11

Finca de Nygård, Vargön, otoño de 1971, mausoleo de los Bagge

El coche se detuvo y el chófer abrió la puerta. Kristian y Asko bajaron y aspiraron el aire campestre.

—Es maravilloso estar de vuelta —dijo Kristian.

—Sí, hacía mucho que no veníamos —comentó su amigo.

La puerta principal se abrió y apareció Torsten apoyado en su bastón.

—Habéis llegado. Bienvenidos.

—Hola, papá —saludó Kristian, adoptando cierta rigidez.

—Me alegro de volver a verte, Asko —dijo el hombre, apoyando una mano en su hombro.

—Yo también.

Almorzaron en el gran salón. En las cuatro esquinas del techo se hallaban las iniciales de Kristian y los miembros de su familia pintadas en azul. Asko no reconoció dos de ellas, tal vez fueran las de la madre y la hermana, pero no se atrevió a preguntar.

—No creo que os venga mal un poco de ejercicio físico, estáis demasiado acostumbrados a hincar los codos —comentó Torsten, que presidía la larga mesa del comedor. Asko y Kristian levantaron la vista, esperando que prosiguiera—. Podéis escoger entre arreglar el cementerio —dijo con aire pensativo, mesándose el bigote— y limpiar el desván. —Luego murmuró—: Creo que allá arriba habrá unos dos siglos de escombros. —Rebañó el plato y dejó encima los cubiertos de plata—. Bueno, ¿qué decís?

Ambos amigos se miraron y luego dirigieron la vista más allá de la ventana, donde lucía un maravilloso tiempo otoñal.

—El cementerio.

Asko miró alrededor mientras tomaban café sentados en las tumbonas del jardín. Él y Kristian habían discutido acerca del destino y en qué medida sus vidas estaban predeterminadas. Llegados a ese punto, sus opiniones divergieron. Asko afirmaba que cada uno da forma a su propia vida, toma sus decisiones en cada momento, mientras que Kristian pensaba que gran parte de la existencia estaba predestinada. Habló de la sangre que fluía por sus venas y señaló la casa que sus ancestros habían construido hacía más de dos siglos. Naturalmente, los lazos con los antepasados eran más fuertes si uno heredaba el lugar que ellos, en su día, habían elegido, si vivías en el edificio cuyos cimientos ellos habían colocado. Además, Nygård disponía de un cementerio privado, sólo para el linaje de los Bagge.

Tras el almuerzo se acercaron al cementerio; rodeado de muros, se hallaba a unos cuatrocientos metros de la casa. Torsten los siguió. Señaló el monumento de piedra que estaba un poco más lejos.

—¿Damos un paseo antes de empezar?

—Por supuesto —contestó Asko, y Kristian apoyó el rastrillo contra el muro del camposanto.

El sol brillaba cuando tomaron el sendero de grava hasta el monumento.

—No sé si tiene que ver con la edad, pero es un lugar extraño —comentó el padre de Kristian, señalando en torno.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Asko.

—El monumento a Torstensson fue levantado en honor de Harald Torstensson, un próspero y apreciado señor de la guerra que nació a principios del siglo diecisiete en Forstena, la granja vecina. De Forstena se parceló una nueva granja, Nygård. Estas tierras fueron cultivadas por nuestros antepasados muchos años antes que nosotros, y nuestra granja Gammelgård fue incendiada en dos ocasiones por los daneses. A veces, cuando cierro los ojos, casi me parece estar viéndolo como era entonces. Este sitio tiene algo especial. Estos últimos años he empezado a entender lo que quería decir tu madre cuando afirmaba que nunca se sintió bienvenida.

—No sabía que se sintiera así —dijo Kristian.

—Nunca le gustó este lugar y yo jamás fui capaz de imaginarme lejos de aquí. Fue como si Nygård hubiera abierto un abismo entre nosotros, como si la impeliera a huir, mientras que a mí me retenía. Supongo que podría haber intentado remediarlo, pero luego las cosas fueron como fueron. —Avanzó en silencio hasta el viejo cementerio y abrió la verja de hierro—. Un buen día yo mismo descansaré aquí. Es una idea que me gusta.

El viento susurraba en el follaje sobre sus cabezas.

—Todos están aquí —iba explicándoles Torsten, señalando una tumba tras otra—. Aunque lo bueno es que todavía quede alguien allá arriba —afirmó, mirando hacia Nygård.

Asko contempló las viejas lápidas, sobre todo las más antiguas, colocadas directamente sobre el suelo y que cubrían toda la sepultura, donde el musgo había escrito los nombres de los familiares muertos en las hendiduras de la piedra.

—Espero que encuentres a alguien que quiera vivir aquí, Kristian. Alguien que no piense que este lugar es… hostil y aterrador.

—No te preocupes por eso, papá —contestó su hijo.

—Supongo que no dejan entrar a cualquiera, ¿no? —preguntó Carsten al responsable de seguridad del museo.

—No, claro, pero aun así un objeto ha desaparecido. Es increíble. Me jubilo dentro de seis meses y nunca me había ocurrido nada parecido. —Suspiró y señaló las puertas de acero—. Respecto a su pregunta sobre quién tiene acceso a este lugar, le diré que, en general, nadie puede entrar salvo por un motivo especial. Si alguien quiere ver una pieza, tiene que rellenar una solicitud previa donde se suelen especificar las razones de su visita. Luego, un conservador se encarga de llevar el objeto en cuestión a una sala de exhibición especial. En esos casos, cobramos una tarifa.

—Pero, aparte de los empleados, ¿quién más tiene acceso al almacén?

—Los operarios. Por ejemplo, tuvimos un escape de agua y vino un fontanero (y, por cierto, nunca más volveremos a llamar a esa empresa de fontanería, pero ese es otro tema). O personal de las empresas instaladoras de las alarmas antirrobo y contraincendios. Por lo demás, los visitantes suelen ser estudiantes de archivística, museología, historiadores, etnólogos… De vez en cuando, una persona que esté escribiendo un libro o un artículo periodístico quiere echar un vistazo a algo en concreto. También recibimos, naturalmente, la visita de investigadores, de asociaciones y a veces de simples personas interesadas. Alguna que otra vez incluso hemos organizado alguna visita guiada de ciertas colecciones, las llamadas «visitas temáticas». Pero, como ya he dicho, en estos casos siempre se celebran en la sala de exhibiciones.

—¿Visitas temáticas?

—Esta primavera celebramos una titulada «Novias en primavera», en la que mostramos vestidos de novia de diferentes épocas. «Lo mejor de la Edad de Bronce» también fue una exposición muy apreciada por el público.

—¿Han organizado alguna en que se exhibiera la espada de verdugo?

—No. Jamás exponemos armas. Es posible que alguien solicitara ver precisamente esa espada. Sin embargo, la habría visto en una de nuestras salas especiales.

—¿Cómo cree que se produjo el robo?

—Pues no lo sé. Lo único que puedo pensar es que fuera alguien interno, aunque me cuesta creerlo. Todo el personal del museo es extremadamente cuidadoso con los objetos. De vez en cuando están tan embelesados por las piezas que se olvidan de la seguridad, pero no, no logro imaginar que nuestros empleados estén involucrados en el robo.

Carsten se quedó pensativo.

—¿Tienen algún registro de la gente que visita las colecciones? —preguntó al fin.

—Desde luego. Registramos a todos los visitantes. Consignamos todos los correos electrónicos y las cartas que recibimos. También las conversaciones telefónicas. Tenemos una nueva empleada muy eficaz que se ocupa de ello, Maja. Hable con ella.

—O sea, que hay que presentar una solicitud en que se expone la razón por la cual se desea ver un objeto en concreto —repitió Carsten para asegurarse de que lo había entendido bien.

—No es condición indispensable detallar las razones, pero la gente suele hacerlo, suele explicar por qué les interesa. Posteriormente se fija una cita con un conservador, quien responde del objeto solicitado. En el caso de la espada, habría por tanto que hablar con Harald.

El comisario asintió.

Tras repasar las alarmas y el sistema de seguridad, Carsten y Börje se reunieron de nuevo con Karin y el conservador en el pasillo ancho del almacén.

La inspectora acababa de ponerse unos guantes y había cogido la espada de manos de Harald.

—La que ha desaparecido es muy similar a esta —comentó el hombre con semblante preocupado.

Karin experimentó una sensación muy especial, una mezcla entre espanto y gran emoción. En el pasado, un verdugo la había sujetado exactamente de idéntica manera. Había tenido aquel mismo objeto en sus manos. Devolvió la espada con cautela al conservador, que la cogió cuidadosamente y la metió en su bolsa de tela entre una ballesta y una espada de oficial. Karin se quitó los guantes.

—Bueno, ya hemos terminado por hoy —les dijo el comisario—. Una cosa más, Harald, ¿recuerda a algún visitante en especial?

Harald hizo memoria y al final contestó:

—Cuando tratas con armas siempre aparece alguna persona con intereses malsanos, una categoría que suele incluir a gente interesada en objetos de las guerras mundiales. Recientemente, hemos negado el acceso a varias de estas personas, pero, en cuanto a la espada de verdugo y piezas similares, las visitan sobre todo coleccionistas e historiadores. Todas las personas que yo he recibido están registradas, tendrán que echar un vistazo al archivo. Repasaré mis anotaciones, pero de memoria no recuerdo a nadie en especial.

—¿Hay alguna posibilidad de hablar con Maja, la encargada de las solicitudes? Se lo agradeceríamos.

—Por supuesto —terció Börje—. No hay ningún problema. Síganme.

Karin le dio las gracias al conservador y le ofreció su tarjeta, antes de seguir al comisario y al responsable de seguridad. Iba mirando las estanterías, pensando en los objetos que allí guardaban con tanto cuidado para mostrarlos a las generaciones venideras. Cuando se volvió para comentárselo al conservador, para explicarle que comprendía su fascinación por las antigüedades, reparó en que el hombre la observaba con gesto concentrado.

—¿Quiere decirme algo más, Harald? —le preguntó.

—Eh… no, no, sólo me hallaba absorto en mis pensamientos.

—Tiene que ser maravilloso trabajar con estos objetos. ¿A lo mejor podría volver un día, me refiero en privado, y echar un vistazo?

—Cuando quiera. Tiene mi número de teléfono.

Harald alzó la mano para despedirse y se alejó hacia la sala contigua. Karin continuó andando tras Carsten y Börje con la sensación de haber perdido la ocasión de averiguar algo más.

Maja llevaba gafas de montura azul casi fosforescente y el pelo corto y oscuro. Sobre su escritorio reinaba un orden casi marcial. Carsten tuvo que inscribirse en el libro de visitas y firmar un recibo para poder llevarse documentos del museo. Rayaba en lo ridículo que ellos, como policías, fueran vigilados cuando precisamente estaban allí porque alguien había robado una espada.

Maja reapareció con seis carpetas llenas a rebosar y un libro de visitas negro. Les explicó con brevedad cómo estaba organizado el registro. Luego lo metió todo en una caja de cartón y se la tendió a Carsten.

—Bueno —dijo Karin, doblando a la derecha para coger el puente de Ålvsborg—, ¿quién será el afortunado que tendrá que repasar este material?

—Estaba pensando en lo mismo. El robo no es cosa nuestra, pero si está relacionado con nuestra investigación deberíamos estudiar los documentos.

—¿Quién demonios se tomaría tantas molestias para robar una espada de verdugo con la que cometer un asesinato?

—Bueno, si es que realmente se trata del arma del crimen, Karin. ¿Y qué hizo el asesino para…?

—O asesina —lo interrumpió ella.

—Sí, de acuerdo… ¿Cómo consiguió esa persona sacar la espada del almacén? No se disparó ninguna alarma, ninguna puerta fue forzada. Y, además, una espada no puedes metértela en el bolsillo. —Carsten señaló a una mujer con un abrigo largo que paseaba a un perro peludo y añadió—: A no ser que lleves un abrigo como ese, donde esconderla y salir paseando tranquilamente.

—Luego queda por resolver cómo entraron en el almacén. ¿Crees que ocultan algo?

—No. El responsable de seguridad estaba más preocupado por su reputación que por la espada. Me contó que se halla a punto de jubilarse y considera que este robo supondrá, ¿cómo lo decís vosotros?… ah, sí, una mancha en su expediente.

—Una mancha en el expediente, eso es. En cambio, el conservador parecía realmente preocupado y no dio muestras de pensar en sí mismo ni en que la sombra de la sospecha pudiera recaer sobre él… —Enmudeció de repente.

—¿Hay algo más? —preguntó el comisario.

—Bueno, a lo mejor no tiene importancia, pero me dio la impresión de que cuando nos fuimos estaba a punto de contarnos algo. Incluso llegué a preguntarle si quería añadir alguna cosa.

—Tendremos que ver a qué conclusiones llega Jerker tras el reconocimiento técnico.

—Pero ¿qué van a examinar? Al fin y al cabo, no sabemos cuándo desapareció la espada. A lo mejor ni siquiera estaba entre los objetos devueltos por el museo de la provincia de Bahusia. En ese caso, el robo no habría tenido lugar en el almacén.

Karin frenó ante el semáforo en rojo de Sahlgrenska y miró al comisario.

—Primero consultaremos con Margareta, para saber si la espada puede ser el arma homicida. Y luego ya veremos —dijo.

Sara daba vueltas por la tienda de la cooperativa buscando algo para cenar. No era muy complicado: simplemente había que decidir lo que cenarían mientras trataba de protegerse de clientes y cajeras estresados. En cuanto se cruzaba con alguien estresado, sentía que ella misma era presa del desasosiego. En realidad podía contagiárselo cualquiera, alguien que hablaba impetuosamente por teléfono, que salía corriendo tras el autobús o que llegaba tarde con los niños a la guardería.

Tuvo la impresión de quedar atrapada en la ciénaga de los palitos de pescado, el budín de sangre, las albóndigas con patatas, los espaguetis con salsa boloñesa. «Gratinado de pescado», pensó. Aunque corría el riesgo de que los niños no comieran, no quería convertirse en uno de esos padres que adecua la comida a lo que les gusta o no a sus hijos. O al menos así pensaba antes, cuando no tenía hijos. Ahora estaba más preocupada por lograr que comieran, aunque fuera un poco.

Se acercó al mostrador de congelados y echó un vistazo a la oferta de pescado. ¿Por qué siempre era ella quién decidía qué comer, hacía la compra y preparaba la comida? Un padre con un carro rebosante y un bebé que dormía pasó por su lado lentamente. Sara devolvió el paquete de filetes de pescado y a continuación sacó el móvil del bolso. Sin siquiera un mísero «Hola, amor» introductorio, explicó a Tomas que le tocaba encargarse de la cena y que tenía que servirla como muy tarde a las cinco y media si no quería que estallara el caos. Luego colgó, adelantó la larga cola y salió del establecimiento.

Si bien es cierto que sólo trabajaba media jornada, le daba la impresión de que era jornada y media. Últimamente estaba de muy mal humor y se irritaba con los niños, lo que sólo hacía aumentar la sensación de no dar abasto. La médica de la empresa había decidido que se incorporara los cinco días laborales a media jornada, pero Sara pronto descubrió que era incapaz de desacelerar cuando llegaba a casa, de manera que no paraba en todo el día, no sólo en el trabajo. Las tardes libres no estaban siendo, como se suponía, un tiempo para su recuperación. Los paseos que se había propuesto dar se quedaron en agua de borrajas. Y hablando de paseos, era estúpido por su parte creer que sería capaz de organizar una visita guiada para los colegas de Lycke el viernes. Debería haber dicho que no enseguida, pero ese era justo el problema: resultaba infinitamente más difícil decir no que decir sí. Otra decisión más que había que tomar. En lugar de decidirse por algo y mantenerlo hasta el final, ella seguía pensando en si la decisión que había tomado era la mejor. Ojalá hubiera podido encogerse de hombros y decir: «¡Todo se arreglará!».

Acababa de guardar el aspirador cuando oyó que se abría la puerta de la calle.

—¿Hola? —llamó Tomas.

—¡Hola! —contestó ella subiendo del sótano.

Tomas dejó la fiambrera sobre la encimera de la cocina sin meter lo que correspondía en la nevera. En su lugar, empezó a hojear distraído el diario.

—¿Has tenido un buen día? —preguntó Sara y miró alrededor—. ¿Dónde están los niños?

—Creía que los recogerías tú —repuso él, sorprendido y alzando la vista del periódico.

—Pero los miércoles sueles ir tú.

—Ya, pero como tenía que hacer la compra…

—Sí, claro, si compras ya no puedes recogerlos. ¿Qué crees que suelo hacer yo? —replicó ella, repentinamente cansada.

—Pensé que como tú sólo trabajas media jornada…

Sara suspiró, mientras consideraba si montarle una escena. De vez en cuando, la maravillaba lo poco que entendía Tomas las cosas. Al fin y al cabo, él había sido testigo de los peores momentos de su mujer, pero no había sido siquiera capaz de acercarse al buzón a recoger el correo.

—Si tú te encargas de la cena, iré a recoger a los niños. Si no te supone demasiado esfuerzo, claro —propuso Sara, sin poder evitar el último comentario, aunque sobrara.

Salió hacia la guardería con paso airado, pero luego aminoró y contempló la bahía de Blekebukten, el estrecho y Marstrandsön. La torre blanca de la iglesia despuntaba en el casco antiguo de la ciudad y el amarillo de la fachada de madera del Grand Hotel relucía, en un precioso contraste con el cielo azul del atardecer. Con vistas así, era imposible estar enfadada. El aire era fresco y agradable y el ebanista que vivía en la calle de arriba apareció montado en su motocicleta con remolque y la saludó con un gesto. Sara agitó la mano para devolverle el saludo y reanudó la marcha a paso más ligero.

Robban y Folke le dieron las gracias a Hektor, que los acompañó a la puerta en silla de ruedas, con el pastor alemán pegado a él.

—Ese centro espiritual al que parece que varios personajes están vinculados… —le dijo Robban a su colega.

—Sí, tiene toda la pinta de ser un lugar de lo más sombrío —comentó Folke, cerrando la puerta del coche.

Robban se quedó pensativo. El móvil de Karin seguía ocupado. No podía escoger. Se volvió hacia Folke.

—Creo que vale la pena visitarlo. Mi esposa asistió a unos cursos en Inglaterra, y resulta que uno de ellos estuvo a cargo de la directora del centro en Gotemburgo.

—¿Que Sofia asistió a un curso espiritual? ¿No has leído lo que Hektor nos mostró? Conjuros y danzas, ¿qué clase de idiotas se dedican a algo así?

—Mi esposa, entre otros —repuso Robban secamente—. ¿Vienes o qué? Si piensas pasarte el camino echando pestes, mejor voy solo.

—Bueno, vamos en mi coche —refunfuñó Folke.

«¡Maldita sea!», se dijo Robban, pensando que su colega tenía razón.

—Oye, perdona. Pero es que no tengo ganas de oír tus comentarios. ¿Quieres que vayamos a visitar el centro?

—Acepto tus disculpas —dijo Folke, saliendo del aparcamiento de Hektor—. Pero tendrás que abrocharte el cinturón de seguridad.

Durante el recorrido, Robban se había esforzado por preparar a Folke leyéndole en voz alta las páginas que Hektor les había impreso de la página web.

Robban se puso los auriculares y llamó a su mujer.

—Folke y yo nos dirigimos al centro para ver a Marianne Ekstedt.

—¿Folke? —dijo Sofia—. ¿Te lo llevas al centro?

—Sí, ¿no crees que…?

Sofia se echó a reír. Robban la había llamado para que le aconsejara cómo abordar a Marianne, pero, puesto que su mujer no paraba de reír, acabó interrumpiendo la conversación. Ya se apañaría él como pudiera.

—Bienvenidos.

Marianne Ekstedt era una mujer de unos cincuenta años y mirada despierta que irradiaba serenidad y armonía. Robban se sintió incómodo, pues tuvo la sensación de que podía leerle los pensamientos.

Se presentaron. Otra mujer, esta envuelta en una túnica y con una cabellera larga y rubia recogida en una trenza, apareció al lado de Marianne.

—Esta es Gisela. Por cierto, ¿saben que el nombre significa «la Resplandeciente»? Venga conmigo —dijo posando una mano en el hombro de Robban—, y mientras Gisela se llevará a su colega a dar una vuelta por el centro. De este modo podrán sacar el máximo provecho a su visita, sobre todo teniendo en cuenta que no sabemos exactamente qué están buscando —añadió la directora, sonriente.

Robban se dio cuenta de que le había contagiado la sonrisa: acababa de solucionarle el problema con Folke, como si hubiera detectado la tensa relación que ambos mantenían.

—De acuerdo —dijo Folke, y golpeó la gorra contra la pernera antes de saludar a Marianne y Robban con un gesto de la cabeza y desaparecer en sentido opuesto.

Marianne lo condujo hasta un atrio. Un techo de cristal abovedado protegía plantas y flores exóticas que, de otro modo, en un lugar como aquel no habrían sobrevivido al frío. Entre las flores, pequeñas mesas emplazadas aquí y allá se fundían a tal punto en aquella atmósfera que apenas se veían. Un manantial borboteante caía sobre una roca, luego discurría entre piedras y plantas, y seguía avanzando por el suelo de piedra a través de un surco. Marianne abrió una puerta de cristal.

—Había pensado que podríamos sentarnos en mi despacho, pero ¿no le parece más agradable aquí?

Robban entró y recibió una vaharada cálida y un poco húmeda. Olía bien; le recordaba al invernadero de casa, cuando Sofia y los niños plantaron tomates. Al quitarse la cazadora le pareció ver algo que se movía en una esquina. Una gran mariposa se había posado y movía las alas.

—Esta es Butter —le explicó Marianne, que había seguido la mirada del inspector—, una abreviación de buttterfly. Antes teníamos más, pero alguien señaló que podían estorbar a los que meditaban y dificultar su concentración. Tonterías. En cambio, los teléfonos móviles sí perturban nuestra aura, se lo aseguro. En mi vida he hablado por un móvil y jamás pienso comprarme uno.

—Ya, lo comprendo, pero yo debo tener uno por mi trabajo.

—Es usted un escéptico —dijo la mujer, mirando aún la mariposa.

—Sí, lo reconozco. Uno siempre es escéptico ante lo que no entiende.

—No se siente completamente cómodo con su colega Folke, ¿verdad?

—Lo cierto es que no. Folke no es mala persona, pero de vez en cuando resulta difícil trabajar con él. Ve las cosas de forma equivocada.

—¿Ve las cosas de forma equivocada? Qué expresión más interesante. ¿Acaso usted las ve de forma correcta?

Robban la miró preguntándose cómo habían acabado en esa conversación.

—Cualquiera se daría cuenta de que Folke y yo no somos precisamente uña y carne.

—Es posible —repuso Marianne sonriendo—. Supongo que querrá hacerme algunas preguntas. ¿Cómo puedo ayudarle? Si quiere, podemos sentarnos aquí. —Y tomó asiento al lado del agua borboteante, rodeada de plantas verdes.

—Llevamos un caso en que han aparecido elementos que no entendemos. Tal vez podría ayudarnos a descifrar algunos datos que hemos reunido.

—Eso espero.

—Se trata de un asesinato, así que no creo que sea necesario que le diga que…

—No, no hace falta. Yo soy psicóloga y sé lo que es el secreto profesional.

—Dos mujeres han sido asesinadas. Tras decapitarlas, el asesino se llevó sus cabezas, de las que sólo hemos recuperado una, pero sin la nariz. Los lugares donde hallamos los cadáveres fueron elegidos con esmero y han sido utilizados por el ser humano desde épocas inmemoriales. Uno de ellos es la piedra de los sacrificios al lado de un antiguo poblado de la Edad de Piedra; el otro, un antiguo castillo también usado como lugar de ejecución durante muchos años. En ambos casos, los LAJVA estuvieron en las proximidades del lugar.

Marianne se enderezó.

—Continúe, por favor —pidió.

Robban no había tomado asiento.

—Bueno, como iba diciendo, hubo LAJVA en ambos sitios, o sea, personas disfrazadas que participan en una especie de juego de rol en vivo. Fingen otras identidades, asumen un papel e interaccionan con los demás roles del grupo. Suelen seguir una especie de guión general, pero en realidad nadie sabe, a excepción del organizador del juego, que es quien ha determinado los personajes, cómo acabará todo…

—Conozco esos juegos, pero siempre es interesante conocer la opinión de otra persona.

Robban se irritó; casi se sentía manipulado. Al fin y al cabo, se suponía que era él quien hacía las preguntas, pero de alguna manera tenía la impresión de que aquella mujer estaba dirigiendo la charla, como si ya supiera lo que le preguntaría.

—Tenemos motivos para creer que varias personas que participaron están vinculadas a este centro.

—¿De veras?

—Sí; por desgracia, no puedo entrar en detalles —dijo Robban, y sonrió.

—¿No puede o no quiere? No, claro, lo comprendo.

«No te dejes perturbar», pensó Robban, y siguió sonriendo.

—¿Puede decirme algo más? ¿Algún nombre? Así a lo mejor podría ayudarle a averiguar a qué cursos asistieron y cuáles eran sus intereses.

Robban reflexionó si darle los nombres. Sería preferible que fuera a la inversa: que ella le pasara sus registros y los nombres de quienes habían asistido a cursos allí. Si es que llevaba un registro que reflejara los nombres verdaderos, vamos, un registro tipo Hacienda.

—¿Qué clase de personas acuden aquí? —preguntó en cambio.

—Personas que buscan respuestas, el sentido de la vida. A veces, después de que les hayan diagnosticado alguna enfermedad, o tras sufrir una ruptura, por ejemplo, un divorcio. A menudo, las respuestas están en su interior. Nosotros los ayudamos a sacarlas.

—¿Cómo?

—Entre otras cosas, mediante los cursos. Por ejemplo, el viernes doy un cursillo de cuatro días en Glastonbury, «Guía a uno mismo», con el que pretendemos que los participantes encuentren su verdadero yo, que escuchen su voz interior. Cada uno de ellos nos entregó un amplio material. Durante la próxima semana leeré acerca de su situación vital y lo que esperan conseguir con el cursillo. Me retiro, medito y no hablo con nadie durante una semana. Hago acopio de energías. Nadie puede molestarme, y la única manera de conseguirlo es que nadie sepa dónde estoy. Vivimos con demasiado bullicio alrededor. Nuestra brújula interior no soporta tantas perturbaciones.

Robban sonrió para sus adentros y pensó que su vida como padre de niños pequeños e inspector de policía era un poco diferente de la de Marianne.

—¿Ah, sí? —dijo, y se sorprendió al descubrir que no recordaba qué le había preguntado realmente.

—Tener tiempo para uno mismo y paz interior son claves para encontrar tu propio camino. Los participantes del curso deben permanecer una jornada entera en silencio para escucharse a sí mismos, para dar con sus preguntas más íntimas.

—¿Qué tipo de preguntas? ¿Y qué tipo de respuestas?

—Uf, cualquier cosa… Desde personas que quieren entrar en contacto con familiares fallecidos, hasta gente que busca un sentido más profundo de la vida. A veces, la respuesta está en otro lugar, en otro plano, en otro mundo.

—¿En otro mundo? ¿A qué se refiere?

—A que hay que abrirse y mostrarse receptivo en lugar de pensar que las cosas son como son. Es posible cerrar los ojos y, sin embargo, ver.

—¿Ah, sí? —repuso Robban, escéptico.

—¿Alguna vez ha llegado a algún lugar dónde nunca ha estado y que, sin embargo, reconoce? ¿Como si se hallara frente a una vieja casa y supiera cómo es por dentro, aunque la puerta esté cerrada?

Robban recordaba una vivencia de ese tipo. Sofia y él estaban a punto de casarse y tenían que elegir la iglesia. Las indicaciones que les habían dado para llegar a una de ellas eran pésimas y, sin embargo, él había dado con el camino. Había probado suerte en cada cruce, hasta llegar al lugar, que había resultado un tanto peculiar. Robban había tenido la sensación de haber estado allí antes.

—No creo en esas cosas —contestó evasivamente.

—Ya, es posible, pero alguna vez le ha pasado, ¿no es cierto? Que ha llegado a un lugar y lo ha reconocido, a pesar de que era imposible que hubiera estado antes. ¿Cómo explicarlo?

—Podría haber visto el lugar en alguna revista o en la televisión.

—Son nuestros pensamientos los que limitan nuestro mundo. No es peligroso abrirse un poco, atreverse a creer.

—¿En serio? Bueno, pues lo peligroso es que tenemos a dos mujeres asesinadas que parecen haber estado vinculadas a este centro. —Robban tomó una decisión: sacó la lista con los nombres y se la entregó—. ¿Qué puede decirme de estas personas? ¿Alguna de ellas estuvo aquí?

La mujer cogió el papel, se puso unas gafas y ojeó la lista. Por un instante, a Robban le pareció que el rostro se le ensombrecía, pero no estaba seguro, pues Marianne había entornado los ojos ligeramente. Cuando se puso en pie, se le antojó tan serena y desenvuelta como siempre.

—No, lo siento, no creo que pueda ayudarle —admitió, y abrió la puerta de cristal.

—¿Está segura? ¿Ninguna de ellas? —insistió Robban, mirándola.

Marianne se encogió de hombros.

—Mire, mucha gente se burla de nosotros y asegura que lo que hacemos no es profesional. Lo último que desearía es que nuestro centro se viera envuelto en una investigación policial. Sería devastador. Hemos trabajado duro y durante mucho tiempo para que nos tomen en serio.

—Por supuesto, lo entiendo perfectamente. Pero nosotros también trabajamos duro para intentar evitar crímenes demenciales. En definitiva, su interpretación puede sernos de gran ayuda, ya que tiene acceso a otros enfoques. ¿Tiene idea de por qué alguien puede llegar a cometer actos de este tipo? ¿Ve algo que se me escapa?

—Los lugares parecen cruciales. Tal vez el asesino intentara expulsar a las víctimas al inframundo, al infierno. Como castigo.

—Pero ¿por qué las castiga? —preguntó Robban, animándola a que prosiguiera.

—Tendrá que disculparme, el tiempo empieza a apremiar. Como ya le he explicado, me voy de viaje y antes necesito arreglar un par de asuntos, así que si no tiene nada más… —dijo, y señaló la puerta.

—Claro. —Robban le dio una tarjeta—. Si se acuerda de algo, no dude en llamarme.

—Salude a Sofia de mi parte, porque supongo que es su mujer, ¿no?

—Sí, lo haré. Y gracias una vez más por su tiempo.

Aquella mujer lo había sabido todo el rato. Tal vez no importara demasiado, pero constatarlo le provocó a Robban una desagradable sensación.

Universidad de Gotemburgo, Navidades de 1978

Las cuatro paredes de la universidad se le habían quedado pequeñas a Marianne, que tras acabar la carrera de psicología, en lugar de buscar trabajo, se fue al extranjero. La formación que había recibido había suscitado más preguntas que respuestas, y ansiaba avanzar en sus conocimientos.

Una noche había participado en una reunión especial. La mujer que la dirigía les había hablado de mundos paralelos, energías cósmicas, psicometría, la memoria de los objetos y de dejarse guiar de maneras diferentes a las tradicionales. Una vez concluido el encuentro, se quedó hablando con la mujer. Entonces había sentido que se abrían nuevos caminos para ella, nuevas oportunidades para comprender con mayor profundidad las cosas. Siguió a Joy como discípula por todo el mundo durante tres años. Conoció a sabios en China, vivió en una comuna en la India y aprendió la técnica de percusión chamánica de los indios de Norteamérica antes de volver a la ciudad natal de Joy, Glastonbury, para abrir un centro espiritual.

Glastonbury era un lugar extraño, donde confluían varios campos energéticos. Si en un mapa unías con líneas Glastonbury, Stonehenge y Avebury, descubrías que formaban un triángulo, un centro de fuerza conocido desde tiempos inmemoriales. Además de ser un lugar de peregrinaje, daba formación a aquellas que quisieran convertirse en diosas o sacerdotisas. El alto y característico cerro Tor despuntaba sobre la ciudad, a semejanza de la estatua de Cristo Redentor de Río de Janeiro. Eran muchas las leyendas que envolvían aquel cerro con su extraña cima. Pero lo que más fascinaba a Marianne era la manera en que habían desenterrado la capilla de Edgar, la antigua iglesia de la abadía. Cuando en 1907 el arquitecto Frederick Bligh Bond iba a excavar en las ruinas de la iglesia de la abadía, no había sabido exactamente por dónde empezar. Durante una sesión de espiritismo, su amigo, el capitán Bartlett, de pronto empezó a dibujar los contornos de la catedral y acabó escribiendo un texto en latín, que versaba sobre una capilla erigida en el siglo XVI, pero más tarde destruida. Con la ayuda del esbozo, Frederick Bligh Bond empezó a excavar en el lugar descrito hasta dar con la capilla de Edgar.

Marianne pensó en el mortero y el pilón que había encontrado en el jardín de sus abuelos maternos años atrás y en las imágenes que se habían concitado en su mente al sostenerlo entre las manos. El lugar donde había estado enterrado había sido en el pasado el huerto del convento de franciscanos de Marstrand y, posteriormente, el jardín de Malin de la Cuesta. Tras comentarlo con Joy, esta le explicó, de una manera aparentemente sencilla, lo ocurrido. La psicometría era una ciencia fantástica, porque, si realmente las cosas poseían memoria, se abrían las puertas al pasado de un modo extraordinario. Era como un libro vivo de historia. Sin embargo, el gran enigma era si los objetos tenían una memoria en sí que podían transmitir a todo el mundo, o si sólo poseían una especie de valor para aquellos con capacidad de asimilar la información, la historia de una cosa en concreto.

La madre de Marianne no estaba precisamente contenta con la vida dispersa de su hija, como solía decir. Cuando la invitó a casa por Navidad, Marianne aceptó sobre todo porque coincidía con una reunión de sus antiguos compañeros de universidad. Le habían pedido que diera una conferencia a los estudiantes de psicología sobre el saber ilimitado. Llevaba un vestido naranja con unos dibujos de batik que, junto con las perlas que se había puesto en el pelo, hacía que la gente se volviese al verla pasar.

Asko enmudeció en plena conversación con uno de sus antiguos compañeros de clase cuando la vio salir de una de las grandes salas de conferencia en dirección a la biblioteca seguida de una fila de estudiantes. Aunque la contempló de espaldas, reconoció algo en ella. El pelo castaño, aquella risa tintineante que se propagaba por la biblioteca de la universidad y que hizo que el bibliotecario le chistara. Tras la conferencia, y dado que esta había suscitado en ellos numerosas preguntas, los estudiantes se habían apiñado a su alrededor, mientras Marianne intentaba contestarles al tiempo que los animaba a buscar por sí mismos las respuestas. El bibliotecario, que opinaba que allí estaban molestando, prácticamente acabó echándola. Cuando Marianne se volvió, dispuesta a marcharse, de pronto Asko estaba allí. Por un instante pareció sorprenderse, pero enseguida una sonrisa iluminó su rostro.

—Hola, Asko, ¿crees en el destino? —dijo, y sonrió aún más. Marianne cogió su mano y siguió sus líneas con el dedo—. Veo que serás muy feliz. —Se rio de tal manera que él no supo si bromeaba o hablaba en serio. Luego, poniéndose seria, añadió—: Pero también veo que lo pasaste mal, que estuviste muy solo.

Asko retiró la mano. Por alguna extraña razón, era como si el tiempo se hubiera detenido desde aquel verano de hacía muchos años. Marianne estaba igual.

—Siento como si nos conociéramos desde hace mucho. Como si nos hubiéramos encontrado en una vida anterior. ¿Crees en la reencarnación?

Asko la miró.

—Supongo que nunca lo he pensado. A no ser que con vidas anteriores te refieras a aquellas lluviosas vacaciones de verano que pasamos en casa de tus abuelos en Marstrandsön.

—¿Cómo que nunca lo has pensado? ¿Jamás has reflexionado sobre si hay una continuación? Aquel verano dedicamos mucho tiempo a hablar de ello.

Asko se quedó callado, buscando una respuesta que la impresionara, pero se rindió y acabó diciendo:

—Soy más de libros, ya sabes, las teorías económicas de Keynes y cosas así, que estudiamos en la Escuela Superior de Comercio. La economía y el derecho no dejan mucho tiempo para pensar en las vidas anteriores.

—Tampoco los estudios de psicología, si vamos a eso. Imagino que por esa razón me marché.

—Entonces, ¿en qué crees? —preguntó Asko.

Ella cogió su mano, entrelazó sus dedos a los suyos y lo miró intensamente a los ojos. De pronto se había puesto seria.

—Creo que tú y yo nos pertenecemos.

Carsten estaba sentado a su escritorio tamborileando con los dedos sobre la carpeta verde. La forense había afirmado que la espada podía ser el arma usada para la decapitación, pero que no podía establecerlo con total seguridad basándose únicamente en una fotografía. Tendría que volver a hablar con los del museo de la ciudad y explicarles que la espada tal vez fuera el arma homicida. En su momento, no habían comentado la posibilidad, pero tal vez ahora conseguiría que el responsable de seguridad se diera cuenta de la gravedad del asunto. De vez en cuando, dejar caer una información de ese tipo funcionaba como catalizador, sobre todo siendo viernes: Harald Bodin y Börje Broberg dispondrían del fin de semana para pensar si habían olvidado algo. La cuestión era si Carsten debería acercarse al museo o podía simplemente telefonear. Echó un vistazo a la hora y decidió que le daba tiempo a pasarse de camino a su casa en Torslanda.

«Chifladuras», pensó Folke negando con la cabeza una vez de vuelta en la comisaría, tras la visita al centro espiritual. Y se puso a revisar las carpetas del museo de la ciudad y el libro de visitas negro. A lo mejor descubrían cómo había desaparecido aquella espada. Es decir, si resultaba ser el arma homicida, pues después de una primera valoración la forense no la había descartado. Tras tantas reuniones extrañas, resultaba agradable sentarse ante aquellos papeles, a pesar de que hubiera mucho material que repasar.

Como de costumbre, empezó estableciendo un sistema para ordenar los datos, dedicando una columna a las fechas, otra a los nombres de los solicitantes y una tercera al objeto de que se tratara. Al lado del objeto aparecía su categoría, así como la firma y el nombre del conservador responsable. Todo ordenado y pulcro. Poco a poco, la tabla fue llenándose de datos. Echó un vistazo a la hora. Había llegado el momento de marcharse, pero, como su esposa Vivan pasaría el fin de semana en casa de su hermana, decidió llevárselo a casa para seguir analizando los datos. Cuando a duras penas había logrado meter la mitad del material en la cartera marrón, se dio por vencido y acabó poniéndolo todo en la caja del museo, colocando la cartera encima. Haciendo equilibrios se encaminó a los ascensores, saludó a unos colegas y les deseó un buen fin de semana.