Folke se sentó delante de las declaraciones de los LAJVA. Había llegado al último nombre del listado y justo acababa de introducir su número de identificación personal cuando advirtió el aviso en la pantalla: «Fallecido».
—¿Qué demonios…? —murmuró para sí, y volvió a teclear el número. Obtuvo el mismo resultado. La persona estaba muerta—. Qué extraño.
Pensativo, puso un interrogante delante del nombre, se levantó y fue en busca de sus colegas.
—Karin, Robban, aquí hay algo extraño.
—¿El qué? —preguntó Robban.
—Sven Samuelsson ha muerto. Bueno, no ha muerto, pero…
Lo miraron con perplejidad. Era muy impropio de Folke dejar una frase a medias.
—Lo siento, pero no te sigo —dijo Robban—. ¿Quién ha muerto?
—Hice una búsqueda de todos los participantes en el juego de rol del parque Sankt Erik, pensé que… Bueno, no importa, pero echad un vistazo.
Folke le pasó una impresión de su búsqueda en el registro civil.
—Sven Samuelsson. ¿Fallecido? —Robban frunció el ceño—. ¿Estás seguro de que has buscado bien? —preguntó, mirando escéptico a Folke. Tecleó rápidamente el número de identificación personal en su ordenador y obtuvo el mismo mensaje que su compañero—. Sven Samuelsson. ¿Recuerdas quién era?
—El que tú llamaste Gandalf —dijo Karin—. Me parece que su nombre en el juego era Grimner.
—¿Grimner? —repitió Folke—. El Enmascarado.
—¿Qué? —dijo Robban.
—Odín, el antiguo dios pagano, tiene muchos nombres. Grimner es uno de ellos y me parece recordar que significa el Enmascarado. Sin duda le saqué una foto, a él y a todos los demás, pero con aquella peluca y aquella barba es imposible saber cuál era su aspecto real —dijo Folke negando con la cabeza.
—Identidad falsa —apuntó Robban, y frunció el ceño.
El hombre había respondido amablemente a sus preguntas acerca del juego y los participantes. ¿Qué fue lo último que había dicho?, trató de recordar Robban. ¿Algo acerca del destino? Sí, así era.
—Oye, Folke, ¿sabes lo que Grimner nos dijo a Karin y a mí antes de que aparecieras? «Aunque siempre se espera que predomine la bondad, no hay ninguna garantía de que así sea. El azar acaba determinando cómo concluye la trama, exactamente igual que en la vida real».
—¿Os dijo eso?
—Pues sí. Está jugando con nosotros. Este es su juego, su tablero. Me apuesto lo que quieras a que era el organizador.
—¿Y ahora qué hacemos? —Robban se rascó la cabeza—. La lista de los participantes… Tendremos que ponernos en contacto con cada uno de ellos en cuanto hayamos averiguado el significado de los personajes que han adoptado y cómo se relacionan entre sí.
—Hemos interpretado el significado de los personajes y dado por supuesto que la mujer que se hacía llamar Skuld respondía a las características del personaje. Pero ¿por qué habría de ser así? —comentó Folke—. Antes de todo, deberíamos localizar al organizador y hablar con él… o con ella.
—Tienes razón. Hemos de poner a trabajar a alguien del departamento de informática para rastrear y dar con él. Si todo se lleva a cabo a través de internet, deberíamos empezar nuestra búsqueda por ahí —señaló Robban.
—Trollhättan también recibió la visita de los LAJVA —apuntó Karin.
—¿Se trata del mismo grupo que estuvo en Marstrand? —preguntó Robban.
—No tengo ni idea, pero deberíamos averiguarlo. Anders Bielke, de la comisaría de Trollhättan, nunca llegó a vincular la mujer asesinada con los participantes en el juego, puesto que no la encontraron cuando estos estaban en Forngården.
—A lo mejor no existe ninguna conexión —aventuró Folke—. Tal vez no tengan necesariamente nada que ver unos con otros.
—Sin embargo, parece poco probable que sea una simple coincidencia que hubiera un campamento de LAJVA en ambos lugares justo cuando una mujer fue asesinada —sentenció Robban.
—Le pasaremos nuestra lista de participantes a Anders Bielke —propuso Karin—. Así al menos tendrán algunos nombres por donde empezar. ¿Puedes enviarle un e-mail, Robban? Mientras tanto, telefonearé a Anders directamente.
Robban cerró su libreta. Folke se levantó.
—Voy a hablar con Carsten.
El comisario acababa de abrir la ventana para ventilar el despacho, que olía a tabaco, cuando llamaron a la puerta. Se apresuró a apagar la colilla en una taza con restos de café, la metió en el cajón del escritorio y lo cerró.
—¿Sí?
Entró Folke. El comisario esperó un comentario sobre el olor a humo, pero su subordinado no pareció notarlo. Tenía la frente fruncida en profundos pliegues y parecía muy preocupado. Abrió la carpeta azul que llevaba bajo el brazo.
—¿Muerto? —inquirió Carsten cuando el agente le expuso el caso—. Eso significa que no tenemos la menor idea de quién era la persona con quien hablasteis en Sankt Erik.
Folke asintió lentamente con la cabeza, devolviendo el último folio a la carpeta.
—Así es. Al menos en el caso de uno de ellos.
—¿Y ninguno de los demás participantes vio nada extraño? —preguntó el comisario, rascándose la barba.
—Pues no.
—El fallecido, cuya identidad se ha usado para falsificar otra, no tiene por qué estar relacionado con el caso.
—No, es verdad, pero debemos investigarlo.
—Tal vez… Quiero decir, quizá. —Carsten se quedó pensativo. Era un tema delicado. Se levantó y cerró la ventana, se sentó tras su escritorio y abrió el cajón de la taza de café, que cerró rápidamente para abrir el segundo cajón, del que sacó una libreta.
—¿Cómo procedemos? —preguntó Folke.
—Para empezar, no creo que debamos dar por supuesto que el fallecido esté involucrado, sino que más bien alguien se apropió de su identidad. ¿Cómo se llama?
—Sven Samuelsson.
—Bueno. Robban o yo nos encargaremos. Pásame la información que tengamos y alguno de nosotros investigará al tal Sven Samuelsson.
Carsten agradecía una interrupción en sus tareas burocráticas, a las que no le quedaba más remedio que dedicarse.
Folke le tendió la carpeta con documentos y anotaciones y se levantó dispuesto a marcharse. Dio dos pasos y ya estaba con la mano en el pomo de la puerta cuando se volvió hacia el comisario y dijo:
—Por cierto, está prohibido fumar aquí.
Marstrand, verano de 1965
Aquel verano apareció la chica. Estaba haciendo cola con su abuela materna para comprar un helado. Aina acababa de pagar los helados de los muchachos cuando la mujer la saludó y le presentó a su nieta Marianne.
—Encantada —dijo Aina—. Estos son Asko y Kristian. Creo que iban a bañarse a Söder, tal vez a Marianne le gustaría ir con ellos. ¿Qué decís, chicos?
Los niños intercambiaron miradas y luego miraron a la chica.
—Por supuesto —contestó Asko. Kristian lamió su helado y asintió con la cabeza.
—¿Puedo, abuela?
—Sí, de acuerdo. Toma, el helado. Yo me sentaré un rato con Aina. Ve por el bañador.
Su nieta salió corriendo y la mujer sonrió. La madre de Marianne tenía que trabajar en verano, así que la niña se quedaría con sus abuelos, que vivían en la esquina de Kyrkogatan con Hospitalsgatan.
Aquel verano, Asko, Kristian y Marianne se vieron a menudo en casa de los abuelos de esta. Asaron salchichas en la estufa y leyeron libros viejos que encontraban en el desván. Mientras la lluvia repiqueteaba contra los cristales con tal fuerza que parecía octubre en lugar de julio, se sentaban a la luz de las llamas a jugar y leer.
Sobre todo, les interesaba un libro dedicado a Ásatrú, la mitología nórdica, y las tres misteriosas nornas, Urd, Skuld y Verdandi, también llamadas diosas del destino. Según la antigua mitología, las tres diosas del destino, o las dísir, vivían cerca del manantial Urdar, al lado del fresno Yggdrasil, el árbol de la vida. Estas diosas recogían agua y arena blanca en el manantial para echarlas sobre las raíces del árbol y de este modo mantenerlo con vida.
A Asko lo cautivó la historia de aquellas diosas que tejían los hilos de la existencia y dirigían el destino de los seres humanos. Pensaba que el álamo plateado, el gran árbol que había frente al ayuntamiento, muy bien podía ser Yggdrasil. Aunque no había ningún manantial como el Urdar, a no ser que fuera subterráneo. Sin embargo, estaba seguro de que el manantial del destino se hallaba en algún lugar, sólo conocido por los iniciados.
Kristian y Marianne no habían prestado mucha atención a las ocurrencias de su amigo, al menos hasta que este propuso tres emplazamientos concretos. Según Asko, había tres lugares posibles: el primero era el pozo de Drottninggatan, que en su día perteneció al convento de los franciscanos, en el siglo XIII; el segundo, el manantial de los sacrificios en el parque de Sankt Erik.
—¿Y el tercero? —había preguntado Kristian.
—El manantial en el jardín de Marianne. Además, aquí hay arena blanca, aunque sea polvo de caracolas, pero está finamente molido y es muy blanco, exactamente igual que la que rodea las raíces de Yggdrasil.
Marianne asintió con la cabeza y de pronto recordó el objeto que había encontrado enterrado en la arena. Pero ¿haría bien contándoselo a sus dos nuevos amigos? Decidió esperar un tiempo.
En aquella casa había algo raro. No sólo se trataba del crujir de los viejos suelos de madera, sino más bien de la sensación de una presencia permanente. Alguien que velaba por ellos, que los vigilaba. Era una sensación extraña. Como si alguien o algo se colara en su alma y le susurrara, como si intentara contarle algo. En cierto modo, a Kristian le recordaba un poco a Nygård. A lo mejor era típico de las casas viejas, como si las voces y las conversaciones inconclusas se hubieran quedado suspendidas en sus estancias.
—¿Lo habéis oído? —preguntó Kristian, mirando a sus dos amigos. Marianne asintió con la cabeza.
—Mi abuela cree que la mujer que vivió aquí todavía es un alma en pena —explicó la niña—, pero mi abuelo dice que son tonterías y no le gusta hablar de ello. —Titubeó un momento y añadió—: Esperad, quiero enseñaros lo que encontré en el jardín el verano pasado. —Y se marchó.
Poco después volvió con lo que parecía una pequeña fuente de cobre verdosa.
—¿Qué es? —preguntó Asko.
—Un mortero. Pero ha desaparecido el pilón, o sea, el palo de metal con que se tritura lo que pones en el mortero.
—¿Era esto lo que querías enseñarnos? —preguntó Kristian, decepcionado.
—Sí, pero hay algo extraño, al menos para mí. Toca.
Marianne le pasó el mortero. Al principio, Kristian se quedó quieto y callado, pero al momento dio un respingo. Miró a sus dos amigos con los ojos muy abiertos y le devolvió el objeto a Marianne.
—Tú también lo has sentido, ¿verdad? —preguntó ella.
—Sí, es algo… —Se interrumpió, como si buscara la palabra.
—¿Qué? —preguntó Asko—. ¿Me dejas probar?
—Claro. Aquí tienes. —Marianne le pasó el mortero.
Asko lo sostuvo, pero de pronto lo soltó y se llevó la mano a la oreja derecha. Al caer, hizo una profunda hendidura en el suelo de pino barnizado.
—¿Te duele? —preguntó Kristian.
—No, pero he oído gritar a alguien dentro de mi cabeza, como esos pitidos que sólo puedo oír yo.
—En cambio, yo vi imágenes —contó Kristian—, y luego noté un sabor en la boca, como a sal o sangre. Bueno, no lo sé.
—Lo mismo me pasó a mí —dijo la niña—. Exactamente lo mismo. ¿A que es raro? A lo mejor es mágico.
—En mi caso fue como si alguien hubiera subido el volumen de la radio y luego, al soltar el mortero, la apagara. ¿No oísteis nada?
Kristian negó con la cabeza.
—El pilón también debería estar en el jardín. ¿Lo buscamos? —propuso Marianne.
Esa noche, a Asko le costó conciliar el sueño. Pensó en el extraño mortero, en la conversación sobre las diosas del destino y la dísir que vela por cada uno de nosotros. Se preguntó cuál de las diosas del destino velaría por él, si sería la misma que cuidaba de su familia biológica, o la que lo hacía de Aina y Birger. Si realmente eran ellas quienes tenían la clave del destino, a lo mejor también sabían por qué una madre encierra a su hijo en un sótano.
Al día siguiente, cuando Kristian, recién levantado, acababa de sentarse a la mesa para desayunar, la vecina irrumpió en la cocina y les explicó que algo terrible había sucedido. El zapatero y su esposa, los abuelos de Marianne, habían muerto durante la noche. El médico creía que podía tratarse de una intoxicación por monóxido de carbono, que el regulador del tiro de la chimenea había quedado obstruido o se había cerrado. Por suerte, Marianne se había salvado.
—¡Dios mío! —exclamó la tía Lea, levantándose de la silla.
—Un presagio —aseguró la vecina, y se dirigió a la puerta para seguir divulgando la noticia—. Escuchadme bien, es un presagio. Y encima, en casa de la Bruja.
Kristian se vino abajo. Cuando la vecina se hubo ido, su tía Lea lo escudriñó detenidamente.
—Cuéntame qué pasó.
—No he hecho nada, tía. Estaba durmiendo.
—Cuéntame qué os llevabais entre manos estos últimos días. Sé que habéis estado en la casa.
—¿Por qué ha dicho la casa de la Bruja? ¿La llaman así? —preguntó el muchacho.
—Es una vieja historia. Nada que te incumba. Vamos, cuéntamelo, Kristian.
Él titubeó un instante antes de explicarle que habían estado cavando dos horas en el jardín hasta dar con el pilón del viejo mortero entre un montón de huesos podridos y demás desechos.
—¿Un mortero? ¿Y justo allí? —Lea negó con la cabeza y una arruga vertical se formó entre sus ojos. Alzó el índice en un gesto de advertencia—. Ándate con cuidado. Y recuerda que las cosas enterradas hay que dejarlas donde están.
Kristian nunca contó lo que Asko, Marianne y él habían experimentado al tener el mortero entre las manos.
Después de aquel suceso, Kristian intentó olvidar la extraña experiencia en la vieja casa. Los tres amigos apretaron con valentía los dientes cuando se juntaron con sus respectivas familias en el cementerio de la iglesia de Marstrand por el funeral de los abuelos de Marianne. El verano había llegado a su fin y ese otoño Kristian accedió a los deseos de su padre y fue a estudiar en el internado al que este había asistido de niño. La madre de Marianne vendió la casa de la esquina de Kyrkogatan y Hospitalsgatan a finales del invierno, después de haber permanecido vacía todo el otoño. Aunque tal vez nunca había estado completamente vacía.
Robban se había puesto en contacto con el estresado informático de la policía, que había conseguido seguir la pista del organizador. Satisfecho, le anunció que se llamaba Sven Samuelsson. Robban le explicó que Sven Samuelsson había muerto y que era imposible que tuviera nada que ver con los LAJVA, lo que provocó la ira del informático, sin que Robban supiera por qué.
Eran cerca de las diez y media de la mañana cuando Jerker se encontró con Robban en la sala de descanso.
—¿Alguna novedad? —preguntó Robban.
Jerker negó con la cabeza y se sirvió café.
—Seguramente habríamos conseguido que colaboraran de no haber sido porque ha llegado a oídos de los informáticos que uno de nosotros ha dicho que son, literalmente, «lentos e incompetentes». Así pues, podríamos afirmar que no contamos con el apoyo que sería deseable.
—Maldito Folke. ¿No habrá algún cursillo o seminario sobre relaciones sociales al que apuntarlo? No me importaría sufragarlo con mi paga extra.
Jerker se echó dos azucarillos y removió el café con una cucharilla de plástico antes de volverse hacia su colega.
—Conozco a un tío que probablemente podría ayudarnos —dijo, dubitativo.
—¿Te refieres a alguien que no exasperará a nuestros informáticos?
—Exactamente. Es un tipo muy hábil cuando se trata navegar por internet.
—¡Estupendo! ¿Quién es? —preguntó Robban, cuyo rostro se iluminó ante la idea de avanzar en la investigación.
—Bueno, verás, es un poco especial. Vive en una casa en Lindome, postrado en una silla de ruedas como consecuencia de un accidente de tráfico, pero su cabeza está perfecta.
—¿Por qué te muestras tan reticente? ¿Hay algo turbio en él?
—No, no. Conoce todos los atajos y si alguien puede ayudarnos es él, pero de vez en cuando su forma de proceder no es… completamente legal. No hay que olvidar que luego debemos justificar la obtención de ciertas informaciones. Y sobre todo no te lleves a Folke.
Robban soltó una risita.
—De acuerdo.
Robban y Karin se disponían a visitar al informático en Lindome cuando sonó el móvil de la inspectora.
—De acuerdo —dijo tras escuchar—, ahora mismo voy para allá y luego podéis acudir vosotros. Discúlpame un segundo. —Tapó el auricular y le susurró a Robban—: Oye, se trata de algo urgente, no puedo acompañarte a Lindome. ¿Hablamos más tarde?
En ese instante apareció Folke. Con la misma meticulosidad con que se había puesto la gorra, empezó a abrocharse la cazadora. A continuación, golpeó los guantes de piel contra las perneras antes de calzárselos y acomodárselos, dedo por dedo. Karin lo señaló con la cabeza, indicando a Robban que ahí tenía a su acompañante, antes de salir de la sala de descanso. Robban suspiró y se encaminó hacia la salida seguido por Folke. Ahora sería difícil librarse de él.
Al acercarse al coche de Robban, Folke empezó por criticar sus neumáticos.
—¿Sabías que el treinta y tres por ciento de los coches suecos tienen al menos un neumático gastado y que el sesenta y nueve por ciento de los propietarios de vehículos casi nunca controla la presión?
—No, no lo sabía —reconoció Robban—. Me contaron que estuviste hablando con los informáticos.
—Quería saber cómo llevaban el asunto e intenté que aceleraran un poco el proceso. ¿Dio resultado?
«Sí —pensó Robban—. Desde luego que ha dado resultado, como siempre».
Al final, acabaron en el coche de Folke, que parecía de muy buen humor y se pasó todo el trayecto canturreando. Robban lo observaba de reojo, preguntándose si sería igual cuando tuviera cincuenta y tantos años. ¿O eran sesenta y tantos? Desde luego, jamás llevaría una gorra con visera a cuadros.
La casa, de ladrillo visto, tenía forma de herradura en torno a una piscina. En una esquina había un elevador. En el acceso de vehículos se veía aparcado un Corvette rojo. Folke se acercó sin poder evitar el comentario sobre lo poco práctico que era ese coche.
—Sí, pero es condenadamente bonito —señaló Robban—. Muy exclusivo, ¿no crees? —añadió para fastidiar un poco a su compañero.
—Sí, pero ¿de qué sirve? —Folke examinó los anchos neumáticos del Corvette—. Además, este tipo de ruedas está prohibido.
—De acuerdo, Folke. —Robban ya empezaba a hartarse—. Dejemos los neumáticos, lo único que ahora necesitamos es la ayuda del informático que vive aquí, ¿vale? Sobre todo, después de que sacaras de quicio a los nuestros echándoles en cara que eran lentos e incompetentes. Por tanto, ni una sola palabra acerca de neumáticos prohibidos, ¿entendido?
—Sí, pero ¿qué te parecería si…?
—Supongo que el primer cometido de la policía es salvar vidas, ¿no? —lo interrumpió sin miramientos Robban.
—Sí, según se…
—Exactamente. Queremos atrapar al asesino de esas mujeres, ¿verdad? Entonces, por un rato dejaremos de lado el reglamento de neumáticos. —Y sin esperar respuesta se acercó a la entrada de la casa y pulsó el timbre.
Karin estaba frente a la comisaría esperando a Carsten, que apareció antes de lo que ella había imaginado.
—A ver, ¿qué es tan urgente? —preguntó el comisario en cuanto la vio.
—Se ha producido un robo.
Carsten suspiró con resignación.
—¿Qué? ¿Un robo? Cuando me llamaste parecía cuestión de vida o muerte. —Escudriñó a la inspectora. Sabía que no lo habría telefoneado de no tratarse de algo importante.
—Creo que puede ser justamente eso, una cuestión de vida o muerte. Llamaron del museo de la ciudad: al parecer, ha desaparecido uno de sus objetos.
—Me cuesta creer que un robo en el museo pueda ser asunto nuestro.
—Bueno, sí lo es si el objeto desaparecido es una espada de verdugo del siglo diecisiete.
—¿Una espada de verdugo? —repitió Carsten mirándola. En danés usaban la misma palabra.
—Ven, iremos en mi coche.
—¿No podríamos ir a pie? Al fin y al cabo, el museo de la ciudad está en Norra Hamngatan —dijo el comisario, y señaló hacia el canal.
—El museo está allí, pero por lo visto las colecciones se hallan almacenadas en unos locales de Hisingen. También la espada desaparecida.
Karin se sentó al volante de su coche.
—¿Vienes o no? —preguntó por la ventanilla bajada.
—¿Por qué demonios robarían un objeto así? —inquirió el comisario, sentándose a su lado—. ¿Crees que se trata del arma del crimen?
—Tal vez. No es más que una sensación, pero piensa en todo lo que rodea este caso. Yo estaba en la sala de descanso cuando Jerker recibió la llamada que alertaba sobre la desaparición del objeto, y ahora los técnicos tendrán que hacer un examen exhaustivo para averiguar cómo se llevó a cabo el robo. Les pedí que nos permitieran llegar antes al museo, ya que no estamos investigando el robo en sí. Pero, a mi juicio, esa espada del siglo diecisiete está relacionada con nuestro caso.
Tardaron veinte minutos en encontrar los locales del museo de la ciudad en la avenida de Arendal. Un hombre con tejanos y americana y una carpeta bajo el brazo se paseaba delante de las puertas cerradas de la nave industrial. En cuanto Karin aparcó el coche, se apresuró hacia ellos.
Carsten estrechó la mano que le tendió.
—Soy Börje Broberg, el responsable de seguridad —se presentó muy serio, y luego saludó a Karin—. Menos mal que han venido enseguida. Síganme. —Börje subió los escalones de dos en dos y abrió la puerta—. Adelante —dijo.
Karin miró alrededor con curiosidad. Se hallaban en un gran almacén de techos altos y atestado de palés. De repente, apareció una carretilla elevadora, que bajó un palé de uno de los estantes superiores y desapareció por uno de los pasillos en dirección a otro recinto.
Avanzaron hasta que el hombre se detuvo y señaló un palé. Había cinco cajas de diferentes tamaños. Dos de cartón y tres de madera, todas marcadas con códigos de barras y una etiqueta con cifras y letras.
—Aquí estaba. Esperen, quiero mostrarles una fotografía. —Börje sacó la carpeta y la hojeó—. Es así.
Karin estudió la instantánea.
—¿Cómo y cuándo descubrieron que faltaba? —preguntó el comisario.
Börje se estrujó las manos, incómodo.
—Harald Bodin, el conservador responsable, quiso buscarlo solo —repuso con cierta indecisión—. La espada había sido cedida en préstamo al museo de la provincia de Bahusia en Uddevalla, con otros objetos. Cuando se efectuó la devolución, algunos de estos fueron desempaquetados por el sustituto de verano, pero el resto se quedó en las cajas, así que antes de llamarlos quisimos comprobar si la espada estaba en estas.
—¿Cuánto hace que desapareció? —preguntó Karin.
—No lo sé muy bien, será mejor que hablen con el conservador. Un momento.
Börje se alejó. Volvió cinco minutos después acompañado por un hombre regordete con gafas gruesas y un chaleco que le apretaba la barriga.
—Harald Bodin —se presentó, saludando primero a Carsten y luego a Karin.
Uno de sus ojos parecía tener vida propia y la inspectora no supo cómo encarar su mirada.
—Están aquí por lo de la espada de verdugo, ¿no? —dijo el hombre, meneando la cabeza.
—¿Podría darnos información? ¿De qué año es? —preguntó Karin.
—Disculpa —la interrumpió Carsten—. Quédate hablando con él, mientras el señor Börje y yo revisamos quién tiene acceso al lugar, el sistema de alarma, códigos y demás medidas de seguridad.
Börje Broberg asintió con la cabeza y le pasó la carpeta con la fotografía a Harald.
—Está bien. Acompáñeme y le explicaré cómo funciona nuestro sistema de seguridad.
—Hábleme de la espada —pidió Karin al conservador del museo—. ¿Es muy valiosa?
El hombre resopló.
—Para un coleccionista sí, pero a quienes trabajamos en esto no es el dinero lo que nos mueve. Se trata de otros valores. Es la herencia de nuestros descendientes, para que conozcan nuestra historia. ¿Puede imaginar algo más valioso?
Karin no había empezado con buen pie e intentó reconducir la conversación.
—Entiendo por qué alguien trabaja con objetos antiguos, sólo pretendía hacerme una idea de la espada. Una cosa es el valor del objeto en sí, pero otra, también muy interesante, su historia. A lo mejor tienen una parecida. En ese caso, ¿podría echarle un vistazo?
Harald asintió con gesto aprobatorio.
—Por supuesto. La espada de verdugo es del siglo diecisiete. Tiene tajo de doble filo, empuñadura recta y hoja ancha y plana. El recazo lleva el mango de madera envuelto en hilo de metal. La guarda está rota por ambos lados del mango, falta la embotadura —explicó mientras señalaba la fotografía de la carpeta.
—¿Recazo y mango?
—El recazo cubre la hoja para proteger los dedos de posibles cortes y el mango sirve para agarrar el arma. La embotadura, que en este caso falta, normalmente se encuentra en el extremo de la espada.
—¿Por qué la punta es roma? ¿Las espadas no suelen tenerla afilada? —inquirió Karin echando un vistazo a la fotografía, pues aquella hoja parecía más bien una regla.
—No, en absoluto. Esta no era punzante sino un arma de tajo, por eso su punta es roma. En cambio, las hojas solían ser muy afiladas.
—¿Pesa mucho?
—No; kilo y medio. Mide poco menos de noventa centímetros de largo y nueve centímetros en el punto más ancho. La hoja tiene más de dos centímetros de grosor. Está algo desgastada y mellada, pero afilada.
—¿Afilada? —repitió Karin.
Harald asintió con la cabeza.
—La guardamos en una bolsa de tela especialmente confeccionada para proteger el hierro. Por eso, la última amoladura se mantiene tan bien.
—¿Y saben con toda seguridad que fue utilizada por un verdugo?
—Sí, claro, la hoja lleva una marca especial.
Karin contuvo la respiración cuando Harald le mostró la ampliación de los símbolos grabados en la espada: en un lado había una horca y, en el otro, un potro y una rueda.
El hombre que les abrió la puerta tenía unos cincuenta años e iba efectivamente en silla de ruedas. Un pastor alemán examinó a Robban y luego a Folke sin moverse de su sitio.
—Entrad. No hace falta que os descalcéis.
El hombre dio media vuelta y se alejó por el amplio vestíbulo. Robban lo siguió. Folke se volvió para controlar al perro.
Hektor ya se encontraba frente al ordenador cuando entraron en la habitación en penumbra, pues las persianas estaban bajadas. Hacía calor y los ordenadores zumbaban por todas partes. Cinco portátiles, contó Robban, todos en marcha. Además de cuatro fijos y otras cuatro pantallas planas. Poco a poco, sus ojos se fueron acostumbrando a la falta de luz.
—Muy bien, ¿qué tenéis? —preguntó Hektor.
—El nombre de una persona que se hace llamar Esus y la dirección de esta página web.
Habían conseguido la información gracias a los participantes en el juego de rol. Robban dejó el papel con los datos junto al teclado de Hektor.
La habitación era más amplia de lo que parecía. Una de las paredes estaba cubierta por una profunda estantería de madera, en cuya parte superior se veían cajas con el logo de Estrella, las patatas fritas. En la sección del medio se alineaban botellas de dos litros de cola Jolt. Al menos treinta. El estante de al lado estaba repleto de soportes informáticos, programas y manuales. En el suelo, una bolsa de basura azul atiborrada de botellas.
—¡Dios mío! —se oyó exclamar a Folke, que acababa de entrar en la habitación y se había quedado petrificado frente a la estantería de patatas y refrescos—. ¿Cola Jolt? —preguntó sorprendido.
—Lleva más cafeína que las otras. La importo directamente de Estados Unidos. Coge una, si quieres —contestó Hektor sin dejar de teclear.
Ante aquella respuesta, Folke empezó a resoplar. Robban miró a uno y al otro, mientras pensaba febrilmente cómo evitar el estallido de su compañero.
—Esto acortará tu vida. ¿Acaso no sabes la enorme cantidad de azúcar que…?
—He sobrevivido a un accidente de tráfico, así que creo que me merezco algún vicio —lo interrumpió Hektor—. Me parece que la cola y las patatas son bastante inofensivas.
—Acrilamida… —le dio tiempo a decir a Folke, antes de que Robban se lanzara a explicar cómo era un evento de los LAJVA y que los participantes representaban diferentes personajes y que, a su vez, cada uno de ellos elegía un nombre especial.
Hektor asintió con la cabeza y siguió tecleando. Sus dedos se desplazaban rápidamente por el teclado. Pronto obtuvo resultados. Robban lo observaba admirado.
—¿Habéis repasado el contenido de esta página?
—He leído todo esto —contestó el policía sacando un montón de papeles—, pero no puedo decir que me haya ayudado a avanzar en la investigación.
Hektor hojeó los documentos antes de volver a la pantalla.
—Creo que hay más cosas, me parece que no lo has sacado todo —dijo—. A veces hay que ser miembro para conseguir más información. Además, hay varios foros en que los miembros tienen diferentes niveles de acceso. Para acceder a todo hay que introducirse en el nivel más alto.
—¿De veras? ¿Y cómo se hace?
—O bien avanzando según los pasos establecidos, o bien haciendo un poco de trampa.
—¿Cómo?
—Intentaré entrar en la página como administrador.
—Pero ¿no hace falta una contraseña? —preguntó Robban al tiempo que miraba por encima del hombro en busca de Folke.
—Bueno, en cierto modo. Cuando la página me pida la contraseña de administrador, en su lugar contestaré tecleando un fragmento de un código. Podríamos decir que así cambio las condiciones cuando el servidor compara la contraseña. El resultado será que podré entrar en el sistema.
—Pero ¿no lo detectarán? Quiero decir, ¿no habrá alguien que se dé cuenta de que te has metido en el sistema? —Robban bajó la voz—. En realidad, no tienes autorización.
Los dedos de Hektor, que habían seguido repiqueteando sobre el teclado, se detuvieron.
—Si queremos obtener resultados rápidos, no hay que ser tan tiquismiquis. Y la respuesta es no, lo bueno es que no se ve si estoy conectado porque no molesto a nadie, aunque haya que andarse con cuidado por si se almacena el registro de las entradas. Mira. —Señaló la pantalla—. Ficheros log, todo está grabado. Veamos, aquí tenemos a Esus como usuario. Aquí están sus datos como tal, su contraseña, aunque está encriptada. Hum…
—¿Encriptada? Entonces, ¿no podemos obtenerla?
—Se puede obtener cualquier cosa, sólo que se tarda más, hay que investigar un poco. Simplemente tendré que invertir la contraseña.
Robban no se molestó en preguntar a qué se refería.
—A menudo hay que especificar una dirección de correo electrónico para recibir mensajes de personas que están en el mismo sitio web. Aquí vemos la dirección de correo electrónico que utiliza. Sería interesante entrar en su cuenta, pero aún no puedo. Con un poco de suerte, utilizará la misma contraseña que ha usado aquí, pues la gente tiene la mala costumbre de emplear una sola para todo, sin pensar en los riesgos que corre. Ya sabes, tipo «verano2010» y otros clásicos. Si quieres acceder al correo electrónico o lo que sea de una persona, lo primero que haces es recopilar información acerca de ella: nombres de sus hijos, fecha de nacimiento y tal. Con esos datos puedes llegar muy lejos. Sin embargo, en esta combinación de cifras y letras que ha utilizado me parece reconocer algo. ¿Dónde diablos la habré visto antes?
Robban estaba sintiéndose aludido, ya que usaba el nombre de su calle como contraseña en el ordenador del trabajo, aunque con el signo de porcentaje delante y después del número de la calle.
—En cualquier caso, puedes ver lo que se ha escrito en el sitio, todas las aportaciones, a excepción de estas… —Hektor señaló la pantalla.
—¿Y qué hacemos ahora?
—Seguimos —repuso Hektor con despreocupación—. Aunque parece que buena parte esté encriptado…
—Eso quería comentarte… Verás, Jerker me pidió que te señalara que debemos poder justificar cómo hemos obtenido los datos —comentó Robban quedamente.
—Bueno. Todavía no tenemos nada de Esus, nos llevará algún tiempo —murmuró Hektor.
—Eso es —dijo Robban, lanzándole una elocuente mirada, esperando que Hektor la hubiera entendido. Se acercó a la pantalla de espaldas a Folke—. Podrías enviarnos un correo electrónico con la explicación de cómo has llegado a esto —pidió, al tiempo que buscaba la mirada cómplice de Hektor—. Para que tengamos claro el camino que nos ha llevado hasta aquí.
Hektor lo miró. Robban se sentía estúpido, pero de pronto Folke se puso a su lado y miró la pantalla.
—Ahora haremos esto —dijo Hektor, tecleando un comando de texto con letras verdes sobre la pantalla negra, y acto seguido fue a otro ordenador, donde siguió trabajando.
—¡Ajá! —exclamó Folke, llevándose las manos a la espalda, y miró la pantalla donde las cifras y las letras se desplegaban.
Hektor se volvió y siguió trabajando con el otro ordenador. Luego se puso frente al primero, en el que se había generado una línea en la parte inferior de la pantalla. Asintió con la cabeza.
—¡Vaya! Por cierto, creo que hay otro sitio que tal vez os proporcione más información. —Se desplazó en la silla de ruedas hasta uno de los ordenadores fijos e introdujo la dirección de una web—. No; está mal. ¿Cómo era? —Hizo un nuevo intento y apareció una nueva página de fondo negro y letras rojas—. La gente que participa en esos tipos de juegos de rol en vivo suelen interesarse en la historia. A veces son verdaderos frikis y prefieren establecer contacto con los demás a través de internet y, además, les gusta disfrazarse, tal vez porque, siendo alguien diferente a quien uno es en realidad, las relaciones sociales les resultan más fáciles de manejar. ¡Qué sé yo! La mayoría de las veces contactan entre sí a través de internet y a menudo los participantes provienen de diferentes lugares de Suecia, incluso de otros países escandinavos, aunque mantienen estrecho contacto a través de una sala de chat.
—¿Una sala de chat? —dijo Folke—. ¿Ese término existe?
—Sí, para los que viven en el siglo veintiuno. Mirad. Por cierto, hay dos sillas en la habitación de al lado. Traedlas y sentaos.
Robban fue por las sillas y tomaron asiento. Empezaron a leerlo todo, desde discusiones acerca de juramentos hasta comentarios sobre vidas anteriores y maneras de intercambiar tu fuerza interior. A regañadientes, Robban tuvo que reconocer en su fuero interno que gran parte de lo que en ese momento estaba leyendo le sonaba por el curso de Sofia en Glastonbury.
—Esto es más espinoso de lo que me esperaba —comentó Hektor, satisfecho—. Es incitante cuando la gente no lo pone muy fácil. De todos modos, varios de los nombres de usuario parecen estar vinculados a los de vuestra lista de participantes en el juego. —Señaló el texto color verde al lado de un cursor parpadeante—. Bienvenidos a nuestro centro espiritual de Gotemburgo. El viaje espiritual empieza aquí y quién sabe cuándo concluirá…
Robban se quedó de piedra. Su mujer asistía a un curso de yoga allí.