Åkerström, Trollhättan, otoño e invierno de 1958
El niño permaneció ingresado cinco semanas en el hospital de Maria Albert, con algún permiso para ir a la granja de Birger y Aina en Åkerström, entre Trollhättan y Lilla Edet. Tenía varios huesos fracturados y al haber estado echado en el suelo en una mala postura habían tenido que operarlo varias veces. Sin embargo, la herida en el alma era de lejos la más profunda. Los psicólogos infantiles y los médicos habían hecho cuanto habían podido, pero Birger era la única persona en quien el chico confiaba realmente. Aina y su marido se encargarían de darle un nombre.
—Asko —propuso Aina—, como mi padre, que también se crio en circunstancias muy duras, pero que siempre salió adelante.
—Asko —repitió Birger, para ver cómo sonaba. Recordaba que el padre de Aina había sido el séptimo de doce hijos. A su muerte había dejado un próspero aserradero en Finlandia, que ahora dirigía el hermano de Aina, y una herencia generosa para cada uno de sus tres hijos.
Cuando le hablaron del padre de Aina y le preguntaron qué le parecía el nombre, el niño asintió satisfecho. Fue bautizado como Asko en el transcurso de una sencilla ceremonia celebrada en la iglesia de Hjärtum.
—¿Podría quedarse Asko una temporada con vosotros? Sólo hasta que le encontremos una familia de acogida —le había pedido Inger, del Tribunal Tutelar de Menores, a Birger una semana antes de que el chico recibiera el alta médica. Todavía estaba delgado y pálido, pero eso podía remediarse con una estancia en la granja.
Pasó con ellos el otoño y el invierno. Ordeñaba las vacas, ayudaba a Aina en la cocina y cuando iba a almorzar sus mejillas estaban sonrosadas. La leche de las vacas, la comida casera y el aire fresco del campo le sentaron bien.
Birger pensaba a menudo en que el chico sólo estaba con ellos temporalmente, así que tenía que seguir luchando, buscando la manera de revocar la decisión y de que se quedara para siempre. Al menos hasta el día en que él y el chico iban montados en el tractor y en el camino se habían cruzado con tres niñas acompañadas por su madre. Birger se dio cuenta demasiado tarde de que se trataba de la madre de Asko y de sus hermanas. El niño nunca se haría fuerte ni se recuperaría del trauma en aquel lugar. Por mucho que lo desearan Birger y Aina, no era posible.
Karin subió en ascensor hasta el cuarto piso de la nueva comisaría, cuartel de la brigada criminal. Fue a la sala de descanso, donde alguien se había ocupado de preparar café. Tras servirse una taza dio una vuelta por el silencioso pasillo y luego se sentó ante su escritorio.
Recordó el sábado y la agradable cena de final tan accidentado, dada la desafortunada aparición de Göran. Cerró los ojos tratando de alejar las imágenes de los dos hombres mojados, sentados en cubierta, cada uno envuelto en una toalla. Tras la conversación telefónica mantenida con Margareta el domingo, no había dejado de darle vueltas a los nuevos datos, tanto era así que no había acudido a casa de Lycke, sino que había bajado hasta el barco para reflexionar. De pronto, un asesinato se convertía en dos. A nadie, al menos no a ella, podía habérsele ocurrido la posibilidad de que la cabeza y el cuerpo pertenecieran a personas distintas.
Abrió su libreta. Había rellenado cuatro páginas de apuntes sobre sus reflexiones, cada una con dudas surgidas a lo largo del día. Abrió el correo electrónico y buscó el informe de la autopsia de Margareta. Echó un vistazo al documento sobre la mujer de la piedra de los sacrificios, que ya sabía que había muerto intoxicada por monóxido de carbono. Los análisis que la forense había encargado fuera tardarían todavía en llegar. Entonces, abrió el otro informe, sobre la cabeza encontrada en el jardín de la señora Wilson; no era muy extenso, apenas unas líneas, pero algo llamó su atención. Cuando Margareta había analizado las partes internas del cerebro, resultó que la temperatura era inusualmente baja. Tan baja que la forense lo había destacado como una desviación de lo normal. ¿Lo normal? Karin renegó de la jerga empleada en el macabro documento, pensando que muy pocas temperaturas parecían normales en tal caso. La parte más interna del cerebro había estado congelada a una temperatura que Margareta había anotado en el margen con un signo de exclamación. Ni Robban ni Karin habían tocado la bolsa con que Hedvig Strandberg había cubierto la cabeza para que Jerker pudiera rastrear las huellas dactilares. De lo contrario, seguramente habrían descubierto que la cabeza estaba congelada y en proceso de descongelación. Karin se estremeció.
Unas voces irritadas la hicieron levantar la vista. Reconoció ambas: una sonaba joven y excitada, la otra era de alguien mayor y más sereno.
—Pero, maldita sea, Folke —bufó Robban—, déjame al menos sentarme primero en mi escritorio.
—Con toda mi buena intención, sólo trato de explicarte que es absolutamente incorrecto decirlo como lo dices tú. La cadena P1 de la radio emite un programa llamado La lengua en que suelen abordar asuntos como…
—De acuerdo, de acuerdo, me rindo.
—Si la cabeza y el cuerpo hubieran pertenecido al mismo individuo, estaríamos ante un solo asesinato —anunció Karin, aprovechando la ocasión, y aguardó la reacción a sus palabras.
—¿Qué? —exclamó Robban al tiempo que Folke se volvía y decía:
—¿Qué has dicho, Karin? ¿Que pertenecen a dos personas distintas?
—No sólo eso. Al parecer, la cabeza estaba congelada y por lo tanto resulta difícil establecer cuánto tiempo llevaba muerta la mujer. Sólo he ojeado el dictamen de Margareta. Lo tenéis en el correo electrónico.
—Congelada —repitió Robban, pensativo, y encendió su ordenador. Se volvió hacia Folke—. Había pensado ir por café. ¿Tú quieres?
—«He pensado ir».
—No; había pensado ir si no me hubieras corregido. Ahora tendrías que ir tú. —Robban se volvió y desapareció en dirección a la sala de descanso.
—Tendré que estudiarlo todo minuciosamente —comentó Karin—. Sólo me dio tiempo a leer que la cabeza estaba congelada antes de que Robban y tú llegarais.
—¿Qué decíais de mí? —Robban apareció con dos tazas de café y dejó una ante un sorprendido Folke—. Así es —dijo Robban, satisfecho—. No me habría molestado en traerte una taza de café de no ser yo un colega tan simpático.
—Oh, basta ya —protestó Karin, y puso el bolígrafo en la mesa—. Aún no son ni las ocho, pero creo que no podré aguantar una jornada entera escuchando tantas tonterías.
Abrió la denuncia que había empezado a rellenar el viernes y la completó con lo que sabían.
—Oración matinal. —Folke señaló el reloj de pared y recogió su taza de café, su libreta, su bolígrafo y su móvil. Robban se dispuso a seguirlo.
—Venga, Karin, ya sabes lo que piensa Carsten de la gente que llega tarde —la apremió Robban.
—De la gente que llega tarde no piensa nada bueno —apostilló Folke.
Karin releyó la denuncia y añadió unos detalles, en parte sacados del informe de la autopsia de Margareta, en parte de su propia cosecha. Echó un vistazo a su reloj de pulsera: las ocho menos un minuto. Entonces se metió en el registro del KUT, el servicio de información de la brigada criminal, mediante el cual se podían comparar los casos, aunque aquel nombre siempre la llevaba a pensar en un kut, una cría de foca. En la primera página había tres fotografías. Habían robado una cómoda antigua y muy valiosa de una granja de Halland. Durante la noche del domingo, la exclusiva bodega de un restaurante del centro de Gotemburgo había recibido una visita indeseada y una villa de Onsala se había quemado.
«Lugar sacrificial, decapitación, mutilación», escribió Karin y realizó una búsqueda. Se disponía a levantarse cuando un mensaje en la pantalla la obligó a seguir sentada: se había detectado una coincidencia en el registro. Karin vio que ya eran más de las ocho, pero aun así lo abrió. Ojeó rápidamente el resultado antes de apresurarse y reunirse con Folke y Robban.
El comisario de la brigada criminal, Carsten Heed, estaba ocupado al teléfono cuando ella entró en la sala. Sin embargo, salió para volver instantes después con una silla para Karin mientras le lanzaba una mirada elocuente. Luego siguió pegado al teléfono, aunque fuera impropio de Carsten cuando tenía una reunión programada.
—Bienvenida —la saludó Carsten al colgar. Fue directamente al grano, sin preguntar sobre las vacaciones de Karin ni explicarles con quién había hablado por teléfono—. Marstrand. El viernes, tú, Folke, me comunicaste que se había hallado un cadáver, pero según el informe de la autopsia de Margareta parece que hubo dos.
—Sí, así es —confirmó Karin—. Además, tengo algo más.
—Sí, eso parece. Jerker me comentó que tuviste una cita el viernes —dijo Robban con una sonrisa socarrona.
—Oh, ya está bien. Me refiero a que he dado con un caso similar en el registro KUT.
Se hizo el silencio. Karin sintió que le ardían las mejillas a raíz del comentario de Robban.
Carsten se inclinó por encima del escritorio y miró a Karin, que seguía de pie. Se sentía presa del desasosiego, como solía ocurrirle cuando sabía que tenía hechos de los que partir, nuevas pistas que seguir. Sencillamente no disponía de la calma necesaria para sentarse.
—Siéntate, Karin —la instó Carsten, señalando la silla que le había llevado.
—¿Has encontrado algún lugar? —preguntó Robban.
—Trollhättan —precisó Karin, y a regañadientes tomó asiento en el borde de la silla, como si su cuerpo fuera a salir disparado en cualquier momento, a pesar de que su cerebro estaba obligado a permanecer allí.
—Trollhättan —repitió Carsten—. Precisamente acabo de hablar con los colegas de allí.
—Un cazador encontró el cuerpo de una mujer decapitada cerca del río —dijo Karin.
—Eso es. Este verano, en julio, después de los Días de la Cascada de Trollhättan.
—¿Los Días de la Cascada? —terció Robban.
—Es que el río… —empezó a explicar Karin, volviéndose hacia el mapa de Götaland occidental que solía colgar de una pared en el despacho del comisario—. ¿Dónde está el mapa? —preguntó, y señaló el desvaído rectángulo de la pared, allí donde antes había habido algo.
—Eso. ¿Dónde está? —repitió Robban.
Carsten se levantó, sacó el mapa de detrás de una estantería y lo puso sobre su escritorio. Todos se acercaron a mirar.
—Aquí está Marstrand, aquí Trollhättan y aquí tenemos el río —señaló el comisario.
—El río Göta —añadió Folke—. La cinta azul de Suecia.
—Exacto —dijo Carsten—. El río atraviesa Trollhättan. La primavera pasada asistí a una conferencia allí. Al llegar a Trollhättan, el caudal se bifurca: por una de las bifurcaciones pasa el tráfico fluvial gracias a un sistema de esclusas y, por la otra, donde se encuentran las cataratas de Trollhättan, el agua es conducida a través de dos hidroeléctricas.
—Hojum y la estación de Olide —se apresuró a apostillar Robban con su voz más potente tras haber leído los nombres a hurtadillas en el mapa. Parecía un escolar ansioso de hacerle la pelota al profesor. Folke había abierto la boca, seguramente para hacer el mismo comentario, observó Karin. No cabía duda que el uno había soltado los nombres para fastidiar al otro. Era increíble que se pasaran el día provocándose.
—Tengo que volver a llamar a Trollhättan —dijo Carsten, mirándolos de hito en hito, a punto de decidir—. Karin, ¿puedes encargarte tú?
Con el rabillo del ojo, Karin vio que Robban se movía molesto y Folke se enfurruñaba. El año anterior, Folke había sido destinado a Vänersborg por un caso. Un día y medio después, Carsten había recibido una llamada solicitándole que lo sustituyeran. El hecho de que Vänersborg y Trollhättan fueran municipios vecinos podía muy bien tener que ver con la elección de Karin.
—Por supuesto —respondió ella—. Pero ¿a qué te refieres concretamente?
—En realidad quiero que sigas adelante con la investigación aquí, pero que vayas en algún momento a Trollhättan para averiguar qué han conseguido los colegas de allí. No obstante, antes recapitulemos.
Repasaron juntos la situación. La mujer que se hacía llamar Skuld había muerto a causa de una intoxicación por monóxido de carbono y luego la habían decapitado.
—Es decir, que alguien se molestó en separar la cabeza del cuerpo y llevársela, pero no sólo eso. Además, él o ella, pues podría tratarse de una mujer, llevaba consigo la cabeza de otro cuerpo que dejó en el jardín de una anciana —precisó Karin.
—La identidad —dijo Carsten—. Tenemos que dar con la identidad tanto del cuerpo como de la cabeza.
—Estoy… estamos en ello —aseguró Robban, y explicó que habían confeccionado una lista con todos los miembros del LAJVA.
—¿Del qué? —Carsten, que era danés, lo interrogó con la mirada, como si se tratara de otra extraña palabra sueca que tal vez hubiera debido recordar.
Robban le dio una breve explicación y aprovechó incluso para contar que tan sólo uno de los miembros del grupo había llevado consigo el carnet de conducir, lo que los había obligado a enviar patrullas que acompañaron a los restantes participantes hasta el piso en Kungälv, donde tenían su equipaje y su documentación, y donde se cambiaron. Folke también se había asegurado de que les sacaran fotos a todos en el parque.
El comisario asintió con la cabeza.
Karin les habló de que algunos miembros de la Asociación Histórico-Cultural de Marstrand consideraban que la piedra de los sacrificios era precisamente un antiguo lugar sacrificial. Folke, Robban y Carsten la escucharon con atención, aunque, cuando mencionó las marcas pintadas de los martillos de Thor que el sábado habían encontrado en la roca, se hizo un silencio total en el despacho.
—¿Pintadas con qué? —preguntó el comisario.
—Con sangre. Jerker y su equipo fueron para comprobarlo. Hay cuatro marcas y todas estaban pintadas.
—O sea, ¿que lo pasaron por alto cuando estuvieron en el lugar de los hechos el viernes? —preguntó Carsten.
—No lo sé —contestó ella, y pensó en las pullas que les había soltado alegremente a Jerker y los demás técnicos, y que sin duda acabaría teniendo que tragar—. Al principio pensé que las habían pasado por alto, pero hay otra posibilidad.
—Que entonces no estuvieran pintadas y que el perpetrador volviera al lugar después —observó Folke, y asintió pensativo.
Åkerström, Trollhättan, invierno de 1959
—¿Mudarnos? —preguntó Birger, sorprendido.
Aina se lo propuso durante la cena. Ella también había estado dándole vueltas al asunto desde que se encontraron con las hermanas de Asko y la mujer que lo trajo al mundo. Birger se negaba a pronunciar la palabra «madre».
—A Eriksberg —dijo Aina.
Birger la observó, contempló su mirada clara y su sonrisa. Sobre el regazo tenía unos pantalones de Asko a los que estaba cosiéndoles el dobladillo. Desde que el chico había aparecido en sus vidas, los ojos de su mujer brillaban de otra forma.
Aina y Birger habían hablado largo y tendido aquella noche. Eriksberg era la casa de los padres de él, una vieja granja en Koön que pertenecía al municipio de Marstrand. Hacía mucho tiempo que los ancianos habían expresado su deseo de que alguno de los hijos se hiciera cargo de la finca. Pero la hermana de Birger no estaba interesada y, desde el fallecimiento de la madre, en la granja sólo quedaban su padre y las gallinas.
—Bueno, no sé —respondió Birger vacilante, y se pasó la mano por la barbilla—. ¿Quieres decir que intentemos quedarnos con él? —preguntó con voz ronca. Se aclaró la garganta y añadió—: Tenemos que hablar con papá, mañana mismo.
—Y con Inger, del tribunal.
Birger asintió con la cabeza y dijo:
—Tal vez deberíamos empezar por eso: primero Inger, luego papá.
Aina retomó la costura. El hilo atravesaba la tela con pequeñas y delicadas puntadas. Sus lágrimas dejaron manchas oscuras en la tela.
—Hacemos lo que podemos —dijo Birger, abrazándola. Entonces dijo lo que ambos habían pensado desde hacía tiempo, pero ninguno de los dos había osado formular en voz alta—: Por mucho que haya tardado en llegar, es nuestro niño.