Åkerström, Trollhättan, otoño de 1958
Lo despertó el frío. Una especie de pitido lo perseguía en sus sueños. Estaba tumbado en el suelo. Fuera había oscurecido, debía de ser tarde, tal vez incluso de noche. Su ropa estaba mojada y lo envolvía un olor acre. Entonces reparó en el cubo metálico volcado a su lado. Alguien había vertido el contenido de su váter sobre él, de ahí el olor. Se llevó la mano a la oreja. Era como si aquel pitido viniera del interior de su cabeza, no lograba acallarlo. Su mano se tiñó de rojo por la sangre que seguía manando de la oreja. Hacía mucho que las cosas no se ponían tan feas.
Llevaba tiempo dándole vueltas, pero cuando lo verbalizó supo lo que debía hacer: «Tengo que escaparme».
Echó un vistazo al sótano. Los muros de piedra de la vieja casa eran gruesos y los tragaluces demasiado pequeños para salir por ellos. Pero en el sótano había dos rejillas de ventilación, y aunque no eran anchas ni altas, tal vez tuvieran las dimensiones adecuadas para un niño desnutrido. Aquella misma noche se puso a la tarea, ayudándose de una oxidada pala de jardín y un destornillador sin mango.
Sara estaba sentada a la mesa de la cocina de su hogar en Fyrmästargången observando la casa amarilla de sus vecinos Lycke y Martin, que estaban recogiendo. Habían tenido invitados. Había reconocido al hermano de Martin, Johan, pero lo costó caer en la cuenta de que la otra mujer era Karin Adler. Lycke le sonrió y la saludó con la mano antes de apagar la última lámpara. Sara le devolvió el saludo y se sumió de nuevo en sus cavilaciones.
Llevaba dos semanas sobreviviendo en el trabajo. Dos semanas en que se había incorporado en un veinticinco por ciento al trabajo, pero el setenta y cinco restante seguía de baja por enfermedad. La inspectora de la Seguridad Social no estaba nada satisfecha con ella.
«Hay momentos en que es necesario apretar los dientes y seguir adelante», le había dicho durante la reunión que habían mantenido ese día, sin entender que era justo ese apretar-los-dientes-en-lugar-de-derrumbarse lo que había llevado a Sara a aquel estado. El uso que los medios de comunicación hacían del término «agotamiento laboral» lograba que la gente, aunque estuviera sólo un poco cansada o harta de su trabajo, se definiera como agotada, aun sin tener ni idea de lo que realmente implicaba estar exhausto. Además, según un estudio recientemente publicado, para quienes sufrían este agotamiento resultaba más beneficioso seguir en el puesto de trabajo, no quedarse en casa. Sara se preguntaba quién rayos había elaborado el dichoso estudio y cómo habían podido llegar a esa conclusión. Algo así sólo podía haberlo dicho alguien que no sabía lo que implicaba verse envuelto en las tinieblas más tenebrosas a causa de una depresión por agotamiento.
Ahora la Seguridad Social le exigía que en un mes se hubiera incorporado de lleno a su trabajo en jornada completa. La encargada de Recursos Humanos, que junto con la médica de la empresa había asistido a la reunión, no había sido de gran ayuda. Al menos no para Sara.
—Bueno —había dicho, volviéndose hacia Maria, la representante de la Seguridad Social—, pero es que los términos «agotamiento laboral» y «depresión por agotamiento» no existían cuando nosotras éramos jóvenes.
—En fin, Sara, realmente hemos hecho cuanto hemos podido por ti. Ya no sé qué más podemos hacer —terció la médica de la empresa, volviéndose hacia ella.
—¿Qué habéis hecho por mí? —exclamó Sara, en un repentino ataque de ira. ¿Acaso estaban diciendo que el problema era ella? La empresa había tenido que contratar a tres consultores, ¡tres!, para sustituirla en su puesto, lo que dejaba bien a las claras cómo había estado sobrecargada de tareas.
—Por lo visto, en varias ocasiones no asististe a reuniones previamente concertadas —dijo la médica de la empresa.
La representante de la Seguridad Social levantó sorprendida la vista de sus papeles y frunció el ceño.
—¿Reuniones a las que Sara no asistió? —preguntó, al tiempo que tomaba nota. Luego dirigió una mirada severa a Sara.
—Un momento —dijo esta, casi sin aliento—. Me perdí una sola reunión, pero de eso hace más de un año.
—Bueno, es posible, pero recuerdo que en otra ocasión ni siquiera apareciste porque estabas de viaje.
Sara se preguntaba si era posible que estuviera tan equivocada respecto al reparto de papeles en la reunión. ¿Acaso no se suponía que la médica de la empresa tenía que apoyarla y ayudarla? Al fin y al cabo había sido ella quien, en su día, firmó el certificado médico y quien alegremente le había recetado medicamentos a diestro y siniestro.
—Me dijiste que necesitaba cambiar de aires —le replicó Sara—. Por eso me fui con los niños y mis padres de vacaciones a Dinamarca. Tomas, mi marido, estaba en Estados Unidos trabajando. Creo que recordarás que tomé la decisión de acompañar a mis padres a instancias tuyas.
La doctora no parecía ni mucho menos dispuesta a admitir aquello. Le había prescrito medicamentos para quitarse a Sara de encima cuanto antes. Pastillas para conciliar el sueño por la noche y pastillas para superar los días, o incluso sobrevivir a ellos. Las pastillas se llamaban engañosamente píldoras de la felicidad. No le había dedicado nunca más de diez minutos salvo cuando la acompañaba alguien de Recursos Humanos. Sara había tirado del carro sola en todo momento.
Ahora lo recalcó, eligiendo con esmero las palabras y en el tono más sereno que pudo, a pesar de los sentimientos que le bullían y las lágrimas que se le agolpaban. Había solicitado ayuda psicológica y había preguntado qué podía hacer ella por su cuenta, pues estaba acostumbrada a ejercitar su lado débil, a perseverar hasta que esa misma debilidad se convertía en fuerza. Sin embargo, aquello era distinto.
«Debería haber cambiado de trabajo», pensó. De hecho, había encontrado un empleo que parecía interesante. Haciendo un esfuerzo casi sobrehumano, había llamado y enviado la solicitud, y al final le habían concedido una entrevista. La entrevista había ido bien, pero al solicitarles si cabía la posibilidad de empezar a trabajar sólo media jornada, le habían preguntado el motivo. Como a Sara no se le daba bien mentir, en lugar de soltar una mentirijilla y aducir que como madre de niños pequeños no estaba dispuesta a dejarlos tanto tiempo en la guardería, lo explicó todo. Admitió que había forzado tanto la maquinaria trabajando, que había acabado por enfermar. Sin embargo, contó una versión suavizada. En ningún momento les confesó que había estado tan mal que se había quedado casi dos años en casa. A lo mejor conseguía superarlo si renunciaba a su empleo actual y empezaba de cero en una nueva empresa.
El hombre sentado en la butaca de cuero había carraspeado, manifiestamente incómodo ante el giro que había tomado aquella entrevista laboral. Tras intercambiar una mirada con su colega, que había dejado la taza de café sobre la mesa de madera oscura, se volvió hacia Sara y le dijo:
—Nos pondremos en contacto contigo en cuanto hayamos tomado una decisión.
Ella les estrechó la mano a ambos y salió del despacho sabiendo que su nombre no acabaría impreso en una tarjeta de visita de la empresa.
En ese momento, una mujer de su misma edad llegó corriendo con una carpeta de lomo rojo bajo el brazo. Iba hablando por el móvil, pero, al ver a la recepcionista, se interrumpió y le dijo:
—Monika, guapa, ¿te importaría llamar a la guardería de Jakob y decirles que llegaré tarde? Gracias. —Cuando apenas se había alejado unos pasos, pareció arrepentirse y retrocedió. Los tacones de sus altas botas negras de cuero repiquetearon contra el suelo de piedra de la recepción—. ¡Oh, no, no puede ser, cierran a las seis! Tendré que pedir a alguna vecina que lo recoja.
Sara la siguió con la mirada cuando se precipitó hacia una sala de conferencias, donde se metió disculpándose en inglés por la tardanza. «Seguramente, tampoco en esa empresa habría conseguido el trabajo ideal, al menos no para mí», pensó. No valía la pena. A esas alturas lo sabía muy bien, pero si alguien hubiera intentado avisarle antes de que ocurriera todo, antes de que enfermara, jamás lo habría admitido. Se habría limitado a darle vueltas e irritarse con quienes la rodeaban por no entender el mucho trabajo que tenía. Sólo le faltaba acabar el informe, celebrar la reunión y luego llegaría el fin de semana. El problema era que el trabajo no parecía tener fin. El nivel era demasiado alto. Nunca le daba tiempo a terminar nada. Al final, fue su cuerpo el que acabó con ella.
La habían ingresado de urgencias con dolores en el pecho. Sus colegas la habían llevado al hospital a pesar de sus furiosas protestas. Sara todavía recordaba que había sacado sus papeles para seguir trabajando mientras llegaba el médico. La espera podía ser larga, de modo que así no perdería tiempo. El médico la sometió a un reconocimiento exhaustivo y le explicó que los dolores podían deberse a un émbolo en el pecho o en el pulmón, o algo así entendió ella. La tomografía computarizada lo descartó, y entonces el doctor centró su atención en la conducta acelerada y frenética de Sara. Había contestado con negativas a preguntas a las que sus compañeros de trabajo habían respondido que sí obstinadamente: si tenía mucho trabajo, si hacía muchas horas extra, si estaba estresada. Sara trató de explicar que, en ese momento, tal vez llevara demasiados asuntos entre manos, pero que las cosas mejorarían en cuanto hubiera superado aquel embudo.
Le dieron una baja por enfermedad de un mes. Los dos primeros días siguió trabajando desde casa y consiguió quitarse muchas tareas de encima. Era perfecto que la gente creyera que estaba enferma, así podía trabajar sin que nadie la molestara. Pero, puesto que no estaba «enferma» en el sentido literal del término, al tercer día pidió el alta y volvió al trabajo.
Dos semanas más tarde llegaron las Navidades y, durante las inusitadamente largas vacaciones de aquel año, Sara se colapsó por completo. Negros segundos, minutos, horas, fueron convirtiéndose lentamente en días, semanas y meses muy angustiosos. Estuvo mucho tiempo avanzando a tientas en la oscuridad hasta que aceptó tomar medicamentos y empezó a entender que tenía que seguir adelante con la vida, que, a pesar de todo, sobreviviría.
Se levantó de la mesa de la cocina y subió a la planta de arriba, donde se hallaba el dormitorio. Linus se había destapado. Sara lo cubrió con el edredón.
—Spiderman —murmuró el niño, y se dio la vuelta.
Linnéa seguía en la misma postura en que la había dejado. Le acarició la rizada cabellera.
El viejo parquet crujió cuando se alejó con pasos silenciosos en dirección al dormitorio que compartía con Tomas, enfrente del de los niños.
No podía zafarse de aquellos pensamientos. Aunque era viernes por la noche y quedaban dos días libres por delante, enseguida llegaría el lunes. ¿Cómo iba a superar la próxima semana? A partir del lunes, la Seguridad Social la obligaba a incorporarse media jornada laboral, pero Sara no lograba comprender cómo lo conseguiría. Se quedó un buen rato despierta, cavilando.
Karin había tomado el ferry de las 9.47 hasta la isla de Marstrandsön y ahora estaba esperando bajo el Álamo Plateado, el viejo árbol frente al ayuntamiento. Johan había sido tan amable de concertarle una cita con el hombre al que llamaban Hack i Bua y que, por lo visto, tanto sabía de la historia de Marstrand.
Llevaba zapatos de suela gruesa, apropiados para caminar. En la mochila guardaba su libreta, la cámara y una cazadora para protegerse del viento. En realidad, no podía saber si su guía estaría en suficiente forma física para tener ganas de trepar por la montaña y los antiguos senderos con ella. Pero a lo mejor resultaba que era un viejo muy marchoso. Fuera como fuese, estaba preparada para cualquier eventualidad.
Un anciano montado en un ciclomotor con remolque se acercaba desde la iglesia por Långgatan. Karin alargó el cuello con curiosidad. Sin embargo, el hombre se limitó a saludar con la mano antes de pasar de largo y doblar a la izquierda por el adoquinado de Kvarngatan. Karin miró la hora. Las diez y cinco. El viejo se retrasaba.
—¡Hola, aquí está tu guía!
Se volvió y vio a Johan, que se acercaba por Rådhusgatan desde el Grand Hotel.
—¿Qué? ¿Tú? —exclamó, sorprendida.
—Disculpa, tal vez he sido un poco infantil, pero no pude resistirme. Diste por supuesto que se trataba de un anciano y te seguí la corriente. Al fin y al cabo, en la asociación somos unos cuantos jóvenes capacitados, quizá tres, pero al menos bajamos la media de edad a los setenta y cinco. Por cierto, Sara von Langer es uno de estos jóvenes. Me parece recordar que estuvisteis en la misma cena de chicas la primavera pasada.
No sólo habían cenado juntas, pensó Karin. Sara la había ayudado en la investigación en que había trabajado en primavera. El solo recuerdo de aquellos sucesos dramáticos la hizo estremecer.
—Perdóname —se disculpó Johan—, no pretendía…
—No pasa nada. —Intentó sonreír—. Entonces, ¿qué es eso de Hack i Bua?
—Bueno, una historia un tanto embarazosa, pero supongo que tendré que contártela. Si no, Martin seguramente te dará su versión y apuesto a que sería peor. Bueno, verás, mi hermano y yo nos criamos aquí y llevamos pescando desde pequeños. Cuando fuimos mayores, nos permitieron acompañar en su barco a uno de los pescadores, llamado Ålefiskarn, el Pescador de Anguilas. Acababa de comprarse un barco de la marca Skäreleja del que estaba tremendamente orgulloso.
Karin sabía perfectamente cómo eran esas embarcaciones, construidas en Marstrand. Un barco cabinado de popa redondeada.
—¿He de suponer que tienes un Skäreleja? —preguntó Karin.
Johan asintió.
—Martin y yo habíamos embarcado a las cinco de la mañana y nos quedaríamos todo el día. Ålefiskarn quería recompensarnos, así que dijo que uno de nosotros conduciría el barco a puerto, mientras que el otro se encargaría de atracarlo en el muelle pesquero. Martin lo condujo y yo lo atracaría. Ålefiskarn disfrutaba sentado en la cubierta de proa, fumándose su pipa. Avancé lo más lento que pude, pero en el último segundo me equivoqué y le di al acelerador. Nos estrellamos con tal fuerza contra el muelle que saltaron las astillas y Ålefiskarn salió despedido y aterrizó en el agua. La proa del barco medio se hundió y el plástico se resquebrajó. ¡Qué vergüenza! Ålefiskarn subió empapado al muelle y se volvió hacia mí, que estaba avergonzado y muerto de miedo. «Ahora te va a caer la mayor bronca de tu vida», pensé. Pero él se limitó a señalar con la pipa y dijo: «Vas a tener que ensayar el atraque, chico. Si no, acabaré con un montón de hack i bua».
Karin se echó a reír.
—Entonces, hack i bua quiere decir algo así como «muescas en mi muelle».
—No hay ni un solo pescador de la zona que no conozca la historia o que no me llame así en cuanto se presenta la ocasión. Mis padres pagaron la reparación del barco y de hecho Ålefiskarn me dejó acompañarlo muchas veces. Y hace dos años le compré el barco, así que ahora me acompaña él a mí.
—¿A pescar anguilas?
—No, ya no. Además, creo que Ålefiskarn era más bien un apelativo cariñoso. Pescamos bogavantes. Por cierto, pronto empezará la temporada: suele dar comienzo el primer lunes después del veinte de septiembre. A las siete de la mañana. Si quieres, puedes venir. Bueno, ¿me perdonas?
—Me lo pensaré. Para ganarte mi perdón, podrías hacer gala de tus conocimientos de historia. ¿Vamos?
—¿Adónde quieres ir primero?
—Creo que a la gruta del parque de Sankt Erik. Luego me gustaría que recorriéramos el sendero del que me hablaste entre la gruta, la atalaya y la piedra de los sacrificios.
—De acuerdo.
El cielo estaba despejado, el aire era fresco y saludable. Un típico cielo otoñal. El viento había amainado y el fiordo de Marstrand tenía un aspecto de lo más sugerente con su agua resplandeciente. Karin disfrutaba de todo aquello a pesar de que, en cierto modo, estaba de servicio.
Åkerström, Trollhättan, otoño de 1958
Eran las cuatro y media de la mañana cuando Birger vio a un niño pequeño por la calle. Se disponía a echar el agua del café en el hervidor, pero lo dejó de lado y salió al porche. Era un niño pequeño y delgado, con una ropa demasiado fina y hecha jirones. Tenía los ojos hundidos en un rostro huesudo y un resto de sangre en el oído derecho. Parecía pasarle algo en un brazo. Al acercarse, Birger percibió hedor a orín y excrementos. El niño sostenía tensamente un cubo de jardín oxidado y un destornillador sin mango.
—Pero, hijo mío, ¿de dónde sales? —El hombre miró alrededor como si esperara que fuera a aparecer alguien más—. Entra, por Dios. Entra. ¿Qué te ha pasado?
El niño miró atrás como si alguien lo persiguiera y luego siguió a Birger, que lo condujo hasta la cocina y le dijo que se sentara.
—¡Aina! Ven, date prisa —llamó a su esposa. Se volvió hacia el niño—: No temas.
Apareció Aina, atándose el delantal a la cintura.
—¡Pobrecillo, menudo aspecto tiene! —exclamó horrorizada.
—Primero vamos a desayunar, luego ya nos contarás —propuso Birger, y lanzó una mirada elocuente a su mujer—. ¿Cómo te llamas, chico?
—No lo sé —susurró el niño—. Vivo en el sótano —añadió con la vista fija en suelo.
—¿No te acuerdas? —preguntó Birger, dejando sobre la mesa la bandeja con bocadillos que Aina había preparado.
El niño negó con la cabeza y dio un mordisco al bocadillo que le ofrecieron. Se lo zampó ávidamente y luego miró con ansiedad la fuente.
—Vamos, coge otro. Puedes comer todos los que quieras —lo animó Birger.
El niño escudriñó su rostro antes de atreverse a tomar otro. Birger se dio cuenta de que cerraba los ojos al masticar, como disfrutando mucho. Birger lo entendía. El pan preparado por su mujer, con una gruesa capa de mantequilla y jamón ahumado, ¡un manjar celestial!
Aina acababa de servir el café cuando llamaron a la puerta.
Los LAJVA ya no estaban en el parque de Sankt Erik. El lugar se veía tranquilo y silencioso, a excepción del susurro del viento en los árboles cuando Karin y Johan pasaron por el monumento conmemorativo a Widell siguiendo la senda que subía abruptamente por la ladera y luego torcía a la izquierda. Un conjunto de grandes piedras cubiertas de musgo verde ocultaba la entrada de la gruta.
Johan la guio entre los bloques rocosos. Karin se adentró en la cueva. Tendría unos diez metros de profundidad y cuatro de altura. La entrada estaba bien escondida, imposible verla desde el sendero.
—¡Es increíble! —exclamó Karin.
Johan asintió con la cabeza.
—Se encontraron bastantes lascas de sílex. Cabe suponer que los primeros pobladores buscaron cobijo aquí.
Karin escuchó con atención.
—El Púlpito —prosiguió Johan, señalando uno de los enormes bloques de piedra que había en la entrada—. En 1719, Marstrand fue sitiada y algunos habitantes de la ciudad se refugiaron aquí. Björn Larson, que era el vicario, habló a los ciudadanos intranquilos desde esa piedra, de ahí el nombre de Púlpito. Y por eso a la gruta suele llamársele «la iglesia de Sankt Erik». También hay otra gruta más pequeña, justo aquí al lado. Ven. —Indicó unos metros más allá, hacia una cavidad en la montaña—. En el grupo había una mujer embarazada. Dio a luz a un niño en esta gruta, que más tarde se denominaría «la Alcoba de la señora Arvidsson». Tiempo después, ese hijo, Magnus Arvidsson, fue uno de los fundadores de la Compañía de las Indias Orientales.
—¿De veras? —exclamó Karin sorprendida.
—Antes de que nos desplacemos hasta la piedra de los sacrificios y la Arboleda Sagrada, acabo de recordar que también hay un manantial. Aquí al lado. ¿Quieres verlo?
—Sí, por supuesto.
—El manantial se consideraba sagrado. Se creía que tanto el agua como la tierra de alrededor sanaban a la gente, que peregrinaba hasta aquí, sobre todo durante Pentecostés, y muchos creían que cometían pecado si no visitaban el lugar. Como buen católico, al menos había que acudir al manantial una vez en la vida.
—¿Católico?
—Por aquel entonces Suecia era un país católico.
—¿De cuándo estamos hablando, en realidad?
—De la Edad Media, antes de Gustavo Vasa y la Reforma, en 1527. El convento de franciscanos y la iglesia de Marstrand fueron fundados alrededor de 1270.
—¿Hubo un convento aquí? ¿En la isla? ¿Dónde estaba? —No recordaba haber visto ninguna ruina en los alrededores.
—En la iglesia; el convento estaba donde se encuentra hoy la iglesia; en cierto modo, estaban conectados. De hecho, todavía se aprecian los restos del pozo del convento en Drottninggatan. Puedo enseñártelo cuando pasemos por allí.
—Y ¿ese pozo no era sagrado?
—No, no de la misma manera que lo era el manantial. Ven y verás.
Pasaron entre los bloques de piedra, cruzaron un claro entre los árboles y llegaron a un agujero del terreno, justo en la falda de la montaña.
—Aquí lo tienes. Este es el manantial sagrado.
Karin lo miró asombrada, porque no era más que un charco.
—¿Y a esto llamaban manantial? —dijo Karin, examinando la charca con escepticismo.
—Pareces decepcionada.
—Sí, supongo que esperaba algo más.
—Echa un vistazo alrededor. Mira esas piedras en forma de círculo, colocadas de manera que puedas sentarte. Alguien debió de emplazarlas así.
Karin se sentó sobre una piedra, miró hacia la hondonada cubierta de bosque, la gruta un poco más lejos y los gigantescos bloques rocosos que ocultaban su entrada. Sin duda, aquel lugar había sido muy importante en el pasado.
—Me parece que hay una atmósfera muy especial, como si hubiera una especie de campo magnético que rodeara el manantial.
—Y dime, ¿qué hacía la gente al llegar aquí, como buenos católicos? —preguntó Karin.
—Bebían el agua fuertemente mineralizada y donaban una moneda. A veces para ayudar, o tal vez para expiar algún pecado, pero sobre todo para procurarse bienestar y prosperidad. Los monjes habían colocado un cepillo, el llamado Cofre del Alma. El dinero iba destinado al convento, que a su vez ayudaba a los pobres. Era una especie de caja, probablemente de madera, instalada aquí, al lado del manantial. En la década de 1860, cuando limpiaron el manantial, encontraron un montón de monedas arrojadas por los creyentes. Las hay muy antiguas y todas se conservan en el sótano del ayuntamiento.
—El Cofre del Alma —repitió Karin para sí—. Qué nombre tan raro.
Los grandes bloques de piedra también ocultaban una escalera estrecha y escarpada tallada en la roca. Sus peldaños gastados trepaban montaña arriba. Luego el sendero iba a desembocar en un cruce en forma de T donde se unía con una vereda de hormigón.
—Sigue subiendo —dijo Johan, y señaló hacia arriba.
Apenas habían avanzado unos metros cuando Karin vislumbró la atalaya en lo alto de la colina a la derecha de donde se hallaban. Eso significaba que la Arboleda Sagrada estaba allí al lado.
Desde la explanada al pie de la atalaya divisaron la Arboleda Sagrada y, trescientos metros más allá, la fortaleza. Hasta entonces, los pinos habían dominado el paisaje, pero ahora lo sustituía el bosque de fronda típico de la Arboleda Sagrada.
—¿Fue aquí dónde la encontraron? —preguntó Johan cuando llegaron a la piedra sacrificial.
Karin asintió.
—Y encima la descubrieron los pobres alumnos de una clase de tercero de secundaria. Veintisiete adolescentes.
—La Arboleda Sagrada también fue plantada, en la década de 1890, aunque no recuerdo por quién. Sin embargo, aquí hubo un bosque mucho antes. Por cierto, son hayas.
—¿Y qué puedes explicarme de la piedra? ¿Qué sabes de ella?
—En realidad, no gran cosa. No creo que puedan datarse sus orígenes. La asociación sigue discutiendo si alguna vez se llegó a utilizar y, en tal caso, cómo.
—Por desgracia, últimamente sí se ha usado. ¿Y qué dicen las diferentes facciones de la asociación?
—¿Facciones? —repitió Johan, echándose a reír—. Bueno, unos cuantos afirman que la ranura en la piedra se talló más tarde, alrededor del siglo diecinueve, para atraer turistas. Otros, que fue un lugar de sacrificio en tiempos paganos. Un grupúsculo está seguro de que desempeñó un papel importante y se remite, entre otras cosas, a que se hallaron varios martillos de Thor grabados en la roca.
—¿Realmente hay marcas de esas por aquí?
—Sí, aunque son difíciles de encontrar. Al menos existen cuatro, que yo sepa. Creo que dos en la montaña y dos en unas rocas. —Johan miró alrededor—. Lo que nos indica que probablemente era importante y que se utilizó es que esos martillos se encuentran exactamente a la misma distancia de la piedra.
—¿Está muy lejos la marca más cercana?
—No, no lo creo. —Miró de nuevo en torno con aire vacilante antes de empezar a buscar—. Lo siento —dijo un rato después—. Hay que saber exactamente dónde están, si no es imposible dar con ellas. Si quieres, hablaré con alguno de los ancianos, y volvemos otro día.
Habían llegado hasta la fortaleza y Karin empezó a descender por el terraplén, a través de la hierba seca y amarillenta. Johan no tomó la pendiente abrupta, sino que se desplazó un tramo más a lo largo de la gruesa muralla y al final pasó por una abertura que conducía hasta el viejo puente levadizo, que ahora siempre estaba bajado y cuyas cadenas de hierro relucían.
—De niños, Martin y yo solíamos jugar cerca de la fortaleza. Además, entonces podías colarte por varios sitios, pero ahora ya no, todo está cerrado con llave o tapiado. Recuerdo que entonces creía oír a prisioneros que me llamaban desde las celdas.
—¿Cuándo hubo prisioneros en la fortaleza?
—Desde finales del siglo diecisiete hasta 1854. Entonces trasladaron la prisión a Gotemburgo. A Skansen Kronan y la fortaleza de Ålvsborg. Ya no querían tener prisioneros en Carlsten, puesto que a raíz de la guerra de Crimea habían vuelto a armar la fortaleza.
Karin asintió con la cabeza, sin mencionar que lo desconocía todo acerca de la guerra de Crimea. En cambio, le dio por pensar si los tablones oscuros del puente levadizo que ahora pisaba serían los mismos que habían pisado los presos de antaño. Era poco probable, concluyó, seguramente se habían gastado y los habían sustituido varias veces. Sin embargo, el olor a alquitrán, aunque débilmente, seguía en el aire cuando el sol apretaba. Karin se agachó para olerlo mejor. Johan la miró sorprendido.
—Alquitrán —dijo ella, a modo de explicación—. Me encanta el olor. Me recuerda a los veranos de mi infancia.
—¿Qué te parece si almorzamos juntos antes de seguir? —propuso Johan—. Invito yo.
El sábado hacía sol y Marstrand mostraba su lado más atractivo. Lycke estaba sentada en el porche tomando un café mientras observaba a los compradores potenciales que se detenían ante el cartel de «EN VENTA» del jardín del vecino. Miraba acongojada cómo bajaban de sus todoterrenos urbanos y los oía preguntar al agente inmobiliario acerca de la disponibilidad de atracaderos y la posibilidad de construir un anexo a la casa. Hasta hacía muy poco, había vivido allí Majken, una señora mayor menuda y muy simpática, que al conseguir una plaza en la residencia de ancianos de Marstrandsön se había marchado. Cuando se llevaron las últimas cajas de la mudanza y Majken se instaló en el piso de la residencia se supo que la casa estaba a nombre del hijo, el cual vivía en Estocolmo y no se sentía especialmente ligado al hogar de su infancia. Tres días después de que la anciana se hubiera trasladado, la finca se puso en venta a través de internet con el señuelo de los baños en el mar, la meca para navegantes y por ser un archipiélago idílico con ascendencia regia.
Majken siempre había comentado que vendería la casa a alguien que estuviera dispuesto a vivir allí todo el año y a quedarse con su viejo reloj Stiernsund del vestíbulo. Pero, ahora que su hijo se había hecho cargo de la venta, Lycke no abrigaba ninguna esperanza al respecto. Varios de los coches que se detenían llevaban matrículas extranjeras. Justo se disponía a entrar cuando vio a Sara en la casa de enfrente. Lycke la saludó con la mano y señaló su taza de café con leche. Para su sorpresa, Sara asintió con la cabeza. Entonces Lycke fue a la cocina y preparó dos cafés con leche mientras su vecina entraba en el jardín con Linus y Linnéa. Se sentaron bajo el manzano y los niños fueron a jugar por el jardín.
—¡Qué deprimente! —exclamó Lycke, señalando hacia la casa de Majken.
—Espero que sean personas simpáticas —comentó Sara—. Tanto el museo de la provincia de Bahusia como algunos miembros de la Asociación Histórico-Cultural estuvimos haciendo inventario de la casa, así que me gustaría que sus nuevos propietarios conservaran todo lo antiguo.
Lycke aprovechó el dato.
—Johan me contó que estuviste trabajando bastante en la asociación.
—Bueno, un poco —dijo Sara con reticencia. Pero era cierto. Había vuelto a involucrarse en la asociación, ayudando a clasificar una colección de postales donada y algunas cosas más. Al principio se pasaba por allí alguna noche, pues a esas horas estaba prácticamente sola, pero luego había empezado a dejarse caer de día para charlar con los asociados. Eran mayores y tenían tiempo. Lo único que a veces le resultaba un poco pesado era tener que explicarles por qué se quedaba en casa. En ocasiones, a los miembros de una generación que se habían matado a trabajar para reconstruir el país les costaba entender cómo se podía enfermar en un despacho delante de un ordenador. Su vinculación a la asociación era una especie de entrenamiento en el trato con los demás, pues últimamente rechazaba el contacto social.
—¿Te acuerdas de cuando dábamos aquellos paseos por Marstrandsön? —le recordó Lycke—. Fue antes de que nacieran los niños y desbarataran nuestras vidas. Siempre nos hablabas de los lugares interesantes de la isla, de las casas y su historia. Johan y tú rivalizabais para ver quién sabía más viejas anécdotas. De hecho, suele decir que la persona que más sabe de la historia de Marstrand es Georg, pero que tú vas en segundo lugar y él en el tercero.
—¿Eso dice? —preguntó Sara sonriendo débilmente—. Es que han pasado tantas cosas… Estoy desentrenada. —Su sonrisa se desvaneció.
—¿Cómo te van las cosas, Sara?
Lycke le acarició la mejilla. A pesar de que eran vecinas, llevaba un mes sin hablar con Sara. Apenas la había visto. Lycke había leído sobre el agotamiento laboral y la depresión que lo acompañaba, pero era muy distinto tenerlo tan cerca. La fuerza destructiva la había cambiado. Era como si la antigua Sara hubiera desaparecido y en su lugar hubiera una copia pobre de mirada enturbiada por la medicación.
De todas formas, ahora estaba sentada allí con ella y había aceptado tomar un café con leche.
—Pues verás —dijo Sara—, me siento culpable por no encontrarme mejor, por no ser una madre más alegre y porque no he conseguido empezar a trabajar antes. El otro día tuve una reunión en la Seguridad Social. Me preguntaron por qué todavía no me había reincorporado al trabajo a jornada completa y me dieron el plazo de un mes. Ya han pasado dos semanas y he estado trabajando un veinticinco por ciento. La semana que viene tendré que ir ya media jornada.
—¿Estás diciéndome que vas a pasar de estar de baja por enfermedad a trabajar todo el día tan rápido? Eso no puede ser bueno.
—De lo contrario, como me dijo la inspectora de la Seguridad Social, me retirarán el subsidio por enfermedad.
—Caramba, pero ¿es necesario que digan eso?
—Si tú supieras… De no haberlo vivido en persona, jamás habría pensado que proceden así.
—¿Qué dice tu médico?
—Que tengo que intentar pensar en positivo y creer que todo irá bien, pero que es la Seguridad Social quien decide. Tengo pánico de volver a derrumbarme. —Y se echó a llorar—. Sigo sufriendo ataques de ansiedad. Las crisis pueden venirme en cualquier momento y sólo pensar en esa posibilidad es ya una carga.
—Pero ¿qué es lo que te resulta tan difícil? ¿Estar en tu puesto de trabajo, encontrarte con tus compañeros, abrir el correo?
—No se trata de eso. No puedo explicártelo, ni señalar la causa concreta, lo cual también es frustrante. Creo que es la situación en general. En cualquier caso, la presión de la Seguridad Social no ayuda nada.
Lycke asintió con la cabeza.
—¿Y ahora qué?
—Ahora trabajaré a un ritmo prudente y me llevaré una caja de pañuelos a la oficina. Y maquillaje, para poder retocarme cuando lo necesite. Lo que peor llevo es llorar en el trabajo.
—Oye, tómate las cosas con calma, Sara. Nadie espera de ti que rindas a tope. Considera una victoria que hayas conseguido acudir a la oficina y quedarte.
—El psicólogo dice que he de buscar una ocupación que me distraiga. Sólo que no sé cuál.
—¿No hay nada que te apetezca mucho hacer?
Sara se quedó pensativa, y por fin dijo:
—Bueno, muchas cosas, pero no me atrevo a nada, acabo de empezar a salir a la calle. El solo hecho de ser capaz de ir a la tienda para comprar leche es una gran victoria. Y ya ves cómo suena eso. ¡Comprar un litro de leche, todo un triunfo! —Se enjugó las lágrimas.
—Si quieres, Linus y Linnéa pueden quedarse a jugar. Así te tomas un respiro.
—¿En serio?
—Pues claro. Será un placer.
—Qué bien. Entonces a lo mejor podría pasear hasta Engelsmannen. —Tras sonreír tímidamente, dio las gracias por el café, negó con la cabeza con aire reprobatorio al reparar en los posibles compradores y se fue a su casa.
Linus y Linnéa se quedaron a jugar con Walter. Lycke miró a los niños, que correteaban alegres por el jardín y que al final se sentaron en el pequeño parque, un viejo bote de plástico que ella y su marido habían enterrado hasta la mitad en el césped y luego rellenado con arena.
Sara dejó Fyrmästargången y subió por Idrottsgatan, tratando de zafarse de aquella sensación de angustia que tan familiar le resultaba. Bastaba con que hojeara el periódico y se detuviera en las páginas con los anuncios de nacimientos y defunciones, para sentirse atenazada. Los pensamientos la asaltaban, sus remolinos la engullían.
«El cementerio está lleno de personas indispensables», había dicho alguien en el trabajo durante una pausa para el café. Los colegas se habían reído, pero esa idea le había provocado una crisis de ansiedad. En situaciones así se daba cuenta de lo vulnerable que aún era.
Había intentado varias veces hablar con Tomas, pero su visión de la vida y, sobre todo, de la muerte, era distinta. «Todo se arreglará» y «Eso no podemos cambiarlo», solía repetir. A veces, Sara envidiaba esa forma de ver las cosas.
Apretó el paso hacia Engelsmannen, el cabo noroeste de Koön. Solía llegar a lo más alto para disfrutar de las vistas. Antes se aseguraba de que no hubiera otras personas, para poder quedarse allí tranquilamente sin nadie que la molestase o mirase.
Se detuvo al borde del acantilado. Contempló el mar, que rugía allá abajo. De pronto sintió la atracción del agua. Un billete sólo de ida. Cuando las cosas habían estado peor, se había sentido tentada. Pero ahora, al pensar en los niños, no tenía alternativa. Ella los educaba para que nunca dejaran de luchar y jamás se rindieran. Y, por tanto, tenía que dar ejemplo. Retrocedió, paseando la vista por aquel grandioso espectáculo natural y aspirando el salado aire marino.
Entonces se volvió e inició el camino de regreso. Tenía la mirada más despejada, respiraba con mayor facilidad. El sol se abrió paso a través de las nubes e iluminó el sendero por el que avanzaba. Atravesó la pequeña pineda y volvió al área urbanizada.
Åkerström, Trollhättan, otoño de 1958
Al oír que llamaban, el niño se acurrucó en el banco de la cocina. Intranquilo, miró alternativamente la puerta y a Birger, que se había levantado para abrir. El hombre se percató de su nerviosismo.
—Pero ¡mira quién ha venido! Hola, Kerstin. Sí que has madrugado… Aina, es Kerstin. —Birger no hizo ademán de querer dejar entrar a la mujer, que, de pie en el porche, se estrujaba las manos—. ¿En qué podemos ayudarte? —prosiguió Birger—. ¿Necesitas huevos, leche?
—Bueno, verás, vinieron a casa unas personas de visita acompañadas por una criatura. Un niño pequeño.
—¿De veras? Una visita, vaya, vaya. ¿Los conocemos?
La mujer se aclaró la garganta antes de seguir:
—No, no creo. El caso es que al despertarnos esta mañana el niño había desaparecido. Nuestros amigos están terriblemente preocupados. ¿Por casualidad no lo habréis visto?
—Si tan preocupados están, ¿cómo es que no han venido contigo a buscarlo?
—Claro que están buscándolo, pero temían que se hubiera caído al agua, así que fueron directamente al río. Nos hemos dividido. Veréis, el niño es un poco retrasado y estamos muy angustiados por lo que pueda haberle ocurrido. Vive en un mundo de fantasía y se inventa cosas.
—¡No me digas! Bueno, si lo encontramos te avisaremos.
—Está aquí —dijo Aina desde la cocina.
Birger se volvió justo para ver el semblante aterrorizado del muchacho. Aina parecía arrepentida, pero ya era demasiado tarde. Kerstin entró en el vestíbulo.
—¡Niño estúpido! —gritó sin poder contenerse, precipitándose hacia el chico. Alargó la mano con intención de acariciarle la mejilla, pero él se retiró para evitar que lo tocara.
—¿Cómo se llama? —preguntó Birger.
—¿Qué más da? Lo importante es que haya aparecido. —Kerstin se volvió hacia el niño—. ¡Hemos estado muy preocupados por ti! Ahora sé bueno y ven conmigo.
Lo levantó, pero él se zafó de sus brazos y se colocó detrás de Birger, agarrándose con todas sus fuerzas a los pantalones del hombre.
—¡No deje que me lleve!
—¿Qué le pasó en la oreja? ¿Y en el brazo?
—Haz el favor de no entrometerte —le espetó la mujer, y agarró al niño por el brazo sano.
Aina se colocó al lado de su marido.
—Ahora da las gracias por el desayuno —dijo Kerstin, empujándolo—. Que no se te olvide la inclinación.
—Muchas gracias por la comida, señora —dijo el niño, haciendo una reverencia.
—Bueno, muy bien. Nos vamos —dijo Kerstin, y le dio otro empellón dirigiéndolo hacia la puerta.
El chico miró a Birger con sus enormes ojos y al volver a inclinarse para darle las gracias, susurró de manera que sólo el hombre pudiera oírlo:
—Estoy encerrado en el sótano.