Hospital de Maria Albert, Trollhättan, otoño de 1958
Birger pasó toda la noche junto a la cama del niño en el hospital. Una enfermera simpática había acercado una silla cómoda en la que, en condiciones normales, habría dormido, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza. Miró la manita que descansaba en su mano callosa. La piel del niño era tan clara que casi parecía transparente. La de Birger, en cambio, estaba quemada por el sol y tenía la palma llena de callosidades. Apretó con cuidado aquella manita para transmitir todo su calor y su fuerza al cuerpo enclenque que yacía en la cama.
En un principio, el médico que los había recibido se había horrorizado, pero gracias a Dios reconoció a Birger de la vez que Enok, su toro bravo, lo corneó. Se sonrió al recordarlo. Lo había alcanzado cerca del ojo y aquel médico apenas acababa de licenciarse. Desde entonces no habían vuelto a verse.
Tras ocuparse del niño, se sentaron a hablar. Birger le contó lo sucedido. Naturalmente, habría que dar parte a la policía y al Tribunal Tutelar de Menores. Birger miró la hora. Era temprano por la mañana. Aina se había quedado en casa para ordeñar las vacas. No tenían hijos, y Birger no podía dejar de fantasear con la idea de adoptar a aquel chico. Aunque se daba cuenta de que era inviable: vivir tan cerca de la casa donde lo habían maltratado no era una buena cosa.
A las ocho en punto apareció la funcionaria del tribunal. Tendría unos cincuenta años y llevaba el pelo recogido en una coleta. A pesar de su semblante serio, las arrugas alrededor de la boca delataban muchas sonrisas. Con aquel jersey tejido a mano y aquella falda le recordaba a Aina. La mujer meneó la cabeza al ver al niño. En aquella cama enorme y entre la ropa blanca de hospital aún parecía, si cabe, más pequeño y pálido. Las marcas rojas y azules contrastaban con su tez blanca.
—He visto muchas cosas, pero cómo es posible…
La mujer fue incapaz de continuar, cosa que Birger comprendió muy bien.
Aquella misma tarde, estuvo reunido durante cuatro horas con los médicos, la representante del tribunal y la policía para intentar aclarar lo sucedido. Aquel niño era tan insignificante para su familia que ni siquiera le habían puesto nombre. El tribunal presentó una denuncia y la policía inició una investigación. Ese mismo día contactarían con la familia. La familia. El término se le antojó a Birger un insulto. Lo único que esperaba era que recibieran un castigo contundente.
Sara y Tomas cerraron la puerta principal con llave para dirigirse al ferry. Al principio, los niños se habían opuesto con gritos al paseo, pero una vez en camino las protestas cesaron. Como de costumbre, no llegarían a coger el de las 10.07, según se habían propuesto. Sara se esforzaba por no animar a la familia a acelerar el paso.
—¿Tenemos prisa, mamá? ¿Tenemos que correr? —le preguntó Linus con expresión inquieta.
Sara apretó los dientes y se obligó a contenerse. No podía contagiar su estrés a los niños.
—No, amor mío. Hoy sólo tenemos que pasárnoslo bien. Cogeremos el siguiente.
—¿Has metido unos bizcochos o unos bollos en la mochila? —le preguntó Tomas.
—No. ¿Y tú? Preparé el café para nosotros y puse unas bebidas para los niños.
—¿Bizcochos? Yo quiero uno. —Linnéa miró a su madre con ojos suplicantes.
—No hemos traído. Podremos comprarlos en la tienda, ya que de todas formas hemos de esperar el siguiente ferry. O acercarnos a la confitería Berg.
El rostro de la niña se iluminó.
—¡Vamos a comer bizcocho, vamos a comer bizcocho! —canturreó, dando saltos por el adoquinado.
El ferry atracó con un chasquido en el puerto de Marstrandsön. Tomas se dirigió a la confitería Berg mientras Sara y los niños doblaban a la izquierda. Pasaron ante Strandverket y las playas del lado sur de la isla. Acababan de llegar al viejo polvorín cuando Tomas los alcanzó. Sara se agachó junto a sus hijos y señaló el viejo edificio amarillo.
—¿Sabéis una cosa? Antiguamente en esa casa se guardaba la pólvora.
—¿Y eso qué es?
—La pólvora era lo que los piratas metían en sus pistolas y que se utilizaba en la fortaleza para disparar los cañones. ¡Pum! —exclamó Sara sonriendo. Se volvió hacia su marido y añadió—: Piensa en todas las personas que pasan por aquí. ¿Cuántas crees que saben que se trata del viejo polvorín?
—Bueno, supongo que no muchas. Yo lo he oído comentar alguna que otra vez, pero no es que lo recuerde cada vez que paso por delante.
—Pues yo sí. Me parece interesante, y seguro que si la gente estuviera enterada, también se interesaría. Que lo hayan reconstruido para convertirlo en un bloque de pisos es otro tema, pero al menos habría que poner una placa conmemorativa que recordara la importancia histórica del edificio. Lo mismo deberían hacer en otros lugares de la isla.
Sara se puso a contemplar la casa amarilla. Con el rabillo del ojo vio que Tomas salía a la carrera.
—¡Niños! ¡No bajéis a la playa ahora, os mojaréis!
Se volvió hacia Sara y señaló con un gesto de la cabeza hacia las largas escaleras de madera que trepaban ladera arriba hasta Ejdergatan.
—Tenemos que continuar, si no se descontrolan.
El paseo fue delicioso, y Linus y Linnéa iban a muy buen ritmo. Acababan de sentarse sobre la estera que habían llevado y le habían dado el primer bocado a los bollos de canela cuando sonó el móvil de Tomas.
—Hola, Diane.
Sara suspiró y Tomas la miró airadamente. De haber imaginado que la hermana mayor de Tomas llamaría, le habría escondido el móvil en la cocina.
—¿Qué dices? ¿Estás por aquí? Vaya, y con los niños. No, precisamente acabamos de sentarnos para tomar café.
«Maldita sea», pensó Sara, ya estaba arruinándole el día. La hermana mimada de Tomas y sus tres insolentes hijos.
—¿Qué necesitas que te preste? —preguntó Tomas—. No, estábamos de paseo, pero claro que vamos.
Tras colgar, miró a Sara y se dio cuenta de que tal vez debería haberle consultado antes de tomar la decisión de regresar a casa inmediatamente.
—¿Tenemos que volver a casa ahora, mamá? ¿Ya?
—Esperad un momento, mamá tiene que hablar con papá —dijo Sara.
Tomas siguió a Sara cuando ella se apartó unos pasos para que sus hijos no pudieran oírlos.
—Diane está aquí. Ha venido a vernos.
—¿Qué quiere que le prestes? —se limitó a preguntar Sara—. Supongo que por eso ha venido.
—No empieces, por favor… Compró unas sillas en una subasta y quiere que le dejemos la lijadora para arreglarlas. Me parece bien que pasen a saludarnos. Diane quería invitarnos a un café, pero le he dicho que acabamos de tomarlo y le he propuesto que, en su lugar, se queden a almorzar con nosotros.
Sara sintió que se le aceleraba el pulso.
—Mira, en primer lugar, hemos salido de excursión dominical. Deberías haberlo consultado conmigo antes de decidir dar media vuelta. Y en segundo lugar, ¿por qué tenemos que cambiar de planes en cuanto se le ocurre a tu hermana llamar? Además, no contaba con invitados para comer, había pensado pasar una jornada relajada. Ya sabes lo quisquillosos que son sus hijos con la comida.
—¿Es eso lo que te molesta? ¿Que tengamos que cambiar de planes?
—No, no sólo es eso. Es que me habría gustado dar una vuelta por la isla.
—Bueno, entonces hazlo. Ve a dar el paseo y luego nos vemos en casa. Me llevo a los niños y compramos algo para el almuerzo.
—De acuerdo —dijo Sara, sintiéndose más animada.
—Tómatelo con calma. No hay prisa. —Y la besó en la mejilla—. ¡Linus y Linnéa! Cuando acabemos los bollos y el zumo, nos volvemos a casa. La tía Diane y vuestros primos vienen a vernos.
—¡Bieeen! —gritó Linus.
—Pero ¿y mamá? —preguntó Linnéa—. Entonces se quedará sola.
—Va a dar un paseo un poco más largo. Luego se reunirá con nosotros.
Sara le dio las gracias con gestos, se despidió de los niños y retomó el paseo, ahora en soledad. Tras pasar ante el faro de Skallen, se metió en el parque de Sankt Erik, bajó por el sendero que iba a parar detrás de Båtellet y pasó por Badhusplan. En fin, su marido le había dicho que no se apresurara y, teniendo en cuenta que la hermana de Tomas estaba en casa esperándola, se le quitaron todas las prisas.
Al llegar a Societetshuset se desvió del muelle y empezó a subir por Långgatan. Un ciclomotor con remolque la alcanzó. Era Georg, que le propuso tomar un café. Sara aceptó y se sentó en la plataforma trasera.
Una vez hubieron tomado asiento en la pequeña oficina de la Asociación Histórico-Cultural, Georg sirvió el café. Estaba comunicada con la Kristallsalen, la Sala de Cristal, en la segunda planta del ayuntamiento. La doble puerta que separaba la oficina de la sala se hallaba abierta.
—Qué bien se está aquí. Es muy tranquilo. —Sara alzó la vista hacia el techo artesonado de la Sala de Cristal.
—Desde luego. Siempre que vengo, suelo sentarme un rato aquí para centrarme. Si dispongo de tiempo, claro.
—Yo creía que uno tenía más tiempo al jubilarse.
—Nunca he tenido tantas ocupaciones como ahora —repuso Georg riendo—. Pero hago lo que me gusta, nada que me venga impuesto. ¿Cómo te va en el trabajo? —preguntó, dejando la taza en la bandeja.
—Bueno, regular. Siento como si estuviera en el lugar equivocado, como si debiera dedicarme a otra cosa, a algo más importante.
Georg asintió con la cabeza y le sirvió más café.
—¿Ahora cuánto trabajas? —preguntó.
—Media jornada.
—Si pudieras elegir con libertad, ¿a qué te gustaría dedicarte?
Sara se encogió de hombros. Era una buena pregunta. Y le habría encantado tener una respuesta igual de buena.
—A algo que tuviera sentido —contestó finalmente.
Georg asintió pensativo.
—A propósito —dijo Sara—, deberíamos colocar placas en algunos edificios, para recordar brevemente su importancia histórica. ¿No te parece buena idea? Unos pequeños y simpáticos letreros de latón en las casas antiguas. Por cierto, no tendrían por qué ser sólo las casas, sino todo tipo de lugares de la isla, también en la de Koön, claro.
—Es muy buena idea. Habrá que aprovecharla. De hecho, había pensado llamarte porque he empezado a preparar una exposición que podríamos montar aquí, en la Sala de Cristal. Trata sobre la quema de brujas en Bahusia, especialmente de la persecución que tuvo lugar en Marstrand.
—Me gusta el tema. En realidad, resulta raro estar sentados en el piso superior del ayuntamiento comentando la tranquilidad del ambiente, cuando en los sótanos de este mismo edificio estuvieron presas las mujeres acusadas de brujería. —Sara fijó la vista en un viejo cuadro de tonalidades oscuras de Marstrandsön.
—Me pregunto cuántos de sus usuarios saben que los juicios se celebraban en la sala que hoy en día ocupa la biblioteca. Y que luego las mujeres eran conducidas al sótano, porque no querían que se mezclaran con los demás presos de la fortaleza de Carlsten —comentó Georg.
—Muy pocos. Mira, ya tenemos otra placa informativa. Me cuesta no pensar en ello cuando paso por Långgatan o vengo aquí. Cuántos tormentos y atrocidades… De vez en cuando me pregunto cómo eran las cosas en el pasado. Qué queda de aquello. Me pregunto por la gente que vivió aquí antes que nosotros, por sus energías, sus almas, de qué reían, qué les interesaba, por qué lloraron. ¿No crees que, en cierto modo, deberíamos saberlo?
Georg la miró con un semblante tan extraño que Sara temió haber dicho una estupidez.
—Muchas veces me he preguntado lo mismo. Por ejemplo, si los objetos o los sitios pueden almacenar energía como una especie de recuerdo o proyecciones. Si los sucesos que originaron grandes flujos de energía pueden trasmitirla de alguna forma, tal vez cuando se dan acontecimientos similares… —Georg se interrumpió; por su expresión parecía arrepentirse de lo que acababa de decir.
—¿Alguna vez has visto o experimentado algo parecido? —preguntó Sara, y se dio cuenta de que el anciano dudaba si contestar o no.
—Nunca se lo he contado a nadie. Pero hay algo que seguramente debería transmitir a alguien antes de que un buen día me vaya. Sígueme.
Salieron del despacho y bajaron unas escaleras. Georg abrió la puerta del sótano y accionó el interruptor. La escalera era tan estrecha que uno se daba fácilmente contra la pared encalada. Los peldaños eran de pizarra. El aire era fresco y húmedo y olía a viejo. Los contornos de la roca se veían nítidamente, a pesar de los muros con cal. Georg se detuvo al bajar el último peldaño, justo en un pequeño vestíbulo. A la izquierda había una especie de celda sin puerta que el bibliotecario utilizaba como almacén; enfrente, una celda cerrada con llave, donde las brujas habían estado presas. Los techos eran bajos.
—Aquí es. De vez en cuando acude y siempre hace lo mismo. Desaparece a través de esa pared. —Georg señaló la pared de piedra—. Lleva un niño de cada mano, creo que un chico y una chica. Primero se arrodilla y los abraza cariñosamente. Luego se vuelve y atraviesa la pared. Los niños no la siguen, se quedan aquí. La niña llora y el niño le coge la mano y la consuela. —Georg sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón. Se sonó la nariz y carraspeó—. Parecen figuras luminosas y sus contornos son borrosos, aunque últimamente tengo la sensación de que se han vuelto más nítidos, o tal vez sea la imaginación desbocada de un viejo —masculló, como excusándose. Miró a Sara, que estaba atónita.
—¿Es verdad? —dijo ella al fin—. Qué experiencia increíble… —Conocía bien a Georg y sabía que difícilmente podía tratarse de una fantasía senil.
—Estuve buscando mucho tiempo los planos originales del edificio, tanto en archivos suecos como daneses, pero en vano. Como tal vez sabrás, fue construido por los daneses —aclaró el anciano—. Una noche no pude resistirlo más. Piqué el encalado de esa pared para ver qué había debajo. Descubrí que antes había habido una puerta en el punto donde solía desaparecer la mujer. Una puerta que comunicaba con el patio. Cuando la gente me preguntó cómo podía saber que allí había habido una puerta, sudé lo mío para dar una explicación convincente, pero entonces aparecieron los planos en Copenhague, gracias a Dios, y pude referirme a ellos.
Sara no sabía qué decir. Tanteó las placas de pizarra del suelo y luego miró hacia la pared que Georg había señalado.
—Siempre pensé que tal vez fuera Malin, pues la separaron de sus hijos. Supongo que en parte por eso estoy preparando la exposición sobre los procesos contra las brujas. Por un lado, para sacar a la luz la historia oscura de la ciudad, pero también para homenajear a Malin y otras mujeres destacadas, contar lo que sabemos acerca de lo sucedido y de alguna manera conceder la paz a estas almas siglos después.
Sara pensó que la palabra «paz» era una de las más bonitas que conocía.
—Qué idea tan bella —aseguró, dando una palmadita en el brazo del anciano.
Se quedaron un rato sin decir nada, en señal de respeto hacia Malin y sus compañeras de penurias.
De repente, Sara se acordó de que Diane y sus hijos estaban de visita en su casa.
—Me temo que he de irme. La hermana mayor de Tomas, Diane, ha venido a vernos.
—La hija de Siri, es verdad. —Georg frunció el ceño—. No debe de haber sido fácil para ti y para Tomas después de lo ocurrido en primavera.
—No, la verdad es que fue difícil. —Sara negó con la cabeza y prosiguió—: ¿Puedo ayudarte en alguna tarea? ¿Tienes alguna caja con viejas puntas de flecha que haya que repasar?
—No, por desgracia no —replicó el anciano sonriendo y dándole un abrazo—. Prometo llamarte si se me ocurre algo.
Karin acababa de aceptar la invitación a tomar café en casa de Lycke y se dirigía a Fyrmästargången cuando sonó su móvil.
—Hola, Karin —saludó la médica forense Margareta Rylander-Lilja—. ¿Qué tal las vacaciones? Supe por Jerker que habías vuelto, a pesar de que en realidad no te incorporas hasta mañana.
—Hola, Margareta.
—Como Jerker me contó que estabas de vuelta pensé en llamarte. Tengo que declarar a lo largo de mañana, pero me gustaría hablar contigo ahora, si no te importa. —Y guardó silencio a la espera de una respuesta.
—Por supuesto —contestó Karin, sentándose en un banco sobre la acera adoquinada con vistas al mar.
—Hace un minuto que acabé la autopsia. Estoy a punto de redactar el informe, pero quería darte mi visión de viva voz.
—Muy bien —asintió Karin, y se palpó los bolsillos en busca de algo con que escribir, si bien recibiría el informe por correo electrónico. Entonces se acordó de lo que había leído acerca de la casa de la señora Wilson en el CD—. Por cierto, Margareta, ¿sabes qué significa la intoxicación por CO?
—Ahora mismo llego a eso, pero ¿qué te ha llevado a suponerlo? ¿Viste las manchas en el cuerpo?
—¿Suponerlo? —repitió Karin—. ¿Manchas? ¿A qué te refieres? ¿Tiene algo que ver con nuestra investigación?
—Sí. Por lo que puedo deducir fue la causa de la muerte, aunque hoy en día no lo llamamos intoxicación por CO, sino intoxicación por monóxido de carbono.
—¿Como cuando alguien se encierra en un garaje y pone en marcha el coche?
—Exactamente. —Margareta respiró hondo para recuperar el aliento y proseguir.
Sin embargo, a Karin le dio tiempo a formular otra pregunta:
—Pero ¿cómo te intoxicabas antes? Con monóxido de carbono, me refiero. ¿Dónde se encontraba ese gas?
—¿Qué quieres decir con «antes»?
—En los años sesenta, cuando no había coches en la isla.
«Aunque tampoco hoy», pensó Karin, pues incluso en la actualidad había relativamente pocos vehículos en Marstrandsön.
—A ver. Un momento. De hecho, tengo guardado un viejo ejemplar de Hälsovännen, El Amigo de la Salud, de 1925 como una curiosidad. Sólo para que te hagas una idea de cómo se veían las cosas hace años. Tengo que dejar el auricular. Un segundo, Karin. —Oyó que rebuscaba entre sus papeles antes de volver—. «Intoxicación por CO aguda» —dijo la forense, y prosiguió—: «El óxido de carbono constituye el elemento tóxico del gas de carbón…».
—¿Gas de carbón?
—Espera, tendré que buscar un poco más abajo porque no era lo que en principio iba a comentarte. ¡Aquí está! «Cuando el carbón arde, se forma monóxido de carbono, de llama azul. Entre un cero coma cinco y un uno por ciento de monóxido de carbono en el aire puede ocasionar la muerte si se inhala durante suficiente tiempo. Las viejas estufas de hierro forjado que tienen el regulador de tiro cerrado mientras todavía arden son con razón temidas».
—Podría ser eso, pues ocurrió en una casa vieja. ¿Quieres decir que cerraron el regulador mientras la estufa todavía estaba en llamas? ¿Las casas de entonces realmente estaban tan bien aisladas?
—No sólo las casas, oye lo que viene a continuación, Karin. «Más de un patrón y su tripulación fallecieron a bordo de un barco por intoxicación a causa de una pequeña estufa».
Karin pensó con preocupación en la estufa Reflex de gasóleo que tenía en el Andante.
—Y ya que estamos, te leo lo último también. «Asimismo, puede darse especialmente una intoxicación al pasar de un tiempo frío a uno más cálido si el tiro se halla en los muros exteriores». Supongo que se refieren al tiro de la chimenea. «En tal caso, puede resultar tóxico aunque el regulador esté en abierto». ¿Quieres saber los síntomas?
—No, no hace falta. O bueno, sí, vale, nunca se sabe.
—Al inicio, mareo, cefalea y vómitos. Tras cierto tiempo de exposición, pérdida del conocimiento, aunque aquí pone desvanecimiento, que en realidad es un término más benévolo. Bueno, congestión en la cara y manchas rojizas en el resto del cuerpo. El pulso disminuye y se vuelve irregular, y la respiración, lenta y estertórea.
—Pero, entonces, ¿estás diciéndome que la mujer de la piedra de los sacrificios se intoxicó y fue decapitada posteriormente?
—Sí, ya estaba muerta cuando le separaron la cabeza del cuerpo. Eso también explicaría que no hubiera mucha sangre en el lugar de los hechos, pues el corazón había dejado de bombear hacía rato. Eso sí, tendremos que esperar los resultados de los análisis antes de sacar más conclusiones. Es muy posible que le seccionaran la cabeza en otro lugar.
—¿Te refieres a que pudo no haber sucedido en la piedra de los sacrificios?
—Así es. No tuvo necesariamente que ocurrir allí.
—¿Qué clase de arma se utilizó para decapitarla? O sea, ¿qué puede cortar la cabeza de una persona?
Margareta se quedó callada un rato mientras reflexionaba.
—Se puede hacer con muchas herramientas —respondió al fin—. La única diferencia está en el tiempo que se precisa y el corte. Es evidente que se necesita fuerza, aunque no estoy pensando en la fuerza muscular, sino más bien en la fortaleza mental. Algunos optan por tapar la cabeza a la víctima para no verle la cara y, en esos casos, el asesino suele mantener una relación personal con ella. Aunque la persona en cuestión ya esté muerta se requiere una gran frialdad para decapitarla.
Karin asintió. Empezaba a preguntarse por qué habría llamado Margareta, si sólo tenía eso que contarle. Además, era domingo. La forense no solía telefonear innecesariamente, pero desde el punto de vista de Karin aquella llamada estaba siendo de lo más innecesaria. En realidad, nada de lo que había averiguado hasta entonces cambiaba las cosas, de modo que podía haber esperado hasta el día siguiente.
—En fin, en mi opinión tenemos, o, mejor dicho, tenéis un pequeño dilema, y por eso te llamo —anunció Margareta.
—¿De veras? ¿A qué te refieres? —respondió Karin, aguzando el oído.
—Pues a que la cabeza que apareció en el jardín de la señora Wilson jamás estuvo unida al cuerpo que encontrasteis.