieron?
—No, en el ayuntamiento de Gotemburgo no te despiden. Te reubican.
—¿Cómo cree que puede vincularse esto con el robo de la espada? ¿Cree que Rebecka tal vez tenga algo que ver?
—No, en absoluto. Y ni siquiera sé si está relacionada con el robo. Pero cuando me contó que podía haber sido utilizada como arma asesina pensé que debía explicarle lo que sabía. Rebecka me protegió, nunca confesó a la dirección que yo también estuve presente durante la sesión, de lo contrario los dos habríamos tenido que abandonar el museo. Ella es así.
Carsten asintió con la cabeza.
—Voy a necesitar los nombres de los demás participantes. Y tal vez tenga que hablar con Rebecka. ¿Dónde trabaja ahora?
—Como profesora en la escuela de Fiskebäck, en Västra Frölunda.
Carsten se quedó pensativo.
Le sonaba de algo. Entonces cayó en la cuenta: de esa escuela procedía la clase que había encontrado el cuerpo en la Arboleda Sagrada.
Finca de Nygård, Vargön, primavera de 2009
Aquel viernes Kristian estaba de un humor de perros cuando salió del adosado de Disa Hedlund y se fue a casa. Consideraba un acto de crueldad que la mujer siguiera negando obstinadamente la existencia de Asko. Le parecía que casi podía alargar la mano y palpar aquella maldad. Incluso las rosas en el arriate de la entrada del adosado parecían apartarse del muro en un intento por sacar las raíces para huir de allí.
Marianne llevaba más de una semana preparando una fiesta con motivo del equinoccio de primavera. En un momento de debilidad, Kristian le había ofrecido celebrarla en Nygård, de tal manera que en los últimos días la finca se había transformado. Como los coches estaban prohibidos, había que aparcarlos a un kilómetro. De repente, personas disfrazadas habían empezado a llegar de todos los rincones a caballo, en carros tirados por caballos o a pie. Las antorchas flanqueaban el camino. Kristian apagó los faros del coche y aparcó.
Echó a andar y de pronto cayó en la cuenta de que no tenía ningún disfraz. ¿De qué podía vestirse? Abrió la puerta del viejo vestíbulo y se dirigió al sótano. Marianne estaría recibiendo a los invitados y no quería estropear el ambiente apareciendo sin disfraz. La pregunta era qué se pondría. En la oscuridad del sótano oyó un ruido y se volvió. En un taburete de la vieja cocina estaba sentado Asko.
—No pretendía asustarte —le dijo a Kristian—, pero no sé dónde meterme. Tendrías que verlos. Sin duda, tú y yo encajaríamos perfectamente, teniendo en cuenta cómo solíamos corretear disfrazados, pero no sé… Estoy considerando quedarme aquí abajo. Además, sólo tengo una cogulla y no acabo de sentirme cómodo con ella.
—Pues tengo el mismo problema —reconoció Kristian. Y entonces recordó la limpieza del desván que nunca llegaron a hacer muchos años atrás—. En la buhardilla podría haber algo. Ropa vieja y tal vez algún sombrero.
—Bueno, tal como recuerdo a tu padre, es muy posible que encontremos cualquier cosa. Basura de los últimos dos siglos, ¿no solía decir eso?
Kristian asintió con la cabeza. Su padre tenía la costumbre de guardar muchas cosas para la posteridad.
En la buhardilla, Asko abrió el tercer baúl de viaje y empezó a rebuscar. Ropa de mujer. No, descartado, a pesar de que había de su talla. Echó un vistazo a su reloj; era hora de que bajaran. Entonces encontró la solución en un armario ropero, donde Torsten había procurado que colgaran todas las sotanas y viejas golillas.
—Sí, pueden servirnos —dijo Kristian y su rostro se iluminó—. Voy por dos cervezas y luego nos meteremos en la biblioteca para cambiarnos, allí no hace tanto frío.
Asko recordó que de niño casi había tenido que inclinarse reverencial ante las sotanas y sus dueños. No quería ni pensar en cómo se habría puesto Torsten al verlos allí en la biblioteca, disfrazándose con ellas.
—Quiero enseñarte algo —dijo Kristian, y se acercó a una estantería. Buscó hasta que abrió una puertecita de cristal y sacó un libro con cuidado—. Un ejemplar de Malleus Maleficarum de 1669.
—¿El martillo de las brujas? —preguntó Asko, impresionado—. ¿Cuál era la implicación de la familia Bagge en los procesos por brujería en Marstrand?
Kristian abrió el libro y señaló la ornamental caligrafía.
—Con anotaciones de mi antepasado Fredrik Bagge. —Lo sostuvo vestido con la vieja sotana—. Con esta ropa, casi me siento como él.
—¿Guardas el libro aquí? ¿Estás loco, Kristian? Deberías tenerlo bajo llave, debe de ser muy valioso.
—Papá siempre lo guardó aquí. De vez en cuando lo consultaba. Me gusta que el libro esté en ese estante y, además, que nadie sepa que lo tengo.
—¿No acusaron de brujería a un familiar de Fredrik Bagge?
—Sí. A su madre. Pero el hijo consiguió que la absolvieran.
—Qué locura lo de la persecución de brujas…
—Algún día tienes que leer las anotaciones de mi antepasado sobre los procesos, es espeluznante leer la descripción de un testigo de la época.
—O son imaginaciones mías, o aquí huele a pipa —dijo de pronto Asko.
Salió de la biblioteca a zancadas en dirección al Salón del Capitán. El olor a humo era penetrante, pero no había nadie.
—Papá siempre olía ese humo, y yo también, sobre todo en los últimos años de su vida.
Asko asintió y recordó al padre de Kristian, que poco a poco se había perturbado hasta que murió. Veía cosas raras y se sentaba en el Salón del Capitán a conversar con alguien, a pesar de que estaba solo. Sin embargo, hasta aquella noche Asko nunca había olido el humo. Era desagradable.
Anders aparcó frente a Björndalsgården. El edificio era alto y de ladrillo amarillo visto. «Amarillo hospital», pensó Karin, abrochándose la chaqueta. Anders señaló en dirección a una zona con casas adosadas bajas que se extendía alrededor de Björndalsgården. Eran de colores más vivos y de aspecto más alegre.
—Las casas adosadas están ocupadas por los internos de la residencia todavía capaces de valerse por sí mismos, aunque hay personal sanitario para atenderlos las veinticuatro horas, en caso de que lo necesiten. La madre de las dos víctimas se llama Hjördis Hedlund y vive aquí. Elisabet Mohed era la mayor de tres hermanas, viuda, sin descendencia. La madre es la única pariente que hemos encontrado.
En un arriate recién dispuesto había arbustos y árboles cuyo color de hojas indicaba la cercanía del otoño. Los tonos iban desde el naranja hasta el rojo vino más intenso. Cruzaron las puertas automáticas de la entrada principal y se acercaron a la ventanilla de la recepción.
—Hola, soy Anders Bielke. Estoy buscando a Britt Barsk. Venimos a ver a Hjördis Hedlund, pero me dijeron que preguntara por Britt Barsk —le explicó a la mujer que los atendió.
—Sí, un momento.
La mujer cerró la ventanilla.
Cinco minutos después apareció una enfermera corpulenta. Su ropa era del mismo amarillo pálido que las paredes del edificio, al igual que sus dientes y la yema de sus dedos.
—Britt Barsk —se presentó, tendiendo una mano fuerte pero húmeda que olía a desinfectante.
«Desde luego —pensó Karin—, hace honor a su apellido Barsk, hosca».
—Soy Anders Bielke, le telefoneé antes, y esta es mi colega de la policía de Gotemburgo, Karin Adler.
—Vaya. ¿De Gotemburgo? —repuso Britt frunciendo el ceño y en tono levemente despectivo, con un acento de Trollhättan tan marcado que el sueco que hablaba Anders parecía de lo más neutro.
—Nos gustaría hablar con Hjördis Hedlund.
—Querrá decir que les gustaría hablar de Hjördis Hedlund.
—¿Qué? —terció Karin.
—Ha muerto. Ya no está entre nosotros.
Seguían en la recepción. La mujer no hizo ademán de conducirlos a una sala. Parecía que quería quitárselos de encima cuanto antes.
—¿Cuándo ocurrió?
—Acabo de consultarlo en mis documentos. El diez de septiembre —contestó la mujer sin mirarla.
Karin se sobresaltó: ¡el 10 de septiembre, dos días después de que encontraran a la mujer en la piedra de los sacrificios!
—¿Qué le ocurrió? —preguntó Anders, exagerando su acento, lo que Karin dedujo que era una artimaña para ablandar a la mujer. Como si eso fuera a servir de algo.
—¿Que qué le ocurrió? Pues que era vieja. Todos envejecemos.
—¿Ocupaba una de las casas adosadas o una habitación del edificio principal?
—Una casa adosada.
—O sea, que era capaz de valerse por sí misma —dedujo Anders.
—Las chavalas no dieron señales de vida, a pesar de que les envié un montón de mensajes —bufó la mujer.
—¿Las chavalas? ¿Tenía hijas?
—Sí, tres. Pero nunca vinieron a verla.
—¿Y el cadáver?
—Fue incinerado. El personal del centro esparció sus cenizas en la arboleda del cementerio.
«Sí que se han dado prisa —pensó Karin—. Incineran el cadáver a pesar de no localizar a sus familiares. Y eso que era una muerte bastante reciente».
—¿Podríamos ver dónde vivía? —preguntó Karin.
Britt la miró fijamente antes de soltar un resoplido, sólo para recalcar lo pesada que le resultaba aquella petición.
—No entiendo para qué, pero iré a buscar la llave si quieren.
—Ya que estamos aquí —repuso Karin, encogiéndose de hombros. Y dirigiéndose a Anders susurró entre dientes—: ¡Qué encantadora!
—Y que lo digas. Tan encantadora como un trol. Ya sabes, es de Trollhättan.
Karin sonrió y pensó en Folke, que sin duda habría sabido apreciar la broma.
Hjördis Hedlund había ocupado el adosado 13 B. Justo cuando se disponían a encaminarse a la casa, se abrió la ventanilla y una mujer le dijo a Britt que tenía una llamada. Tras un segundo de titubeo, la enfermera le dio las llaves a Anders y señaló hacia las viviendas adosadas.
—O sea, que venimos aquí para informar a la madre que sus hijas han muerto y resulta que la madre también ha muerto —comentó Karin, pensativa.
—El asunto no mejora, desde luego. Pero reconozco que me siento aliviado. Estuve dándole vueltas a cómo abordarlo, pero no existe una manera considerada de anunciar a nadie que un familiar cercano ha sido asesinado. Y encima, en este caso, iba a ser un suplicio tener que explicar cómo ocurrió.
—¿No te parece una extraña coincidencia? —dijo Karin mientras Anders abría la puerta del 13 B.
En el buzón unas letras blancas de plástico anunciaban «Hedlund», si bien la tercera letra se había deslizado y no estaba alineada. Nadie se había molestado en colocarla bien de nuevo, probablemente porque pronto habría que cambiar el apellido.
—¿El qué? —preguntó Anders distraído.
—Toda la familia.
Olía a moho y encierro, aunque había una fregona y un aspirador en medio del salón. «Soledad y enfermedad», pensó Karin, echando una ojeada a una reluciente botella de Ajax limón. Tuvo remordimientos, pues hacía tiempo que no visitaba a su abuela, Anna-Lisa. Se prometió ir a verla pronto.
La casa estaba recogida y las persianas bajadas. Sólo quedaban los muebles, que tal vez pertenecían a la vivienda. Había tres cajas de mudanza a lo largo de una de las paredes del salón. Karin abrió la primera. Objetos de decoración, tapetes. La cerró y abrió la siguiente, en la que encima de todo había un álbum de fotos. Al abrirlo se deslizó un papel. Lo recogió distraída antes de echar un vistazo a la primera fotografía, de una mujer de edad avanzada con otras tres mujeres. Seguramente sus tres hijas. De repente, se quedó petrificada: ¡acababa de reconocer a una de las mujeres de las fotografías forenses! La examinó detenidamente. Era ella, la mujer cuya cabeza fue encontrada en el jardín de la señora Wilson. Se disponía a contárselo a Anders cuando un hombre se coló por la puerta y miró alrededor. De pronto apagó la luz del vestíbulo.
—Hola —lo saludó Karin.
—¿Eres una de las hijas? —preguntó el hombre, que llevaba la cabeza rapada y era tan ancho como alto. Miró alrededor sin esperar respuesta y prosiguió—: Soy el vecino de Hjördis. Aquel día estuvimos jugando a las cartas.
—¿Cuándo?
—El día que murió.
—¿Qué le pasó?
—Nada. Se sentía mal. Dicen que solía caerse y que por eso se hizo daño, pero no es verdad.
—¿Cómo se había hecho daño? ¿Estaba mal?
—Sí, claro, ¿acaso no se murió? Parecía haberse golpeado la cabeza. O caído y roto la nariz, pero sé que recibió una visita, sé que alguien vino a verla.
—¿Se rompió la nariz? —inquirió Karin, estremeciéndose. Se disponía a preguntarle quién había visitado a la anciana cuando la puerta se abrió y apareció Britt. Pareció sorprendida, y enseguida enojada al ver al hombre en la penumbra. Con un gesto diestro le dio al interruptor al tiempo que intentaba sonreír.
—Pero, Gunnar, ¿has vuelto a equivocarte?
—¿Me he equivocado? —dijo el hombre, confuso—. Sí, es verdad, esta no es mi butaca —añadió señalando el sofá.
—Anda, ven conmigo, Gunnar —dijo Britt, agarrándolo bruscamente del brazo.
Karin se fijó en que el hombre se volvía y la miraba con ansiedad, como si hubiera querido añadir algo pero no le hubiera dado tiempo.
—Ay, este Gunnar —dijo la enfermera cuando volvió tras acompañar al hombre a la casa contigua—. Cada día está más confuso. Ya veremos cuánto tiempo se puede quedar aquí. —Negó con la cabeza—. Bueno, estas son las cosas de Hjördis —dijo, y señaló las cajas.
Karin pensó que el hombre no había parecido en absoluto confuso antes de la aparición de Britt.
—¿Estas son sus hijas? —preguntó, señalando una de las fotografías del álbum.
Dio la impresión de que la mujer iba a protestar porque Karin hubiera estado fisgoneando en las cajas, pero se limitó a mirar la foto.
—Sí, una de ellas —dijo, e indicó a la mujer cuya cabeza había aparecido en el jardín. Acto seguido, pasó la primera página y luego otra más, antes de volver el álbum hacia Karin y, señalando con el dedo, decir—: Aquí, aquí están las otras dos.
Karin se inclinó para mirar. La mujer rodeada de velas funerarias en Rosenlund le devolvió una mirada sonriente con su melena oscura sobre los hombros. Sus ojos eran vivos y brillantes.
Anders había llamado a los técnicos forenses que examinarían la casa de Hjördis Hedlund y a unos colegas para que se encargaran de llevarse a Britt Barsk e interrogarla. Britt podía haberlos acompañado en el coche de Anders, pero Karin comprendió que el agente pretendía ablandarla mostrándose formal y realizando el interrogatorio en la comisaría en vez de en Björndalsgården. En ningún momento dejó de mostrarse amable con ella, pero subrayó la gravedad del asunto enviando un coche patrulla a recogerla.
Además, mientras Karin y Britt echaban un vistazo al álbum, él había decidido aprovechar el tiempo e ir a hablar con Gunnar, aquel anciano que no estaba ni mucho menos confuso.
—La alarma no funcionaba y tuvo que ir en busca de ayuda —explicó luego Anders—. Y hubo algo más. La mujer llevaba puestos los zapatos y el abrigo. Espero que podamos confiar en lo que dice, pero la verdad es que me parece bastante lúcido.
—A mí también —dijo Karin—. Y que Britt empiece a hablar.
—Supongo que tendré que utilizar todo mi encanto con ella —comentó Anders, y le estrechó la mano—. Te llamo en cuanto sepa algo más.
Karin se sentía, si no animada, al menos esperanzada cuando cogió el coche y dobló a la derecha por la carretera 45, de vuelta a Gotemburgo.
Anders llevaba una hora hablando con Britt Barsk. Estaba convencido de que no le había contado todo lo que sabía, pero no quería presionarla. Las amenazas no servirían de nada con aquella mujer. En su lugar, decidió mostrarse simpático. Habló calurosamente de la comarca de Trollhättan y de las razones que lo habían llevado a volver, a pesar de que, después de su formación, le habían ofrecido un puesto en la policía de Estocolmo.
Britt escuchaba. Anders habló de ayudar a los débiles y los marginados de la sociedad, pensando que eso tal vez llevaría a la mujer a ver las afinidades entre ambos respecto a sus profesiones. Cuando él le ofreció amablemente más café, Britt poco a poco empezó a soltarse.
—Era de noche, ¿sabe? —dijo en voz baja.
Anders respiró aliviado y comenzó a idear una estrategia para llevar la conversación hacia donde quería. La señora que tenía sentada enfrente ni era tonta ni fácil de engañar con monerías.
—¿La noche del diez de septiembre?
Britt asintió con la cabeza.
—No estaba en su habitación y su abrigo había desaparecido.
—Podía haber ido a dar una vuelta, o a casa de Gunnar para jugar a las cartas.
—Gunnar —resopló la mujer.
Anders decidió no seguir por ahí. Nada de mencionar al vecino de la difunta.
—Tengo entendido que dejáis salir a los internos.
—Sí, aunque Hjördis nunca mostró ningún interés por salir.
—¿Así que os sorprendisteis al no encontrar su abrigo?
—Y nos preocupamos. Empezamos a buscarla. Al principio, por los alrededores, pero más tarde al otro lado de la carretera —explicó Britt, señalando con el dedo como si se encontrara en la residencia y no en una comisaría.
Anders intentó recordar el lugar. Frente a la residencia había una carretera, y justo después empezaba el bosque.
—Hay un camino forestal al otro lado de la carretera —prosiguió la mujer—. Uno de nuestros interinos fue por allí, a través del bosque, y encontró a Hjördis entre unas piedras en un prado.
—¿Unas piedras en un prado?
—Uno de esos antiguos círculos de piedras, no recuerdo cómo se llaman.
—¿Un círculo megalítico? —inquirió Anders pensativo—. ¿Se refiere a un círculo megalítico?
—Estaba echada en el centro del círculo boca abajo. Cuando llegué, ya le habían dado la vuelta.
—¿Estaba muerta?
—Y tan muerta. Tenía la cara sucia. Ya había oscurecido y tardamos un rato en descubrir que era no sólo suciedad, sino también sangre, y que se había golpeado la cara.
—¿Cómo golpeado? ¿Había resbalado?
Britt pareció sopesar cuánto contar.
—¿Alguien la había golpeado? —insistió él, tratando de interrumpir las deliberaciones de la enfermera.
—La nariz. No tenía.
Anders se disponía a plantear una pregunta de seguimiento, cuando la mujer prosiguió:
—Hasta entonces creímos que a lo mejor se había hecho daño sola, pero cuando conseguimos llevarla a su casa descubrimos que tenía algo en la boca.
—¿En la boca? —repitió Anders, sorprendido.
—Tela.
—¿Qué? ¿Tenía tela en la boca?
—Sí, unas largas tiras de tela, con las que aparentemente se ahogó. Entenderá lo que pasaría en la residencia si esto saliera a la luz. Tendríamos que cerrar. La gente se quedaría sin trabajo y los ancianos no tendrían a donde ir.
—¿No pensó que algo no encajaba, que tal vez se hubiera cometido un crimen?
—La verdad es que no. —Britt se retorcía las manos, intranquila. Ya no se mostraba tan engreída, se dijo Anders—. Más bien pensé en lo que deberíamos hacer. En el certificado de defunción y esas cosas. Tuvimos la suerte de que aquella noche hubiera un médico en la residencia.
—¿Un médico? ¿Por suerte? ¿Y él qué dijo? ¿Le pareció que era una muerte natural? ¡Dios mío! —Anders estaba indignado. ¿Qué clase de médico certificaba una muerte natural en un caso así y luego se volvía a casa a dormir tranquilamente?
—Sí, es uno de los copropietarios del centro, y es natural que se mostrara especialmente cuidadoso.
—Ya lo creo. No era bueno para el negocio. Pero entonces, ¿quiere decir que a nadie se le ocurrió que debían llamar a la policía para averiguar qué había sucedido?
Britt bajó la mirada a la mesa, avergonzada.
—Sí, lo pensé, naturalmente, pero la verdad es que… —murmuró.
«No me vengas con excusas estúpidas», pensó Anders, mirando con severidad a la mujer.
—Pero ¿qué? ¿Lo pensó pero algo se interpuso? ¿Y cómo se llama ese supuesto médico? —preguntó para no darle tiempo a pensar demasiado y obligarla así a contestar.
—¿Realmente tiene que…? —dijo Britt, y alzó la mirada asustada.
—Sí, realmente tengo que hacerlo.
—Entonces él sabrá que fui yo quien se fue de la lengua.
—¿Y cree usted que ese es el mayor problema en este momento? ¿Se da cuenta de la gravedad de la situación?
—No quería decir eso… —Britt se había hundido en la silla, y de la hosca y bravucona enfermera que había entrado en la sala apenas quedaba rastro.
—Deme el nombre, Britt —pidió Anders, aprovechando que había roto sus defensas.
Karin echó un vistazo al móvil para ver la hora y descubrió tres llamadas perdidas. Debía de pasarle algo al teléfono. Escuchó los mensajes en el contestador. Margareta le pedía que la llamara. Contestó al cuarto tono; parecía ocupada.
—¿Llamo en mal momento? —preguntó Karin.
—Un segundo. —Karin la oyó dar unas breves instrucciones con algunos términos en latín—. Karin, qué bien que me hayas llamado. A ver, la mujer de Rosenlund. —Margareta volvió una hoja, y a Karin le pareció que estaba tecleando—. Sólo tengo que entrar, se bloquea pasados unos minutos… Bueno, murió ahogada el miércoles, entre las trece y las quince horas, pero no fue encontrada hasta dos días después. Tenía agua en los pulmones, agua salada. No sé si te hablé de las marcas en su cuerpo, ¿lo hice?
—¿Marcas? No, no creo. En cambio, tengo algo que contarte. Era hermana de las otras dos víctimas.
—Vaya. ¿Las tres eran hermanas? Lo que quería decirte es que tenía dos tipos de marcas diferentes: unas alrededor de las muñecas y los tobillos, o sea, que la ataron. Sin duda, estaba atada cuando murió.
—Entonces ¿estaba atada cuando se ahogó?
—Sí, yo diría que sí. Atada en cruzado.
—¿En cruzado? ¿A qué te refieres?
—Que la muñeca izquierda estaba unida con el tobillo derecho, y a la inversa. ¿Te suena a algo? —preguntó la forense con sagacidad, como si tuviera su propia hipótesis y se preguntara si Karin todavía no había llegado a la misma conclusión.
—Has dicho que había dos tipos de marcas. ¿Cómo eran las otras?
—Marcas del bichero del embarcadero. Tardé en descubrirlo. No entendía cómo podían haberse provocado esos pequeños círculos por todo el cuerpo, pero sobre todo en la espalda. Hasta que Jerker vino en mi ayuda. Después de encontrar agua en los pulmones de la víctima, supusimos que debió de fallecer en algún lugar de la finca. Era una suposición, pero a partir de ella dedujimos que el objeto que había producido las marcas debía de estar allí. Y así fue: era el bichero.
—O sea, que estuvo atada y tenía marcas en el cuerpo infligidas con el bichero.
—Sí, así es, y manos y pies fueron atados en cruzado.
—¿Cómo lo interpretas? —preguntó quedamente Karin, tratando de apartar esa imagen de su mente.
—Creo que la sumergieron exactamente igual que cuando se hacía la prueba del agua a las brujas.