9

Marstrand, otoño de 1961

El maestro, el tutor y el director de la escuela eran los únicos que conocían el pasado de Asko. En el colegio le iba bien y poco a poco fue haciendo amigos. Quien mejor le caía era Kristian, con quien resultaba muy fácil congeniar.

A Asko le encantaba estar al aire libre y descubrir cosas nuevas. Él y Kristian no dejaban de inventar juegos emocionantes. Unas veces eran piratas; otras, héroes. Aina les había cosido capas negras con forros plateados; así disfrazados, se convertían en hechiceros capaces de volverse invisibles. Otras veces se escurrían furtivamente dentro de la fortaleza de Carlsten y jugaban a ser carceleros. Mantenían a los presos a raya y los obligaban a trabajar más. De vez en cuando eran espías en misiones secretas o caballeros de tiempos pretéritos y lugares exóticos. Este último juego se convirtió en su favorito.

Juntos exploraron la ciudad sobre el peñón, descubrieron y aprendieron sus más íntimos secretos. Conocían todos y cada uno de sus caminos y senderos, todos los atajos de la isla. Los chicos lo compartían todo y se convirtieron en hermanos de sangre mediante un ritual secreto en las viejas ruinas del castillo de Gustafsborg de Marstrandsön. Asko era rubio y de ojos azules; Kristian, moreno y de ojos castaños.

Robban acababa de limpiar la encimera y había vaciado el lavavajillas cuando oyó a Sofia entrar marcha atrás por el acceso de vehículos. Abrió la puerta y sacó la bolsa de basura a la escalera.

—¡Qué agradable bienvenida! —exclamó Sofia, y agarró la bolsa, recorrió los escasos metros hasta el contenedor de basura y luego subió la escalera en tres zancadas.

—Hola. ¿Has tenido un buen día? —preguntó Robban, besándola.

—¡Claro! ¡Tengo que contártelo todo! Aunque buena parte te sonará extraño.

—Eso está bien, porque ahora mismo yo también estoy con algo que puede parecer bastante raro —comentó él, pensando en las diosas del destino y los juegos de rol.

—¿Los niños duermen?

—Todos, desde hace veinte minutos. Leo se había hecho pipí encima, aunque supongo que fue culpa mía porque subí demasiado tarde. ¿Has estado fuera esperando a que la luz de la habitación de los niños se apagara y se encendiera la de la cocina?

—No, pero es buena idea. Lo haré la próxima vez.

Sofia dejó la bolsa de viaje en el vestíbulo, colgó su bolso del respaldo de una silla de la cocina y se sentó. Robban se secó las manos en un trapo y abrió la nevera.

—¿Tienes hambre? ¿O has comido en el avión? Hay albóndigas de pescado y puré de patatas.

—¿Albóndigas de pescado y puré de patatas? La verdad es que no me sorprende que haya sobras.

—Oye, los niños se lo comieron de lo más a gusto. Incluso me ayudaron a cocinar. Sacamos un bote de albóndigas, retiramos el caldo y luego las pasamos por huevo y pan rallado antes de freírlas con mantequilla. Estaban buenísimas.

—¡Vaya! ¿Y has sobrevivido? ¿Ninguno se dejó la cena? A lo mejor debería irme de viaje más a menudo…

—Ni se te ocurra. ¡Te hemos echado de menos! Yo te he echado de menos. —Y la abrazó.

—Va, cuéntame, ¿qué es lo que es tan raro? Te advierto que no hay nada que pueda sorprenderme después de esta semana.

—¿De veras? Entonces cuenta tú primero —propuso Robban mientras sacaba la comida—. ¿Una copa de vino?

—¡Vaya! Albóndigas de pescado y vino blanco, menudo lujo para padres con hijos. Bueno, ya sabes que el curso de yoga al que asistí en primavera me gustó mucho. Sentí como si bajara de revoluciones y liberara una energía que ignoraba tener.

Sofia dio un sorbito al vino que su marido le tendió. El microondas pitó y Robban sacó el plato con la comida, añadió rúcula y tomate y se lo sirvió a su mujer. Bajó la intensidad de la lámpara que colgaba sobre la mesa y se sentó frente a ella.

—Pues la verdad es que está bueno —admitió Sofia.

—¿Por qué te sorprende?

—Pescado y ensalada, algo me dice que últimamente has estado por ahí con Folke.

—Eso de que estuve por ahí, ¿qué significa exactamente? —repuso Robban, imitando a su colega—. Anda, cuéntame.

—Bueno, el lugar al que fuimos se llama Glastonbury y ya es, de por sí, interesante, pues hay ruinas de un viejo convento… Tal vez debería empezar explicándote que en general es un paisaje bastante llano, salvo por una extraña colina que no parece del lugar. En lo alto del cerro llamado Tor hay un edificio. Las personas que acuden allí en cierto modo están buscando algo. La mayoría intenta encontrarse a sí misma y su lugar en el mundo, a menudo tras haber sufrido una crisis. Ha sido lugar de encuentro desde tiempos inmemoriales. Los antiguos caminos romanos se cruzan en Glastonbury y varios campos energéticos confluyen precisamente allí.

—¿Campos energéticos? ¿A qué te refieres?

—Con la ayuda de varillas de zahorí se ha descubierto…

—¿Varillas de zahorí? ¿Esos palitos que parecen tirachinas y que se sostienen por el extremo equivocado en dirección al suelo? Menuda antigualla… ¿No se suponía que asistíais a un cursillo? ¿Quiénes más fueron? No todos los maestros del cole, ¿verdad?

—Si me dejas hablar, enseguida te enterarás. Cuando en el claustro de profesores se nos brindó la oportunidad de hacer un viaje juntos, aceptamos. Se trataba de fomentar los valores positivos y cosas así. Cada uno estudió su tema y tuvo que dar una corta charla a los demás relacionada con los cursos a que asistiríamos en Glastonbury.

—No te sigo.

—Verás, por ejemplo, teníamos un cursillo de sanación con cristales. Y yo, como profesora de ciencias naturales, hube de preparar una presentación sobre piedras, cristales y sus poderes curativos.

—¿Los poderes de las piedras?

Sofia suspiró y lo señaló con el tenedor.

—No seas tan estrecho de miras… ¿Acaso nunca saliste a correr, te entró flato y cogiste una piedra?

—Sí, pero…

—¿Por qué lo hiciste? Y sobre todo, ¿funcionó? ¿Se te pasó?

Robban recordó que sí se había sentido mejor.

—¿Por qué sentiste alivio? —preguntó Sofia.

—¡Desde luego, no gracias a la piedra!

—¿De veras? ¿Cómo puedes estar tan seguro? El uso de piedras es muy antiguo. ¿No podría ser que funcionara? En tal caso, la siguiente pregunta es si existe alguna piedra especial que alivia especialmente el flato. ¿Tan improbable es que las piedras posean diferentes propiedades, de manera que una específica alivie una dolencia específica? ¿Sabías que desde tiempos inmemoriales, desde antes de que hubiera contacto entre los diferentes continentes, hay piedras que tienen el mismo significado en la India y en América del Sur? —Sofia lo miró con astucia.

A Robban le encantaba su talento didáctico y entendía que año tras año la eligieran mejor profesora de la escuela.

—Sí, vale, es posible que me sintiera un poco mejor al coger aquella piedra. ¿Me estás diciendo que fuisteis a Inglaterra sólo por eso?

—No, claro que no. Estuvimos hospedados en un centro espiritual. Como maestros, es de suma importancia que no nos estanquemos en un mismo modelo de pensamiento.

—No sólo los maestros. Creo que es tan importante, o más, en la policía.

—Pues sí. A lo mejor tú y Folke podríais ir. Ya me lo imagino en el cursillo donde nos midieron el aura.

—¿Os midieron el qué?

Sofia tragó un bocado y dio un sorbo al vino antes de proseguir.

—Cada uno de nosotros preparó un tema en nuestra especialización, al tiempo que buscamos puntos de conexión entre las distintas disciplinas. El profesor de educación física estuvo en contacto con un equipo de rugby que se entrena mentalmente. Conocimos a su entrenador, que nos habló de ese enfoque. Además, todo el equipo practicaba yoga. ¿Te imaginas a nuestro profesor de matemáticas, ya sabes, el que siempre lleva traje y pantalones con raya, en la posición del loto? —Sofia se echó a reír, negando con la cabeza—. El profesor de música habló de los tambores y su significado, lo que nos condujo a los deportes y la historia. El relato del uso de los tambores a través de los tiempos es de las cosas más interesantes que he oído nunca. Luego me tocó a mí; hablé de la energía, que es indestructible y sólo se transforma. Abrimos un debate sobre la energía de los vivos y de quienes murieron o todavía no han nacido. ¿Dónde está la energía del hombre y adónde va a parar cuando muere?

Robban la miró. Era imposible siquiera pensar en meter baza cuando Sofia estaba en su salsa.

—Y psicometría, ¿sabes lo que es? —prosiguió—. Una disciplina que trata de en qué medida las cosas tienen memoria. Nos pasaron diversos objetos antiguos y luego tuvimos que decir si habíamos sentido algo, si nos había transmitido alguna información. Cuando estás en un ambiente como ese, palpando viejos objetos, resulta difícil no sentir nada. De hecho, llegué a sugestionarme con que había notado algo, pero pudo deberse a la atmósfera que se respiraba. Imagina que un objeto tuviera memoria y fuera capaz de transmitírtela. Nuestra profesora de historia se dejó llevar por completo y nos contó que había presenciado cómo una mujer, conocida por su capacidad receptiva, al sostener una vieja fuente de estaño había sentido un intenso sabor a cacao en la boca y tenido una visión de un anciano de barba blanca. Resultó que la fuente había pertenecido a un fabricante de chocolate, y la mujer pudo describirlo con gran detalle. Y Aud, que da clases de dibujo y de religión, habló de roles. Hicimos máscaras de todos los presentes y luego las intercambiamos. También hablamos de que una persona puede adoptar diferentes roles: como madre, como maestra, como esposa… Al fin y al cabo, la máscara que creas es visible, pero no muestra el alma, nuestro interior.

Robban había enmudecido.

—Sé que estás pensando que todo es muy raro…

—¿Qué cursillos estaban dando en ese centro? —preguntó, en lugar de confirmar a su mujer que había acertado.

—Seguramente te habría parecido poco serio, pero a mí me resultó estimulante. Hay gran interés por este tipo de formación y la verdad es que la gente interesada es de lo más normal, no unos extraterrestres como seguro que te imaginas. Uno de los cursillos era sobre chamanismo. Por lo visto, existen diferentes realidades que se dividen en tres zonas: el mundo inferior, o inframundo, el mundo medio y el superior. El inferior tiene que ver con lo que fue, y es allí donde buscamos respuestas a lo que pertenece al pasado. No hablamos mucho del mundo medio, pero el mundo superior tiene que ver con el futuro.

Se interrumpió y miró a Robban.

—Si el mundo inferior es el pasado y el superior representa el futuro, entonces ¿el mundo medio sería el presente? —murmuró su marido, pensativo.

—Sí, podríamos decirlo así —afirmó ella, y puso los cubiertos sobre el plato.

—Urd, Skuld y Verdandi —dijo Robban, rascándose la cabeza.

Ella lo miró sorprendida, dejando su copa en la mesa.

—¿Qué? ¿Las diosas del destino? ¿Cómo es que las conoces? También había un cursillo sobre diosas, pero era de formación, más extenso y largo. Tras seguirlo te convertías en Priestess of Avalon. Varias mujeres asistieron a él. Nuestra instructora era sacerdotisa. Es sueca, por cierto, se llama Marianne Ekstedt y participó en la puesta en marcha del centro de Glastonbury hace muchos años junto con una mujer inglesa. Más tarde fundó su propio centro en Gotemburgo, donde tomé clases de yoga la primavera pasada. De haber sabido entonces que se trataba de un centro espiritual, seguramente me habría quedado en casa, pero ahora mismo no me parece tan estrambótico. ¿Cómo sabes lo de las diosas?

—Por el caso que estamos investigando, el de la mujer que encontraron asesinada en la piedra de los sacrificios en Marstrandsön. Resulta que tuvieron un caso muy similar en Trollhättan.

—¡Qué horror! Parece una extraña coincidencia que se parezcan tanto.

—Sí, es un poco extraño. Y la verdad es que no creo que sea una coincidencia. Por lo visto, el lugar del crimen se eligió en ambos casos con gran cuidado, aparte de que la mujer de la piedra de los sacrificios se hacía llamar Skuld, justo como una de las diosas del destino. Por eso me he quedado pensativo cuando contabas lo de Glastonbury. Todo indica que podría haber una conexión. ¿Cómo se llega a esos otros mundos?

—Una manera es entrar en trance al ritmo de un tambor. Nuestros profesores de música y educación física asistieron a una conferencia muy interesante acerca de la interacción entre el cuerpo y el alma durante un viaje de tambores.

Robban se echó a reír.

—¿Un viaje de tambores? Ahora en serio, Sofia. Tú que eres profesora de ciencias naturales, ¿no te parece un poco raro eso de entrar en trance? Me suena a truco de magia.

—Bueno, sí, pero debo reconocer que tras este viaje he empezado a cambiar de opinión en muchos aspectos. Hay tantas cosas que no comprendemos… Y en cuanto a lo del trance, fue así: un hombre se sentó en el medio y empezó a tocar el tambor. Imagínate una rave, con música monótona y luces parpadeantes. No tienes por qué estar drogado para dejarte llevar; a nuestros cuerpos les gustan los ritmos acompasados. Sientes algo. Cerré los ojos siguiendo el ritmo y noté como si me transportara hacia el interior de mí misma, hacia mis latidos, y empecé a pensar con mayor lucidez. Pensé en cuando estaba embarazada de nuestros hijos y cómo ellos, en mi vientre, escuchaban los latidos de mi corazón. Tal vez por eso nos resulta tan natural ese tipo de ritmo. Porque lo vinculas al tiempo que estuviste en el útero.

—Pues a mí todo esto me suena muy raro.

—En tu trabajo, en cambio, nunca te encuentras con cosas extrañas, ¿verdad?

—Tal vez. —Robban se encogió de hombros. No solía hablar de trabajo en casa, salvo cuando creía que Sofia podía proporcionarle una perspectiva distinta de la cuestión e ideas que lo hicieran avanzar—. ¿Nos acostamos? Tengo que levantarme temprano.

—Muy bien, pero antes daré mi opinión. Creo que deberíais dejar de lado el pensamiento convencional y mirar más allá. Tal vez podríais hablar con Marianne Ekstedt, que dirige el centro espiritual de Gotemburgo, sólo para haceros una idea de cómo se relacionan con la realidad allí. A lo mejor os sirve de algo.

—¿Te imaginas a Folke en un centro espiritual?

—Pues no vayas con él —repuso ella sonriendo—. Supongo que podrá acompañarte otra persona, Karin, por ejemplo. O, si no, vas solo y ya está. En cualquier caso, para hacerte una idea podrías leer esto. —Le pasó un pequeño cuaderno, que Robban cogió mientras pensaba en el descubrimiento hecho por la forense.

—También hemos encontrado drogas, o veneno. No estamos seguros de si el objetivo era drogar o matar a la víctima. Alcaloides, supongo que sabrás algo al respecto…

—¿Se lo administraron a la víctima? ¿Fumada o bebida? Si posees el conocimiento necesario, puedes encontrarlos en todas partes. A veces me paso horas ante unos alumnos medio dormidos, pero en cuanto les menciono que hay plantas en la naturaleza que puedes fumar y son alucinógenas o de las que puedes extraer veneno, no hay joven que se resista.

—Supongo que no les habrás dicho qué plantas son.

—¿Estás loco? Claro que no. Pero lo único que tienen que hacer es buscar en internet. Los chicos no son tontos.

—También tenemos un grupo de LAJVA implicados en el caso. Corretean por ahí disfrazados de… —dijo Robban, rascándose la cabeza, como si hablara consigo mismo.

—Había unos cuantos en Glastonbury —comentó Sofia, tras apurar el vino y dejar la copa en el fregadero—. No sabía que hubiera tantas personas dedicadas a eso. En general, hay mucha gente que está buscando algo y se pregunta por el sentido de la vida.

—¿Y a qué conclusión llegaste tú? ¿Cuál es el sentido de la vida?

—No tengo ni idea. Yo diría que estar bien y sentirte segura de ti misma. —Besó a su marido en la mejilla—. Venga, vamos a dormir.

—Buenos días.

Karin abrió los ojos y vio a Johan con el pelo alborotado y una maravillosa bandeja de desayuno.

—Buenos días. Y gracias por la cena de ayer —repuso sonriendo.

—Gracias a ti.

—¿Marca la hora exacta? —Karin señaló el despertador redondo de tres patas que emitía un suave tictac desde la mesita de noche y señalaba las siete y cuarto.

—Sí. ¿Cuándo tienes que estar en el trabajo?

—A eso de las ocho. Pero está muy cerca. ¡Uy, qué lujo, el desayuno en la cama! ¿Todos tus ligues tienen tanta suerte?

—¿Todos mis ligues? Me parece que la imagen que tienes de mí es interesante, sin duda, pero me temo que no se corresponde con la realidad. No sé si debo añadir desgraciadamente o gracias a Dios.

—¿En qué sentido no se corresponde? ¿No tienes muchos ligues o tienes muchos pero no les sirves un desayuno así?

Él rio. A Karin le gustaba su sonrisa.

Mientras Johan se duchaba, Karin buscó el secador de pelo en el estudio, pues él le había dicho que tal vez estuviera allí. Al tiempo que divisaba un cable muy prometedor, descubrió otra cosa.

—¿Has encontrado el secador? —le preguntó Johan desde la puerta, en albornoz y con el pelo mojado.

—¿Qué es esto? —Señaló un poste de madera oscura de dos metros de altura y con un rostro tallado en el centro. La cara era de unos treinta centímetros, pero lo que le llamó la atención fue lo que faltaba: la nariz. Había sido cortada.

—La pata ornamentada de una cama con dosel. Por lo visto, estaba en el castillo de Kalmar.

—Qué pena que esté rota.

—¿La cama?

—Sí, pero también la figura. Tiene el rostro estropeado.

—Está hecho a propósito. Una vez se alojó en aquella alcoba un rey danés, que durmió en esa cama. Por cierto, de cuatro patas talladas. Cuando el monarca se marchó, los ocupantes del castillo temieron que su espíritu se hubiera quedado allí para espiarlos. Por eso serraron la nariz de todas las figuras de madera de la estancia.

—¿Qué? ¿Y por qué?

—En aquella época, se creía que el alma de la gente se hallaba en su nariz.

—¿Qué dices? —Karin se volvió y lo miró fijamente—. ¿El alma en la nariz?

—Pues sí.

—Así pues, si le cortabas a alguien la nariz, ¿te llevabas su alma?

—Sí, eso decían entonces, en la Edad Media.

«Almas —pensó Karin—. El asesino coleccionaba almas».

Finca de Nygård, Vargön, verano de 1962

Asko aplastaba la nariz contra la ventanilla del coche, mientras miraba los campos sembrados deslizarse a toda velocidad. Pasaría las vacaciones con Kristian y su padre en la finca de Nygård. Después de que su amigo le hubiera hablado de aquel lugar una y otra vez, se había formado su propia idea y sentía curiosidad por conocer la casa que había pasado de generación en generación en la antigua familia de los Bagge. Llevaban más de una hora en camino.

—Pronto llegaremos —aseguró el chófer.

—Allí —dijo Kristian señalando.

Una torre sobresalía entre las copas de los árboles.

—¿Allí? —preguntó Asko—. ¿En el castillo?

Contempló con ojos muy abiertos la alameda de olmos que conducía hasta la casa, aunque lo de «casa» no se correspondía con la realidad, pues era más amplia que el colegio de Marstrandsön, probablemente tres veces más grande que la casa parroquial. «Casi tanto como la fortaleza de Carlsten», pensó Asko, contemplando el edificio pintado de amarillo con su torre.

El padre de Kristian salió a la escalinata para recibirlos. Tenía el pelo negro y rizado. En una mano sostenía una pipa y la otra la tenía metida en el bolsillo de la americana, como posando para una fotografía antigua. Un labrador negro que meneaba la cola se sentó obedientemente a su lado, completando así la imagen.

—Buenos días, hijo mío —saludó, y estrechó la mano de Kristian, que de pronto pareció tímido.

—Buenos días, papá —dijo, e hizo una reverencia. El perro dio un salto y le lamió la cara. Kristian lo rascó detrás de la oreja. Después el animal olfateó al recién llegado.

Asko se sentía nervioso cuando alargó la mano.

—Bienvenido a Nygård, Asko. Me llamo Torsten.

—Buenos días, señor.

El hombre inclinó la cabeza y volvió a entrar en la casa por la doble puerta. El chófer llevó sus maletas.

—Ven —dijo Kristian, y le tiró del brazo—. Quiero enseñarte mis escondites.

Kristian subió la escalinata a la carrera y casi chocó con Elke, el ama de llaves.

—Buenos días, jovencito. Te he echado de menos. Y tú debes de ser Asko, ¿verdad? Bienvenido. ¿Tenéis hambre o aguantaréis hasta el almuerzo?

—Aguantaremos —aseguró Kristian, y desapareció por la puerta de la izquierda.

Asko se quedó en el vestíbulo. Era casi como entrar en la iglesia de Marstrand. Suelos de piedra y techos altos, arañas y grandes ventanales.

—¡Vaya! —dijo—. Hay eco.

—Sí. Yo pensé lo mismo la primera vez que vine, pero es porque las alfombras están tendidas para que se oreen, el sonido mejorará en cuanto volvamos a extenderlas —explicó Elke—. Estoy en la cocina, allí, a la derecha. Si tienes hambre o necesitas algo sólo tienes que venir —añadió la mujer, y señaló una puerta de cristales glaseados.

Él asintió con la cabeza, incapaz de decir nada.

—¿Asko? —lo llamó Kristian, que reapareció buscándolo—. ¿Vienes o qué?

—Una cosa más —dijo Elke, agarrando a Kristian del hombro—. Deja de subir por el montaplatos.

—Empezaremos por mi habitación —propuso Kristian, y se precipitó por la escalera de hierro fundido hasta la segunda planta. Asko lo siguió, mirando alrededor con ojos muy abiertos.

—Aquí te puedes perder —comentó, siguiendo a su amigo.

—Esa es mi habitación —indicó este, y avanzó con familiaridad por dos salones con preciosas chimeneas y lámparas de araña.

Aquella mansión, con tantos rincones y escondrijos, era un sueño para dos muchachos con ganas de aventuras. Después del almuerzo salieron. Fue entonces cuando Asko se dio cuenta de que había otros edificios. Pegada a la mansión había un ala para las caballerizas y al otro lado del enorme césped, más cerca del pie de la montaña de Hunneberg, se veía una casa blanca y, a su lado, un invernadero.

—Gammelgården —dijo Kristian, y señaló con el dedo—. Cuando era pequeño vivíamos allí.

Entonces cambió de sentido en dirección al gran estanque que había un poco más lejos, pasado el invernadero. En la orilla se detuvo.

—Aquí mi hermana estuvo a punto de morir ahogada.

—No sabía que tenías una hermana.

—Mamá y papá estuvieron discutiendo mucho tiempo quién de ellos debería haberla vigilado.

Kristian suspiró, lanzó una piedra al agua y contó que, a partir de entonces, nada fue lo mismo. La madre se había mudado con la niña, su preferida. El padre no era feliz en aquel caserón vacío, y a menudo no había cuidado de su hijo. Al final habían decidido que Kristian viviría en casa de su tía Lea en Marstrand y fuera al colegio allí.

Asko recordó sus propias experiencias mientras Kristian le contaba su vida. Pensó en el tiempo que había pasado en el sótano, en sus hermanas. Se había sentido muy solo. Únicamente había contado con la compañía de los libros, que sin embargo no le habían ofrecido ningún consuelo, más bien una especie de huida temporal de la realidad. Cuando por fin conoció a Aina y Birger, sintió por primera vez en su vida que pertenecía a algún lugar, que le importaba a alguien.

—Siempre seremos los mejores amigos —dijo Asko.

—Sí, siempre —contestó Kristian, y sonrió.

Harald Bodin estaba ya esperando al responsable de seguridad del museo de la ciudad cuando este aparcó frente al almacén de Hisingen. Eran los ocho menos cuarto en punto, como de costumbre.

—¡Hola, Harald! ¿Qué tal? —Börje no esperó la respuesta, sino que se volvió y cogió su fiambrera y su cartera del asiento del copiloto—. Me quedan seis meses para jubilarme. ¿Y a ti?

—Tengo que hablar contigo, Börje —le dijo Harald, pasando por alto el comentario.

—Muy bien. Por favor, ¿me abrirías la puerta? Tengo las manos ocupadas. ¿De qué quieres hablar?

El tipo no estaba escuchándolo, pensó Harald. Los objetos del almacén no le importaban lo más mínimo, no entendía el amor y la fascinación que sentían los conservadores por ellos. Harald respiró hondo. Sería mejor ir al grano.

—Parece que falta un objeto.

—¿De veras? —repuso Börje despreocupado—. A lo mejor alguien lo dejó en un estante equivocado.

—No lo creo. Ya lo he comprobado.

—¿Qué es? —Entonces se detuvo en el vestíbulo del almacén—. ¿Alguno de tus objetos, Harald? ¿Un arma? —De pronto se había puesto serio.

—Una de las espadas de verdugo.

A Börje se le cayó la fiambrera.

Robban ya se encontraba en su puesto cuando llegó Karin. Estaba a punto de mencionarle lo de la figura de madera medieval, pero él se le adelantó.

—No es sólo porque soy policía, es que todavía tengo ojos en la cara.

—¿A qué te refieres? —preguntó ella impaciente.

—Llevas la misma ropa de ayer. ¿No has dormido en casa? —le preguntó con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Por qué lo dices?

—En parte por tu ropa, pero sobre por todo esto. —El policía señaló el escritorio de Karin, donde había un florero con un enorme ramo de rosas rojas—. ¿Quién manda algo así a las ocho y media de la mañana?

Karin sonrió y sintió que se ruborizaba.

—¿Fue el simpático agente de la policía de Trollhättan o tu ligue del sábado? ¿O tal vez un tercero?

—Déjalo.

—No pienso hacerlo, o sea, que será mejor que me lo cuentes ahora mismo. Por cierto, he leído la tarjeta. Te lo manda un tal Johan. Sin duda, averiguaré su apellido si llamo a la floristería en calidad de policía. Venga, dilo ya, así me ahorraré tener que inventar una versión para contar en la sala de descanso. Aunque mucho me temo que tu relato será bastante más aburrido que el mío.

—No estés tan seguro —replicó Karin, y le habló de la figura de madera.

—¡Menuda historia! Cortaban las narices, o se las llevaban… Nosotros no hemos encontrado ninguna, así que podemos deducir que el que lo hizo se las llevó. Madre mía, ¡el alma en la nariz! Estoy investigando el carácter de los participantes en el juego de rol en vivo. Ese organizador, que se hace llamar Esus, tiene todos los números para que lo investiguemos.

—U organizadora.

—Sí, exacto. Será interesante saber quién organiza esos eventos de los LAJVA. Bueno, y ahora dime, ¿qué tal la cita?

—Muy bien. Estuvimos hablando toda la noche. Me dormí sobre su brazo. Incómodo pero romántico.

—Pero bueno, ¿no vas a contarme nada más?

—No hay mucho más que contar. Aparte de que comimos con vajilla del siglo dieciocho y cubiertos de plata y que es un cocinero excelente. Vive en Prinsgatan, en el piso más maravilloso que he visto en mi vida.

—Prinsgatan, ¡jo! —exclamó Robban sonriendo.

—Pensaba repasar lo que averigüé en Trollhättan ayer. ¿Dónde están Carsten y Folke?

—Carsten no sé. En cuanto a Folke, supongo que corrigiendo la sintaxis de algún desdichado que haya tenido la mala suerte de subir al mismo ascensor que él.

Justo en ese momento apareció el aludido agitando el móvil.

—Me ha llamado Carsten, está en el dentista. Tendremos que empezar sin él. —Se quitó la americana.

Se sentaron en una pequeña sala de reuniones para recapitular sobre el caso.

—Poniéndonos en lo peor, tenemos tres cadáveres —dijo Folke.

Tanto Karin como Robban alzaron la vista.

—¿Tres? —dijo este.

Folke volvió a contarlos con los dedos.

—El cuerpo en el río de Trollhättan; descuartizado y sin cabeza. El cuerpo en la piedra de los sacrificios, también sin cabeza. Y la cabeza encontrada en un jardín de Marstrand. Teóricamente debería ser de una tercera persona, si al final resulta que no pertenece a ninguno de los cuerpos.

Un golpe en la puerta los interrumpió y Carsten entró en la sala.

—Bueno. ¿Qué tenemos? —dijo el comisario, arrastrando ligeramente las palabras, como si tuviera media boca dormida.

—O buenos días, como solemos decir los demás —replicó Karin.

—Días, a secas —repuso Carsten, señalándose la boca—. He ido al dentista. Helene cocinó ayer, pero se le olvidó poner olivas sin hueso y me rompí un diente. —Hizo una mueca.

—¡Qué dolor! —exclamó Folke, negando con la cabeza.

A continuación, Karin intentó explicar el estado de la investigación a sus tres colegas. Se acercó a la pizarra blanca y recapituló, trazando un esquema algo desordenado.

—Folke ha llegado a la conclusión de que, en el peor de los casos, no tenemos dos cadáveres, sino tres. ¿Podrías explicárselo al comisario?

—Dos cadáveres decapitados y una cabeza. Si la cabeza no pertenece a ninguno de los decapitados, entonces hay tres víctimas. Además, debemos considerar otro aspecto. Margareta Rylander-Lilja encontró atropina y opio durante el examen forense de la mujer. Esas sustancias pertenecen al grupo de los alcaloides, que el ser humano lleva utilizando desde tiempos inmemoriales en todo tipo de ceremonias y rituales, pero también como medicamento o veneno. Cabe añadir que dichas sustancias son difíciles de dosificar y que, además, es fácil obtenerlas puesto que se encuentran en la naturaleza, en un sinfín de plantas silvestres —explicó Folke, dejando el bolígrafo sobre la mesa antes de reclinarse en la silla.

—¿Alcaloides? —repitió Carsten, apuntando en la libreta que tenía delante—. Muy interesante, Folke.

—Asimismo nos preguntamos por qué habrían seccionado la nariz —terció Karin—. Tengo una posible explicación al enigma, si tomamos como punto de partida las circunstancias que rodean el caso, sobre todo lo que acaba de contarnos Folke. —Karin señaló en la pizarra las palabras «castillo», «lugar de ejecución» y «grupos de juegos de rol interesados en la Edad Media»—. Durante el medievo, se creía que el alma estaba en la nariz. Si se la cortabas a alguien también te llevabas su alma.

Carsten se pasó la mano por la mejilla. Karin no supo si porque seguía doliéndole o porque sencillamente estaba reflexionando en lo que ella acababa de decir.

—Urd, Skuld y Verdandi —murmuró Robban para sí.

—¿Qué? —dijo Karin.

—Como ya sabéis, estoy repasando los personajes de los LAJVA, los nombres que se ponen y su significado. Nuestra víctima se hacía llamar Skuld, así que busqué en internet y obtuve un montón de explicaciones. Según la religión Ásatrú, existen tres diosas del destino: Urd, Skuld y Verdandi. También se las llama dísir, espíritus femeninos del destino o nornas. En realidad, las diosas del destino tienen que ver con la mitología nórdica.

—Las marcas del martillo de Thor en la roca —se apresuró a añadir Karin.

—Mi mujer, Sofia, acaba de volver de un curso en Inglaterra con los profesores de su escuela. Su objetivo era que los participantes abrieran un poco más sus mentes, lo que supongo que en este caso tendremos que hacer nosotros también. —Robban miró de reojo a Folke y prosiguió—: Las diosas del destino tejen los hilos del destino de cada ser humano, del nacimiento a la muerte, y una de ellas vela y dirige a cada familia.

—¿De veras? —inquirió Carsten, como animando a Robban para que concluyera.

—He pensado que tal vez haya alguien, hombre o mujer, que cree que dirige el destino, que el destino se halla en sus manos. Pero la verdad es que no sé si nos será útil. Por lo que tengo entendido, los participantes en esos juegos de rol en vivo tienen la posibilidad de dar su propio sello al personaje que representan. También es posible que sólo tomen el nombre del personaje, por ejemplo Skuld, pero no sus características.

Carsten carraspeó.

—Tendremos que ponernos de nuevo en contacto con los LAJVA para entrevistarlos con mayor detalle antes de empezar a cambiar el enfoque o ampliar la búsqueda. Considerando que la mujer pertenecía al grupo, es en este donde debemos centrarnos. Si conseguimos comprender mejor sus roles, podremos formularles preguntas más sagaces que, a su vez, nos conducirán a respuestas más acertadas.

—Había pensado ponerme a repasar todos los testimonios ahora mismo —intervino Folke—. Estoy de acuerdo en que volvamos a hablar con los LAJVA para saber de qué iban disfrazados y en qué consistía su juego de rol.

—¿Y qué me dices del organizador, Robban? —preguntó Karin.

—A eso iba. Como ya sabéis, el organizador se hace llamar Esus, aunque ninguno de los participantes en el juego sabe quién es él o ella, puesto que el contacto se estableció a través de correo electrónico. Lo único que, de hecho, pude averiguar sobre el tal Esus es el significado del nombre. —Sacó un papel—. Esus es «the Furious One» o «the Respected One». —Robban levantó la vista—. Respetado por qué, nos preguntaríamos. Pero también se le atribuye el significado de lord y master, y además he leído que en su honor se sacrificaban hombres, que eran colgados de un árbol y luego desollados.

—¿Desollados? —repitió Carsten, sorprendido.

—Les quitaban la piel —aclaró Robban.

Carsten esbozó una mueca que daba a entender que ya lo había comprendido. En torno a la mesa se hizo el silencio.

Marstrand, verano de 1962

Desde que Asko había aparecido en sus vidas, Birger y Aina habían hablado mucho de herencia y medio. Ahora disponían de dos noches para ellos solos, pues Asko estaba con su amigo Kristian en Nygård. Era la primera vez que el muchacho se separaba de ellos, pero Birger ya había llamado para asegurarse de que estaba bien. Tras colgar el auricular, se quedó pensativo.

—No te preocupes —le dijo su mujer, sirviéndole el café.

—Bueno, por lo visto se está divirtiendo. Y el padre parece una persona formal, aunque no acabo de entender por qué el chico vive aquí en lugar de con él. —Aina levantó una ceja, lo que llevó a su marido a añadir—: Quiero decir que si es una persona seria no comprendo por qué Kristian vive con su tía en Marstrand.

—Los dos chicos parecen estar bien, tanto allí arriba, en Nygård, como aquí en casa, en Marstrand, y eso es lo único que importa, ¿no? —repuso Aina, sentándose. Le pasó la fuente con los bocadillos.

—Imagínate, estábamos más o menos así aquella mañana cuando de pronto… apareció él. Pobre chico. —Birger movió la cabeza.

Su mujer le estrechó la mano.

—Sé que estás preocupado, pero allí está bien cuidado y, además, vuelve mañana. Anda, toma un bocadillo.

Por una vez, podían hablar libremente sin preocuparse de que hubiera unas pequeñas orejas pendientes de sus palabras. El chico les formulaba muchas preguntas que no podían responder. Y no podían reprochárselo, teniendo en cuenta su pasado.

Aina alisó el papel que mostraba su árbol genealógico finlandés con raíces en Karelen.

—Le ofrecemos dos piernas con que avanzar, como un árbol con raíces que se ramifican en muchos sentidos —dijo.

—La herencia es una cosa. El medio, otra.

Aina había escrito allí el nombre de Asko con esmero, pero no creía que hubiera que ocultarle nada. Por eso sacó aquel otro árbol genealógico que su buena amiga Majken la había ayudado a confeccionar para el muchacho. Aina se había angustiado y discutido el asunto con Birger antes de pasar finalmente la información a Majken. Puesto que a la familia de Asko le habían quitado la patria potestad y luego ellos lo habían adoptado, podría llegar a ser muy complicado para las generaciones venideras rastrear sus raíces. El chico tenía derecho a saber.

Majken consiguió llegar a la familia de Asko hasta 1778. A partir de ese año, nada. Le explicó que no había perdido la esperanza de retrotraerse aún más, pues de vez en cuando aparecía algún dato nuevo. Tenía copias de los documentos que entregó a Aina y Birger en una carpeta en su casa.

—Sí, muy bien, pero ¿de dónde procede entonces? —le había preguntado Aina.

—De Orust —fue la contestación de Majken mientras tomaban café.

A Börje no le gustaba hablar por teléfono. Pero ahora estaba sentado con el auricular en la mano y acababa de marcar el número. Aunque hubiera debido llamar en cuanto Harald le había comentado que la espada había desaparecido, antes había querido buscarla por su cuenta. Los conservadores lo habían mirado extrañados al verlo correr de un pasillo a otro buscando en vano en los estantes.

—Sí, hola, soy Börje Broberg, responsable de seguridad del museo de la ciudad de Gotemburgo. Se trata de un objeto GM:103, una espada de verdugo del siglo diecisiete que os prestamos para una exposición en…

El responsable de seguridad del museo histórico de la provincia de Bahusia le dijo el nombre de la exposición y cuándo se había celebrado.

—Exacto, esa es. Sí, bueno, por lo visto ha surgido un problema o malentendido. ¿Hay alguna posibilidad de que la espada siga ahí, que no la hayáis incluido en la devolución con los demás objetos?

Al otro extremo de la línea se hizo un silencio.

—¿Ah, sí? ¿Usted estuvo presente cuando salió el envío? —dijo al fin Börje y suspiró. Maldita sea. Zanjó la conversación. No había servido de nada. En cambio, ya podía repasar las medidas que debían tomarse cuando, contra todo pronóstico, desaparecía un objeto.