7

El repiqueteo contra el cristal del coche resultaba soporífero. Karin miró el asfalto mojado de la carretera 45 y luego el cielo gris, del que sólo podía esperar más lluvia. Con aquel tiempo se sentía cansada y muerta de frío. Eran las once de la mañana del lunes y llevaba despierta desde las cinco. El hecho de que la investigación hubiera generado una coincidencia en el registro le daba esperanzas, pero también cierta inquietud. A lo mejor obtenían información que los ayudara a avanzar en el caso, pero también podía ocurrir que fuera una sola persona quien hubiera cometido varios crímenes del mismo tipo y espaciados en el tiempo.

Al final, Carsten había conseguido ponerse en contacto con el inspector que había trabajado en aquel caso similar. Abrió la libreta sobre el asiento del copiloto y leyó el nombre: Anders Bielke. Por lo visto, aquel hombre se había mostrado muy puntilloso a la hora de deletrear su nombre y había advertido al comisario que no se escribía como se pronunciaba, Bjälke. De cualquier modo, se había citado con él en el McDonald’s del centro comercial Överby de Trollhättan.

Sonó su móvil.

—Hola, soy Johan. Lindblom —añadió—. Estaba pensando en invitarte a almorzar.

—Me habría gustado, pero voy de camino a Trollhättan.

—Vaya, entonces tal vez tendría que cambiar de planes e invitarte a cenar.

—Encantada. ¿Cuándo?

—¿Te va bien esta noche?

—Me imagino que pasaré todo el día en Trollhättan, así que no sé cuándo estaré de vuelta. Además, voy vestida con ropa de trabajo.

—¿Te refieres al uniforme?

—Ya te gustaría… No, realmente no. Más bien tejanos.

—Vaya fiasco. Entonces no podremos ir a donde pensaba llevarte.

—¿Quieres que lo dejemos para otro día? Así me daría tiempo de comprarme un vestido de noche.

—No, más bien quería proponerte que cenáramos en mi casa. De hecho, esa era mi intención desde un principio, así que puedes olvidarte del vestido de gala.

Cuando colgó, se sorprendió a sí misma sonriendo. Se inclinó y conectó el equipo de música. Ted Gärdestad cantaba al sol, el viento y el mar.

Divisó a lo lejos el cartel de McDonald’s y tomó el desvío. Pronto sería la hora de comer. Pidió un Big Mac y, como de costumbre, se angustió un rato preguntándose si debería sustituir las patatas fritas por la ensalada, pero el dilema se resolvió por sí solo al tardar demasiado en decidirse. Le pareció estar oyendo a Folke soltándole su discurso sobre el omega 3 y la importancia de evitar las grasas dañinas. Saturadas, insaturadas y sobresaturadas.

Había muy pocos clientes en el establecimiento. Karin se sentó a una mesa con vistas al aparcamiento y el centro comercial Överby. Dio un mordisco a la hamburguesa. De vez en cuando no estaba mal comer en un McDonald’s, y había pasado mucho tiempo desde la última vez. Durante todo el verano había pescado caballa diariamente, que había preparado y saboreado acompañándola de patatas y crema agria. Esperaba que, a la larga, estos esfuerzos por comer sano compensaran sus pequeños deslices gastronómicos.

Detrás de ella, un muchacho hablaba por el móvil en un tono irritantemente alto. Karin estaba a punto de pedirle que bajara la voz cuando le oyó decir:

—El tío de Gotemburgo todavía no ha aparecido. Es típico de los de la gran ciudad ser impuntuales. —Y prosiguió—: Espera, ahora te lo digo. —Karin oyó que bajaba una cremallera, probablemente del bolsillo de una cazadora, y luego el susurro de un trozo de papel—. Adler, inspector de policía.

Karin afiló el oído.

—¡Y un cuerno! No pienso llamarlo. Que me llame él. Desde luego, qué dejadez y falta de respeto, estoy de acuerdo.

Karin se acabó la hamburguesa. Luego sacó el móvil, se lo llevó al oído y fingió hablar con alguien:

—No; estoy esperando a la chiquilla de la policía de Trollhättan. Sí, ya sé la hora que es, pero todavía no ha aparecido. No, a lo mejor es que en el campo no saben cómo usar el reloj. Sí, claro, lo apunté en un papel. Inspectora de policía Bielke, me parece. Se pronuncia Bjälke.

Karin se acabó su Sprite Zero, a la espera de una reacción, que no tardó en producirse.

—¿Volvemos a empezar desde el principio? —preguntó el chico, que se había colocado frente a ella.

—¡Vaya, hola, Anders!

Karin sonrió y dejó la bebida sobre la mesa. Se levantó y estrechó la mano que él le tendía.

—¿Inspectora de policía Adler?

—Karin.

—¿Te importa si pido algo para comer? —preguntó Anders.

—Adelante. Así aprovecharé para comerme un trozo de tarta de manzana con el café.

Anders era más o menos de su edad. Tenía el pelo oscuro y los ojos castaños. A Karin le pareció un hombre lerdo. Seguramente, era una descripción que él no compartiría, pero no daba la sensación de mucha agilidad, sino más bien de ser de aquellos que se apostan en el bosque con el rifle apoyado en la rodilla. O tal vez fuera la ropa lo que favorecía esa imagen: aquellas botas toscas, los pantalones verdes con refuerzos en las rodillas y la cazadora también verde de tela gruesa.

Karin le contó de la mujer encontrada en la piedra de los sacrificios y le explicó que, al principio, habían dado por supuesto que la cabeza en el jardín de la señora Wilson pertenecía al cadáver. Anders escuchaba mientras comía. Era evidente que estaba acostumbrado a las hamburguesas, pues no necesitó ni una sola vez ayudarse de la servilleta. Además, en vez de patatas fritas había pedido una ensalada.

—Había pensado que fuéramos al lugar de los hechos —le dijo Anders, que hasta entonces no había mencionado su investigación, sino que se había limitado a escuchar lo que ella le contaba.

Karin asintió.

—Deja aquí tu coche. Cuando hayamos terminado te traeré de nuevo —añadió—. Por cierto, ¿traes botas? Tengo un par para prestarte, pero de la talla cuarenta y cuatro…

Karin abrió el maletero y sacó sus botas marinas azul oscuro y la bolsa impermeable. Se habían agrietado por la caña y pensaba aprovechar la hora del almuerzo para ir a quejarse a la tienda de Järntorget donde las había comprado. Era pura casualidad que las llevara justo ese día.

Anders tenía un Volvo V70 verde con una jaula para perros en el maletero. Y que olía a perro. Karin arrugó la nariz al sentarse delante.

El río Göta parecía una cinta azul a la izquierda de la carretera. Karin se fijó en los remolinos de la corriente: aunque el agua se veía en calma, aquella serenidad era ilusoria. Había visto esa clase de torbellinos en el estrecho de Pentland, entre la tierra firme escocesa y las islas Orcadas, y sabía lo que podían ocasionar.

—Hay un camino más corto hasta el lugar donde descubrimos el cadáver, pero creo que si vamos por este lado podrás hacerte una idea más general. Allí está el centro de la ciudad, que hemos rodeado, aunque se encuentra al otro lado del río. —Anders señaló más allá del puente levadizo y dobló a la derecha en el semáforo—. Allí abajo están las esclusas, pero cruzaremos por el puente de Oskarsbron, allá a lo lejos.

Karin miró donde él le indicaba. La montaña se abría y aparecía una quebrada que daba la impresión de ser más profunda a medida que avanzaban. En lo más bajo divisó un reguero de agua en el cauce por lo demás seco, flanqueado de grandes bloques de piedra. Anders tomó el puente de piedra y se detuvo cuando llegaron a la mitad.

—Allí están las famosas cataratas. Ahora mismo no hay mucho que ver, pero de vez en cuando abren las compuertas y de verdad que el espectáculo es precioso. Aún es mejor de noche, cuando iluminan la cascada. Este verano, con motivo de la apertura de las compuertas, hicieron una instalación con luces y sonidos. Hay algo muy especial en esa liberación de fuerzas. —El agente señaló una roca que sobresalía en la cima del salto de agua—. Un viejo que quería fotografiar la cascada de cerca se subió allí una vez que iban a abrir las compuertas, creo que hará ahora unos treinta años. Sin duda, sacó unas magníficas fotografías antes de que se lo llevara el agua. La roca acabó sumergida y no pudo hacer nada. Nunca lo encontraron.

El camino serpenteaba pendiente arriba. Karin agradeció ir sentada en el asiento del copiloto, del lado de la montaña. Subirse al mástil del barco era muy distinto de estar en lo alto de un precipicio.

Anders tomó por una pista forestal. Aparcó a un lado del camino, sacó un mapa de la guantera y le mostró a Karin dónde estaban.

—Bueno, ha llegado el momento de ponerse las botas —dijo el policía, y abrió el maletero.

El viento susurraba en los árboles. Karin echó la cabeza atrás para ver las copas de los enormes árboles cimbreantes, la mayoría abetos. El movimiento casi la aturdió. Miró alrededor. Sólo había enormes abetos y pinos hasta donde alcanzaba la vista.

Anders avanzó por una pasarela de tablones con una protección de malla metálica. La barandilla de madera que hubiera en su día se había podrido y desprendido. La pasarela desembocaba en un estrecho sendero. Por todos lados, piedras del tamaño de una cabeza y cubiertas de musgo dificultaban la marcha. Entonces el bosque se abrió mientras parecía cerrarse a sus espaldas. Ya no se distinguía el sendero por el que habían llegado.

Anders se detuvo y empezó a contarle que se hallaban en un antiguo lugar de ejecuciones. Invadido por la vegetación, silencioso y olvidado. Las tumbas con viejos esqueletos yacían invisibles bajo el verde musgo en la tierra húmeda. Antaño el lugar se encontraba en pleno bosque con vistas al río, pero las edificaciones habían ido comiéndole terreno. Una urbanización de casas lujosas, una tienda de comestibles y una guardería: todo se hallaba a menos de quinientos metros de aquel lugar que hacía más de un siglo y medio que no se utilizaba. Bueno, hasta hacía poco.

Oficina del Tribunal Tutelar de Menores, Trollhättan,

invierno de 1959

Inger sonrió y les dio la bienvenida a la reunión. Birger, sentado en una silla, se estrujaba nerviosamente la chaqueta con sus rudas manos. Fue Aina quien tomó la palabra, puesto que la reunión se celebraba a instancias suyas. Lenta y concienzudamente, expuso el tema: Asko.

—Nuestro niño —dijo.

Inger escuchaba. Birger observó el semblante serio de la mujer y al final se decidió a preguntar si todo estaba en orden. Inger no se anduvo con rodeos: les contó que habían encontrado una familia de acogida para el chico. Se hizo el silencio en el despacho.

Birger quiso coger la mano de Aina, pero su mujer se zafó.

—De ninguna manera —dijo con determinación, sosteniendo la mirada de Inger—. Es nuestro niño. Asko tiene que vivir con nosotros, ahora somos su familia.

Orgulloso y algo asombrado, Birger miró a su mujer explicar, con desenvoltura y firmeza y sin que la voz le temblara, que pensaban mudarse y hacerse cargo de la granja del padre de Birger en Marstrand. De esa manera, Asko se alejaría de la comarca y los malos recuerdos. Ya no correría el peligro de encontrarse con alguna de las personas que tanto daño le habían hecho.

Cuando terminó tenía una expresión que Birger sólo le había visto en contadas ocasiones. Le cogió la mano y se la apretó, pero Aina no tuvo fuerzas para corresponderle. Era como si se hubiera vaciado.

Inger asintió y dijo que lo comprendía. Birger se dio cuenta de que la mujer había quedado muy conmovida.

Aina pareció querer añadir algo, pero Inger se puso en pie y se acercó a ella.

—Aina, te prometo que haré cuanto esté en mi mano. Sé que el niño estaría muy bien con vosotros. Déjame ver qué puedo hacer.

Aina trató de replicar, pero ya estaba todo dicho. Ahora sólo cabía esperar.

Sara se encontraba en el lavadero plegando la ropa. Los niños estaban en la guardería, Tomas en el trabajo y los montones de ropa limpia se acumulaban sobre la gruesa mesa de pino. Tenía que separar y empaquetar los trajes de los niños que se habían quedado pequeños y luego clasificar todos los calcetines desparejados. El gato se arrellanaba sobre uno de los montones de la colada. Sara vio unas pequeñas huellas marcadas en una sábana blanca.

Por la ventana del lavadero contempló el cielo gris. Constató que la valla, antes tan blanca, estaba cubierta de mohosas manchas grisáceas y de un verde negruzco. Necesitaba urgentemente una cepillada a fondo. Dejó la ropa a un lado y se puso a llenar un barreño de agua caliente a la que añadió un generoso chorro de detergente.

Empezó a fregar la valla con ademanes amplios y concienzudos. Las manchas desaparecieron y fue surgiendo la pintura blanca. A medida que avanzaba iba enjuagándola con la manguera del jardín, pero poco a poco fue agotándose. «No —pensó, alejándose un poco de la valla—. Necesito hacer algo sólo para mí, algo que fortalezca mi espíritu».

La visita del domingo junto a Georg al sótano del ayuntamiento la había impresionado mucho. Pensó en la mujer con los dos niños que el anciano afirmaba haber visto. Comprendía que quisiera organizar una exposición sobre los procesos por brujería. Cuando al día siguiente la había llamado para preguntarle si ella asumiría el encargo de dar una perspectiva actual a la exposición, había accedido encantada. Pero no sabía cómo enfocarlo. ¿Brujas hoy en día?

Dejó el barreño de agua espumosa con el cepillo sumergido. El viento arreció y empezó a temblar de frío. Nordberget, la gran montaña gris, protegía las casas de Fyrmästargången de los vientos del norte y oeste, pero ahora el viento soplaba del sur. Echó un vistazo al jardín. La habían precedido muchas generaciones en aquel lugar, que de hecho aparecía en un libro sobre asentamientos de la Edad de Piedra en las islas de Marstrand. Ella había encontrado puntas de flecha de sílex mientras cavaba en el terreno. Con gran veneración las había sacado de la tierra y limpiado contra sus tejanos. Deliciosamente labradas, habían descansado en su mano como un tesoro recién hallado. Varios hallazgos de aquel ancestral asentamiento ya se encontraban en el sótano del ayuntamiento.

Con aquel recuerdo le llegó una idea para la exposición, una perspectiva que nunca había pensado. ¿Y si investigaba si había algún descendiente vivo de aquellos involucrados en los procesos por brujería en Marstrand? Tendría que hablar con Majken, su antigua vecina, a quien le interesaba la genealogía. En cualquier caso, ya había pensado con anterioridad visitarla en la residencia.

El desasosiego interrumpió sus pensamientos y la recorrió como un calambre cuando miró alrededor. En el invernadero colgaban marchitas las plantas de tomate, como un vestigio del verano pasado. Unas vainas de guisante estaban esparcidas por la tierra seca. Todo se veía desordenado y mísero, aparte de dos pelargonios que seguían floreciendo obstinadamente. Fue a buscar la carretilla, una horca y una pala y empezó a desbrozar en el invernadero al tiempo que seguía dándole vueltas a la exposición. El gato había abandonado los montones de ropa y ahora la escudriñaba desde los cristales del invernadero.

—Hola —le dijo Sara. El felino se estiró concienzudamente y se fue con parsimonia calle abajo.

Lycke aparcó marcha atrás en el acceso de coches. Bajó con Walter dormido en brazos. Enseguida volvió a salir y se acercó a Sara.

—Ya han empezado los catarros —se quejó Lycke con un suspiro.

—¿Cómo está el niño?

—Con fiebre. Espero que no contagiara a Linus y Linnéa cuando estuvieron jugando el fin de semana. ¿No tendrás por casualidad un antipirético? A poder ser, en supositorio, nuestras reservas se han agotado.

Sara entró a buscar en el botiquín.

—Gracias, guapa —le dijo Lycke cogiendo el paquete de supositorios, y cuando se disponía a irse, dio media vuelta y añadió—: Verás, como ya sabes tenemos el lanzamiento de la empresa aquí en Villa Maritime este viernes y durante el fin de semana… —Enarcó las cejas.

—Bueno, dime.

—Pues que sé que no estás del todo bien y no querría abrumarte —prosiguió—, pero me gustaría contarles a mis colegas un poco de la historia de Marstrand, aprovechando que estarán por aquí. Tal vez podrías redactar algo, que yo leería y luego les explicaría de viva voz, o bien, todavía mejor, podrías hablarles de Marstrand en una visita guiada.

—Pero ¿y Johan? ¿Por qué no lo hace él?

—No tiene tiempo, y además siempre me ha parecido que tú cuentas las anécdotas de manera más amena y divertida. Sólo era una idea, no quiero que te sientas obligada. Pero piénsalo. Tengo que ir con Walter. ¡Gracias por los supositorios! —dijo Lycke, y desapareció por la puerta agitando el paquete.

Sara hundió la horca en la tierra, dejó la carretilla delante del invernadero y bajó al sótano. Se quitó las botas llenas de tierra de una patada y dejó el chubasquero en el lavadero. Escribir algo. ¿Una visita guiada? No estaba segura de eso, pero al menos podría echar una mano a Lycke con el material. El padre de Tomas había sido un amante de la historia y habían heredado unos cuantos libros suyos.

Se acercó a la estantería y lo sacó todo, desde las encuadernaciones en piel de Waldemar hasta guías y folletos que los turistas compraban a principios del siglo XX, cuando Marstrand era una ciudad de veraneantes. Pronto tenía varios libros abiertos y un montón de papeles extendidos en la mesa de la cocina. La cuestión era por qué época empezar. ¿Por los asentamientos de la Edad de Piedra? Fue tomando notas. El período católico, la Edad Media. Las fases de la gran pesca de arenques. ¿O tal vez debería partir de los edificios? Sacó un mapa de las islas: Marstrandsön, Koön y Klöverön. Una excursión alrededor de Marstrandsön o tal vez simplemente por la ciudad…

Poco a poco, una idea fue tomando forma en su cabeza. A la hora de comer había repasado una tercera parte del material. Puso a hervir patatas y calentó las albóndigas del día antes en el microondas. Al fondo de la nevera descubrió un bote de confitura de arándanos rojos. El gato apareció y le lanzó una mirada de reproche.

—Ya tienes comida —le dijo Sara—. Tú tienes la culpa de que se seque, si empiezas por zamparte toda la salsa a lengüetazos.

La cola, hasta entonces erguida, descendió y el lenguaje corporal transmitió su convicción de que vivía en un lugar terrible. Ofendido, dio media vuelta y se marchó.

Después de comer, Sara empezó a esbozar la manera de abordar el asunto. Lo dividiría en la historia, los lugares, los edificios y los destinos trágicos de la ciudad de Marstrand. Miró el título «destinos trágicos» y pensó en la mujer con dos niños que Georg había visto en el ayuntamiento. Se levantó y se acercó a la librería, pero una vez delante ya no recordaba qué buscaba. La concentración le fallaba, las ideas se desvanecían sin poder retenerlas. Se pasó la mano por el pelo y volvió a la cocina.

Se puso a preparar café; miró caer las gotas negras por el filtro mientras la cafetera borboteaba alegremente. La tormenta arreciaba: una fría y gris lluvia otoñal repiqueteaba contra los cristales del porche. Aquel sonido resultaba tranquilizador. Se acercó a la estufa, hizo unas bolas con hojas de periódico y puso unas ramitas que sin duda arderían fácilmente. Encima, colocó el cabo de una vela y luego unos trozos de los tablones de madera que Lycke y Martin les habían dado cuando terminaron de reformar su casa. El fuego prendió y Sara cerró las dos puertas de cristal. Luego se sirvió un café. El relato de Georg sobre la mujer y los dos niños la asaltó otra vez.

Se dirigió de nuevo a la librería, recordó lo que buscaba y sacó Estudio de la brujería, 1669-1672. Se anudó un fular al cuello y se echó un jersey tejido a mano sobre los hombros antes de volver a sentarse. «Madera, corteza de abedul y toneles para la hoguera de las brujas condenadas». Pasó la página y empezó a leer.

Todo parecía haber empezado en Marstrand. Un tal Sören Muremester y su esposa habían acusado a Anna i Holta, hospedada en su casa, de haber vuelto impotente a Sören. Celosa, la esposa de Sören acusó de brujería a Anna, que fue encarcelada en junio de 1669.

Tras un mes en prisión, Anna se quitó la vida ahorcándose, pero antes, tras ser sometida a terribles torturas, denunció a otra mujer, Malin de la Cuesta, de Marstrand. Malin, cuyo marido había muerto ahogado mientras pescaba, vivía sola con sus dos hijos en una cabaña. Sus vecinos opinaban que se las arreglaba sorprendentemente bien; tan bien que algunos se escandalizaron. Malin tenía una vaca y algunas gallinas. Que encima fuera guapa no jugó precisamente a su favor. A ella acudía la gente cuando enfermaba o se lastimaba. Era una mujer competente y enérgica que echaba una mano en los partos y cultivaba un pequeño huerto detrás de su cabaña. Allí estaba cuando los guardias fueron por ella. Sara alzó la vista y miró hacia el invernadero y su propio huerto antes de volver a enfrascarse en la lectura.

En el ayuntamiento se reunieron los jueces, los dos alcaldes de la ciudad y el párroco. En el fondo de la sala se hallaba el verdugo y sus ayudantes. Entonces los guardias llegaron con Malin, o «la hechicera», como se la describía. Era menuda y delicada. Paseó la mirada por la sala. Los presentes se asombraron, ¿de verdad una persona tan dulce y hermosa podía poseer esa fuerza maligna de la que la acusaban? ¿Realmente era una bruja?

De repente, sin entender cómo podía haberse hecho tan tarde, Sara descubrió que eran las cuatro. Turbada por lo que acababa de leer, se encaminó a la guardería para recoger a los niños. Pensó en que ella también había cultivado diferentes plantas en su jardín, como el levístico que le habían regalado. Se podía colocar en cada uno de los ángulos de la casa u orientado hacia los cuatro puntos cardinales como protección contra la magia y los malos espíritus. Olía a amoníaco y sabía a perejil fuerte. Sara había seguido las instrucciones y plantado una en cada esquina de la casa, pero un poco en plan de broma. Incluso le había regalado un ejemplar a Lycke con las mismas indicaciones. Pensándolo bien, de acuerdo con los preceptos de épocas pasadas, Sara podría muy bien haber sido considerada una bruja. Plantaba hierbas mágicas y daba consejos a los vecinos.

—¿Has estado dibujando, mamá? —preguntó Linus cuando volvieron a casa y vio la mesa de la cocina atestada.

Veinte minutos más tarde, Tomas entraba por la puerta.

—Qué inconstante eres —dijo, señalando el barreño que seguía al lado de la valla y la carretilla junto al invernadero—. No se puede empezar un montón de tareas así como así y luego dejarlas a medias. —Entonces reparó en la mesa de la cocina y se llevó la mano a la frente—. ¿Qué estás haciendo, Sara? Menudo desorden. Ahora tendremos que recogerlo todo.

—Cenaremos en la mesita del sofá, delante de la chimenea. Hoy nos saltamos las normas —repuso ella sonriendo.

—¡Sííí! —gritaron los niños.

Tomas seguía con el semblante sombrío. «No importa», pensó Sara. Se acercó a él, lo abrazó y se puso a explicarle la situación:

—Mira, esta mañana pensaba llamarte para preguntarte si crees que seremos capaces de superar esto, tú y yo. Si podremos llegar al otro lado y si, de conseguirlo, lo haremos juntos o cada uno por su cuenta. Pero ahora creo que he encontrado un camino. Mi camino. Algo que me llena de energía —aseguró, y señaló los papeles sobre la mesa y los libros apilados sobre las sillas—. Tengo una tarea que me resulta divertida y llena de sentido. ¿Quieres que te la cuente? —preguntó.

Robban echó un vistazo a la lista de los personajes del LAJVA. Aquellos nombres lo retrotrajeron al mundo de los mitos y las sagas.

Reconoció algunos, aunque no el de Skuld, el de la mujer que habían encontrado. ¿Y si empezaba por ella? Qué nombre tan curioso… Skuld, ¿por qué se lo habría puesto? A lo mejor tenía algún significado oculto. Robban decidió formarse una idea acerca de aquellos personajes antes de volver a hablar con ellos.

Tecleó las cinco letras y buscó en internet.

Como era de esperar, obtuvo muchos resultados. Al final de la lista había una Skuld como concepto mitológico. Aparecía bajo el encabezado de Ásatrú, una práctica religiosa de tradición nórdica, pero sin duda lo que más se acercaba a aquellos miembros del juego de rol y a la mujer vestida con ropa medieval. Hizo una pausa para ir por un café y volvió a su puesto. Mientras saboreaba el café recién hecho leyó el texto: «Skuld es una de las tres nornas de la mitología nórdica. Las nornas tejen los hilos del destino que rige la vida de cada ser humano, desde el nacimiento hasta la muerte. Las nornas están estrechamente emparentadas, si no son idénticas, con las idis. Rigen el destino y por eso se las llama “idis del destino”. En cada estirpe vela y reina una idis. El origen de las nornas es incierto».

—Vaya, vaya —dijo en voz alta—. O sea, que Skuld es responsable del futuro, representa lo por venir. Una de las tres nornas o idis.

¿Eran tres? «Entonces, mejor ser meticuloso», pensó, e hizo una nueva búsqueda. Consiguió el nombre y el significado de las otras dos diosas del destino: Urd y Verdandi. Según la mitología nórdica, Urd era la mayor de las tres nornas y representaba lo que fue, el pasado. Antiguamente, a Urd se la llamaba Hela, antes de que el Ásatrú la relegara a las raíces del fresno Yggdrasil, el árbol de la vida. Hela era la soberana del reino de la muerte, que se hallaba en el inframundo. La palabra sueca helvete, «infierno», tiene su raíz en el nombre de Hela, que precisamente significa «el castigo de Hela». Seguro que Folke sabía muchísimo del tema.

«Bueno, ya tengo dos», pensó Robban. Quedaba la última diosa. Verdandi: era la segunda de las nornas y representaba el devenir, el presente. Con Urd y Skuld vivía cerca del pozo de Mimir, fuente de sabiduría, bajo las raíces del árbol de la vida, Yggdrasil. Las tres diosas tejían los hilos del destino con sus husos.

Los textos no eran especialmente largos, así que Robban los copió y pegó en un documento de Word que tituló «Las diosas del destino». Miró la hora en el ángulo inferior derecho de la pantalla y se preguntó qué tal le habría ido a Folke con la forense Margareta Rylander-Lilja. Llevaba más de una hora fuera.

En circunstancias normales, le habría tocado a él hablar con Margareta en el servicio de medicina forense Medicinarberget, mientras que Folke se habría encargado de repasar la lista con los personajes. El problema, uno de tantos, estribaba en que Folke no era especialmente hábil con el ordenador. No estaba al corriente de cómo funcionaba el sistema informático de la policía ni sabía que se podía buscar la mayoría de la información en internet. Así que se habían intercambiado las tareas. Justo cuando Robban estaba pensando en su compañero, apareció este: parecía absorto y se rascaba la cabeza.

—¿Cómo te ha ido?

—He hablado por teléfono con Margareta. Quería comentarme los resultados de los análisis de la mujer de la piedra sacrificial.

—¿Y?

—Y ¿qué?

—Dios santo, Folke, ¿qué te ha dicho?

Robban empezaba a irritarse. Además, Folke debería haber ido a ver a Margareta personalmente, pero había conseguido sustituir la reunión por una llamada telefónica. Si había un lugar que Folke evitaba ese era el Medicinarberget. Robban no sabía si se debía a los cadáveres allí almacenados o a la personalidad dominante de la forense. Seguramente era una combinación de ambas cosas.

—Por cierto, ¿no se suponía que tenías que ir allí? —inquirió, para hacerlo rabiar un poco. A él le gustaba hablar con Margareta, le resultaba enriquecedor.

—No; pensamos que podíamos celebrar la reunión por teléfono puesto que… —empezó Folke con expresión culpable.

«¿Pensamos?», se dijo Robban, sabiendo que Margareta prefería las reuniones cara a cara a los correos electrónicos y las conversaciones telefónicas.

—Me importa una mierda, Folke, sólo dime a qué conclusión habéis llegado. ¿Qué te ha dicho?

—Vaya, la expresión «me importa una mierda» no me parece propia de un funcionario público. Uno espera que un inspector de policía utilice un lenguaje más correcto.

—¡Folke, joder! ¡Dímelo ya! ¿Por qué todo tiene que ser tan condenadamente complicado? Si no, la llamo yo.

Robban levantó el auricular. Folke puso mala cara. Robban no pudo evitar pensar en los tres niños que lo esperaban en casa y en la mañana agitada que había tenido. Sofia, su mujer, se había ido a un cursillo a Glastonbury, en Inglaterra, con sus colegas maestros, así que estaba solo con sus hijos. Hoy no tenía paciencia para soportar a Folke.

—Venga, ¿qué te ha dicho Margareta? —insistió, tratando de calmarse y colgando el auricular.

—La mujer murió a causa de una intoxicación por monóxido de carbono, eso ya lo sabíamos, pero Margareta también ha encontrado restos de alcaloides.

—¿Y eso qué es?

—Por lo visto, el primer grupo de compuestos sintetizados por las plantas. Se encuentran en la corteza, las hojas y los frutos de las plantas, y el cuerpo los asimila fácilmente a través de la piel y las mucosas. Puede utilizarse el alcohol o los aceites como disolvente para su extracción.

—¿Y? ¿Qué significa?

—Según Margareta, los alcaloides ejercen potentes efectos en el organismo humano. La cafeína, la nicotina y la morfina son alcaloides, por ejemplo. Siempre había sospechado que no era bueno tomar café. No creo que sea necesario que mencione siquiera la morfina y la nicotina…

«No, no hace falta», pensó Robban, e interrumpió la perorata que sin duda Folke iniciaría:

—¿De qué manera ejercen esos efectos? ¿Qué pasa si se ingieren?

—A lo largo de la historia, se han utilizado como droga, medicamento y veneno. En líneas generales, podríamos decir que en pequeñas dosis y sabiendo muy bien usarlos, pueden considerarse medicamentos, mientras que una dosis superior puede poner en riesgo la vida. Margareta asegura que resulta muy difícil dosificar esas sustancias.

—Bueno, ya sabes cómo suele estar el café cuando lo prepara Carsten —dijo riendo Robban, pero Folke ni siquiera sonrió—. ¿Dónde se consiguen esos alcaloides?

—Muchos libremente, en la naturaleza. —Pasó unas páginas de su libreta—. Por ejemplo, el beleño, el estramonio y la mandrágora.

—¿Y todo esto a qué nos lleva? ¿A que, aunque si bien murió de intoxicación por monóxido de carbono, también se encontraron restos de veneno en forma de alcaloides en su cuerpo? A lo mejor la dosis era mortal. En realidad, habría bastado con una de las dos formas. ¿O la doctora se refería a otra cosa? ¿Qué crees?

—Margareta me contó que durante mucho tiempo los alcaloides se utilizaron en actos rituales, además de como medicina o veneno —prosiguió Folke, y echó una ojeada a su libreta para ver si se le olvidaba algo.

—Actos rituales —repitió Robban—. Eso podría significar que los miembros del juego de rol prepararon alguna pócima que ella ingirió. Si formaba parte de una especie de ritual, puede habérselo tomado voluntariamente. Y tal vez no sólo ella, por cierto.

—Sí, aunque, si fueron varios quienes la bebieron, algunos de ellos deberían haberse encontrado mal, siempre y cuando, claro está, ingirieran la misma dosis. Pero nada de ello explica la intoxicación por monóxido de carbono, ni la decapitación.

—He repasado la lista de los nombres de los participantes. —Le pasó a Folke la relación—. Empecé por Skuld, que era el nombre que utilizaba la víctima. —Le describió los papeles que desempeñaban las diosas del destino—. Como te digo, empecé por Skuld y, sinceramente, no sé cuán importante será, pero tal vez los roles de los personajes puedan darnos alguna pista.

—Es muy posible —admitió Folke.