8

Eriksberg, Marstrand, invierno de 1959

Fue un jueves de febrero. Nunca lo olvidaría. Un coche negro se detuvo e Inger bajó con una cartera marrón en la mano. Birger soltó la horca y fue a su encuentro. Estaba muy lejos para verle el semblante.

Notó que se le aceleraba el pulso cuando apretó el paso. Lo mejor sería enterarse cuanto antes. Aina, que salía del gallinero, se quedó petrificada al ver el coche y a Inger. Luego echó a correr. Asko, que se encontraba en la segunda planta, la miró desconcertado por la ventana. Jamás la había visto correr. Antes de que su mujer llegara hasta ellos, Birger se volvió. Con el corazón en un puño, escudriñó el rostro de su marido, que se iluminó con una amplia sonrisa. Las lágrimas empezaron a resbalar por las mejillas del matrimonio. Se abrazaron. Luego también abrazaron a Inger.

—Ven, vamos a contárselo a Asko —propuso Aina.

—Esperad —dijo Inger, y sacó una caja de cartón del maletero—. He traído unos papeles que hemos de repasar, pero primero deberíamos celebrarlo. —Y les entregó la caja.

Birger rodeó a Aina con el brazo izquierdo y con la mano derecha cogió la caja, que contenía una tarta. Alzó la mirada hacia el cielo: las nubes se desplazaban y el sol arrojaba generoso sus cálidos rayos sobre el patio. Hacía un tiempo apacible, teniendo en cuenta que estaban a finales de febrero y gran parte de la nieve se había derretido. Las gotas de agua brillaban y despedían destellos.

Karin aguzó los sentidos en aquella extraña atmósfera. Olía a musgo mojado, a hojas en estado de descomposición, y aunque no hubiera conocido la historia del lugar, se habría sentido incómoda. Era inhóspito, pensó al principio. Luego le pareció maléfico.

Anders, que se había quedado en silencio, retomó la palabra:

—Lo encontró un cazador con su perro en julio, después de los Días de la Cascada. El cuerpo de la mujer había sido descuartizado y clavado en una rueda de escarnio. ¿Sabes lo que es una rueda de escarnio?

Karin tenía el vago recuerdo de un dibujo en un viejo libro de historia, pero por si acaso le pidió que se lo explicara.

—Imagínate una vieja rueda con los radios de madera, las que se utilizaban antes en los carros tirados por caballos. Hoy en día la gente suele colgarlas como adorno en sus granjas y casas de campo. Imagina una de esas ruedas, pero un poco más grande. Cuando una persona era condenada a muerte, el tribunal podía redoblarle el castigo. Podía disponer torturas o mutilaciones antes de la ejecución, o mancillar el cadáver del reo. Sin duda, la muerte ya era terrible, pero además el tribunal podía decidir que clavaran el cuerpo a una rueda. Eso conllevaba que, tras la decapitación, se lo descuartizara y se clavaran los miembros en una rueda de escarnio. Tras un tiempo así colgado, para escarmiento de los ciudadanos y alborozo de los pájaros, que picoteaban el cadáver, el ejecutado era enterrado aquí. —Anders señaló en dirección al campo—. A los familiares no se les permitía llevarse los restos descuartizados para enterrarlos. Y a ninguna otra persona, pues estaba muy extendida la creencia de que los huesos y la sangre de las personas ejecutadas tenían propiedades mágicas y, por lo tanto, se procuraba evitar que fueran sustraídos para usarlos en hechizos y sortilegios. Tan sólo el verdugo podía quedarse con la ropa si así lo deseaba.

Karin no supo qué decir; se limitó a asentir con la cabeza.

—Este verano encontramos aquí una de esas ruedas de escarnio con partes del cuerpo diseccionadas. Exactamente aquí. —Y el agente indicó el lugar.

Ella se acercó para examinar la zona. Seguía habiendo un agujero en el terreno donde habían clavado el poste que sostenía la rueda.

—Los pájaros se habían dado un banquete, así que cuando llegamos apenas quedaba nada y no podemos estar seguros de la hora de la muerte. Los técnicos hicieron un gran trabajo peinando toda la zona, de manera que al final el forense consiguió reunir casi todo el cuerpo. Excepto la cabeza. Tal vez se la había llevado algún animal o el asesino desde un principio. Por eso me interesa conocer las conclusiones de vuestro forense respecto a la cabeza que hallasteis en Marstrandsön, visto que no pertenecía al cuerpo que descubristeis, claro.

Karin asintió y pensó en la conversación con Margareta Rylander-Lilja sobre lo que requería separar la cabeza de un tronco. Además de poseer fortaleza mental, había que considerar el aspecto del corte y la herramienta que se utilizaría.

—¿Pudisteis averiguar cómo descuartizaron el cuerpo? Me refiero a si lograsteis saber si estamos tratando con alguien con conocimientos anatómicos.

—No sé si nuestro asesino entiende de anatomía, pero hubo algo que me llamó la atención cuando empecé a leer sobre el asunto. Por lo visto, cuanto más severo era el castigo, en más partes se seccionaba el cuerpo, lo que concuerda con nuestro hallazgo.

—Un lugar de ejecución en Trollhättan y una arboleda sacrificial en Marstrand —resumió Karin pensativa.

—No sólo un lugar de ejecución, también tenemos una antigua fortaleza en Hälltorp: existía mucho antes de que se convirtiera en plaza de ejecuciones.

—¿La antigua fortaleza de Hälltorp? ¿De veras? Porque justo encontramos el cuerpo decapitado, arrodillado sobre una piedra que se supone era de los sacrificios y muy antigua. La piedra está rodeada de elevaciones entre cuyas rocas hallamos marcas en que aparece el martillo de Thor. Además, por lo visto el asesino volvió al lugar para dibujar las marcas con sangre. El lugar era el emplazamiento de un antiguo poblado, al parecer el más antiguo de Marstrand. Demasiadas cosas concuerdan para poder hablar de meras coincidencias, ¿no crees?

Anders reflexionó.

—¿Dices que el asesino volvió? —preguntó.

—Eso creemos. A no ser que a los técnicos les pasara por alto lo del dibujo de las marcas la primera vez que estuvieron allí, pero no lo creo. Es más que probable que el asesino volviera al lugar de los hechos.

—Qué frialdad.

Karin recordó que tampoco la cabeza hallada en el jardín de la señora Wilson estaba intacta.

—La nariz fue seccionada —le explicó—. De vuestra cabeza, si es que es la vuestra. Espero que sí.

—¡Qué horror! ¿Por qué le cortaría la nariz?

—Buena pregunta. ¿Como trofeo? ¿O porque tiene un significado especial? Además, Margareta Rylander-Lilja, nuestra forense, nos dijo que la cabeza había estado congelada, lo que implica que la persona que lo hizo esperó que llegara el momento propicio y planificó el crimen meticulosamente. Debió de llevarse la cabeza congelada y colgarla cuando asesinó a la mujer en la piedra de los sacrificios. A su vez, no hemos encontrado la cabeza de esta víctima, lo que me lleva a pensar que se la llevó consigo.

Karin le habló de la señora Wilson y de Hedvig Strandberg y de que ambas mujeres habían tapado la cabeza con una bolsa.

—Si resulta que la cabeza que encontramos en el jardín de la señora Wilson corresponde a vuestro cuerpo —concluyó—, a la víctima de la piedra de los sacrificios sigue faltándole la suya. Esto no obedece a un simple capricho. ¿Quién sería capaz de algo así?

—Alguien lo bastante frío para molestarse en fabricar una rueda de escarnio y meter una cabeza en un congelador —aseguró Anders—. Además, si la cabeza corresponde a nuestro cuerpo, llevaba un tiempo en el congelador. Meses.

Karin echó un último vistazo a las piedras musgosas y luego pasó por encima de lo que ahora sabía que eran huesos viejos y vidas humanas perdidas.

De vuelta al coche, los acompañó el susurro del viento en los árboles y el crujido de las ramas. Karin no conseguía librarse de la desagradable sensación que le había provocado aquel lugar, como si esperara que unas manos huesudas fueran a emerger de la tierra para arrastrarla al infierno. Imaginó los gritos de la plebe y el hacha que caía. De pronto, tuvo la sensación de que alguien los seguía. Se volvió, pero el camino estaba desierto.

Justo antes de llegar al coche, Karin preguntó si aquel camino era el único que conducía al lugar.

—No. También se puede llegar por el otro lado, desde el río. Hay una senda para pasear en ambas orillas, que confluyen en un puente colgante más abajo. Si quieres podemos acercarnos.

A Karin no le apetecía lo más mínimo. Sólo quería salir de allí cuanto antes, alejarse de aquel horrible lugar de historia tan oscura. Sin embargo, se sobrepuso y bajó hasta el puente colgante que cruzaba el río. Ya que estaba allí, mejor sería echar un vistazo a fondo.

—El camino continúa al otro lado del puente. Se lo llama popularmente el Sendero del Amor. Pasa por delante de las viejas esclusas, que como ya sabrás fueron construidas después de muchos intentos. De hecho, este lado de la montaña está lleno de agujeros por los explosivos.

—Nadie te vería si vinieras desde este lado —resopló Karin subiendo por la ladera de vuelta al coche.

—Tienes razón, pero si llevaras a una persona contigo esta tendría que caminar por su propio pie. De manera voluntaria. Sería demasiado pesado tener que cargar con un cuerpo.

—Entonces, ¿quieres decir que la víctima estaba viva y que fue asesinada y descuartizada en el lugar? ¿Habéis encontrado algo que lo corrobore? —Karin aguardó expectante la respuesta de Anders.

—El problema es que este verano llovió mucho y el agua se llevó o destrozó casi todas las pruebas, antes de que la descubriéramos y pudiéramos examinar el lugar. No, no creemos que la descuartizara aquí. Supongo que se puede pasar por el puente colgante con un cuatro por cuatro o una motocicleta con remolque. De esta manera uno se aproxima tanto como nosotros nos hemos acercado hoy. Aunque, de todas formas, el último tramo hay que recorrerlo a pie, no hay manera de superar las piedras. Supongo que ya has comprobado lo difícil que es andar por el sendero. Las piedras bloquean el paso, como si alguien las hubiera colocado a propósito —señaló Anders, mirándola.

—Pero un cuerpo descuartizado se puede transportar por tandas desde un vehículo aparcado.

—Sí, seguramente así fue.

Tomas se había metido en la bañera con los niños, así que Sara aprovechó para telefonear a Majken con intención de preguntarle si podía buscar parientes vivos de Malin de la Cuesta, acusada de brujería.

—Qué bien que me hayas llamado —dijo Majken.

—¿Cómo va todo?

—Mejor, mucho mejor. El médico me ha cambiado la medicación y estoy más animada. A lo mejor podré volver a casa. ¿Qué tal sigue la calle?

—¿Volver a casa? —preguntó Sara, y le extrañó que Majken no estuviera enterada de la inminente venta de su hogar—. Creía que queríais venderla…

—¿Venderla? ¡En absoluto! ¿Qué te hace suponer eso?

Sara pensó cómo contarle sin preocuparla demasiado que su hijo ya había enseñado la casa a dos posibles compradores.

—Es que creía que la casa estaba a nombre de tu hijo…

—No, la casa es mía y está a mi nombre. El pobre de Peter sólo piensa en el dinero y no sabe apreciar los verdaderos valores.

—A lo mejor deberías hablar con él y contarle que te encuentras mejor —propuso Sara.

—Sí, desde luego, lo haré, pero supongo que no es ese el motivo de tu llamada, ¿verdad? Hablé con Georg acerca de la exposición en el ayuntamiento, así que intuyo por qué me has telefoneado.

—Sé que te gusta la genealogía, así que pensé que tal vez podrías averiguar si Malin de la Cuesta tiene algún pariente vivo. ¿Qué te parece?

Se hizo el silencio en el otro extremo de la línea.

—¿Malin de la Cuesta? —dijo al fin Majken—. Claro. Me gusta la idea. No puedo prometerte nada, pero haré lo posible por averiguarlo. Partir de una persona viva y retroceder en el tiempo es más sencillo que hacerlo a la inversa.

—¿Por qué?

—Si tu punto de partida es alguien vivo ya sabes qué ramas familiares dieron fruto, y sigues indagando en sentido ascendente del árbol, puesto que todo el rato buscas padres. Pero, al revés, las cosas cambian. Pongamos por caso que tenemos a una persona del siglo diecisiete que, por ejemplo, tuvo cinco hijos, algo bastante habitual en aquellos tiempos, y que estos tuvieron, a su vez, cinco hijos cada uno. Pronto nos juntaríamos con un gran número de personas, y sólo estaríamos en la tercera generación. Sin duda, muchos morirían a una edad temprana, pero tenemos que examinar a todos los miembros para establecer en qué rama fue creciendo la familia, si es que sigue viva. Deberé repasar a un montón de gente y buscar muchos datos. Estamos hablando de diez o incluso doce generaciones.

—No se me ocurrió pensar en eso —admitió Sara, un tanto decepcionada.

—No, no te desanimes. La idea me parece muy interesante. Luego hay otro asunto, la documentación. Los registros parroquiales de Marstrand se remontan a 1685, cuando Malin ya había sido ejecutada. Creo recordar que no hay registros anteriores, pero se me ocurren otras cosas.

—Estuve leyendo sobre la persecución de las brujas, qué atroz. Sobre todo para las mujeres con hijos y las embarazadas, a las que ejecutaban después de que naciera el niño.

—Eran tiempos muy duros, Sara. Si los padres morían o sufrían algún accidente y no había nadie que se responsabilizara de los niños, los subastaban. A menudo los hermanos ni siquiera acababan en un mismo hogar y, además, solía llevarse a los niños quien menos pedía por hacerse cargo de ellos. No creo que podamos imaginarnos la vergüenza de ser hijos de una madre ejecutada. Una vergüenza que debió de perseguirlos durante generaciones.

Sara oyó el hondo suspiro de Majken. Se la imaginaba negando con la cabeza y agitando sus canos rizos.

—Te llamo en cuanto haya averiguado algo, pero me temo que tardaré un poco.

Sara le dio las gracias y colgó. Abrió al azar un libro que había sobre la mesa y leyó que a los hijos se los obligaba a presenciar cómo sus madres eran decapitadas y posteriormente quemadas. En los casos en que las mujeres eran condenadas a morir en la hoguera, a veces los familiares conseguían sobornar al verdugo para que estrangulara al tiempo que encendía la pira. Era una muerte más clemente.

Las risas alegres y los chapoteos provenientes del cuarto de baño interrumpieron sus macabros pensamientos. Dejó el libro y se quitó los calcetines, abrió la puerta del baño y pidió a Tomas y sus hijos que le hicieran sitio en la bañera.

Eriksberg, Marstrand, verano de 1959

Asko llamaba «abuelo» al padre de Birger. Ambos habían congeniado inmediatamente y, por alguna extraña razón, se parecían. Para quienes no conocían la historia familiar de Asko (y la verdad sólo la sabían muy pocas personas), el chico y el hombre podían haber pasado por abuelo y nieto cuando juntos bajaban al muelle para ir de pesca. El anciano se había mudado a la casa de los jornaleros, mientras que Birger, Aina y Asko se instalaban en la casa grande. El padre de Birger recibió con ilusión la vida que la familia insufló a la granja; el establo y las caballerizas volvieron a llenarse de animales y de alegres risas infantiles.

Aquel otoño, Asko empezó a ir a la escuela. Birger lo observaba cuando se sentaba a la mesa de la cocina ante sus libros de texto. Juntos comentaban la historia, la geografía, las ciencias naturales y la religión cristiana. El niño trataba con mucho cuidado sus libros, que parecían nuevos aunque los hubiera leído; los alineaba como si fueran objetos de gran valor en la estantería de su habitación.

Birger y Aina tomaron el ferry a Marstrandsön para entrevistarse con el tutor de Asko. El chico era muy aplicado, de hecho era mejor que los alumnos de las clases superiores, pero le costaba relacionarse con los demás. Birger asintió con la cabeza y el tutor añadió que lo comprendía, dado el pasado de Asko. Aina señaló que ellos no lo presionarían, sino que dejarían que madurase a su ritmo.

Harald Bodin, conservador del museo municipal de Gotemburgo, estaba preocupado. Era la séptima caja que revisaba sin dar con el objeto que buscaba. Se rascó la cabeza. Claro que se lo habían prestado a otro museo en primavera, se recordó tratando de calmarse. Pero cuando lo habían devuelto Harald estaba de vacaciones. Su sustituto, que se había hecho cargo de la devolución, no recordaba haber desembalado el objeto. La verdad es que el envío constaba de doce cajas repletas de objetos, pero el sustituto debería haberse acordado de ese en concreto.

Pensó en llamar al museo de la provincia de Bahusia, que había tenido el objeto en préstamo, pero sería demasiado embarazoso. También cabía la posibilidad de que el sustituto lo hubiera dejado en un lugar equivocado del gigantesco almacén. La cuestión era dónde. Harald echó un vistazo a las ballestas, las espadas, los sables y los espadines, objetos que se trataban con especial cuidado y nunca se exponían. De vez en cuando, el museo recibía peticiones de diferentes investigadores o personas especialmente interesadas en ver algunos de ellos. Entonces los trasladaban del almacén a una de las salas de exposición del museo. Las armas tenían, además, la capacidad de atraer a gente que no albergaba un sano interés por ellas. Actualmente habían confeccionado una lista de visitantes indeseados.

Cerró la caja y suspiró. Primero realizaría un repaso meticuloso, para asegurarse de que el objeto no se hallaba efectivamente en el almacén. Luego hablaría con Börje, el responsable de seguridad. Sencillamente resultaba inadmisible que hubiera desaparecido una espada de verdugo del siglo XVII.

—Parece que esté de moda escenificar el pasado. Este verano nos visitó un grupo de teatro en Forngården para que la gente pudiera hacerse una idea de cómo se vivía antiguamente.

—¿Qué? —dijo Karin—. ¿Vosotros también recibisteis la visita de los participantes de un juego de rol en vivo?

—¿También? —repitió Anders frenando en seco y mirándola.

—Nosotros sí. Unos de la Edad Media en un antiguo poblado de Marstrand.

—¿Quiénes son?

Anders dobló a la izquierda al llegar a un cruce y luego a la derecha.

Karin le explicó cómo funcionaba. Le contó que Grimner le había dicho que los participantes del juego de rol en vivo no tenían necesariamente que ser quienes decían ser y que, por lo tanto, muchas veces sólo el propio participante y probablemente el organizador conocían las identidades. Le habló del grupo con ropajes medievales que se había instalado en el parque de Sankt Erik y del desconocido organizador que se hacía llamar Esus.

—¿Sabes si alguien los invitó a instalarse en Forngården? ¿O fueron ellos los que se pusieron en contacto directamente?

Anders se había quedado pensativo.

—¡Mierda! Eso puede significar que estemos tratando con un chiflado. Si esta persona asume el rol tal como lo describes, me refiero a vivir como si fuera otro, entonces corremos el peligro de que el asesino no considere sus actos como cometidos por él mismo.

—Además, parece que ese alguien no tenga prisa —añadió Karin, dándose cuenta de que su colega estaba en lo cierto—. El primer asesinato se produjo en julio y el segundo ahora, en septiembre.

—Siempre y cuando el asesinato de julio realmente fuera el primero y no haya víctimas anteriores.

—¿Alguna asociación podría haber invitado a los LAJVA a participar en los Días de la Cascada?

—Lo averiguaré. Ven, voy a enseñarte Forngården, está muy cerca.

Aparcaron al lado de la antigua iglesia pentecostal. El edificio que en su día fue la puerta al cielo para los pentecostales de Trollhättan había sido reconvertido en tienda y vivienda. En la planta baja había un negocio de productos dietéticos; sus escaparates tenían fotos de gente aparentemente sana y sonrisas deslumbrantes que provocaban remordimientos entre los transeúntes consumidores de pizzas.

—Vargklyftevägen, la calle de la Quebrada de los Lobos —leyó Karin en voz alta, y señaló la placa con el nombre.

—Un nombre muy apropiado —dijo Anders, y le mostró la calle que, en efecto, era una quebrada que atravesaba la montaña.

Luego llegaron a una arboleda y a Forngården. Unas viejas casas bajas de muros ennegrecidos flanqueaban el pequeño paseo. Forngården era un edificio pulcro y bonito rodeado de césped cuidado y papeleras vacías. No quedaba ni rastro de los visitantes del verano.

Al otro extremo del pequeño parque se encontraba la entrada, construida con sólidos troncos y lo bastante grande para permitir el paso de un camión. «Como la puerta a otro mundo», pensó Karin. En lo alto colgaba un letrero de madera que rezaba «Forngården». Dieron media vuelta y pasaron por las viejas casas de camino al coche. Ya eran las cuatro y media, y de nuevo llovía.

A las siete menos cuarto, Karin pasó por segunda vez en un mismo día por Lilla Edet. En una tienda de Ålvängen se detuvo a comprar un desodorante, el que le pareció más agradable entre la limitada oferta del negocio. El empapelado del diminuto cuarto de baño del establecimiento era típico de los años setenta, floreado y de colores chillones. Karin se lavó y se aplicó el desodorante recién comprado. No es que fuera muy preparada para una cita. No pudo evitar reírse del crujido de las bastas servilletas de papel. Por suerte, en el bolsillo de su cazadora encontró un brillo de labios rosa pálido. No recordaba cuándo lo había utilizado por última vez, ni siquiera cómo había acabado allí. Luego se miró en el espejo, se quitó la goma del pelo y se lo soltó. «Bueno, no está tan mal», pensó.

En el aparcamiento, dejó el coche donde le había indicado Johan, que había estacionado en la calle para que ella pudiera ocupar su plaza reservada. Salió de aquel garaje moderno y se acercó a un edificio más antiguo al otro lado de la calle. Sobre el portal, con caracteres ampulosos, se leía «ANNO 1868», aunque había un portero automático con cámara incorporada. Unas pequeñas placas de latón anunciaban el nombre de los inquilinos. La recibieron unos agradables murales en tonos pastel y unas elegantes lámparas que colgaban en cadena de unos ganchos. Karin se preguntó de nuevo en qué trabajaría Johan cuando se metió en el ascensor y cerró la verja. Medio minuto más tarde, la cabina se detuvo suavemente en la cuarta planta.

El aroma que salía del piso de Johan llegaba hasta la escalera. Él la esperaba con la puerta abierta. Se oía la canción You’re the inspiration, de Chicago.

—Bienvenida —le dijo, y le dio un abrazo. Luego, en el vestíbulo, retiró una gruesa tela a rayas con hilos dorados entretejidos que hacía las veces de puerta de un viejo armario y sacó una percha.

—Siento mucho el retraso —se excusó ella cuando Johan le pasó una copa de vino blanco espumoso.

—No importa. Me alegro de que hayas venido.

—¡Uy! —exclamó Karin, adentrándose unos pasos en la casa—. No sé si mi seguro me cubre lo bastante para entrar aquí.

Los techos eran altos con estucos y rosetones, pero fue la decoración lo que más la sorprendió. Sin saber por dónde empezar, señaló un objeto. Luego otro, y otro más. Invitó a Johan a que le hablara de la decoración. Él comenzó por el tapiz de Flandes, tejido alrededor de 1700 y que cubría la pared detrás del sofá. A su vez, este provenía de Almlunda, en Uppland, pero era posterior, de la segunda mitad del siglo XVIII. Una araña de estilo gustaviano tardío colgaba del techo, arrojando una suave luz sobre el tapiz.

—Disculpa, voy a echar un vistazo a la cena —dijo él, y desapareció.

Karin se paseó intrigada por aquella casa. No era de extrañar que Johan no quisiera vivir en un piso de alquiler en Hedvigsholmen ni que fuera un miembro activo de la asociación cultural local. En el vestíbulo colgaba un espejo también gustaviano sobre un pequeño escritorio de finales del XVIII, donde reposaba una lámpara de Frötuna al lado de un mortero de piedra caliza en que Johan guardaba sus llaves. Un antiguo aparador hacía las veces de estantería. Karin se puso en cuclillas para echar un vistazo a los libros: obras históricas, libros de cocina, antigüedades y castillos europeos. Aquella selección la hizo sonreír. Luego vio un volumen titulado Conjuros y fórmulas mágicas de Suecia y varios tomos gruesos encuadernados en piel que parecían antiguos y valiosos. Títulos escritos con letras doradas en que, con el paso del tiempo, el oro se había desprendido de los lomos y sólo quedaban las letras grabadas originalmente. Aun así, leyó uno de los títulos: Artes mágicas salomónicas. Lo abrió por una página al azar. Leyó una especie de vieja fórmula mágica. «Para tener un rostro bello y hermoso: coja sangre de la nuca y hiérvala con orina de caballo y leche, luego lávese con el ungüento y verá como su piel se torna blanca y hermosa». Karin se sonrió de nuevo. Sangre de la nuca, Dios mío, ¿de dónde podría sacarla? Y orina de caballo, qué mal olería esa cocción. Leyó la siguiente fórmula. «Para volverse invisible: capture un cuervo en Jueves Santo, córtele la lengua y átela al brazo derecho». No pudo evitar sentir cierta fascinación. Resultaba increíble que hubiera gente que hubiera seguido esas pautas, convencida de que funcionarían.

—¿Tienes hambre? La cena ya está preparada —le dijo Johan, y se colocó en el vano de la puerta con la servilleta sobre el brazo, como un experimentado maître.

Karin devolvió el libro a su sitio y apuró el vino espumoso, al tiempo que pensaba qué hacer con el coche. O bien no bebía más y así podría conducir de vuelta, o bien disfrutaba del vino pero luego tomaba un autobús a Marstrand. O se quedaba a dormir en casa de su abuela. Ya lo decidiría más tarde. Su abuela estaba acostumbrada a que, de vez en cuando, Karin apareciera después de haber trabajado de noche y no necesitaba avisarla con antelación.

—He puesto la mesa en la cocina.

Karin se quedó parada en el umbral de la puerta.

—Cuando alguien dice que ha preparado la mesa en la cocina no es precisamente esto lo que me espero —dijo, y contempló el mantel de hilo blanco, los candelabros de estaño y la preciosa vajilla Fågel Blå.

Johan se había arremangado la camisa, llevaba un delantal a rayas y estaba revolviendo una olla de esmalte roja.

—Si querías impresionarme, reconozco que lo has conseguido —añadió Karin.

—En realidad era lo que pretendía, pero de todas formas sólo tengo una vajilla, y es del siglo dieciocho. Si luego la comida no ha salido tan buena como quería, siempre puedo hacerme perdonar con una mesa bien puesta.

—Sí, eso mismo suelo decir yo. ¿Qué haces cuando tu sobrino Walter viene de visita? ¿Lo dejas entrar?

—Pues claro. Al fin y al cabo, soy su padrino y debo encargarme de su formación cristiana —repuso Johan, adoptando una expresión seria, pero echándose a reír enseguida—. Bueno, las cosas están para usarlas. La verdad es que me gusta utilizar lo que usaron generaciones pasadas. Échale un vistazo a estos candelabros. —Levantó uno de estaño y lo examinó con mirada acariciadora—. Llevan el sello de Petter Samuelsson Norén de Hedemora. Debieron de iluminar una mesa sueca en los tiempos de la Revolución Francesa. Me siento menos extraviado si pienso de este modo. ¿Sabes a qué me refiero?

—Desde luego. Cuando salgo a navegar intento imaginarme los puertos y las islas como eran antes.

—A propósito de tiempos pasados. ¿Para ti Göran pertenece al pasado? Es que, en su caso, no parecía que tú fueras agua pasada…

—No, por favor, no hablemos de eso ahora. Y sí, para mí él es cosa del pasado.

La cena estaba deliciosa. Karin se sorprendió pensando en cuáles podrían ser los defectos de Johan, pues alguno tendría. Se irritó cuando cayó en la cuenta de que estaba comparándolo con Göran, aunque tal vez fuera porque él lo había mencionado. ¡Ni siquiera parecían del mismo planeta! Echó un vistazo a las gruesas encimeras de madera maciza que acababan en un doble fregadero de porcelana con un elegante grifo.

—¿En qué hay que trabajar para poder permitirse estos lujos? —preguntó, y temió sonar un poco grosera—. Procura no decirme que robaste un banco o estafaste a alguien, porque entonces tendríamos un bonito problema.

—Hubo un tiempo en que estuve a punto de dedicarme a las antigüedades y la restauración de muebles antiguos, pero al final decidí dejarlo para el tiempo libre, como una afición. De hecho, ya había conseguido plaza en la escuela de bellas artes, en restauración, pero mi madre tuvo una conversación conmigo antes de que empezara. Aunque no es propio de ella meterse en esas cosas, me dijo que debería poder pagarme el alquiler yo solito. De joven solía pasarme las horas montando y desmontando ordenadores, los VIC 64 y Amiga 500, así que al final opté por la informática.

—¿Y en qué consiste tu trabajo?

—Creación de la infraestructura informática de las empresas, con su gestión diaria. Servidores, correo electrónico, almacenamiento de datos y copias de seguridad. Incluso intentamos establecer líneas directrices para empresas que se disponen a introducir un nuevo sistema, por ejemplo, de gestión empresarial. Entramos en el paso previo a Lycke, que se encarga del sistema de gestión en concreto. Estudiamos las necesidades de los empleados, a veces los ayudamos a elegir qué sistema se adecua mejor a ellos, nos hacemos cargo de la dirección del proyecto al principio, si así lo desean. Aunque siempre es preferible intentar llevar a cabo una especie de traspaso de conocimientos, de manera que ellos mismos puedan encargarse de la mayor parte de las tareas internamente. Supongo que el mejor modo de describir mi trabajo es diciendo que gestiono procesos de cambio —concluyó Johan.

Karin asintió con la cabeza y pasó la mano por la servilleta de lino que descansaba en su regazo. La espléndida mesa y aquellas delicadas antigüedades la hicieron pensar que debería haberse vestido para la ocasión, si bien no hubiera sabido qué ponerse. ¿Tal vez un vestido rococó? Soltó una risita.

—¿De qué te ríes?

—Verás, estaba pensando en ofrecerme a fregar los platos, pero francamente no sé si me atrevo —mintió ella.

—No, no quiero que friegues. En cambio, sí podrías echarme una mano con el postre o el café.

Karin echó un vistazo a la moderna cafetera.

—Creo que hace falta un carnet especial para manipularla y, además, me temo que he bebido demasiado, así que me encargaré del postre.

Cuando Johan se levantó y le retiró la silla, Karin se incomodó un poco. No estaba acostumbrada a aquellos agasajos. De la nevera de acero inoxidable, Johan sacó dos pequeños moldes ignífugos.

Crème brulée; me parece recordar que te gustaba.

Espolvoreó azúcar sobre los moldes, enchufó un quemador y se lo pasó a ella.

—Tal vez debería haberme encargado del café —bromeó Karin.

Johan se colocó detrás de ella para mostrarle cómo derretir el azúcar moreno con la llama. Karin se apoyó contra su pecho y disfrutó del calor de su cuerpo.

Pasaron al salón, donde Johan había encendido la estufa de leña. Abrió las portezuelas bruñidas de latón para disfrutar de las llamas y el chisporroteo. Karin dio un sorbito a un Drambuie con hielo picado que él le había servido en una preciosa copa.

—Escocés —señaló Johan refiriéndose a la bebida—, aunque tal vez ya lo sabías.

—Göran y yo hemos pasado por delante de muchas destilerías con el barco —dijo Karin, arrepintiéndose al instante, pues sonaba muy pretencioso, aunque no había sido, ni mucho menos, su intención. Simplemente tenía ganas de compartir el sentimiento que la había embargado al divisar Escocia tras cuatro días de navegación. Después de diez travesías por el mar del Norte, atesoraba experiencias y sentimientos que ya eran parte de su identidad. La conciencia de que había superado las dificultades de una gesta como aquella había supuesto un espaldarazo, también para su carácter, y la había fortalecido. Dos personas solas en un velero llegan a conocerse muy bien, pero sobre todo había aprendido a conocerse a sí misma.

—Me alegra mucho que hayas vuelto…

—¿Qué quiere decir?

—Que hayas dejado el barco en Marstrand de nuevo. Intenté ponerme en contacto contigo esta primavera, pero me temo que no te percataste. Y luego te fuiste. Durante todo el largo verano.

Dejó su copa sobre la mesa, abrazó a Karin y la besó suavemente. Esa noche, ningún Göran los interrumpiría, pensó Karin, sintiéndose irritada al instante. ¡Tenía que dejar de pensar en Göran!

—Oye, ¿ninguna ex tuya ha roto alguna pieza de tu vajilla dieciochesca o ha intentado quemar tu tapiz?

Johan negó con la cabeza.

—Nada tan dramático. Más bien nos dábamos cuenta de que ya no teníamos nada de que hablar. Y yo deseo poder sentir que la pareja se enriquece mutuamente, que, en cierto modo, juntos avanzamos más. Además, hace muy poco que tengo el tapiz.

Estuvieron charlando hasta muy entrada la noche, y a medida que el tiempo pasaba la idea de coger un autobús a Marstrand o dormir en casa de su abuela cada vez parecía más absurda. En las primeras horas del alba se durmieron abrazados en la cama de Johan.