13

—¿Cómo te sentó lo de ayer? —le preguntó Tomas a Sara durante el desayuno.

—Bien, pero estoy un poco cansada. Gracias por haberme dejado dormir.

Le había costado dormirse dada la excitación por la visita guiada. Al final se había tomado una pastilla y cuando su cuerpo empezó a relajarse, a eso de las cuatro de la mañana, consiguió conciliar el sueño. Tomas se había ocupado de los niños y había preparado el desayuno. Ahora eran las nueve y, a pesar de que había dormido menos de lo habitual, se sentía sorprendentemente descansada.

—La verdad es que fue muy divertido. Los participantes mostraron mucho interés y creo que les gustó el paseo por las callejuelas del pueblo. Me encantó hablarles de la historia que atesoran.

Tomas asintió con la cabeza. Al volver a casa, Sara le había contado del recorrido y había sacado las viejas fotografías en blanco y negro de las carpetas. Por un instante, Tomas había vuelto a ver aquel destello en sus ojos, tanto tiempo desaparecido.

—¡Qué material más estupendo conseguiste!

Tomas había escuchado a Sara describirle la vida pasada y la emocionante historia de Marstrandsön y el archipiélago.

—Mamá, esto es para ti —dijo ahora Linus, y le dio una cinta roja.

—Gracias. Qué bonita. ¿Qué es? —preguntó Sara, cogiéndola distraída.

—Es de parte de papá y de nosotros. Sal a verlo.

—¿Qué?

—Te he comprado un regalo —explicó Tomas.

—¿A mí?

—Sigue la cinta, mamá —dijo Linus.

—Ponte zapatos —aconsejó Linnéa.

—¿Tengo que salir? —preguntó Sara, sorprendida.

Linnéa asintió con la cabeza, taciturna como de costumbre. Linus sonrió.

—Ya verás —dijo con una mueca astuta.

Sara siguió la cinta que, efectivamente, desaparecía bajo la puerta principal. Se puso una chaqueta y unos zapatos y bajó los escalones todavía en pijama. La cinta discurría por el sendero, entre los arbustos de frambuesas, en dirección al aparcamiento. Sus hijos daban saltitos detrás de ella, aunque pronto la adelantaron.

—¡Por aquí! —gritó Linus, y señaló con el dedo.

Sara dobló la esquina y miró el fino paquete apoyado contra el muro de la casa, cuidadosamente envuelto en plástico de burbujas y atado con un lazo rojo.

—¿Qué es? —preguntó.

Tomas sacó un cuchillo, retiró el plástico y le mostró el contenido.

—Una pizarra blanca, bueno, de un color más alegre. Así será más fácil si tienes que corregir —explicó Tomas sonriéndole y tendiéndole una cajita con rotuladores y un borrador.

Sara se enjugó las lágrimas y pensó sorprendida que su marido realmente entendía más de lo que ella creía. Que se daba cuenta de lo que ella estaba intentando hacer.

—¿Estás triste, mamá? —preguntó Linus—. ¿No te ha gustado el regalo?

—Sí, claro que me ha gustado. Lloro porque estoy emocionada. Es lo mejor que podíais regalarme.

—¿Equivocada? ¿Estás equivocada? —preguntó Linnéa.

Tomas se echó a reír y cogió a su hija en brazos.

—Emocionada, no equivocada. Significa que mamá está tan contenta que no puede evitar llorar.

Karin marcó el número pensando en lo que iba a decir.

—Hola, Lycke, soy Karin.

—Hola. Oye, ¿puedo llamarte más tarde? Estoy de camino. Tenemos una conferencia en el trabajo y llego tarde.

—Puedo reunirme contigo. Te acompaño y mientras tanto aprovechamos para hablar.

—¿Estás bien? ¿Ha ocurrido algo? Tendrás que perdonarme, pero es que he de salir corriendo si quiero coger el ferry.

—Sí, claro, estoy bien, pero necesito hablar contigo. Si bajas al muelle te llevo en la lancha. Así podremos charlar.

Tres minutos más tarde apareció Lycke corriendo por el largo muelle.

—Nunca aprenderé —jadeó—. Y mi forma física es deplorable, sólo hay que oírme resoplar. —Abrazó a Karin antes de subirse a la lancha gris y sentarse en la bancada del medio, donde la inspectora había puesto un cojín—. ¿Qué es ese asunto tan importante?

—¿Puedes confirmar que ayer estuviste con Asko Ekstedt en el hotel Maritime?

Lycke la miró sorprendida.

—¿Que si puedo confirmarlo? Pues claro.

—¿Qué ferry cogisteis? —preguntó Karin encendiendo el motor de cinco caballos. Lo usaba tan poco que se olvidaba del estruendo que provocaba.

Lycke se quedó pensativa.

—Creo que el de las once menos cuarto de la noche —dijo al fin.

—¿Había más gente, aparte de vosotros? —Karin rodeó el muelle flotante para salir al pequeño estrecho entre Koön y Marstrandsön.

—Seguramente, pero no recuerdo a ninguna persona en concreto. Asko y yo nos quedamos en cubierta, quizá hubiera alguien dentro, siempre hay gente dentro. Mi empresa celebra un seminario en el Maritime y todos nuestros compañeros se hospedan allí, excepto Asko y yo, ya que vivimos aquí. Asko y su mujer veranean en Rosenlund. Nos separamos en Korsgatan, frente a la tienda de la cooperativa. Volví a pie a casa y él se fue a buscar su coche. Me preguntó si me llevaba, pero preferí pasear.

Karin consideró cuánto podía contarle a Lycke. Hacía sólo medio año que se conocían, aunque su amistad se había afianzado. Confiaba en ella.

—Anoche encontraron el cadáver de una mujer en casa de Asko Ekstedt. Lo interrogamos, junto con otro hombre.

—¡Dios mío! ¿En casa de Asko?

Karin lo confirmó y detuvo el motor. La lancha se deslizó frente al Villa Maritime. Lycke se había quedado petrificada, a tal punto que Karin tuvo que introducir ella misma el cabo en uno de los aros de hierro oxidados del muelle.

—Pero ¿quién…? Quiero decir, Asko estuvo con nosotros toda la noche. ¿Qué pasó?

—No puedo explicártelo, espero que lo entiendas. En realidad te he contado más de lo que debería, pero confío en ti, Lycke. Te agradecería que no lo comentaras con los demás.

Lycke asintió y bajó de la lancha. Tras subir los cinco peldaños hasta el muelle, y cuando Karin se disponía a encender el motor, se volvió y preguntó:

—Karin, ¿quién era la mujer?

—Todavía no lo sabemos.

Rosenlund, Marstrand, otoño de 2008

Marianne y Kristian habían mantenido largas discusiones acerca de cómo ayudar a Asko. La crisis desencadenada a raíz del fallecimiento de Aina y Birger había reabierto en él viejas heridas que intentaba cerrar en vano. De pronto, se hizo evidente tanto para él como para sus seres queridos lo profundas que eran a pesar del tiempo pasado.

Kristian había escuchado y tratado de ayudar a su amigo compartiendo los recuerdos, había intentado encontrarle sentido al sinsentido. Había aplicado todos sus conocimientos médicos, pero, al ver que no lograba nada, empezó a buscar por otro lado. Trató de hallar la explicación en otro lugar. Llegados a este punto, Marianne, con sus conocimientos, tomó el relevo, pero, por muchas vueltas que le dieran al asunto, la pregunta persistía: ¿por qué?

—Me gustaría saber por qué. Cada vez que miro a nuestras hijas me pregunto cómo se puede llegar a ser tan cruel —dijo, y sacudió la cabeza en un intento de desembarazarse de sus recuerdos.

—¿Tienes alguna idea?

—Créeme, pienso en ello demasiado a menudo. El mejor regalo que podría recibir es una explicación de por qué alguien encierra a su hijo de cuatro años en el sótano.

«Lo averiguaré», pensó Kristian.

En una ocasión, Asko accedió a que lo hipnotizara Joy, la colega de Marianne, que había volado de Inglaterra a Suecia. Tras aquella sesión, no recordaría nada de lo dicho o hecho, pero Kristian y Marianne se habían enterado de cosas que nunca olvidarían. En tanto, la pregunta de cómo ayudarlo seguía sin respuesta.

Börje dejó el ejemplar del Göteborgs-Posten a un lado y miró el teléfono. ¿Lo llamaban del museo de la provincia? ¿Un sábado? Suspiró y contestó en tono sombrío.

—Soy Broberg. ¿Qué? —Una sonrisa afloró a sus labios—. ¡Menudo idiota! —gritó aliviado al teléfono—. ¿Para qué tienen la cabeza? Supongo que para nada…

La esposa de Börje lo miró sorprendida. Entonces él se moderó y aseguró que naturalmente lo que había ocurrido era un hecho muy desafortunado y lamentable, esforzándose por parecer sincero.

—Es realmente triste. Muy bien, adiós, adiós.

Colgó y se acercó a paso ligero a la cafetera para servirse otra taza. Luego buscó el número de Harald Bodin.

—¿Hola? Soy Börje —dijo extrañamente contento—. El museo de la provincia acaba de llamarme para disculparse. No perdimos nosotros la espada, sino ellos. El viernes, uno de sus muchachos había empaquetado todo lo que nos enviarían el lunes. Doce cajas, exacto. Pues resulta que, como iba a participar en una especie de teatro al aire libre, se le ocurrió tomar prestada la espada durante el fin de semana para enseñársela a sus amigos, menudo imbécil, y devolverla antes de que saliera el transporte el lunes por la mañana. Por lo visto, se la robaron en Forngården, Trollhättan. Al no saber qué hacer y puesto que el lunes salieron las doce cajas hacia Gotemburgo, decidió esperar. Hasta ahora. Caso cerrado, como suele decirse. Al menos en lo que a nosotros respecta. ¿La espada? —replicó Börje cuando el conservador le preguntó si tenía alguna noticia sobre la misma—. No, no sé nada más. Pero tendremos que sentarnos el lunes y analizar todo lo relacionado con el seguro. ¡Hasta luego, Harald! —se despidió, colgó y sonrió a su esposa.

Lycke abrió la puerta del Villa Maritime, donde sus colegas ya estaban desayunando. Las mesas se hallaban cómodamente alineadas frente a las ventanas para que los clientes disfrutaran de las vistas al pequeño estrecho entre Marstrandsön y Koön. Ella estaba acostumbrada a ver el paisaje desde Koön: en su opinión, el panorama desde el otro lado era más bonito, con el muelle, las preciosas casas de madera típicas y la torre de la iglesia, que despuntaba con su tejado verde cardenillo. Saludó y cogió distraída un plato, un yogur y una tostada recién hecha.

—Lycke, ¿puedo hablar contigo un momento? —El tono grave de Asko no daba lugar a equívocos.

—Por supuesto.

—Podríamos sentarnos a una mesa, a desayunar. Yo también intentaré comer algo.

Se sentaron un poco alejados de los demás.

—Bueno, verás… —Asko no supo seguir.

Lycke reparó en sus oscuras ojeras.

—La policía ya ha hablado conmigo —dijo para ayudarlo—. He confirmado que anoche cogimos el ferry de las once menos cuarto.

Asko asintió con la cabeza sin dejar de remover su café.

—O sea, que ya han hablado contigo. Bueno, claro…

Alzó la taza. Cuando el café ardiente le quemó los labios, dio un respingo. Entonces pareció como si despertara de pronto, como si fuera consciente por primera vez de que no estaba viviendo ninguna pesadilla, sino la realidad.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Lycke, preocupada—. Quiero decir, ¿qué demonios ha pasado?

Llevaban cuatro años trabajando juntos, pero ella no le conocía aquella expresión.

—Ha sido horrible. No sé por dónde empezar… Ayer, cuando llegué a casa, encontré a una… una… alguien… había una mujer muerta en el suelo del salón.

—¡Dios mío! ¿Cómo fue a parar a tu casa? ¿La conocías?

—No, no. No tengo ni idea de quién es. Yacía en el suelo rodeada de velas funerarias. Aunque estaba oscuro y era difícil ver. Casi enseguida me di cuenta de que estaba muerta, por su palidez y unas terribles heridas en la cara, y había un charco de sangre alrededor de su cabeza. No sé cómo llegó hasta allí, pero la policía estuvo interrogándonos a Kristian y a mí toda la noche.

—¿Kristian?

—Kristian Wester, el médico de la empresa. Por cierto, tiene que venir hoy a hablarnos de salud y medicina preventiva. —Asko echó un vistazo a su reloj—. Dentro de cinco minutos. Ayer por la noche pasó por casa, pues había salido a correr, así que estaba conmigo cuando encontré a la mujer. Gracias a Dios. Luego no me dejaron entrar en casa y no pude coger ropa ni nada.

—¿Tampoco del piso de Gotemburgo?

Asko negó con la cabeza.

—La policía sigue realizando su reconocimiento técnico y también quiere registrar el piso antes de permitirme volver. Kristian me ha prestado ropa y he dormido esta noche en el hotel. Bueno, en realidad apenas he dormido. Tengo la sensación de ser un personaje de una mala película.

Asko hablaba muy rápido, cuando por lo general solía hacerlo pausadamente, eligiendo las palabras con cuidado. Hizo un ademán y estuvo a punto de tirar un plato.

—¿Qué dice Marianne? —preguntó Lycke.

—Por suerte, está de viaje.

—No sé qué decir. ¿Cómo puedo ayudarte? Si quieres, puedes quedarte a dormir en mi casa.

—Gracias, eres muy amable, pero me quedaré en el hotel. Simplemente, no sé cómo manejar la situación.

Su conversación se vio interrumpida por Kristian, que tomó la palabra y se dirigió hacia los participantes en la conferencia.

—Hola a todos. Por favor, me gustaría que me prestarais atención. La mayoría de vosotros ya visitó nuestras instalaciones con motivo de un examen médico, pero, para quienes todavía no me conozcan, me presentaré. Me llamo Kristian Wester y soy médico y propietario del Santé-Instituto para la Salud, una empresa de asistencia sanitaria. Más adelante os hablaré un poco más de nuestra empresa, pero antes empezaremos poniéndonos en pie y haciendo un sencillo ejercicio de relajación.

A una seña suya dirigida a su bronceado ayudante, la música empezó a fluir a través de los altavoces.

Lycke miró a sus colegas, que sacudían los hombros siguiendo las indicaciones del médico. Ella permanecía sentada frente a Asko que, a juzgar por su mirada, se encontraba muy lejos de allí.

Karin barajó la posibilidad de llamar a Robban, pero era sábado y su compañero necesitaba estar con su familia. Tendría que recurrir a Folke, así que marcó su teléfono y rogó que tuviera uno de sus días buenos.

Folke se mostró muy amable y pasó por la comisaría para recoger el informe de Rosenlund antes de dirigirse a Marstrand y reunirse con Karin. En un principio, su intención había sido ir a Gotemburgo, pero Folke había señalado que debería personarse en el lugar del último crimen, de modo que Karin cedió a su petición. Además, era maravilloso librarse de ir a Gotemburgo.

—Así que vives aquí… —comentó Folke cuando subió a bordo del Andante. Observó todo concienzudamente, como de costumbre. Señaló los instrumentos, formuló preguntas.

Karin lo dejó a su aire y aprovechó para repasar el informe que la brigada criminal había elaborado durante la noche. KG no había llegado a ninguna conclusión que ella no conociera. El correo electrónico que Folke había impreso había sido enviado desde la cuenta de Kim, el delgado colega de KG de manos grandes. Probablemente, KG lo había dictado y el joven se había limitado a hacer de secretario. Dejó el papel sobre la mesa y preparó café.

—¿Hornillo de butano? —preguntó Folke frunciendo el ceño.

«Ya empezamos», pensó Karin, y se apresuró a desmentirlo negando con la cabeza:

—Infiernillo.

—Supongo que tendrás buena ventilación…

Realmente, Folke parecía todo él un libro de instrucciones.

Karin señaló las dos rejillas de ventilación en el techo y le mostró incluso cómo cerrarlas si navegabas con mar gruesa y el agua chorreaba sobre la cubierta. Su colega asintió con aire aprobador, aunque no pudo evitar hablarle de la acumulación de gases tóxicos en espacios cerrados. Aquella perorata recordó a Karin el asunto de la intoxicación por monóxido de carbono de la víctima de la piedra de los sacrificios. ¿Dónde se habría intoxicado?

Sacó los bollos que acababa de comprar en la confitería Berg. El delicioso aroma a recién horneados se extendió por todo el barco.

Folke echó una escéptica mirada a la cesta del pan.

—Pan de almendras y pastelitos del Emperador de la confitería Berg. Hechos esta mañana —explicó Karin sirviendo café en ambas tazas y sentándose frente a él.

—Hoy en día comemos muy poca fibra —sentenció Folke, y cogió un pastelito.

—¿Has leído el informe? —preguntó ella, tratando de cambiar de tema.

—No; pensaba leerlo ahora.

—Te lo resumiré. El cadáver fue encontrado por Asko Ekstedt, gerente de una empresa y propietario de la casa, de unos cincuenta años de edad. Su amigo Kristian Wester estaba con él. Había salido a correr y vio el coche de Asko aparcado frente a la casa de Rosenlund. Primero estuvieron un rato en el embarcadero, pero entraron cuando empezó a llover. Encontraron el cadáver de la mujer en el suelo de la biblioteca. Kristian, que es médico, constató que estaba muerta y que le habían amputado la nariz.

—Y supongo que los habremos interrogado durante la noche…

—Los hombres de KG se hicieron cargo. Yo acudí al lugar antes, pero me fui cuando llegó él.

—¿Ah, sí? Por cierto, de camino hacia aquí estuve dándole vueltas a un asunto.

—Dime.

—¿Por qué nadie ha reclamado a estas mujeres?

—En primer lugar, porque no ha pasado mucho tiempo y, en segundo, ¿sabes cuántas mujeres solas hay en Suecia?

—Sí, tienes razón.

—Por cierto, ¿cómo os fue en el centro de Gotemburgo? ¿Sacasteis algo en claro?

—No, no directamente. Robban y yo nos separamos: él estuvo hablando con la directora del centro y yo con una empleada. No obtuvimos nada en concreto.

—Vaya.

—¿Qué me dices del lugar donde encontraron anoche a la mujer?

—Rosenlund, al otro lado de Koön. Hay dos caminos que llevan a casas lujosas: uno conduce hasta Backudden, donde están la mayoría de las viviendas, y el otro a Rosenlund y a una villa apartada con playa privada. Sólo he estado de noche. Si quieres, podemos acercarnos.

Conducía Folke. «Como un pensionista», pensó Karin cuando dobló a la izquierda al llegar al puerto de pescadores. Pasaron por delante del cementerio y la vieja capilla. El asfalto todavía estaba mojado y reluciente tras la tormenta nocturna, pero había gente paseando en anoraks y botas de goretex. Unos niños chapoteaban alegremente en los charcos mientras sus padres intentaban mantenerse alejados de las salpicaduras.

Dejaron atrás el camping de Marstrand, la vieja granja de Eriksberg y varias casas de veraneantes. Las contraventanas de madera indicaban que la temporada estival había concluido. Folke frenó en el cruce de Eriksbergsvägen y Rosenlundsvägen, y miró con gran parsimonia a un lado y a otro antes de poner el intermitente y doblar a la derecha. Karin pensó que por aquella pequeña vía no debía de pasar más de un coche diario, pero consiguió callarse. Doscientos metros adelante, la carretera principal desembocó en una explanada con dos bajadas.

—¿Dejamos el coche aquí y bajamos a pie hasta la casa?

—No es mala idea —asintió Folke, y aparcó junto a un gran roble que extendía sus enormes ramas en un extremo de la explanada.

Los neumáticos dejaron profundas rodadas en la arena blanda. A la izquierda del roble había un sendero cuya anchura permitiría el paso de un cochecito de bebé, y a la derecha divisaron dos caminos en dirección al mar, todavía fuera del alcance de la vista. Ambos senderos tenían las verjas de hierro abiertas y entre las dos bajadas discurría una alta pared rocosa. Frente a las verjas, dos pequeños letreros anunciaban que el camino de la izquierda conducía a Backudden y el de la derecha, a Rosenlund.

Había un mapa informativo de la zona, colocado por el ayuntamiento de Kungälv y la administración provincial. Con las manos a la espalda, Folke se acercó para leer el texto descolorido por el sol y echó un vistazo a las ilustraciones que explicaban la flora del lugar.

—Estrellas de David, vaya, vaya —constató y siguió examinando el mapa.

Karin empezó a bajar por el camino hacia Rosenlund, mirando atentamente alrededor. A ambos lados el musgo cubría las rocas. El camino discurría por algo similar a una pradera, pero alguien se había molestado en rellenarla con grava, flanqueado por hierbas y viejos árboles con helechos en la base que formaban una alameda. Sólo se oían los sonidos propios del bosque. Karin se volvió y esperó a Folke.

—A menudo, las zonas como esta tienen una flora peculiar —comentó él, paseando la vista por las rocas y la vegetación. Las hojas empezaban a amarillear y algunas incluso habían adoptado tonalidades anaranjadas, pero seguía predominando el verde—. Este bosque frondoso está compuesto en su mayoría de robles, aunque también encontramos hayas, tilos, abedules y cerezos silvestres, sin olvidar la flor típica de la provincia de Bahusia, la madreselva. —Folke se acercó a un matorral trepador todavía en flor y aspiró el aroma.

Karin pensó en el oscuro e inhóspito bosque que había visitado con Anders Bielke en Trollhättan y se asombró al recordar la sensación tan distinta que había experimentado. Este otro bosque parecía más luminoso y acogedor, o tal vez fuera porque era consciente de la cercana presencia del mar, al otro lado de la montaña.

En uno de los lados del camino de grava, justo donde se cruzaba con un sendero, había otro panel con un mapa. Folke volvió a detenerse para estudiarlo.

—Es un parque natural. Pero ¡mira lo que han hecho!

Karin se acercó. Alguien había pegado un chicle en la esquina inferior derecha del mapa.

—¡Gamberros! —exclamó Folke, cogiendo una ramita para retirar el chicle. Karin se había vuelto para proseguir la marcha cuando de pronto oyó decir a su colega—: Esto sí podría interesarnos. —Y golpeó con el dedo el lugar donde antes estaba el chicle.

Karin tuvo que acercarse para ver qué señalaba: era una R angulosa.

—Un antiguo sepulcro.

—¿Qué? —preguntó Karin—. ¿Hay un sepulcro por aquí?

—Así es —aseguró Folke, y señaló el mapa.

—Ya estamos otra vez… Los lugares fueron elegidos con sumo cuidado. El asesino no pretende ocultar lo que ha hecho, sino que tiene otro propósito. Esto me lleva a pensar en lo que dijo Robban acerca de los rituales de transición y de encontrar las puertas a otros mundos, entre ellos, al pasado, pero también en lo de que dichos rituales podían servir para enviar a alguien del mundo de los vivos al de los muertos.

—Parece como si hubieras hablado con alguien del centro espiritual de Gotemburgo —comentó Folke.

Jerker abrió la puerta. Parecía cansado.

—Hola. Pasad. Estamos acabando —dijo, entregándoles sendos pares de protectores azules para los pies.

Folke escudriñó el vestíbulo antes de entrar en la sala.

—Estos cuadros son muy valiosos —dijo, señalándolos—. Si es que son auténticos, claro.

—La familia Ekstedt, la propietaria de la casa… —dijo Karin.

—¿Ekstedt? —la interrumpió Folke.

—Asko Ekstedt. ¿No te lo había dicho? El hombre al que interrogamos anoche.

—¿El propietario se llama Ekstedt? ¿Es su casa? ¿No estará casado con Marianne Ekstedt?

—Es posible. No fui yo sino KG quien lo acompañó a Gotemburgo para seguir interrogándolo.

Sin más, Folke sacó su móvil y solicitó una búsqueda en el registro civil.

—¿Quién es Marianne Ekstedt? —preguntó Karin.

—Dirige el centro de Gotemburgo, ese donde dan extraños cursillos sobre cristales y demás bobadas. Ya te dije que Robban y yo estuvimos allí, ¡él habló con ella! ¡Si hubiera leído el informe directamente lo habría advertido enseguida! ¿Sí? —contestó al teléfono—. Sí, es correcto. Gracias. —Colgó—. Es ella, no hay duda. No creo que debamos centrarnos en el marido, sino en su esposa.

Åkerström, Trollhättan, otoño de 2008

Había sucedido en una de las pocas visitas médicas domiciliarias de Kristian, apenas unas semanas después de que él y Marianne asistieran a la sesión de hipnosis de Asko. En realidad, la casa no pertenecía a su distrito, pero estaba de guardia y no habían conseguido localizar a ningún otro médico. Más tarde llegaría a pensar que las casualidades no existen.

Tras mostrar cierta reticencia, la enfermera del distrito había accedido a acompañarlo hasta la granja.

—Eastwick… —había dicho, soltando una risita nerviosa—. Disculpe, qué tontería.

—¿A qué te refieres? —preguntó Kristian.

—No me gusta ese lugar. El terreno descansa sobre una capa de lodo que en cualquier momento puede ceder. No entiendo por qué alguien querría vivir aquí. Una vez, en el siglo diecisiete, un corrimiento de tierra se llevó por delante campos de cultivo, prados, casas y un cortejo nupcial hasta el río. Fue tan intenso que el río se salió de su cauce, y la riada arrastró consigo casas y ganado. Casi cien personas perdieron la vida. Todavía pueden encontrarse restos en el lodo.

—Pero ¿por qué has nombrado la granja de Eastwick?

—Por aquel entonces, la gente era muy supersticiosa. Creían que un hechicero a quien le habían negado alojamiento en la granja mientras se celebraba la boda era el causante del corrimiento. Naturalmente, se han producido varios desde entonces, pero no puedo evitar pensar en ese riesgo cuando estoy aquí.

—Vaya.

Kristian dobló a la izquierda por un camino de grava que conducía hasta una casa. Aparcó en el patio y echó un vistazo al río que serpenteaba a escasos cien metros más allá. Era precioso.

El lugar le resultaba extrañamente familiar. Una mujer de edad avanzada vivía en aquel edificio. El mantenimiento del anexo dejaba mucho que desear y el techo del establo parecía a punto de derrumbarse. Unas escaleras de piedra conducían a la puerta principal, flanqueada por mustias malvarrosas. Una planta de albahaca crecía alegremente a pesar del frío.

La mujer estaba en una mecedora en la sala, frente a una mesa atiborrada de platos y fuentes con restos de comida secos. Sin embargo, lo que llamó la atención de Kristian fue el árbol genealógico, pintado en un lienzo que cubría gran parte de una pared. Kristian examinó sus ramificaciones, sus raíces. Con colores claros y nítidos, se reproducía el paso de las generaciones, desde tiempos pretéritos hasta la actualidad. En cada rama había un nombre y dos fechas, que a veces coincidían: la del nacimiento y la muerte. Miró la rama que llevaba el nombre de la mujer, Hjördis, y su descendencia.

—¿Quién eres? —preguntó la mujer, cuya mirada vigilante se había posado en él y lo señalaba con un dedo huesudo.

—Soy médico, estoy aquí para encontrar la causa de su enfermedad —dijo Kristian, sin dejar de contemplar el árbol.

—Ya me las apaño sola —contestó la anciana irritada—. No quiero ir a ninguna residencia.

—Tendré que echar un vistazo a la casa para ver qué posibilidades hay de adaptarla a sus necesidades.

La enfermera de distrito lo miró sorprendida, pues no solía ser asunto del médico decidir si la paciente podía seguir en su casa, de eso ya se había encargado un asistente social. La mujer no podía quedarse. Además, de camino a la granja, la enfermera había puesto a Kristian al corriente de la situación, le había hablado del servicio domiciliario y de que los de la asistencia médica la habían visitado, pero la anciana no había querido ningún tipo de ayuda. La situación era insostenible.

Kristian salió al vestíbulo, donde encontró, tal como esperaba, la puerta. La llave estaba fría cuando la giró en la vieja cerradura. Olía a moho; la oscuridad lo engulló en cuanto entró. Buscó a tientas el interruptor y encendió la luz. Una bombilla desnuda colgaba del techo. Acababa de bajar las escaleras cuando la puerta se cerró y la luz se apagó.

Durante los escasos minutos que pasó a oscuras sucedió algo. Algo largo tiempo latente afloró y cobró forma en su interior. Tal vez habría seguido latente de no haber sido por la gran conmoción que experimentó, por el gran malestar que sintió en lo más profundo de su ser. Comprendió en todo su alcance lo ocurrido tantos años atrás, de pronto sintió el frío a través de sus pantalones y las paredes de piedra que se cernían alrededor. Las imágenes de los recuerdos durante la hipnosis de Asko habían sido espantosas y ahora, cuando Kristian se sentó y miró la oscuridad, lo vio todo ante sus ojos. No sabía cuánto tiempo llevaba allí cuando la luz volvió a encenderse. En el umbral de la puerta, en lo alto de la escalera, apareció la mujer apoyada en un grueso bastón.

—¿Qué haces ahí? —bufó la anciana—. Aquí no se te ha perdido nada.

La enfermera escudriñó a Kristian cuando daba marcha atrás por el acceso de vehículos.

—Bueno, ¿qué piensa? —preguntó, al tiempo que el coche dejaba el camino de grava.

—Tenemos que ingresarla en una residencia. Veré si puedo mover algunos hilos.

—Verá, hay otra razón por la que no me gusta este lugar, y no tiene nada que ver con el corrimiento de tierra.

—¿De veras? ¿Qué es?

La enfermera le habló entonces de la familia Hedlund, del niño que les habían arrebatado muchos años atrás, después de que saliera a la luz que lo habían mantenido encerrado.

—Ni siquiera le habían dado un nombre, ¿puede creerlo?

Kristian escuchó el relato en silencio. Estaba tenso y aferraba el volante. La enfermera negó con la cabeza y siguió hablándole de las tres hijas de aquella mujer, que no mantenían el contacto entre sí y apenas veían a su madre.

—Elisabet, creo que la mayor, se casó con el propietario de la escuela de equitación. Ni lo quería a él ni a sus caballos, y cuando una noche de octubre él se mató al caerse del pajar, ella se convirtió en propietaria. Tanto la escuela como los animales estuvieron en un pésimo estado, hasta que contrataron a una señora que tenía dos caballos en régimen de pensión allí y se hizo cargo del mantenimiento. La segunda hija, Stina, era artista, pero tuvo que ganarse la vida de alguna forma, así que es dueña de un herbolario en Strömslund, con escaparates llenos de expositores descoloridos por el sol y productos caducados. Tengo entendido que viaja mucho e importa cosas directamente de Sudamérica, entre otros lugares. A lo mejor se las apaña así, porque me cuesta creer que alguien quiera comprar sus cuadros. Son oscuros y tétricos, a veces se ve una figura blanca en primer plano. Tal vez sea su manera de exorcizar el recuerdo del hermano que tuvieron encerrado en el sótano. —La enfermera negó con la cabeza—. No entiendo cómo a aquella mujer no le quitaron a sus hijas cuando se hicieron cargo del chico. Me parece que la más joven se hizo corredora de fincas en Gotemburgo. Bueno, ahora ya sabe un poco más del pasado de la señora Hedlund. Disa…

—¿Disa? —repitió Kristian volviéndose hacia ella.

—Su nombre es Hjördis, pero la llaman Disa.

—¿Y el chico? ¿Qué fue de él?

—No lo sé. Como ya he dicho, se lo llevaron, pero hay quien afirma que Disa lo recuperó, que ella y sus hijas lo mataron y lo enterraron en algún lugar. Sin embargo, prefiero creer que lo acogió una familia y que al final tuvo una vida feliz. Aunque una infancia así es traumática.

—Sí —dijo Kristian, apretando los dientes—. Supongo que es algo que arrastras toda la vida.

—En el Tribunal Tutelar de Menores hay un expediente voluminoso sobre la familia. Seguramente podrá consultarlo, ahora que se ha hecho cargo de Disa. Hable con Inger Nilsson.

—¿Quién es?

—Era la presidenta del tribunal. Ahora está jubilada, claro, pero se encargó del caso. Me pregunto cómo reaccionaría yo de haberme criado en esas circunstancias y me encontrara con las personas que tanto daño me hicieron. ¿Cree que podría perdonarles?

Pensativa, la enfermera miró los campos que pasaban a toda velocidad y la cuenca serpenteante del río.

—No lo sé —dijo Kristian, e hizo una pausa antes de añadir—: Pero a lo mejor puede ayudar a seguir adelante.