Sara estaba sentada a la mesa de la cocina leyendo unos apuntes y con un mapa de la isla. Una visita guiada por la ciudad. Un agradable paseo por Marstrandsön. Por un momento consideró la posibilidad de incluir Koön y Klöverön, pero llegó a la conclusión de que sería demasiado complicado porque habría que coger el ferry. Lo mejor sería limitar el paseo a Marstrandsön, y luego hablarles de las otras dos islas.
Había escrito fichas de cartulinas que había metido en unas carpetas de plástico junto con el material reunido y que podría utilizar si lo necesitaba. Había copiado viejos documentos de bella y sinuosa caligrafía, y hasta lacrados. También tenía antiguas fotografías de algunos rincones poco conocidos tomadas de la Asociación Histórico-Cultural, y se había pasado horas leyendo la historia de la isla, acerca de los períodos de grandes capturas de arenque y, sobre todo, de los edificios más antiguos.
La cuestión era si se encargaba ella de la visita guiada o lo dejaba en manos de Lycke. ¿Y si le entraba un ataque de pánico? ¿O si se mareaba? Ya le había pasado una vez en el trabajo. Lo metió todo en una carpeta y se levantó. No; le daría el material a Lycke y repasaría la charla con ella.
Se puso la chaqueta y fue a casa de su vecina.
—Hola, pasa. ¿Quieres un café?
Sin quitarse la chaqueta, Sara pensó en declinar la invitación, cuando de pronto se oyó decir que sí, dispuesta a quedarse un rato más. Dejó la carpeta y tomó asiento en el banco de la cocina.
—Cuánto habéis avanzado con la reforma. ¡Y qué bonito está todo!
—Gracias. Hace tiempo que no pasabas por aquí.
—Hará medio año, más o menos. Esta primavera, cuando celebramos la cena de chicas…
—¿Qué es esto? —preguntó Lycke señalando el mapa que Sara había llevado.
—La visita guiada. Creo que sería mejor que te encargaras tú. Simplemente no tengo fuerzas. —Sintió cómo se le agolpaban las lágrimas y carraspeó—. Uf, qué llorona estoy. ¡Ojalá esto se acabara de una maldita vez!
Lycke acababa de espumar la leche y le ofreció un capuchino.
—Deja que las cosas se asienten. Todo tiene su tiempo.
—Sí, claro, explícaselo a la Seguridad Social.
—Perdóname, Sara, no me he expresado bien.
—Soy yo quien debe disculparse. Pero me parece que se está haciendo interminable y supongo que Tomas no me da todo el apoyo y comprensión que necesito.
—Bueno, tampoco debe de ser una situación muy fácil de entender. Me refiero a que uno tiene que compartir ciertas cosas para comprenderlas realmente. ¿Te ha acompañado alguna vez a las reuniones con la médica de la empresa y la Seguridad Social?
Sara pensó en la última cita e intentó imaginarse cómo habría sido si su marido hubiera participado. Se habría quedado boquiabierto, pensó, apurando su café. De repente quiso irse a su casa, enseguida. Era un sentimiento que le sobrevenía con frecuencia y fuerza inesperadas. Su casa significaba seguridad, recogimiento. No hacía falta que abriera si alguien llamaba a su puerta, podía fingir que no estaba. Respiró hondo para sobreponerse a la desagradable sensación. Se acercó al fregadero y se sirvió un vaso de agua, tratando de disimular para no preocupar a Lycke. Sintió un alivio instantáneo. Unos minutos más, y podría volver a su hogar. Se aclaró la garganta, sacó el material y le mostró a su vecina cómo había ideado la presentación. En cierto modo, el texto y las viejas fotografías ejercieron un efecto calmante en ella. Hablaba sin atropellarse y sin eludir la mirada de Lycke.
—¿La conferencia será en el Villa Maritime? —preguntó, sacando las fotografías de unos antiguos ferrys eléctricos que habían transportado pasajeros de un lado a otro del estrecho entre 1913 y 1985.
Lycke asintió con la cabeza. Villa Maritime estaba en el muelle; era un hotel de fachada azul celeste y diseño moderno a un tiro de piedra del ferry.
—Envié un correo electrónico a los participantes para que traigan zapatos cómodos de paseo y anoraks. Seguro que aparecerá alguna lumbrera en traje o vestido largo y tacones, pero en tal caso ya se apañarán.
—Perfecto. Bueno, tal vez deberíais empezar reuniendo a la gente junto al monumento del ancla que hay sobre el césped, a la izquierda del Maritime. Así tendrás el Maritime a un lado y el hotel Turist al otro. Desde allí podríais ir a Strandverket. Por cierto, tal vez deberías empezar contando la historia del Turist y el conflicto existente entre quienes quieren conservarlo y que se considere monumento histórico, y los actuales propietarios.
—¿Y adónde voy luego?
—Hacia el sur. Por ejemplo, podrías mencionar que aquí en la isla utilizamos los puntos cardinales cuando damos una dirección. Y que disponemos de un centro de salud, una clínica dental y una residencia para ancianos. Seguro que la gente lo considera un apunte pintoresco.
—Pues sí. En cualquier caso, puedo describir vivamente tanto el centro de salud como la farmacia. Me gustaría aprovechar y quejarme de que esta sólo abre los lunes y los jueves. Menudo escándalo. ¿Acaso creen que la gente no enferma el resto de los días?
—De acuerdo. Pero menciónalo de pasada y guárdate la munición para crear debate con un artículo en el diario Kungälvs Posten, donde tal vez sirva de algo. En mi opinión, con esta visita guiada hay que intentar recrear emociones, una atmósfera histórica.
Sara repasó el resto del material lenta y metódicamente. Se dio cuenta de que lo sabía prácticamente todo de memoria. Lycke iba leyendo e intentaba recordarlo.
Entró en su casa y acababa de abrir la nevera cuando descubrió que la cafetera estaba encendida. Al tiempo oyó la cisterna del baño. ¿Tomas ya había llegado? El coche no estaba.
—¿Hola? ¿Tomas? —llamó Sara.
La puerta del baño se abrió y salió su suegra, Siri. Sara se detuvo en seco, incómoda. Durante la primavera, habían descubierto que la madre de Tomas tenía un pasado oscuro a raíz de una investigación policial iniciada tras la reapertura de un antiguo caso, lo que no había mejorado la relación, ya tensa, con su cuñada y su suegra.
—Hola, Sara —saludó Siri sin hacer ningún amago de abrazarla.
—Hola —repuso su nuera con aire dócil.
—He preparado café.
—¿Tomas no ha llegado?
—No, no creo.
—¿Y cómo has entrado?
—Con mi llave.
—No sabía que tuvieras una.
—Como nunca me la disteis, aproveché para hacer una copia un día que cuidaba de los niños. Pensé que así no tendríais que molestaros.
Sara sintió que el pulso se le aceleraba. Siri había hecho una copia de la llave por su cuenta, ¿o acaso Tomas lo sabía? «Intenta afrontar su visita sin mandarla a la mierda», se dijo.
—¿Qué planes tenéis para esta noche? —preguntó Siri, sirviéndose café—. Por cierto, ¿te apetecía uno?
Sara reparó en que su suegra acababa de servirse todo el café.
—Gracias, no, acabo de tomar uno en casa de Lycke.
Sara deliberó rápidamente consigo misma para tomar una decisión: ¿se quedaría para entretener a su suegra o era mejor ser la guía de los colegas de Lycke?
—Qué bien que hayas venido, Siri. Tengo que hacer una visita guiada por Marstrandsön para los directivos de la empresa de Lycke. —«Directivos» le sonaría mejor a su suegra—. ¿Podrías recoger a los niños en la guardería?
—Bueno, la verdad es que no tenía pensado quedarme tanto rato…
—Seguro que a Tomas le encanta que te quedes y los niños se alegrarán mucho de verte. Últimamente no nos visitas muy a menudo… No tardaré mucho. —En ese momento, Sara vislumbró a Lycke, que pasaba por su casa, y se apresuró a abrir la puerta de la calle—. ¡Lycke! Siri está aquí, así que creo que podré arreglarlo, si finalmente va a recoger a los niños. ¿Te importa esperarme y vamos juntas? —añadió poniendo los ojos en blanco.
Su vecina pareció captar la indirecta y saludó a Siri, diciendo:
—Qué bien. Linus y Linnéa se pondrán contentísimos al ver que su abuela ha venido a pasar la tarde con ellos.
—Sólo cinco minutos —dijo Sara, y se precipitó hacia el baño.
Se lavó la cara y se maquilló. Se puso una blusa limpia, una chaqueta de punto y una cazadora. En el bolso metió el móvil, el bono del ferry y la agenda.
—Muchas gracias, Siri. Entonces, me voy. Nos vemos más tarde. Si puedes, por favor, vacía los casilleros de los niños en la guardería, pues es fin de semana.
Sara llamó a la guardería para avisar que la abuela recogería a sus nietos y a Tomas para comunicarle que tendría que comprar y luego preparar algo de cenar a su madre.
—¿Así que has cambiado de opinión? —preguntó Lycke con una sonrisa.
—Sí, tenía que elegir entre pasar la velada del viernes en compañía de mi suegra, o hacer algo que en realidad me asusta.
—Lo harás estupendamente —dijo Lycke, dándole el material—. Tranquila.
Juntas se dirigieron al ferry y cruzaron el estrecho. Los colegas de Lycke ya estaban esperándolas frente al Villa Maritime.
—Bueno, ¿estáis todos? —Lycke echó un vistazo al grupo—. Eso parece. Os presento a Sara von Langer, que vive aquí, en Marstrand. Además es mi vecina, o sea, que tratadla bien. Nos llevará a dar una vuelta por la isla y nos hará una introducción sobre su historia. Espero que os hayáis vestido para la ocasión, sobre todo que llevéis un buen calzado. Estaremos fuera alrededor de una hora, ¿no es así, Sara?
Sara respiró hondo y pensó: «Puedo hacerlo. Hablaré en tono pausado. Tú puedes, Sara. Además, nadie te conoce ni sabe nada de ti, nadie está enterado de tus ataques de pánico. Puedes inventarte un personaje».
—Más o menos, Lycke. Bienvenidos a Marstrand.
Sara sonrió y empezó a hablarles del puerto, que era muy importante para la isla, pues tenía dos bocanas, y de la ciudad, que había crecido a partir de sus playas. Cuando bajaban por Ejdergatan, tras dejar atrás el arsenal y subir las escaleras, los colegas de Lycke se apiñaron alrededor de su guía para formularle un sinfín de preguntas y pedirle que les contara más cosas. «La verdad es que controlo la situación —pensó Sara—. Incluso me resulta divertido». Y en cierto modo, era como una doble compensación, puesto que, además de estar divirtiéndose, se había librado de su suegra. Llegaron a la iglesia de Marstrand y se detuvieron.
—A finales del siglo trece, la orden franciscana construyó un convento en Marstrand, al que pertenecía esta iglesia —explicó Sara. Los murmullos se acallaron en cuanto entraron en el templo—. Pensaba concluir el paseo con esta visita. ¿Veis las pinturas? Cinco en una pared y cinco en la otra. También hay una en la sacristía. Son las llamadas pinturas Schola cordis y originalmente eran quince.
—¿Qué significa? —preguntó alguien.
—Escuela del corazón —respondió Sara, contenta y aliviada por saberlo—. Schola cordis narra el camino del alma desde el pecado y la perdición hacia la reunión con Dios. Las dos figuras que aparecen en casi todas las pinturas representan el alma humana y el amor divino. Anteriormente, había versículos de la Biblia bajo todas las pinturas. Sin embargo, sólo queda uno, que reza: «Otros habrá en la Tierra que codicien grandes condecoraciones. Mi único honor será que Dios me otorgue la corona. Mi cabeza muerta la soportará cuando la Serpiente haya devorado mi cuerpo». Y como podéis ver, la sombría imagen representa una cabeza con una corona sobre un ataúd.
Lycke alzó la mirada hacia el cuadro.
—Los cuadros son un regalo del pastor Fredrik Bagge, que ofició aquí en la segunda mitad del siglo diecisiete. Encargó los motivos y los versículos. Hubo otro texto que desapareció y que rezaba: «Tras mi destrucción, Fredrik Bagge pervivirá». No podemos hablar de la iglesia de Marstrand sin mencionar a este párroco, sobre todo conocido por haber desafiado al rey Christian al rezar por Carlos XI y los suecos cuando Marstrand fue conquistada por los daneses en 1677. La Muerte y las calaveras eran muy frecuentes a finales del siglo diecisiete y aquí podéis ver, asimismo, a Fredrik Bagge con su esposa Elisabeth, retratados justo encima de una calavera. El pastor murió en 1713 y su sepulcro se encuentra aquí, en la sacristía.
—Un hombre muy valiente —comentó uno del grupo.
—Sí. Pero también se lo asocia a los procesos por brujería. Estamos preparando una exposición en el ayuntamiento sobre la persecución de brujas en Bahusia, que se inició aquí, en Marstrand, en 1669. De hecho, una de las acusadas fue precisamente la madre de Fredrik Bagge. Da que pensar que, a pesar de su poder como pastor, le costara mucho salvar a su madre; la mayoría de las demás mujeres fueron juzgadas y ejecutadas. La lápida de los padres de Fredrik Bagge es interesante precisamente por esa cuestión. Debió de ser complicado permitir que se enterrara a alguien acusado de brujería en uno de sus camposantos. Si me seguís, podemos leer la lápida, porque continúa aquí.
Los visitantes fueron tras ella por el pasillo de la iglesia, hasta el altar, en completo silencio.
—Allí. —Señaló la piedra desgastada en el suelo y les concedió unos minutos para que leyeran—. Pero lo más interesante es un texto que ya no podemos ver, puesto que lo oculta la escalera en el suelo del altar. Se trata de una amenaza. —Sara sacó una nota y leyó en voz alta—: «Quien profane esta tumba sufrirá una terrible y precoz muerte, no podrá ser enterrado y compartirá destino con Judas». Los lugareños habían sido testigos de muchos juicios y ejecuciones por brujería; los ejecutados no podían ser enterrados en el cementerio e incluso quienes eran absueltos quedaban estigmatizados el resto de su vida. Así que no debieron de ver con buenos ojos que una acusada fuera enterrada en la iglesia, a pesar de que hubiera sido absuelta. De no haber sido porque la mujer en cuestión era la viuda del alcalde y madre del pastor Fredrik Bagge, no creo que la hubieran sepultado aquí. En mi opinión, por eso se añadió la amenaza, para que dejaran descansar en paz a la fallecida, so pena de sufrir una terrible muerte.
Todos siguieron en silencio.
Sara desanduvo el pasillo hasta llegar al gran cepillo.
—Si queréis, podéis dejar unas monedas en el Cofre del Alma, o al menos echarle un vistazo, es magnífico. Data de 1734, y estaba pensado para aquellos que no podían permitirse sufragar lámparas, púlpitos o retablos.
Abrió la puerta de la torre y le dio al interruptor que había en el hueco de la escalera.
—Hay un buen trecho hasta el campanario, pero podréis descansar en los rellanos. Las escaleras son viejas y de madera, así que será mejor que os agarréis a la barandilla y avancéis con cuidado —les advirtió, y subió los primeros escalones.
Gotemburgo, verano de 1980
Marianne era un ser libre y estaba un poco loca, pero a su lado todo parecía posible. Asko no conocía a nadie tan lleno de vida.
Aina y Birger la habían recibido con los brazos abiertos. Vieron cómo Asko floreció, lo orgulloso que estaba cuando abrazaba a Marianne. La pareja resplandecía. En el altar, Asko contuvo la respiración cuando el pastor había formulado la pregunta decisiva.
La madre de Marianne se alegró de que su hija hubiera encontrado a un chico como Asko, licenciado en Ciencias Económicas y todo lo que conllevaba, y agradecía que él no albergara «ideas extravagantes» como las de su hija. Esta había conseguido un empleo a media jornada en la universidad, lo que aún había aplacado más a su madre.
Sin embargo, Marianne no le mencionó los viajes mensuales a Glastonbury ni el centro espiritual que estaba a punto de fundar en Gotemburgo.
A Asko le gustaba que fuera auténtica en su compromiso, sus ideas acerca de los recursos y la justicia del mundo. A veces sus maneras de ver las cosas chocaban, pero a menudo estos choques conducían a discusiones enriquecedoras, a pesar de que Asko podía llegar a sentirse limitado en su compañía y desear liberarse de la misma manera que ella era libre. Marianne nunca veía obstáculos, no intentaba fingir ni aparentar ser otra. Sin duda, por eso se había enamorado de ella.
Tal vez podía llegar a resultar demasiado sincera, y, desde luego, la diplomacia nunca había sido su fuerte. Su casa estaba llena de mantas indias y tambores rituales; según decía, lo más importante era que las energías fluyeran en libertad. Él, por su parte, había puesto muchas energías, demasiadas, en olvidar su pasado.
Asko echó un vistazo al programa de cursillos que su mujer había llevado a casa.
—A ver, el de pintar acuarelas no está mal, pero ¿«Psicometría, la memoria de las cosas» y «Dibuja tu propia aura»? O este: «Sanación a través de los cristales».
Aina siempre defendía a Marianne cuando Asko opinaba que los cursillos eran muy raros.
—Hay tantas cosas que no entendemos —decía.
—Sí, es verdad, mamá, pero… —solía contestar él, aunque Aina no se dejaba intimidar.
—Sólo piensa en la manera en que se cruzaron nuestros caminos. Creo que hay que tener mucho respeto por las cosas que no entendemos, precisamente porque no las entendemos. No todo puede explicarse.
—Ha estado muy bien —dijo Lycke cuando volvían al ferry de Villa Maritime.
—Sí, todo un éxito —asintió Asko—. Sobre todo la visita guiada, lo has organizado perfectamente. Sara es tu vecina, ¿no? Es muy competente. ¿Se dedica a ello?
—No; es la primera vez.
—Tenemos que acordarnos de pagárselo. ¿Podrías encargarte?
—Por supuesto —contestó Lycke, impaciente por contárselo a Sara.
—Por cierto, ¿qué te parece el programa de mañana?
—Muy bueno —contestó Lycke con sinceridad. Se había sorprendido gratamente al enterarse de las actividades programadas para el sábado—. Me parece un reparto equilibrado entre el individuo y la empresa.
Eran las once menos cuarto. El resto del grupo se quedaba en Villa Maritime. Las barreras del ferry bajaron y las compuertas se cerraron. El tiempo había sido fabuloso toda la jornada, pero ahora el aire estaba muy cargado, como si fuera a desatarse una tormenta.
—¿Qué casa es la tuya? ¿Se ve desde aquí? —preguntó Asko cuando zarparon.
—Está allí arriba, en Fyrmästargången. —Lycke señaló hacia las casas de Blekebukten con el gran monte Nordberget que lo resguardaba del viento del oeste.
—¡Qué bien situada! Supongo que veréis todo el puerto, ¿no?
—Sí. Cuando la compramos era una casa pequeña con placas de amianto en el exterior. Estamos restaurándola, llevamos seis años de reformas. Ya sabes, no es como en vuestro lujoso barrio de Rosenlund, donde contratas obreros hasta terminar las obras.
—Heredé la casa de mis padres —dijo en un tono ligeramente sombrío. Y con voz algo más alegre, añadió—: Además, soy aficionado a la ebanistería. Por ejemplo, yo mismo construí el embarcadero cubierto, también el muelle. —Sonrió.
—El embarcadero, caramba, casi nada. —Lycke soltó un silbido—. ¿No tienes intención de mudarte aquí?
—Para siempre no. Llevamos hablándolo desde que las niñas eran pequeñas. —Hizo una pausa—. Recuerdo cuando Marianne y yo éramos más jóvenes e intentábamos que todo cuadrase: la economía y el tiempo. Tiempo para las niñas, para el trabajo y, sobre todo, para nosotros. En definitiva, te encuentras en una fase de construcción en muchos sentidos; habría sido mejor poder encargarse de un aspecto cada vez, pero por desgracia las cosas no son así.
El ferry atracó en la isla de Koön y los pocos pasajeros bajaron. El autobús a Gotemburgo los esperaba. Tres jóvenes veinteañeros que ya habían dado comienzo al fin de semana se dirigieron hacia él.
—¿Quieres que te lleve? —dijo Asko, señalando hacia el coche aparcado frente a la tienda.
—No, gracias, iré andando. Nos vemos mañana.
Lycke agitó la mano en un saludo cuando dobló a la izquierda por Korsgatan y vio a Asko alejarse hacia su coche.
Los faros azulados del Volvo XC90 de Asko Ekstedt barrieron el letrero que daba la bienvenida al pueblo cuando dobló a la izquierda al llegar a la parada de autobuses desierta de Gunnardalsvägen. No recordaba haber visto nunca a nadie esperando el autobús allí. La casa de Rosenlund estaba en el lado noreste de la isla de Koön, en el punto más alejado del ferry, aunque no era un trayecto muy largo; a paso ligero podía tardarse unos veinticinco minutos. Decidió que iría andando hasta el ferry a la mañana siguiente. Como habían quedado a las nueve frente al Villa Maritime, también le daría tiempo de darse un chapuzón matutino antes de caminar hasta el puerto. La marcha automática del coche cambió al iniciar la empinada cuesta y Asko se inclinó hacia delante como para ayudarlo.
La cena en Villa Maritime había sido agradable, había reinado un ambiente estupendo y se habían reído mucho.
La pista todavía estaba asfaltada, pero ya no quedaban muchos metros de asfalto. A la izquierda, las luces en las casas de veraneo estaban apagadas y en algunas ya habían colocado las contraventanas de madera de cara al invierno. Aquella visión siempre le hacía pensar en los bosques embrujados de John Bauer y los cuentos que había leído a sus hijos de pequeños, en aquellas noches tan felices y ahora tan remotas.
La verja negra de hierro fundido estaba abierta y Asko siguió hasta la casa por el camino lleno de baches, que provocaban sacudidas amortiguadas por la suspensión. La hierba crecida entre las rodadas se inclinaba al paso del vehículo. Apretó el botón para bajar la ventanilla y sonrió al notar el viento en la cara y aspirar el aire salado. Olía a brezo en flor; inspiró profundamente aquel aroma dulce mientras cubría los últimos metros hasta el edificio. Tras accionar el mando a distancia, la iluminación exterior se encendió. Un resplandor cálido y suave se proyectaba desde la gran casa, pasando por la caseta de los invitados, que en su día fue la vivienda del jardinero, hasta el embarcadero cubierto al final del muelle.
Se quedó un momento en el coche, disfrutando del hecho de hallarse allí, y luego abrió la portezuela. El reloj indicaba las 23.04 cuando retiró la llave del contacto. Ese sería un dato que no olvidaría. El aire estaba saturado y cargado, y unas nubes oscuras recorrían el cielo nocturno.
Dejó las bolsas de viaje en el suelo de piedra de la entrada. La llave del embarcadero colgaba del gancho en el armario esquinero noruego pintado a mano; se lo había regalado a Marianne por su cincuenta cumpleaños, hacía siete años. Aún con la llave en una mano y tras titubear un momento, sacó una cerveza fría de la nevera. Dio un sorbo y asintió. Sí, aquello era vida. Sólo faltaba Marianne. Todavía no había reparado en la mujer que yacía muerta en el salón.
El viento insistía en volcar su tumbona, de modo que decidió coger otra, más pesada, de teca maciza. Asko se sorprendió al reparar en que incluso el bichero que solía colgar en la pared se había soltado. Tras recogerlo del muelle, volvió a colgarlo de su gancho y, por si acaso, ató un cabo alrededor del bichero con un nudo doble. Luego se sentó a resguardo del embarcadero y contempló el espectáculo de la espuma en la cresta de las olas. No oyó a nadie acercarse, así que, cuando una persona apareció tras él, dio un respingo y soltó la cerveza, que desapareció en el agua negra con un ruido sordo.
—Perdona, no quería asustarte, pero salí a correr y vi el coche.
—¡Dios mío, Kristian! No te oí llegar, con este viento no se oye nada.
—¿No ibas a quedarte en el Maritime?
—Bueno, cambié de opinión.
Los goterones de lluvia dejaban ya grandes manchas sobre los tablones secos del muelle.
—Te invito a una cerveza, si es que alguien consagrado a la vida casta y saludable puede permitírselo —bromeó Asko, cerrando la puerta del embarcadero.
Kristian se estaba desatando las zapatillas deportivas en el vestíbulo cuando oyó gritar a su amigo. Sin el zapato derecho y tropezando con los cordones del izquierdo salió corriendo en pos de Asko, que estaba apoyado contra el marco de la puerta, tenía una mano sobre el corazón y con la otra señalaba a la mujer que yacía en el suelo de madera rodeada de velas. Un relámpago iluminó el salón con su resplandor blanco y penetrante y unos segundos más tarde resonó un trueno entre los despeñaderos de las montañas.
—Dios mío… —susurró Kristian.
—¿Está…? ¿Todavía está viva?
Asko estaba pálido y tenía los labios azulados.
Se había cortado la electricidad; sólo las velas titilantes alrededor de la mujer iluminaban la estancia. Kristian avanzó lentamente, pasó por encima de las llamas con cautela y se arrodilló al lado del cuerpo. Con manos diestras buscó el pulso en el cuello. Entonces se volvió hacia Asko y negó con la cabeza.
—Está muerta, ya fría.
Su amigo no contestó. Se había desplomado y estaba sentado en el suelo con la espalda contra la pared.
—La policía. —Asko carraspeó y repitió con voz más firme—: La policía. Tenemos que llamarla.
Con gran fatiga se levantó para acercarse al teléfono, pero cayó en la cuenta de que llevaba el móvil en el bolsillo. Tembloroso, marcó el 112 al tiempo que avanzaba apoyándose en la pared hasta un sillón, donde se sentó pesadamente. Fuera llovía sin parar contra el tejado de chapa verde del porche.
Karin había escuchado la previsión del tiempo del Instituto Meteorológico de Dinamarca y luego repasado los amarres del Andante, tanto los de proa y popa, como dos cabos en el costado. El viento había ido arreciando. Las drizas golpeaban contra los mástiles en el puerto y el viento silbaba amenazante en los aparejos. Karin tenía una especie de relación de amor-odio con aquel ruido. Iba acompañado del miedo a que las amarras no aguantaran, a la duda de si había elegido bien el puerto, de si realmente podría dormir segura, o se vería obligada a cambiar de amarre durante la noche.
Constató que se hallaba bien amarrada en el muelle flotante de Koön. Antes había estado bajo presión contra el lado exterior del muelle, pero decidió cambiar de sitio, de manera que el viento viniera de frente en lugar de por el costado. Ahora el Andante estaba bien asegurado, flanqueado por dos barras metálicas en forma de Y. Cuatro horas más tarde se oyó el estruendo de las olas al romper en el fiordo, mientras el viento seguía arreciando. Acababa de atar la lona que protegía la cabina de la lluvia cuando empezaron los truenos.
—Primero llega el viento y luego la lluvia —dijo.
Solía ser así. Tres minutos más tarde, la tormenta estaba sobre Marstrand. Las gotas limpiaban la cubierta gris arrastrando consigo el salitre. Karin se había echado en uno de los bancos con el quinqué encendido y la estufa puesta, y desde allí contemplaba el charco que estaba formándose sobre la escotilla transparente sobre su cabeza. El Andante cabeceó suavemente y el agua se escurrió de la escotilla, aunque enseguida volvió a formarse un charco. Los relámpagos hendían el cielo nocturno con sus haces blancos y luminosos; los truenos retumbaban. Qué placer estar a resguardo con aquel tiempo de perros. La tetera empezó a silbar: el agua estaba caliente. Karin introdujo la bolsita de té en el agua y sacó la leche y la miel, todavía felizmente ignorante de que, en aquel mismo momento, un coche patrulla de Kungälv se dirigía a la gran villa de Rosenlund, a menos de un kilómetro del puerto. Su móvil sonó cuando le daba el primer mordisco al bocadillo.
La mujer yacía rodeada de velas funerarias. A Karin le parecía recordar que podían arder bastante tiempo, una semana o más. Las lámparas parpadearon cuando la electricidad volvió. Entonces reparó en que la piel del cadáver estaba blanca y tenía manchas rojas. Le habían amputado la nariz; en el suelo había un charco oscuro de sangre. Con la cámara digital, tomó fotos desde el umbral del salón. Unas pesadas cortinas con dibujos florales colgaban frente a las altas ventanas, sujetas por gruesos cordones dorados con borlas, que le daban un aire sofisticado. Sobre una mesa de madera oscura con marquetería más clara había una botella de vino y dos copas. «Huellas digitales», pensó Karin, y siguió escudriñando el salón. Cada paso que daba estaba medido, preocupada por no tocar nada hasta que los técnicos hubieran realizado su trabajo.
—En la cocina —dijo uno de los chicos del coche patrulla antes de que le diera tiempo a preguntar. Y añadió—: Asko Ekstedt y Kristian Wester. El primero es el propietario de la casa.
—Bien. Gracias.
Karin entró en la cocina. Dos hombres estaban sentados a la mesa. Uno en el banco en ropa deportiva y una toalla sobre los hombros. El otro en una silla de varilla con las manos entrelazadas sobre la mesa; vestía camisa y pantalones elegantes y se levantó para saludar a Karin.
—Asko Ekstedt. —Su rostro carecía de color, pero su apretón de manos era firme. Con esfuerzo, esbozó un gesto en dirección al otro hombre—. Mi buen amigo y médico de empresa Kristian Wester —añadió, y volvió a dejarse caer en la silla.
—Hola —saludó el médico, estrechándole la mano.
—Karin Adler, inspectora de la policía de Gotemburgo. —Tomó asiento al lado de Asko Ekstedt y conectó su Sony M-bird, una combinación de dictáfono, radio y reproductor MP3—. Cuéntenme —pidió, tras asegurarse de que el aparato estaba grabando.
Titubeante y con voz temblorosa, Asko empezó describiendo la carrera bajo la lluvia, desde el embarcadero hasta la casa.
—¿Reside aquí? —preguntó Karin.
—No. Y en realidad iba a quedarme en Villa Maritime con los demás, pero en el último momento cambié de opinión.
—¿Vino directamente de Gotemburgo? —inquirió ella, para luego pasar a preguntar quiénes eran los demás y qué hacían en el Villa Maritime.
—No, de Marstrandsön, de la reunión kick-off de nuestra empresa, vaya, de la reunión que se celebra cuando empieza un proyecto. Tenemos alquilado el Villa Maritime durante el fin de semana. Esta noche cenamos allí.
Karin asintió con la cabeza y tomó notas en su libreta, sobre todo para que sus interlocutores se relajaran y sus miradas no se cruzaran con la suya constantemente.
—¿Cuándo se fue del hotel? Supongo que tomó el ferry, ¿recuerda a qué hora?
Asko se quedó pensativo. Mientras, Karin paseó la vista por la cocina. Las puertas de los armarios eran de roble. Una bonita cortina a cuadros blancos y azules hacía juego con el mantel de la mesa. La estancia era sencilla y acogedora. No había platos en el escurridor ni en el fregadero.
—Eran las diez y media cuando nos fuimos para coger el ferry, aunque no estoy seguro de la hora de salida.
Karin anotó 22.30 y miró al hombre. Llevaba el pelo canoso corto, pero parecía más joven de lo que indicaban las canas. Traslucía franqueza y honradez.
—Ha dicho «salimos», ¿se refiere a ustedes dos?
—No. Kristian apareció más tarde. Me refiero a una colega que también vive por aquí, Lycke Lindblom.
Karin alzó la vista de su libreta. Asko creyó que no había entendido el nombre y lo deletreó:
—L-i-n-d-b-l-o-m.
«¿Lycke?», pensó Karin. Le formuló unas cuantas preguntas rutinarias antes de volverse hacia el médico.
—¿Sale usted tan tarde a hacer deporte? —preguntó con tono de pretendida sorpresa.
—Suelo hacer este recorrido —respondió Kristian Wester—. Koön tiene muchas pistas para correr. Mañana tengo que dar una conferencia a los colegas de Asko, así que me hospedo en el Maritime.
—Es decir, se hospeda en el hotel Maritime pero cogió el ferry para correr por Koön, y…
—Vi el coche y paré para saludar.
—¿Y la cena en el Maritime? ¿Estuvo presente?
—Sí, fue muy agradable conocer a los empleados de Asko.
—¿Alguno de ustedes reconoce a la mujer?
Ambos negaron con la cabeza.
Karin acababa de pedirles algún documento de identificación, lo que sólo Asko pudo mostrarle, y de anotar los números de teléfono donde localizarlos, cuando dos coches aparcaron ante la casa. Los técnicos forenses empezaron a descargar su equipo, mientras que del otro vehículo se bajó KG, de la brigada criminal. Su nombre era Karl Göran, pero todo el mundo lo llamaba KG, e incluso a veces y a escondidas BD, por «bulldozer». Sacudió su cazadora mojada con tal fuerza que salpicó el vestíbulo y parte de la cocina; se limpió los zapatos en la cara alfombra de la entrada y entró sin descalzarse. Karin respiró hondo cuando apareció en el umbral de la cocina y a duras penas pudo contenerse y no recriminarle sus pésimos modales. Sus caminos se habían cruzado más de una vez desde que Karin trabajaba en la brigada. Siempre había evitado, en la medida de lo posible, a aquel hombre, quien gustaba de señalar que las mujeres no pintaban nada en el cuerpo de policía ni en el clero.
Ahora miraba a Karin desde la puerta. Tras él apareció un joven de tez sonrosada y manos demasiado grandes para su cuerpo enjuto.
—Hay que ver, la inspectora de policía Adler ya está aquí. Qué aplicada —se mofó.
Karin pasó por alto el comentario y se limitó a ponerlo escuetamente al tanto de la situación.
—No, no —dijo KG—. Empezaremos de nuevo. —Se volvió hacia Asko y Kristian y se presentó—: Soy KG y él… —Miró intimidante al joven que se apretaba contra la pared de la cocina.
—Soy Kim —logró balbucear este al fin, sin abandonar su posición de pasmarote.
—KG y Kim pertenecen a la brigada criminal de Gotemburgo. Da la casualidad de que yo estaba cerca, pero espero que no les importe exponerles de nuevo a ellos lo ocurrido.
Karin dejó dos tarjetas y dio las gracias a Asko y Kristian antes de levantarse. Dejó el M-bird sobre la mesa de la cocina.
—¡No fastidies! —exclamó Jerker al verla, y soltó un suspiro—. No entiendo cómo consigues llegar siempre la primera al lugar de los hechos.
—No veo daños en la puerta —comentó Karin pasando por alto el comentario—. ¿A lo mejor dejaron una llave escondida en algún lugar? O bien era un mal escondrijo, o bien la persona que entró lo conocía.
—Le echaré un vistazo a la puerta. De hecho, la habría examinado aunque no lo hubieras mencionado. Tal vez no me creas, pero seguimos un protocolo de control, además de tener cierta formación. No lo sabías, ¿verdad? Pues sí, el cuerpo de policía no coge al azar a gente de la calle y les da el título de técnicos forenses…
—Disculpa, Jerker —repuso Karin sonriendo—. Sólo intento estar en todos los sitios a la vez para detener al asesino. Y de pronto aparece KG y, bueno, no confío en que él sea capaz de hacerse cargo de todo.
—¿No confías?
—Pues no. Más bien estoy convencida de que no podrá, de modo que aún me preocupo más. He examinado el lugar, pero no debemos pasar por alto nada.
—Intentaré estar atento.
—Gracias, Jerker. Una cosa, olvidé mi dictáfono sobre la mesa de la cocina…
—¿Olvidado? —Jerker rio—. Lo recogeré cuando me marche.
Karin bajó pensativa la escalera de madera de la entrada y se detuvo en el camino de grava. ¿Había algo en lo que no se había fijado? ¿Se le había escapado algún detalle? Tendría que repasarlo todo de nuevo, revisar cada dato desde otra perspectiva. Aunque era mejor esperar al día siguiente, después de un sueño reparador, presintió que debía empezar enseguida. Esta vez las circunstancias no eran exactamente las mismas. Por un lado, la mujer estaba dentro de una casa; por otro, parecía que la víctima y el asesino habían bebido juntos una copa de vino. ¿Se conocían?
Rosenlund, Marstrand, finales de verano de 2008
Los años habían pasado. Las niñas habían crecido demasiado rápido. Aina y Birger las visitaban a menudo en Gotemburgo, hacían de canguros o se quedaban con sus nietas en Eriksberg, cuando todavía tenían la granja.
Al final, las tareas en la granja se volvieron demasiado duras para la pareja y acabaron vendiéndola. Entonces compraron el viejo caserón en Rosenlund, a un kilómetro de Eriksberg, donde tenían pensado pasar sus últimos días. Y así lo hicieron.
Marianne puso flores frescas en la habitación de Birger, liberó la casa de malas energías y preparó el tránsito, como ella lo llamaba. Asko pasaba todo su tiempo libre al lado de Birger. Con gran delicadeza lo sentaba en la silla de ruedas y lo paseaba por los senderos del jardín para que el anciano disfrutara de las flores.
Dejó de trabajar durante las últimas semanas de vida de su padre adoptivo. Con Aina y sus hijas, estuvo junto al lecho del anciano moribundo hasta que falleció. Nunca olvidaría sus últimas palabras: «Mi querido hijo. Te estaré eternamente agradecido». Y entonces cerró los ojos.
Asko había pasado muchas horas en el dormitorio de Birger, sosteniendo su mano, al igual que este había hecho tiempo atrás, cuando era Asko quien yacía en una cama de hospital.
En el funeral, Asko pareció muy entero y nadie sospechó los abismos en que se hundiría.
A pesar de lo mucho que se esforzaron por animar a Aina, tras el fallecimiento de su esposo la anciana pronto decayó.
—He tenido una vida maravillosa —dijo un día con una amplia sonrisa—. Mejor de lo que jamás soñé.
Cuando Asko entró en la habitación de la anciana con la bandeja del desayuno aquella mañana de domingo y descubrió que Aina había fallecido mientras dormía, se derrumbó. Apenas cuatro meses después de la muerte de Birger enterraron a su esposa en la tumba familiar que el hijo de ambos había elegido en el cementerio de Koön. Con la mirada perdida vio cómo bajaban el ataúd, depositó flores sobre la tumba y pasó la mano por la fría lápida.
Aquella misma tarde sus hijas oyeron por primera vez la verdad sobre la infancia de su padre. Habían escuchado el relato conmocionadas. Su hija mayor, Agneta, embarazada de su segundo hijo, había vomitado allí mismo, en el suelo.
—¿Qué? —exclamó—. ¿Vivías en un sótano separado de los demás? No puedo comprenderlo.
—Amor mío —dijo Marianne en un intento de consolar a su hija—. Ninguno de nosotros lo comprende.
Tras el funeral de Aina, Asko se había quedado sentado sin hablar, embutido en su traje oscuro y su corbata blanca, muy pálido.
—No —se limitó a decir—. Nadie puede entenderlo. Es incomprensible.
La noche fue cayendo al otro lado de la ventana, mientras Asko permanecía sentado en el sillón de orejas.
Marianne se llevó a sus dos hijas. Lo dejaron a solas.
—Pero —prosiguió Agneta—, ¿está viva? ¿Su madre? ¿Dónde está?
—Papá quiere olvidarlo todo. No desea que la busquemos —repuso Marianne.
—Pero, mamá, siempre dices que no hay que dejar nada que te pese y te robe la energía.
—Sí, es cierto, pero no en este caso. Quiero que respetéis el deseo de vuestro padre y dejéis las cosas como están.
Las chicas se miraron.
A la mañana siguiente, cuando Marianne bajó a preparar el desayuno, vio que su marido seguía en el sillón.
—Pero ¡por Dios! ¿Llevas ahí toda la noche? ¿No has dormido?
Asko no contestó. Con la mirada vacía, sostenía dos objetos sobre las rodillas: una pala de jardín oxidada y un destornillador sin mango.
Una semana más tarde, una Marianne desesperada llamó a Kristian para contarle que nunca había visto a Asko tan mal.
—Es como un agujero negro. Como si su infancia volviera a emerger con fuerzas renovadas. Todos los recuerdos que había reprimido.
—¿Y qué dice él?
—Se limita a repetir: «Todo va bien». Pero no es así. No es cierto.
—Ahora mismo voy.