Johan acompañaba sus explicaciones señalando las casas de Hospitalsgatan ante las que iban pasando de camino al restaurante Lasse-Maja, que se hallaba en el puerto. Cuando entraron desde el muelle, todos lo saludaron, tanto el personal como los clientes.
—Si te parece, es más agradable sentarse en la terraza que tienen en la parte trasera —aseguró Johan, volviéndose hacia Karin.
Cuando estaba a punto de dejar atrás la barra, oyó que alguien gritaba:
—¡Hola, Karin!
Se volvió y vio a Göran. Estaba sentado a una mesa redonda junto a una ventana con cuatro compañeros. Karin los reconoció y se acercó para saludar. Göran le dio un fuerte abrazo y le pasó un brazo por los hombros antes de reparar en Johan.
—¿Y este quién es? —preguntó Göran.
—Johan Lindblom —se presentó el aludido, tendiéndole la mano.
Göran alargó la suya a disgusto, todavía abrazando a Karin en gesto protector.
—Hemos estado en las islas Feroe —le explicó a Karin—. Vamos de camino a casa. Te habría gustado.
—Estoy segura. ¿Por dónde habéis vuelto? ¿De las Feroe a las Shetland, o directamente a Noruega?
—Íbamos a dirigirnos directamente a Noruega, pero nos vimos obligados a cambiar el rumbo. Henke se marea horriblemente.
Henke sonrió apenas, sin protestar.
—Vi tu barco en el puerto —dijo Göran—. Tiene buen aspecto. ¿Sigues viviendo a bordo?
Karin asintió con la cabeza.
—¿Sola? —preguntó su ex, lo bastante alto como para que Johan pudiera oírlo.
—Bueno, depende de cómo se mire. Mi abuela estuvo conmigo y también unos amigos, así que no he estado completamente sola.
—Entonces, ¿dónde pasaste el verano?
—En la provincia de Bahusia —contestó ella.
—Tú y tu provincia de Bahusia —replicó Göran, sin poder evitar sonreír—. ¿Y con la música de Evert Taube de fondo, como de costumbre?
—Exacto. Bueno, que os divirtáis. Y que sea leve hasta Långedrag, Henke. Mira hacia arriba cuando pases por el fiordo de Rivö.
Sonriendo, se liberó del abrazo de Göran. Este miró a Johan con ceño cuando cedió el paso a Karin, antes de seguirla.
Parecía que estuvieran en algún país mediterráneo, pensó Karin. En el patio trasero del restaurante, había una cocina exterior con un enorme horno para pizzas. Una lona blanca hacía las funciones de techo y unos cojines de hule, también blancos, cubrían los sólidos sofás. En el suelo de baldosas, aquí y allá había arriates donde crecía un árbol o una planta trepadora que, a su vez, servía de separación entre las mesas.
—Nunca había venido —dijo Karin—. ¡Qué acogedor!
—Es uno de mis lugares preferidos. Dime… ese tal Göran, me pareció que insinuaba que era tu ex —comentó Johan, mirándola fijamente.
—Así es. No es tan estúpido como parece.
—Pero yo diría que sigue sintiendo algo por ti.
—No lo sé. Es posible —repuso ella con aire reflexivo, como si fuera la primera vez que pensaba en ello.
—¿Hace mucho que lo dejasteis?
—Más o menos medio año. Sigue viviendo en el piso de Majorna, mientras que yo me trasladé al barco, que, gracias a Dios, es mío —explicó, cogiendo la carta que le ofrecía el camarero con una sonrisa.
Pidieron una cerveza mientras estudiaban el menú. Karin se preguntó qué habría pedido Göran; seguramente al ver los precios se le habría atragantado la cerveza.
—¿Qué me recomiendas? —preguntó Karin.
—Todo está bueno. Pero me encanta la pizza Vågrätt.
Como tardaron cuarenta minutos en servirles la comida, Karin estaba muy hambrienta. Sin embargo, después de probar la pizza con colas de cangrejo, crème fraîche y hierbas aromáticas frescas, disculpó toda tardanza.
—¡Qué sabrosa! —exclamó.
Johan asintió entre mordisco y mordisco.
Una vez saciados, se reclinaron a la espera de los postres y los cafés, a los que invitaría el propietario, como había propuesto un sonriente Johan, en contraprestación por lo que habían tardado en servirles. Tras dar cuenta de una exquisita crème brulée con frambuesas y un café con leche, Karin sonrió de oreja a oreja.
—Sé que trabajas en Gotemburgo, pero ¿vives aquí? —preguntó a Johan, dejando la taza en la mesa.
—No; tengo un piso en Gotemburgo, en el barrio de Linnéstaden. Pero como mis padres viven aquí, y ahora también Martin y Lycke se han trasladado, tengo muchas oportunidades para quedarme a dormir. Lycke me ha prometido que me cederán su sótano si lo arreglo —comentó sonriente. A continuación, pagó la cuenta y se levantaron—. Vengo tanto como puedo, pero no dispongo de casa propia. Todavía. A la larga espero mudarme aquí de forma permanente, pero depende de que encuentre a alguien dispuesto a vivir aquí todo el año —añadió sin dejar de sonreír.
Karin pensó en sus palabras. Recordó lo mucho que disfrutaba de la cercanía del mar y del paso de las estaciones desde que vivía a bordo del Andante. Había recuperado mucho tiempo para sí misma; tiempo para pensar, leer, disfrutar, contemplar el mar y los acantilados.
Johan optó por salir del restaurante no por donde habían entrado, sino por el patio trasero, que estaba vallado. Un camarero les abrió la puerta. Karin se dijo que el hecho de que Göran estuviese cerca de la puerta que daba al muelle tenía algo que ver. Johan le cedió el paso y saludó con la mano a alguien que estaba dentro del local antes de salir a Hospitalsgatan. En ese momento, el ferry atracaba. Una riada de gente y ciclomotores de carga invadió el muelle.
—Podrías comprarte uno de los pisos recién construidos en Hedvigsholmen, ¿no? —comentó Karin, señalando el otro lado del estrecho, hacia las casas que se alzaban donde había estado el viejo astillero.
—No sé, no es exactamente mi estilo. Los pisos están muy bien, pero me resultan muy… desalmados. No tienen encanto. Líneas depuradas sí, pero ninguna escalera antigua que haya conocido el paso de tres generaciones, ni jardines con manzanos nudosos —repuso Johan, mirándola fijamente.
—Ya —repuso Karin, sintiendo que se le aceleraba el corazón—. ¿Y aquí vive mucha gente todo el año?
—Eso se pretendía. Al principio, el ayuntamiento exigió que los compradores de pisos en edificios de propiedad colectiva residieran en Marstrand y estuvieran censados aquí. A todo el mundo le pareció bien, pues así se lograría que la gente viviera en la ciudad todo el año.
—Qué bien.
—Sí, desde luego. Pero, por desgracia, el ayuntamiento bajó el listón demasiado pronto, lo que llevó a que las ventas se precipitaran, y ahora el islote de Hedvigsholmen está tan a oscuras en invierno como el resto de Marstrand. A veces me pregunto qué tienen en la cabeza. Ahora quieren vender Båtellet, por donde pasamos esta mañana, ya sabes, el balneario situado al lado de Societetshuset. También la escuela y el edificio del ayuntamiento están en el punto de mira municipal.
—¿Realmente es necesario vender los viejos edificios? Y además, ¿dónde se supone que meterán a los niños?
—Bueno, ya verás como acaban vendiendo el colegio y luego realquilan las instalaciones a precios escandalosos. Sólo piensan a corto plazo, parece que las soluciones simples siempre prevalecen sobre las económicamente razonadas y que mantienen un archipiélago vivo. Vaya, menuda digresión. —Johan sonrió—. ¿Seguimos?
—Claro.
—Bueno, tenemos que seguir recto y luego subir por ahí —explicó él señalando hacia arriba—. Allí, en la pequeña casa blanca vive, como ya debes de saber, nuestra querida señora Wilson. De hecho, es el barrio más antiguo de la isla. Marstrand ha sufrido periódicamente incendios, y como son casas de madera… Bueno, ya puedes imaginártelo. Sin embargo, este barrio en concreto y aquel de allí —dijo, indicando el otro lado de la calle— sobrevivieron a todos ellos.
Apareció un anciano con un bastón, que estrechó la mano a Johan. Karin se quedó mirando divertida mientras Johan pensaba cómo presentarla.
—Karin —dijo finalmente, antes de añadir—: Una buena amiga de Lycke.
—¿De veras? O sea, que de Lycke… —repuso el hombre, y le guiñó un ojo a Johan, que se sonrojó levemente.
—¿Sabes si Georg está en casa? —preguntó.
—Sí, creo que sí. Llama al timbre y compruébalo. Encantado de conocerte, Karin —se despidió el hombre con una sonrisa, y se alejó.
«Amiga de Lycke», pensó Karin, y miró satisfecha al apurado Johan.
—Por cierto, estuve en la biblioteca y me llevé dos CD —comentó—. Uno sobre las casas de Koön y el otro sobre las de Marstrandsön. Habla de los propietarios antiguos y los actuales. Son muy interesantes.
Johan la miró agradecido por el giro de la conversación y se apresuró a decir:
—Colaboré con las fotos. Hay muchos libros entretenidos. ¿Diste con la casa de la señora Wilson?
—Ayer por la noche, antes de acostarme, estuve informándome un poco acerca de ella. Estoy leyendo la Historia de Marstrand, de Eskil Olàn.
—El señor que acabamos de encontrarnos es el secretario de la asociación. Su hermano Georg es quien más sabe de la piedra de los sacrificios, y esperemos que sepa dónde se encuentran las marcas de los martillos de Thor. ¿Te apetece acompañarme y hablar con él?
—Desde luego.
—Estos últimos tiempos han sido un tanto turbulentos para la asociación, teniendo en cuenta lo que ocurrió en primavera.
Karin asintió. El entonces presidente de la asociación había estado indirectamente involucrado en la investigación y en los lamentables hechos acontecidos la primavera pasada.
—El presidente dimitió, imagino que se dio cuenta de que ya no tenía ninguna credibilidad. Ahora, Georg es el presidente interino hasta la próxima junta general anual.
Georg vivía con su esposa en la esquina de Kyrkogatan con tervändsgatan.
Johan llamó, pero nadie acudió a abrir. Entonces probó la puerta, que no estaba cerrada.
—¡Hola! —gritó, abriéndola.
—¿Quién es? —preguntó alguien en la planta superior.
—¡Johan Lindblom!
—¿Quién?
—¡Soy Johan! El hijo de Putte y Anita.
—¿Hack i Bua?
—Sí, sí —suspiró Johan.
El hombre que se llamaba Georg tenía el pelo cano y espeso y unos ojos azules muy claros. Estaba sentado frente a una señora de cabellera igualmente blanca y abundante, recogida en una trenza. Sobre la mesa que mediaba entre los ancianos había un tablero de ajedrez.
Karin se adelantó y les dio la mano. El apretón del hombre era cálido y firme, y todo en él le resultaba familiar. «Me recuerda a mi abuelo», pensó, y sonrió para sí.
—Georg, ¿seguro que no me has oído la primera vez que he llamado? —inquirió Johan, receloso.
—Por supuesto que no —aseguró el anciano.
—Hum… ¿Cómo va? —preguntó el joven, señalando el tablero de ajedrez—. Me temo que te han acorralado.
—Menos mal que habéis venido, está dándome una paliza, como de costumbre.
Karin sonrió. Solía jugar con su abuelo al ajedrez, pero, en cuanto ella se volvía, él intentaba hacer trampas. Johan les presentó a Karin, esta vez como amiga de Lycke, pero también como inspectora de policía.
—Está interesada en los martillos de Thor en lo alto de la montaña, cerca de la Arboleda Sagrada —explicó.
Georg asintió con la cabeza.
—Antes nos tomaremos un café, ¿de acuerdo? Tenemos recién tostado.
A pesar de que acababan de beber uno, ni Johan ni Karin lo rechazaron. Georg salió de la habitación y lo oyeron moler el café con un antiguo molinillo que emitía un sonido agradable.
—Menudas cosas pasan últimamente —comentó la anciana Signe—. Y con tantos lugares como hay, tenía que ser en el jardín de la señora Wilson.
—¿Tiene algo especial ese jardín? —preguntó Karin, esperando por fin obtener alguna pista.
—No, si se lo preguntas a ella. Me refiero a la señora Wilson, claro. Pero es que inventariamos todas las casas de Marstrand, tanto de la isla de Koön como de la de Marstrandsön.
—Los CD —le explicó Johan, y Karin asintió con la cabeza.
—Todos los propietarios tuvieron que contarnos cuanto sabían sobre sus casas. Al fin y al cabo, buena parte de estas cuentan con una larga historia y en algunos casos disponíamos, gracias al archivo de la asociación, de más información que sus dueños. A la mayoría les parecieron muy divertidas las viejas historias de las que nada sabían, pero a la señora Wilson no le hicieron ninguna gracia. Escribió algo acerca de su casa, pero sobre todo del jardín: una enorme lista de nombres en latín de sus plantas, creo recordar. Cuando le mostramos el material y le explicamos la historia de la finca se mostró indignadísima. Intentamos convencerla de que ese trabajo de recuperación histórica podría ser de gran interés para las generaciones venideras, pero ella se negó en redondo.
—¿Qué dijo? —preguntó Karin.
—No es que no conociera la historia, sencillamente no quería que se conservara. Se comportó con gran hostilidad. Nos dijo que si no nos ateníamos a lo que ella nos había contado, tendríamos que borrar su casa de nuestro registro.
—¿Qué le parecía tan mal?
—Para empezar, que quedara reflejado el nombre del barrio, Häxan, la Bruja, aunque al final tuvimos que ponerlo puesto que el resto de los propietarios de la zona había dado su visto bueno.
—¿Se llama así? ¿La Bruja? —inquirió Karin.
—Pues sí. Porque la casa está situada justo en el lugar donde vivía Malin de Backen, o de la Cuesta. Malin, que nació en 1634, era una mujer muy sabia, de haber vivido en nuestra época sin duda habría sido médica. Su marido murió ahogado, así que se quedó sola con dos hijos. Asistía en los partos o cuando la gente enfermaba o se lastimaba. Pero entonces empezó a correr el rumor de que era una bruja. Vivía en una cabaña con sus dos hijos, y se las había arreglado para salir adelante a pesar de ser viuda. Ninguna de las personas a quienes había ayudado a lo largo de los años salió en su defensa. Al final la arrojaron al mar desde el lugar en que hoy en día está el muelle, pero dado que no se hundía ratificaron que era bruja. Entonces la decapitaron, luego la quemaron en la hoguera e incendiaron su cabaña. Treinta años más tarde, en 1701, se erigió una nueva casita, donde vive ahora la señora Wilson. Las malas lenguas aseguran que su jardín es tan excepcionalmente florido gracias a las cenizas de la cabaña de la pobre Malin.
—¿Y esa era la historia que pretendía ocultar? —preguntó Karin.
—Pues sí. Aunque muchos de nosotros, los interesados en la historia del lugar, ya la conocíamos.
—Yo no —terció Johan—. Lo único que sé es que las personas que eran juzgadas por brujería aguardaban la sentencia en los sótanos del ayuntamiento.
—Bueno, porque tratamos de ser comprensivos con la señora Wilson y no contar nada a los niños —aclaró la anciana Signe.
—¿Los niños? —Johan se echó a reír—. Pero ¡si tengo treinta y cinco años!
—El pastor de la iglesia en tiempos de Malin se llamaba Fredrik Bagge —dijo Signe.
«Calle de Fredrik Bagge», pensó Karin, pues pasaba por ella a diario de camino al barco.
—Pero Fredrik Bagge no fue párroco hasta 1675, así que no tuvo nada que ver con la persecución de las brujas —la corrigió Georg desde la cocina.
—Oh, sí, sí que tuvo que ver —replicó su mujer, lanzándole una mirada furibunda—. Tal vez no directamente en el desempeño de su cargo, pero por lo visto la madre de Fredrik Bagge también fue denunciada por brujería. Me imagino que la única diferencia que había entre ambas mujeres era que la madre del pastor de la iglesia tenía un hijo que podía hablar por ella y defenderla y que, además, era muy apreciado como párroco. Que su marido encima fuera el alcalde de Marstrand también debió de ser decisivo. La esposa del alcalde, es decir, la madre de Fredrik Bagge, se libró de las acusaciones, mientras que Malin fue ejecutada y quemada.
—Es terrible —dijo Karin.
—¡E increíble! No puedo entender que no me lo hayáis contado hasta ahora. Por cierto, ¿qué les pasó a los niños? —preguntó Johan—. ¿Les permitieron quedarse en Marstrand?
Karin lo miró de reojo. De todas las cosas que podía preguntar, justo planteaba esa cuestión, pensó un tanto impresionada.
—Creo que se ocuparon de ellos unos familiares y que se marcharon del pueblo, pero no sé si los separaron o no. Me parece recordar que todas las actas de los interrogatorios de los procesos por brujería se encuentran en la biblioteca universitaria de Gotemburgo. Tal vez anotaron en los documentos el destino de los niños.
—¿No se guardan todas las actas en el Archivo Nacional? —intervino Georg, que en ese momento entraba con la bandeja del café—. ¿El Archivo Nacional de Estocolmo? Estamos preparando una muestra sobre la persecución de brujas en Bahusia, a partir de lo ocurrido en Marstrand, que se expondrá en la Sala de Cristal del ayuntamiento. Había pensado en contar con Sara. ¿Qué opinas, Johan?
—¿Sara von Langer? —preguntó Karin.
Johan asintió con la cabeza.
—Sí, es muy buena. Pero ha sufrido una depresión por agotamiento de la que está recuperándose, así que debe descansar.
Karin saboreó el café y los bollos de vainilla caseros sin dejar de observar el tablero de ajedrez.
—¿Puedo? —preguntó al fin, limpiándose con la servilleta.
—Por supuesto —la invitó Georg—. Necesito toda la ayuda del mundo.
Karin movió el caballo negro.
—Jaque —dijo sonriente.
—Jaque —repitió Georg, mirando socarronamente a su mujer.
—Por Dios, Georg, no es más que una jugada —repuso la anciana, sin parecer muy preocupada.
Echó un vistazo a las piezas blancas y al final movió una torre. Karin se dio cuenta de lo que pretendía y hábilmente bloqueó su jugada.
—… mate —anunció Karin, tres jugadas más tarde.
—Jaque mate —dijo Georg satisfecho, mientras su mujer seguía examinando sus piezas para ver si le quedaba alguna salida.
Georg se levantó, se acercó al viejo secreter y arrancó una hoja de una vieja libreta.
—He completado el libro de historia de Eskil Olàn —anunció el anciano dando una palmadita al cuaderno, y se puso a copiar el mapa que había en una de sus páginas—. Con esto podréis encontrar los martillos de Thor.
Después le pasó el mapa a Johan y le aseguró que siempre serían bienvenidos si se acercaban al barrio, sobre todo Karin, y nunca en mejor momento que los sábados por la tarde, puesto que era cuando su esposa y él solían jugar al ajedrez.
Mientras se ponía la cazadora, Karin reflexionó sobre si una cabeza encontrada en un jardín podía tener que ver con la brujería y la quema de brujas en la provincia de Bahusia. Seguramente no.
—¿Qué? Ya sabes algo más, ¿no? —comentó Johan cuando hubieron salido de la vieja casa—. Cada poco se oyen nuevas historias. Bueno, al menos nuevas para mí. Como la de hoy. Era terrible.
—Sí, es verdad —repuso ella, percatándose de que acababa de recibir respuesta a las preguntas que se le habían ocurrido tras ver el CD en que aparecía la finca de la señora Wilson. Mejor dicho, la finca de la señora Wilson y de Malin. Al leer entre líneas había intuido que había habido una casa antes de lo datado. Ahora podía constatarlo, incluso sabía a quién había pertenecido y lo sucedido.
Reemprendieron la subida hacia la parte más alta de Marstrandsön. Ese lado de la isla daba a Koön por el este y quedaba al resguardo del viento del oeste gracias a la sierra. Estaba edificado; un entramado de pequeñas callejuelas adoquinadas discurría entre las casas.
La iglesia, con su techo de cobre, se erguía sobre los tejados.
—Hay cuatro relojes en la torre, uno en cada punto cardinal, y ninguno marca la hora correcta —comentó Johan señalando la torre blanca.
—Tengo que reconocer que no frecuento mucho la iglesia —dijo Karin.
—¿Cómo es posible? ¿De verdad? ¡Pues yo soy el mayordomo de una cofradía de aquí! —exclamó Johan.
—¿En serio?
—¿Tú qué crees? —Le guiñó un ojo—. Tenemos que subir por aquí, a la izquierda —dijo, indicando más allá de una casa con placas de amianto, una de las pocas que todavía quedaban.
—Bueno, nunca se sabe, ya perteneces a la Asociación Histórico-Cultural de la zona… Podrías muy bien estar metido en actividades parroquiales. Ponerte a repartir folletos y cosas así.
—Eso lo hice, lo admito, pero sólo porque me lo pidió el pastor. Uno de los sacristanes había enfermado.
Karin lo miró con el rabillo del ojo. Hacía tiempo que no se sentía tan a gusto con alguien. Johan la hacía reír y le encantaba su interés por la historia. Era un poco más alto que ella y su pelo rubio estaba un tanto desteñido por el sol del verano. Tenía el rostro y los brazos bronceados, y cada vez que sonreía un hoyuelo afloraba en su mejilla. Le gustaba su risa fácil, cálida y sincera, como él. «A mi abuela le caería bien», pensó antes de reparar en adónde la llevaban sus pensamientos y serenarse. «¡Despierta!», se ordenó.
La exclamación de Johan la sacó de sus cavilaciones:
—¡Aquí está la primera!
Karin corrió hacia él. La marca estaba a unos setenta metros de la piedra de los sacrificios.
—¿Está intacta? —preguntó sorprendida.
—Eso parece. No recuerdo que lo estuviera la última vez que la vi, aunque de eso, claro, hace mucho.
Estaba pintada de un rojo que recordaba el tono que se utilizaba en los petroglifos para que se vieran mejor.
—Espera —dijo Karin, petrificada—. ¿Podrías llamar a Georg y preguntarle si estas marcas solían pintarse? Ten, usa mi móvil.
Le pasó el teléfono y escuchó atentamente mientras Johan hablaba. Por su expresión, supo que sus temores se confirmaban.
—No, no deberían estar pintadas. Al menos, por lo que Georg sabe.
Karin se inclinó hacia delante para observar bien. Luego sacó la cámara y tomó unas fotografías.
—¿Qué será? —preguntó Johan.
—Sangre. Creo que alguien pintó la marca con sangre.
Åkerström, Trollhättan, otoño de 1958
A Birger nunca le habían caído simpáticas ni Kerstin ni su hija, Hjördis. Cuando salió aquel día a ordeñar las vacas por última vez, volvió a pensar en el niño. ¿Realmente habría alguien de visita en casa de Kerstin? Le costaba creerlo. Aquella familia se mostraba muy reservada y, por lo que él sabía, no tenían parientes ni amigos en ningún lugar. Tampoco en la comarca. Algo no encajaba. Algo no iba bien.
A pesar de que eran más de las diez de la noche, decidió acercarse a la granja. Como hacía frío, se puso unos zapatos y una chaqueta gruesos. Aina reparó en el semblante serio de su marido, y asintió.
El viento había arreciado y el aire olía a lluvia. Avanzó con paso firme hacia la casa roja. Miró los tragaluces del sótano; estaban a oscuras. Era imposible que allí abajo viviera alguien. Las malvarrosas y el espliego florecían a ambos lados de las escaleras de piedra con barandilla de hierro forjado. Las manzanas de los tres árboles comenzaban a enrojecer. La luz de la cocina estaba encendida y un rumor de voces excitadas le llegó del interior. Birger vio a los padres de Hjördis sentados a la mesa de la cocina, mientras su hija iba de un lado a otro haciendo aspavientos. Su padre alzó la voz. Entonces Hjördis se detuvo y se acercó a su madre, le levantó la manga de la blusa y señaló algo. Para su espanto, Birger descubrió que la mano y el brazo de la anciana estaban llenos de estrías rojas. El chico, pensó.
Subió los escalones de tres zancadas y llamó a la puerta con fuerza. Las voces se acallaron abruptamente. El padre salió a abrir.
—Vaya, si es Birger —dijo—. ¿Pasa algo?
—¿Ya se han ido vuestros invitados? —preguntó este, sin más.
—Sí, ya se marcharon.
—Menos mal que apareció el niño —comentó Birger, escudriñando el rostro del hombre.
—Uf, sí, muchas gracias por colaborar. Díselo a Aina también, por favor.
Kerstin apareció en la puerta.
—Pero, Kerstin, ¿qué te ha pasado en la mano?
—El gato me arañó. —La mujer ocultó la mano.
—El niño —se limitó a decir Birger, clavando sus oscuros ojos en ella—. ¿Dónde está?
—Pero, joder, Birger… —protestó el marido.
—Ve a buscar al niño ahora mismo —ordenó Birger lentamente, en un tono ronco similar al gruñido de un perro listo para atacar.
Kerstin lo midió con la mirada. Birger dio un paso adelante.
—¡Ahora! —rugió.
El marido intentó cerrar la puerta, pero Birger era rápido: ya se había abierto paso y colado en el vestíbulo.
—Pero si se marcharon —se resistió Kerstin débilmente.
Birger miró alrededor hasta que señaló la pequeña puerta tapizada con el mismo empapelado a rayas de las paredes.
—Abre la puerta del sótano.
—¿Qué?
—Ya me habéis oído. Creo que me mentisteis. Pero, si no pasa nada, no tendréis ningún problema en abrir esa puerta, ¿verdad? —Y, sin esperar respuesta, giró la llave en la cerradura, abrió y le dio al interruptor de la luz.
Un fardo sucio y sanguinolento yacía al pie de la escalera del sótano. Birger bajó. Era el niño. Le apartó el pelo de la cara. Tenía la frente empapada de sudor frío y respiraba entrecortadamente. El padre de Hjördis dio un paso hacia Birger, pero se detuvo al ver el destello de rabia en los ojos de su vecino.
Una hora y media más tarde, los técnicos forenses habían acudido al lugar.
—¿Alguna vez te tomas un día libre? —refunfuñó Jerker.
—Al contrario —respondió Karin—; es más, sería capaz de hacer el trabajo de los técnicos, aunque nunca me atrevería a intentarlo, pues no quisiera estropear nuestras buenas relaciones.
—¿Cómo te vino esta idea?
—Tras haber investigado un poco y gracias a unos datos que me dio un buen amigo.
—¿Un buen amigo? ¿Ese de allí? —Jerker señaló en dirección a Johan, que estaba sentado en una roca, un poco más lejos—. Por cierto, nos encontramos con Göran en el puerto. Me preguntó si te había visto.
—¿Y qué le dijiste?
—Que no, naturalmente. Al fin y al cabo no te había visto. Todavía no.
Jerker frotó con un palito de algodón la hendidura formada por la marca en la roca.
—¿Es sangre? —preguntó Karin.
El técnico forense echó una gota en el palito, que cambió de color. Asintió con la cabeza.
—Sí, eso parece. La pregunta es si la sangre ya estaba aquí ayer. —Metió el palito en una bolsa de plástico—. ¿Dónde están las otras tres marcas que mencionaste?
Karin le pasó el croquis de Georg y le señaló los lugares.
—¿Sabes si también están pintadas?
—No puedo saberlo, eso tendrá que determinarlo un profesional. O sea, tú, Jerker.
—Fantástico. Tú vete con tu ligue, al fin y al cabo es sábado. Te llamo luego.
Karin, que se había vuelto dispuesta a irse, retrocedió dos pasos.
—No es ningún ligue.
Jerker alzó la mirada, divertido.
—No, claro. Díselo a él. Vamos, vete, Karin.
—Oye, Jerker…
—¿Qué me dijiste el otro día? ¿«No entres en una disputa verbal que tienes perdida de antemano»? —Y con aire satisfecho la despidió agitando la bolsa con el palito teñido.
«Me lo merezco», pensó cuando le devolvió el saludo y se alejó del lugar.
—¿Estás ocupado esta noche o puedo devolverte la invitación a almorzar con una cena?
Johan la miró indeciso. Ella se sintió confusa; ¿tal vez se había precipitado?
—Un momento, tengo que hacer una llamada.
—Si no, podemos dejarlo para otro día —contraatacó Karin.
—No, no, pero es que había prometido a mi hermano y a Lycke que los ayudaría a subir un montón de listones al altillo, aunque puedo telefonear para quedar mañana.
Mientras Johan llamaba, Karin se apartó un poco y se puso a observar a Jerker y los demás técnicos que estaban peinando la zona. Le gustaba su trabajo, y la manera en que los técnicos, los médicos forenses y los inspectores de la brigada criminal, con el comisario Carsten Heed a la cabeza, abordaban las investigaciones desde diferentes enfoques. Además, Carsten la había apoyado durante la ruptura con Göran. No tanto con palabras cuanto con hechos. La había puesto a cargo de un caso, demostrándole así que confiaba en ella, que sabía que era capaz.
—Sí, sí, lo comprendo, Martin —estaba diciendo Johan al teléfono—, pero haz el favor de escucharme un momento… —Se dio la vuelta, de manera que el viento no llevara hasta ella sus palabras. Instantes después se volvió y entonces Karin lo oyó todo perfectamente—. Estupendo, nos vemos mañana. No, no pienso decirle que has dicho…
Karin no podía ocultar la risa.
—Bueno, ¿qué pasa? ¿Has oído lo que decía?
—Tal vez… Por cierto, ¿sabes cuándo cierra la tienda de la cooperativa? No cuento con muchas cosas a bordo, así que tendremos que hacer una parada allí.
Johan echó un vistazo al reloj del móvil.
—Se acabaron los horarios ampliados del verano, así que creo que los fines de semana cierran a las seis. Si nos damos prisa, podremos coger el ferry de las seis menos cuarto.
Justo cuando estaban apenas a cincuenta metros, bajaron las barreras del ferry. Karin aminoró la marcha, pero, para su sorpresa, Johan siguió corriendo y las barreras se alzaron. Una vez a bordo, Johan le hizo una seña al capitán a modo de agradecimiento. Este abrió la puerta del puente y gritó de forma que todo el mundo pudiera oírlo:
—A estas alturas, podrías haberte aprendido los horarios del ferry, ¿no te parece, Johan?
Johan cargaba con las bolsas de la compra. Karin pensó que Göran nunca había hecho siquiera amago de acompañarla al supermercado. Cuando tomaron el sendero a Muskeviken y siguieron por los muelles hasta el atracadero del Andante, la gente los miró con curiosidad. Algunas personas estaban sacando sus barcos del agua y en el extremo del muelle flotante, al lado del Andante, estaban los viejos de siempre sentados en un banco, dispuestos a no perderse prenda y armados de sus comentarios sarcásticos. Cuando vieron a Johan, empezaron a darse codazos, impacientes.
—¡Hola, Hack i Bua! —le gritó uno, y los demás rieron—. ¿Qué, por fin te ha pillado el toro?
—Qué cómodos están ahí los genios especulando —contestó Johan, y dejó las bolsas de la compra en el suelo.
—¡A este no vale la pena tenerlo de marinero! —gritó uno de los viejos a Karin—. Se cargó la proa del barco de Ålefiskarn.
—Es que no lo quiero como marinero —les informó ella, con la más amable de las sonrisas, provocando la hilaridad entre los viejos—. Además, este es un barco muy sólido —añadió—, es un poco más difícil cargárselo.
Karin subió a bordo y abrió la escotilla de entrada.
—Pero pescar sí sabe, sí… —oyó que decían los ancianos—. Recuerdo cuando él y su hermano salían a pescar anguilas. Menudos cordones de zapatos traían a casa. Y luego pretendían ahumarlas…
El sol había lucido todo el día y en el barco el calor era sofocante. Karin abrió para que el viento refrescara el interior. Se apresuró a recoger la ropa tirada aquí y allá, y pensó en los escasos metros cuadrados de la embarcación. «Bueno, es lo que hay —se dijo—. Maldita sea, ¿tendré una botella de vino a bordo?».
Johan bajó la escala y se reunió con ella.
—Qué acogedor. La verdad es que es más grande de lo que creía. No sé si recuerdas que Martin y yo subimos a bordo la primavera pasada.
Karin contempló a Johan estudiando su barco. A menudo la gente que no la conocía reaccionaba de una manera extraña al saber que vivía en un velero. La primera idea que les venía a la cabeza era que estaban ante una chiflada que había quedado fuera de la red de protección social, aunque la mayoría se esforzaba por disimular. Luego solían examinar discretamente su ropa para ver si estaba limpia, si parecía que se había duchado, si tenía el pelo grasiento o había algo en ella que se salía de la norma.
Justo al bajar al interior, en la parte de popa y debajo de la cabina, había dos literas, una enfrente de otra y sobre las que Karin ponía cosas. A la izquierda estaba la mesa de navegación y encima la radio VHF, el GPS y la pantalla del radar. Todo se hallaba distribuido de la mejor manera, de forma que se pudiera ver y oír estando incluso al timón. Ahora que el barco se había convertido en su vivienda, la mesa de navegación abatible, fabricada en el estilo de un viejo pupitre, también hacía las veces de escritorio. De momento, las cartas náuticas estaban allí guardadas.
Karin abrió un armario y encontró dos botellas de buen vino. Seguramente por eso seguían allí: porque eran demasiado buenas para bebérselas sola. Escogió una y la dejó sobre la banqueta, al lado del fregadero. Luego lo sirvió en dos vasos de plástico y le ofreció uno a Johan.
—Salud y bienvenido a bordo.
Empezaron a preparar la cena; un aroma delicioso impregnó el ambiente. Eran las siete cuando se sentaron a la mesa. Había empezado a anochecer y Karin encendió el quinqué que colgaba sobre la mesa. Abrió la segunda botella de vino.
—Gracias por tu ayuda. Ha sido sumamente interesante y no habría podido averiguar tantas cosas por mi cuenta. Es una pena que las circunstancias sean tan horribles —dijo Karin.
—Gracias a ti. Lo he pasado bien. —Johan dejó la fuente oval con mandarinas sobre la mesa y la miró fijamente—. Muy bien —añadió.
Karin sintió que se sonrojaba.
—No sé en qué trabajas —recordó ella de pronto.
—No, y eso es maravilloso.
—¿Por qué?
—Porque hemos tenido tantas otras cosas de que hablar que ni siquiera hemos sacado el tema. Normalmente suele ser lo primero que te preguntan en una cita.
—O sea, que tenemos una cita… Vaya, pues no me había enterado —bromeó con aire retador.
—La verdad es que no sé si la tenemos o no, pero me gustaría que así fuera. —Johan se inclinó sobre la mesa y le cogió la mano. Luego se levantó, rodeó la mesa y se sentó a su lado en el banco. Muy cerca. Retiró un mechón de pelo que le caía a Karin sobre la cara y se lo colocó detrás de la oreja—. Tienes los ojos más bonitos del mundo. Verdes azulados como el mar y moteados de ámbar.
Un extraño ruido la alertó. Apenas un instante después oyeron un estrépito: alguien había caído sobre la cubierta del Andante en un intento de subir a bordo. Karin no daba crédito a sus oídos cuando oyó aquella voz tan familiar trabándose al cantar:
Eres tan maravillosa, amor mío,
y tan guapa…
Te quiero, y así será
hasta que el mar se seque…
Abrió la escotilla y vio a Göran, que acababa de incorporarse. Sujetaba un ramo de rosas sobre el que probablemente había aterrizado, a juzgar por su aspecto espachurrado. Le ofreció sonriente el maltrecho ramo, pero su sonrisa se desvaneció al vislumbrar a Johan.
—Tú y yo estamos prometidos —le dijo a Karin—. ¿No te ha contado que estamos prometidos? —preguntó a Johan.
—Basta ya, Göran.
Desde luego, tendría que hablar en serio con Göran, pero en aquel estado no era buena idea.
—¿Quieres que…? —dijo Johan, señalando el muelle.
—No, no quiero —lo interrumpió ella.
En ese instante, Göran le lanzó un puñetazo a Johan, que logró esquivarlo. Pero el otro perdió el equilibrio y cayó de cabeza a las oscuras aguas.
—¡Joder! —gritó Johan, quitándose el jersey, y saltó.
La ardentía contorneaba de fosforescencia las siluetas de ambos, que segundos más tarde emergieron. Göran tosía.
Después de subirlo a la cabina y darle una toalla, Karin sacó el móvil para llamar a Henke, el amigo de Göran. Diez minutos más tarde aparecieron Henke y otro tipo en una lancha de goma.
—Discúlpalo, Karin. No es el mismo desde que rompisteis —dijo Henke.
«No —pensó Karin—, pero yo tampoco podía ser yo cuando estábamos juntos».
—Karin… —dijo Göran, que así mojado parecía un perrillo de ojos suplicantes.
—Cuida de él, Henke —pidió ella, y siguió con la vista la lancha de goma mientras se alejaba.