Karin y Folke se alejaron de la casa de Rosenlund, después de su visita tan pronto interrumpida.
—Fue Robban quien habló con Marianne Ekstedt —señaló Folke, aguardando a que aquel contestara a su móvil. Al final se conectó el contestador y dejó un mensaje.
—Cuando interrogué a Asko anoche me pareció entender que su mujer estaba de viaje —apuntó Karin.
El móvil de Folke sonó: Robban. A pesar del identificador de llamada, Folke contestó como de costumbre, dando su nombre y apellido. Luego colgó y comentó:
—Marianne Ekstedt no tiene móvil y Robban también cree que se marchaba de viaje, aunque no sabe adónde. Tal vez a otro mundo… —ironizó con un tono ligeramente afectado que hizo sonreír a Karin, que dijo:
—Asko asiste a una conferencia aquí. Tenemos que hablar con él.
—Mientras Robban entrevistaba a Marianne Ekstedt, yo hablé con su colega Gisela, que también trabaja en el centro. Tal vez podría ayudarnos a localizarla. Entonces no haría falta hablar con el marido. —Folke sacó una agenda con bloc de notas y buscó un teléfono—. En cierto modo —añadió negando con la cabeza mientras marcaba; Karin no tenía ni idea de a qué se refería—. Si habla con Marianne, ¿sería tan amable de decirle que me llame? —lo oyó decir a su interlocutor. Luego colgó y se volvió hacia Karin—. Según la agenda de Marianne Ekstedt, esta dará un cursillo en Glastonbury, pero no empieza hasta el próximo viernes. Gisela me ha contado que siempre usa la semana anterior para prepararse y para ello se refugia en paradero desconocido. A veces se desplaza hasta el lugar del cursillo y completa allí los preparativos, y otras descansa en Suecia antes de irse.
—¿Y Gisela no sabe qué ha hecho esta vez?
—Pues no.
—Se lo preguntaremos a su marido, que está en una conferencia cerca de aquí. A lo mejor habló con su mujer. Si no, tendremos que esperar a que empiece el cursillo.
Folke asintió.
Kristian Wester contó cómo había empezado su carrera y cómo había comprendido que necesitaba llegar a las personas antes de que enfermaran para realmente serles útil. Un mes al año se trasladaba a una isla paradisíaca de las Antillas, donde trabajaba sin cobrar. Entre la población antillana las creencias populares todavía estaban muy arraigadas y él había tratado de encontrar un equilibrio entre la medicina moderna y las antiguas supersticiones y el culto a los espíritus de los antepasados.
Les habló de medicina preventiva y del desarrollo de las fuerzas inherentes al ser humano. De convertirse uno en la fuerza consciente y directriz de la propia vida. Hizo hincapié en que todos, al igual que sus amigos y pacientes antillanos, tenemos un legado de nuestros antepasados, herencia que a veces desempeña un papel más importante en nuestros actos de lo que imaginamos.
—A menudo, nosotros los suecos, cuando rellenamos algún formulario o si tenemos que referir las enfermedades de nuestra familia, pensamos en nuestra herencia genética. Pero ¿cuántos pensamos en quiénes somos en realidad?
Uno de los oyentes levantó la mano.
—No lo sigo. ¿A qué se refiere?
—¿Podría existir una herencia espiritual? El color de los ojos y la presión arterial son evidentes, pero ¿es posible heredar algo más de generaciones anteriores? Por ejemplo, aptitudes para las matemáticas o, yendo más allá, incluso una filosofía de vida o las fuerzas motrices de algún pariente.
—¿Qué quiere decir con fuerzas motrices? ¿Lo que nos lleva a actuar de determinada manera sin ser conscientes del motivo? —volvió a preguntar el mismo oyente.
—Exactamente. Lo de las fuerzas motrices es interesante. Ahora traten de pensar quién o qué es la fuerza que dirige sus vidas.
«Marianne suele hacerlo bastante mejor», pensó Asko. Su argumentación era más profunda y resultaba mucho más divertido cuando trabajaban juntos.
Lycke intentó concentrarse, pero pronto se rindió y sus pensamientos volaron hacia Asko y el hallazgo en su casa de Rosenlund.
Antes del almuerzo, Kristian Wester repartió bastones a todos los participantes para dar un paseo por la isla. En el momento en que volvían al hotel, Lycke vio a Karin con un colega; estaban hablando brevemente con Asko, que dejó de hacer los estiramientos y abandonó los bastones para acompañarlos al interior del Villa Maritime.
—Los últimos diez años siempre lo ha hecho así —dijo Asko a Folke en respuesta a una pregunta que Karin no había oído, pero que seguro que tenía que ver con su mujer.
—¿Y no tiene manera de ponerse en contacto con ella? —preguntó Folke.
—No, la verdad es que nunca ha hecho falta.
—Nos interesa mucho contactar con su esposa. Aunque sólo sea por si puede arrojar alguna luz sobre el crimen cometido en su casa.
—¿Creen que está dirigido contra mi esposa? ¿Qué tiene que ver con su empresa? —preguntó Asko preocupado.
—Mi colega Robban y yo visitamos el centro espiritual de su esposa en relación con otro caso. Por lo que tengo entendido, su mujer se deja guiar bastante por la intuición.
—Sí, así es. Al fin y al cabo, en parte vive de eso.
—¿Y eso, en realidad, significa que obedeciendo a una repentina ocurrencia puede estar en cualquier lugar?
—No, no exactamente, pero sí podría haber cambiado de planes en el último minuto. Una vez había decidido irse a Mallorca una semana, pero mientras esperaba el autobús para el aeropuerto tuvo una inspiración y terminó cogiendo el tren a Värmland. Me parece que pasó la semana en Karlskoga —dijo Asko, y sonrió al recordarlo, hasta que reparó en la mueca escéptica de Folke—. En teoría, puede haber ido a cualquier lugar, pero de lo que no me cabe duda es de que llegará a la hora a su cita, el viernes, cuando dé comienzo el curso. Teniendo en cuenta lo ocurrido, desearía, naturalmente, poder dar con ella. —Suspiró—. Por desgracia, no tiene móvil.
—Ya, lo sabemos.
—Marianne necesita tiempo para sí misma. La semana previa a un curso se prepara aislándose por completo y meditando. Suele decir que cada curso ha de ser nuevo y único.
—Muy bien —terció Karin—. Por favor, llámenos si recibe noticias de su esposa.
—O si se le ocurre algo, por ejemplo, dónde está —añadió Folke antes de que Karin pudiera reaccionar.
Asko asintió con la cabeza.
El grupo con los bastones había terminado los estiramientos. Kristian Wester se acercó a Asko, Karin y Folke.
—¿Han descubierto algo nuevo? —preguntó.
Asko negó con la cabeza.
—No, no; estamos hablando de otra cosa, Kristian. Quieren contactar con Marianne. El cadáver de Rosenlund puede tener algo que ver con su centro.
—¿Qué? ¿Y eso por qué?
—Estamos siguiendo todas las pistas disponibles. El centro de Marianne es una más —aclaró Karin antes de despedirse y emprender el camino de vuelta al ferry, con Folke pisándole los talones.
Tras despedirse de Folke, Karin estaba de nuevo en su barco. Los pensamientos se le agolpaban. Folke había prometido ponerse en contacto con Robban y seguir la pista de los Ekstedt. Además, se había mostrado muy dispuesto y había empezado a repasar el material del museo de la ciudad.
Se sentía frustrada, aunque sabía que por el momento no podía hacer mucho más, que Folke llamaría a Robban para hablar con él, y, además, que otros agentes estaban trabajando en el caso y buscaban a Marianne. Sin embargo, era difícil dejar a un lado la investigación y relajarse. Su mente seguía trabajando en busca de algún cabo suelto que todavía no hubiera evaluado o seguido. Parecía que todo estaba ligado, pero le faltaba encontrar el eslabón.
Tenía hambre. Consultó el reloj; la tienda estaba cerrada. Quedaba la pizzería, o té y bocadillos, aunque esto último fuera un poco triste para un sábado por la noche. Bueno, cenaría una pizza. Se puso un jersey y la cazadora. Acababa de cerrar el barco cuando el móvil emitió un pitido. Nuevo mensaje. De Johan.
«Cocinero privado con cesta de comida se ofrece a cambio de cocina de barco y, a poder ser, unos besos. Johan».
Karin sonrió y contestó: «Bienvenido. ¿Cuándo?».
Pasaron apenas treinta segundos y apareció la respuesta en la pantalla.
«Veinte minutos. ¿Te va bien?».
«Perfecto».
Rápidamente, cogió una toalla y el neceser. Y ropa limpia. ¡Ya habían pasado dos minutos de los veinte, maldita sea! Se puso a buscar en vano las llaves del barco, y así continuó durante un minuto más hasta que decidió dejarlo abierto. Apagó los quinqués, cerró la escotilla y echó a correr por el muelle.
A bordo faltaban dos cosas: una lavadora y una ducha. Precisamente la ducha la echaba de menos muy a menudo y había empezado a pensar en hacerla instalar en el baño.
En el puerto deportivo no había duchas cerca del amarre del Andante, pero los propietarios del astillero Ringen habían sido tan amables de dejarle las llaves del vestuario del personal. ¿Cómo se le había ocurrido pensar que le bastaban veinte minutos? No le daría tiempo… Tras la carrera estaba acalorada y sudorosa. Como por arte de magia, el maquillaje y el perfume también estaban en el neceser. De pronto pensó que no había ningún motivo para estresarse y envió un mensaje a Johan, explicándole que el barco estaba abierto y que volvería enseguida.
Cuando regresó paseando por el muelle, vio luz en los ojos de buey del Andante. Tenía un aspecto acogedor y hogareño y resultaba muy agradable subir a bordo de un barco iluminado donde ya había alguien. Bueno, alguien no, se corrigió. Johan.
—Hola. ¿Puedo entrar? —preguntó, golpeando la cubierta con los nudillos.
Johan, que estaba inclinado sobre la cocina tratando en vano de encender el fuego, no la oyó llegar.
—Ya no queda alcohol en ese infiernillo —dijo Karin, y abrió una banqueta de la cabina.
—Hola. No te había oído. —Y la abrazó con fuerza.
Ayudándose de un embudo de plástico, Karin llenó el recipiente inoxidable con un litro de alcohol y volvió a montarlo.
Mientras tanto, Johan había cortado unas rebanadas de pan y peló unos ajos.
—Prueba ahora.
Johan acercó el encendedor y el fuego prendió.
—Perfecto —dijo, echando los ajos en la sartén con aceite de oliva. Ya había servido vino tinto en dos copas que Karin no reconoció.
—¿Acaso no te gustan mis copas de plástico?
—Bueno, considéralo un pequeño regalo. Espero que no te lo tomes a mal…
—¿El qué? ¿Que vengas a mi barco a cocinar y me regales unas preciosas copas? Pues la verdad es que no. Aunque he de decir que no parecen tan resistentes al oleaje como las mías de plástico. No tendré que hacerme un seguro nuevo, ¿verdad? —bromeó, admirando las bellas copas talladas.
—Son noruegas —explicó Johan, sin contestar a la pregunta del seguro—. De la fábrica de cristal Hadeland. Lo llaman tallado en oliva. A propósito de olivas, ¿podrías poner esta fuente en la mesa? Y luego una cosa más.
—¿Qué?
—Qué guapa estás. Espera, necesito volver a abrazarte.
—Gracias —dijo ella, sonriéndole. La verdad es que se sentía guapa, maquillada y con una bonita blusa roja que hacía tiempo que no se ponía.
Johan colocó una olla negra sobre la mesa.
—Fondue. Aunque, pensándolo bien, no sé si es muy recomendable encenderla dentro del barco. ¿Qué dices?
—Adelante. Siempre tengo encendida la estufa, igual que los quinqués.
Karin pensó en la perorata que le había soltado Folke aquella misma tarde acerca de los gases peligrosos. De haberse enterado de que iban a hacer una fondue dentro del Andante, se habría puesto a ladrar.
Johan había dispuesto sobre una fuente de cerámica azul de estilo rústico diversos manjares, desde filete de buey troceado hasta langostinos y champiñones. Unas grandes olivas verdes y negras estaban bellamente distribuidas.
—¡Qué buen aspecto! Ni siquiera recuerdo la última vez que comí fondue.
—Yo tampoco —aseguró él, y encendió el quemador—. Mis padres, Martin y yo solíamos comerla a menudo cuando yo era pequeño. Pasábamos los sábados por la noche con una fondue y viendo un capítulo de Cinco hormigas son más que cuatro elefantes —dijo con aire soñador.
—¡Me encantaba ese programa!
—He vuelto a verlo con Walter, lo repusieron esta primavera.
Karin se preparó una brocheta con olivas, champiñones y filete de buey y la introdujo en el aceite caliente. La llama del quinqué que colgaba sobre la mesa osciló, de modo que el combustible estaba acabándose. Se levantó y sopló para apagarla. Entonces, se encontró pensando en aquella mujer rodeada de velas. Y en su nariz amputada.
—¿Qué tal? —preguntó Johan tras meter la última brocheta con langostinos y filete de buey—. Dicen las malas lenguas que habéis encontrado el cadáver de una mujer en Rosenlund. Si he de ser sincero, me temo que me lo contó Lycke.
—Comprendo que te lo contara. Sí, es verdad. Ese es el inconveniente de mi trabajo, porque no puedo hablar directamente de él con extraños.
—Extraños —repitió Johan en un tono algo triste.
—Disculpa, no quería decir eso. Sólo que…
—Está bien. Lo comprendo.
—¿Te resulta desagradable mi trabajo? —preguntó Karin, de pronto preocupada por la respuesta.
—No, pero creo que debes de ser una persona tremendamente estable y fuerte. Entre otras cosas, justo porque tienes que guardarte tantas cosas para ti. Al fin y al cabo, no puedes quedar a cenar con tus amigos y contarles cómo te fue la semana. Te admiro, y desearía poder acercarme más a ti —declaró Johan.
—Gracias, qué bonito. Y yo quiero que estés más cerca. ¿Tomamos el café en alguna terraza? El cielo está despejado y se ven las estrellas.
—No me interesa demasiado el café —repuso él, cubriendo el quemador de la fondue con una pequeña tapa para apagarlo—. Prefiero quedarme aquí contigo.
Una tras otra, las estrellas empezaron a iluminar el cielo. Cepheus se hallaba justo encima del Andante. Cygnus, Capricornio y Sagitario al sur. Aries y Andrómeda al este. El chapoteo de las olas acunó a los dos amantes en la primera noche escarchada del otoño.
Residencia de ancianos de Björndalsgården, Trollhättan, otoño de 2008
Cinco semanas más tarde, Kristian telefoneó a Hjördis Hedlund para ofrecerle una plaza en la residencia de ancianos de Björndalsgården. La mujer se mostró todo menos agradecida y al final tuvieron que trasladarla a la fuerza. A partir de entonces, Kristian empezó a buscar respuestas con la esperanza de poder, de alguna manera, ofrecer una explicación a Asko. Tal vez al final lograría reunir a Hjördis con su hijo perdido, para que este le formulara todas las preguntas que lo acuciaban.
Dos meses después, Kristian recogió el enorme lienzo con el árbol genealógico y lo colgó en la pared de la sala de Hjördis Hedlund en la residencia. Los techos eran más bajos, de modo que lo enrolló con cuidado para que los nombres más antiguos ya no fueran visibles, pero los había anotado y memorizado.
—Hola, Hjördis.
—¿Qué quieres? Por culpa tuya estoy en este horrible lugar.
—Pues me han dicho que estás muy a gusto, que hablas con Gunnar.
—¿Gunnar? Menudo idiota. ¡Todos sois unos idiotas!
—¿Te acuerdas del árbol? ¿El árbol genealógico que tenías en casa? —dijo Kristian, y señaló el lienzo detrás de la anciana.
Esta apenas volvió la cabeza.
—Vete. No tienes nada que ver conmigo ni con mi familia.
—Esa rama… Tal vez podrías hablarme de la rama interrumpida.
—No es asunto tuyo. ¿Qué clase de doctor eres, por cierto? ¿Un loquero? —espetó la anciana, y volvió la cabeza.
—Creo que la rama representa a alguien. A una persona. ¿Es así?
—Un inútil, un bastardo —sentenció la anciana con una ligereza y falta de sentimientos que sorprendió a Kristian.
—¿Un niño? ¿Tu hijo?
—¿Y eso qué más da? —Se volvió hacia él—. ¿Qué pretendes? Si no has venido por algo en concreto, ya puedes irte.
—Mi mejor amigo, que es de la misma edad que yo, pasó su infancia con una familia de acogida. En la actualidad tiene dos hijas y está casado. Pero antes de que lo adoptaran estuvo encerrado en un sótano.
—No me interesa. No tiene nada que ver conmigo.
—Entenderás que insista, porque creo que sí tienes mucho que ver. Estoy bastante seguro de que eres su madre biológica.
La fría mirada de la mujer se posó en Kristian.
—Yo no tengo ningún hijo, ni quiero tenerlo. Sólo quiero que te marches. Ahora.
Las conversaciones fueron siempre muy parecidas. Por mucho que Kristian se esforzara y lo intentara, nunca recibió la respuesta que buscaba. Ninguna razón que pudiera trasladar a su amigo, ninguna explicación.
Aquel domingo, Johan estaba al timón de su Skäreleja contemplando a Karin sacar la primera nasa de bogavantes.
—¿Te apetecen para cenar? —le preguntó.
—La verdad, no es mi plato preferido. Las patas de cangrejo están bien, pero no como bogavantes ni almejas. Ni hígado.
—Entonces tendrán que volver al mar.
Johan comprobó que no hubiera ningún otro arte de pesca, barco o banco de arena cerca antes de poner el motor en punto muerto y acercarse a Karin.
—Ya está.
Johan le dio la vuelta a la nasa por la borda y la sacudió. Los bogavantes se soltaron y cayeron al agua. Todos menos tres, que siguieron aferrados obstinadamente. Johan recogió la nasa y la dejó en el pañol.
—¿Cómo vamos a sacarlos? —preguntó Karin.
—Agárralos por las pinzas, con cuidado. Son más rápidos de lo que parecen y tremendamente fuertes.
Johan acercó una cucharilla de café a las pinzas de uno de los crustáceos, que en un visto y no visto la cerró sobre la cucharilla y la dobló.
—¡Uf! —exclamó Karin—. Ya veo, ya… —Después de mucho insistir, consiguió soltar el último—. Adiós, amiguito —dijo al verlo desaparecer en el agua.
—Tenemos que poner cebo nuevo. Hay en ese cubo. —Johan señaló uno de plástico gris atado al barco—. Son caballas y maragotas[3] curadas y no huelen demasiado bien. Hay guantes al lado del barreño.
Karin levantó la tapa y el hedor la hizo toser. Los guantes eran demasiado grandes y estaban un poco húmedos, pero cogió una cabeza de caballa, la enganchó al anzuelo de la nasa y luego la hundió en el agua.
—Ya está —le dijo a Johan.
—Muy bien, ya puedes soltarla.
Karin lo hizo y lanzó el cabo y la boya con el nombre y el número de Johan. De repente, se puso a pensar en el caso. Sabía que Folke y Robban estaban trabajando y que la llamarían si la necesitaban. «Relájate», se dijo.
—¿Qué tal? —gritó Johan.
—¡Bien! —contestó Karin, e intentó olvidar el trabajo.
Johan tenía catorce nasas; una a una iban sacándolas del agua, vaciándolas y volviendo a poner cebo antes de sumergirlas de nuevo. Sintió un agradable calorcillo en el pecho: aquel era trabajo en equipo de alto nivel, controlar la carta náutica y al tiempo mantener la embarcación estable contra el viento y las corrientes, esquivando las boyas de los demás mientras el otro jalaba. Observó admirado a Karin; además, mostraba un interés genuino, no era la típica chica que fingía ser lo que no era al principio de una relación para impresionar. Una relación, pensó, deseando ardientemente que la suya se concretara. Le gustaban tantas cosas de ella… Aquella manera de admirar el agua y las rocas, o de señalar en silencio una bandada de cisnes voznando.
—Manejas el barco muy bien. Mejor que mi hermano y casi mejor que yo.
—Si tú lo dices… Pero sólo «casi», ¿eh? ¿Acaso no te llamaban Hack i Bua? ¿Por qué era? Recuérdamelo —dijo Karin riendo.
—Va, ven aquí —dijo Johan, y la abrazó—. Estoy muy a gusto contigo.
—Yo también —aseguró ella, devolviéndole el abrazo.
Cuando doblaron por Marstrandsön había atardecido y el cielo se había teñido de tonos rojizos. El cono luminoso del faro de Pater Noster barrió el horizonte al encarar la bocana norte del puerto.
Robban había conseguido convencer a Folke de que sería más agradable tomar el café al sol en lugar de en la sala de descanso, y, para su sorpresa, el otro había accedido. Ahora eran las diez de la mañana del lunes y estaban sentados en un banco frente a la comisaría, disfrutando del sol. Oyeron un móvil entre el trinar de los pájaros.
Robban sacó el teléfono.
—Sjölin.
—Sí, hola, soy Hektor. Las cosas empiezan a moverse.
—¿Qué empieza a moverse?
—Mira —dijo Folke—. Un gorrión molinero.
—Disculpa, Hektor, ¿qué decías? ¿Qué ha pasado? —dijo Robban levantándose del banco para alejarse unos metros.
—Es una buena pregunta y no estoy seguro de la respuesta, pero algo que habéis hecho ha provocado un montón de actividad en ese foro web.
—¿Qué tipo de actividad?
—En realidad creo que será mejor que lo leáis y juzguéis vosotros mismos, puedo pasarme y dejarte la información, prefiero no enviártela por correo electrónico.
—Pero eso quiere decir que conseguiste romper…
—Como ya he dicho —lo interrumpió bruscamente Hektor—, pasaré y te lo dejaré todo porque me parece más adecuado. Además, así podremos comentarlo.
—De acuerdo. ¿Cuándo podrás venir?
—Ahora mismo, supongo que estaré allí dentro de veinte minutos.
Robban consiguió que Folke entrara en la comisaría sin revelarle que Hektor estaba a punto de llegar. Diecinueve minutos más tarde, salió con dos cafés justo cuando Hektor metía su Corvette rojo en un aparcamiento para discapacitados.
—Sube —le dijo Hektor—, o tendré que sacar la silla de ruedas y es un rollo.
Robban se sentó a su lado y le pasó una taza de café.
—Gracias. —Dio un sorbo—. No quería comentarlo por teléfono y no me sentía cómodo enviándotelo por e-mail teniendo en cuenta cómo di con la información. Conseguí romper la encriptación. Resulta que en las entradas del foro estaban las palabras, no marcadas pero sí accesibles —explicó Hektor muy satisfecho de sí mismo, como si se tratara de un juego.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando entras en tu banco en internet, por ejemplo, te dejan elegir entre varias alternativas. Naturalmente, tú pinchas «área privada». Pero imagínate que no supieras dónde clicar para poder entrar en esa área, imagínate que estuvieras obligado a clicar el texto «intereses» para abrir tu ruta de acceso.
—¿Te refieres a que «intereses» estaba marcado?
—No, ese es precisamente el truco en este caso. Tuve que seguir un rato hasta comprender que podía pinchar combinaciones de palabras.
—¿Cómo demonios se te ocurrió? —preguntó Robban impresionado.
—Es una larga historia —contestó Hektor tras beber otro sorbo—. Echa un vistazo a esto. —Alargó la mano hacia el pequeño compartimento tras el respaldo del asiento y sacó un fajo de papeles—. Estas son las conversaciones que Esus mantuvo con otras personas —explicó—. Estaban en un nivel propio, un foro propio. Parece que trata de un ritual de purificación o algo así, completamente en la línea de lo que me contaste sobre los LAJVA y esas cosas. Podéis repasar este material mientras yo sigo buscando. Gracias por el café.
Robban logró bajar del coche haciendo equilibrios con las dos tazas y los papeles.
—¿Te ha servido de algo esa combinación de cifras y letras que dijiste reconocer? —preguntó.
Hektor pulsó un botón para bajar la ventanilla, mientras Robban cerraba la portezuela.
—No, no he llegado tan lejos. Tengo que dejar que trabaje el subconsciente —respondió, señalándose la cabeza.
—Una cosa más. ¿Qué combinación de palabras había que pinchar para entrar?
—Adivínalo —repuso Hektor sonriendo.
Robban se quedó pensativo.
—Cofre del Alma —aventuró, recordando lo que Karin le había contado acerca del manantial de Sankt Erik.
—Hilo del destino —anunció Hektor, y puso en marcha el potente motor—. Te llamo.
—Hilo del destino —murmuró Robban de vuelta a su escritorio. Dejó las tazas en el fregadero y titubeó un instante antes de dirigirse pensativo a la mesa de Folke—. Hilo del destino y diosas del destino. Urd, Skuld, Verdandi, y Dios sabe qué —dijo, como si aquello fuera a ayudarlo a dar con una respuesta. Se detuvo y volvió las hojas hacia atrás—. Oye, Folke, algo está moviéndose, creo que hemos desencadenado algo.
—¿Desencadenado algo? ¿Qué?
—No lo sé.
Robban le habló de la visita de Hektor y le mostró el fajo de papeles. ¿Y si, a pesar de todo, Hektor había dejado alguna pista de su búsqueda?
—«Durante el tránsito —leyó Robban en voz alta—, a través de un ritual de purificación con fuego, se rompe la promesa con el pasado y las almas son expulsadas al inframundo». ¿De quién o de qué están hablando?
—Podría ser una reflexión puramente general —comentó Folke.
—No lo creo. No si todo el juego de rol se administra a través de esta página web. Se sienten seguros, creen que nadie puede leer la conversación. Pero imagínate que estén hablando de Marianne Ekstedt, que estén preparando su tránsito…
Karin estaba sentada en el despacho de Margareta Rylander-Lilja, en el departamento de medicina forense, cuando se abrió la puerta y entró la médica. Era una mujer elegante de unos cincuenta años, tal vez cincuenta y cinco. Karin estaba acostumbrada a verla con bata, mascarilla y guantes en la sala de autopsias, pero así vestida, con una blusa color hueso, pañuelo en el cuello y pantalones a juego, se le reveló de pronto como la dama que era. Margareta le sonrió, se abrochó un pesado brazalete de oro en la muñeca y dejó una carpeta sobre la mesa del escritorio antes de sentarse frente a Karin. Un discreto pero agradable perfume se extendió por la habitación.
—¿Té o café?
—Té, gracias —dijo Karin, sabiendo que Margareta no tomaba café. En cambio, tenía una caja con un buen surtido de tés.
La forense se levantó y desapareció por la puerta. Un par de minutos más tarde volvió con dos tazas de agua caliente.
—Este es nuevo —explicó, sacando una bolsa con una mezcla de té hecha por ella—. Se supone que tiene efecto calmante y proporciona armonía. ¿Qué te parece?
—Pues que podría venirnos bien.
Con manos diestras, Margareta llenó dos pequeños infusores de acero inoxidable y luego le pasó una taza a Karin junto con un platito con cuatro biscotes de almendra.
—Veamos —dijo entonces, y encendió el ordenador. Miró a Karin—. Lo tengo todo en la cabeza, sólo quiero asegurarme de que recuerdo bien el nombre.
Dio un sorbo al té y clicó antes de apartar la vista del ordenador y volverse hacia Karin.
—Coge un biscote. Suelen estar duros como piedras, así que los dejo fuera de la bolsa para que se reblandezcan. Los italianos se echarían a llorar si me vieran, pero mi dentista lo agradece.
Karin cogió un biscote y lo remojó en el té.
—A la mujer de Rosenlund todavía no se le ha efectuado el examen forense exhaustivo, así que aún no hablaremos de ella. Estamos intentando identificarla mediante el registro de pacientes de los dentistas. Pero ya sabes lo laborioso que puede llegar a ser, y también cabe la posibilidad que no haya visitado a ningún dentista, ¡a saber! Dado que no tenía ni un solo empaste, es posible… —Cogió una carpeta de plástico amarillo y volvió a mirar la pantalla—. Empezaremos por la cabeza de Marstrandsön. Hemos podido identificar a la mujer, o, mejor dicho, la cabeza, gracias a un dentista de Trollhättan. Se llama Elisabet Mohed. Después de que vinculáramos los casos de Marstrandsön y Trollhättan enviamos un molde dental a los dentistas de ambos lugares y a Vänersborg. Fue un golpe a ciegas, pero dio resultado. —Alargó la mano para coger el papel que arrojaba la impresora. Lo puso sobre la mesa, girándolo para que Karin pudiera leerlo.
Elisabet Mohed. Karin se saltó el número de identificación de la Seguridad Social y fue a la dirección de empadronamiento de la víctima. Trollhättan.
—Trollhättan —dijo en voz alta—. ¿Pudiste…?
—Supuse que me lo preguntarías, así que ya lo he hecho. Sí, la cabeza coincide con los miembros del cuerpo hallado en la rueda de escarnio a orillas del río. —Hizo un clic con el ratón—. Supongo que la policía de Trollhättan se alegrará, ahora que tienen el cuerpo entero y además saben a quién pertenece. Dejo en tus manos hablar con ellos.
Karin asintió con la cabeza. Estaba impaciente por hablar con Anders Bielke. La policía de Trollhättan podría echarles una mano visitando a vecinos y compañeros de trabajo de Elisabet Mohed.
—Pero ¿por qué alguien se llevaría su cabeza para colocarla en un lugar distinto, y además meses más tarde? —dijo Karin, pensativa.
—Es una buena pregunta. Por suerte, yo no estoy obligada a contestarla. —Margareta esbozó una sonrisa y prosiguió—: Sin embargo, el segundo hallazgo es el más interesante. Hemos recibido los resultados de la prueba de ADN y las dos mujeres asesinadas están emparentadas. Tras comprobarlo dos veces, estoy en condiciones de afirmar que son hermanas.
—¿Hermanas?
—Por lo tanto, aunque no dispongamos de la identidad de la víctima de la piedra de los sacrificios, sabemos que es la hermana de Elisabet Mohed. Ahora sólo queda que averigüéis cuántas hermanas tenía esta.
—¿Y la mujer de Rosenlund?
—¿Te refieres a si también pertenece a la familia? Ya he enviado los datos para averiguarlo, así que te informaré en cuanto sepa algo.
—Gracias, Margareta, ¡eres la mejor!
Karin bajó la escalera y cruzó las puertas automáticas. El aire frío la despejó.
—Asesinan a una hermana, la descuartizan y la exponen en una rueda de escarnio en Trollhättan, pero falta la cabeza —iba murmurando para sus adentros, repasando los nuevos datos, mientras se dirigía al aparcamiento—. Encuentran la cabeza en Marstrandsön el mismo día que hallan a la otra hermana ejecutada en la piedra de los sacrificios. Elisabet Mohed. Hermanas. Trollhättan, Marstrand. —Se metió en el coche y llamó a Anders Bielke, que contestó a la segunda señal—. Hola, soy Karin Adler. Tengo algo que contarte. La cabeza que encontramos en el jardín de la señora Wilson y el cuerpo que encontrasteis en la rueda de escarnio a orillas del río pertenecen a la misma mujer: a una tal Elisabet Mohed, empadronada en Trollhättan. Lo que significa que ya tienes el cadáver completo. Todavía no disponemos de la identidad de la víctima de la piedra sacrificial, pero el ADN indica que era hermana de Elisabet Mohed.
—¿Qué? ¿Hermanas?
—Sí, acabo de salir del despacho de la forense.
Al otro lado de la línea se hizo el silencio, hasta que Anders finalmente se recobró y le preguntó si podría acercarse a Trollhättan para hablar con los familiares de la víctima. Karin contestó que sí, al tiempo que le daba al contacto para comprobar el medidor de gasolina. Alcanzaría para llegar a Trollhättan.