Åkerström, Trollhättan, otoño de 1958
¿En qué estaría pensando su hija? No sólo habían encarcelado al inútil de su marido por robo, sino que además había llevado a un bastardo en su seno. Aunque no había llegado a contárselo, naturalmente, Kerstin no tenía duda. El niño no se parecía a nadie y además, según sus cálculos, había sido concebido después de que la policía se llevara a Örjan. Kerstin negó con la cabeza. ¿Qué diría la gente cuando se enterara?
Las niñas jugaban en el patio y su hija Hjördis estaba sentada en un taburete pelando patatas. Tenía la cabeza inclinada y el pelo le ocultaba parcialmente el rostro. Parecía disgustada, pensó la madre mientras sacudía la primera prenda que iba a tender. Desde luego, la vida en aquella casa no había sido un camino de rosas y fue un alivio para todos cuando finalmente Hjördis se casó y se marchó. Los vecinos se habían quedado boquiabiertos al descubrir que había conseguido cazar a un hombre de éxito. Un vendedor. Ojalá nunca supieran que estaba en prisión por robo y que por eso Hjördis había vuelto a la casa paterna. Lo de viuda sonaba mucho mejor. La solución no era óptima, pero no había otra. Debían alimentar y vestir a tres niños. Tendió un par de pequeños pantalones grises. A cuatro, si contaban al bastardo.
—¡Mírame, abuela! —gritó la niña más pequeña.
Kerstin no hizo caso, limitándose a fijar la mirada en los sucios cristales de las ventanas del sótano. Un niño pequeño comía poco y era fácil de esconder. Ya llegaría el día en que fuera capaz de abrir la puerta del sótano por sí mismo, y para entonces que Dios se apiadase de ellos. Deberían deshacerse de él.
De pronto, se quedó quieta con la última prenda por tender en la mano. También existía otra posibilidad: enviarlo a la granja noruega donde había trabajado Hjördis durante varios veranos. Era un lugar apartado en el centro de Telemark. Había muchos cerdos en aquella granja de las llanuras del norte, pero el granjero y su vieja mujer nunca habían tenido hijos. Y la mano de obra gratuita siempre era bienvenida. Esa solución beneficiaría a todos.
Karin se volvió hacia la casa que acababan de visitar: era blanca y daba a la calle. Los cristales facetados de las ventanas eran antiguos y frágiles, como las licoreras de cristal con asa de plata alineadas en el alféizar.
Miró calle arriba, hacia la cima de la cuesta empinada. La escuela de Marstrand estaba un par de casas más allá. En el sentido contrario se hallaba la antigua casa rectoral y el puesto de bomberos de la isla, justo antes de llegar al puerto y el ferry. El agua resplandecía azul en los muelles.
—¡Qué señoras más pesadas! —exclamó Robban—. ¿Visitamos el parque que han mencionado? —Karin asintió con la cabeza—. Como mucho tardaremos unos minutos en llegar al ferry, si es que realmente fue el camino que tomó el culpable. Por otro lado, la gente de los pueblos suele fijarse en lo que hacen los demás, ¿no?
Karin miró extrañada a su colega, mientras doblaban la esquina de Kyrkogatan y pasaban delante de la peluquería Cut & Clean.
—La peluquería estuvo abierta hasta las ocho de la tarde, según indica el letrero en la puerta —señaló Robban.
—Aunque entonces la señora Wilson todavía estaba despierta y aún no había aparecido ninguna cabeza.
—Dijo que la última vez que salió de casa fue justo antes de las nueve. En cualquier caso, siempre podemos volver más tarde y hablar con la peluquera.
Siguieron andando. Oyeron las alegres risas infantiles procedentes del parque de juegos enfrente de la vieja iglesia blanca. Robban miró a los niños que se deslizaban por el tobogán.
—Pronto empezarán los resfriados otoñales en la guardería —dictaminó con un matiz de preocupación.
A veces Karin se maravillaba ante su facilidad para pasar de la esfera privada a la profesional. Ella, en cambio, solía estar absolutamente centrada cuando se hallaba de servicio. Tal vez ocurriera así cuando tenías hijos, pensó. Que por muchos que fueran los horrores a que tuvieras que enfrentarte durante el horario laboral, por encima de todo siempre eras padre. Karin, de treinta y muchos años, no tenía en perspectiva la maternidad y, tal como estaban las cosas, ni siquiera tener pareja. Era un tema que le dolía un poco. En el tablón de anuncios acristalado de la iglesia había una foto de una pareja de novios sonrientes que se protegían con las manos del arroz que les lanzaban sus familiares y amigos, igualmente sonrientes. Sintió como una burla el texto que rezaba «¡Cásate en la iglesia de Marstrand!», e intentó pensar en otra cosa.
—Ya, ya, todo a su debido tiempo —dijo, en parte para sí misma, pero también para su compañero—. ¿No te produce una sensación extraña pisar estas piedras? —añadió al poco, y miró las grandes placas de pizarra que conformaban un sendero a la izquierda del adoquinado de Långgatan.
—¿Te refieres a que son muy resbaladizas? —dijo Robban, trastabillando con gesto teatral en medio de la calle.
—No; estoy pensando en cuánta gente anduvo por aquí antes que nosotros. Hace cien, doscientos o incluso trescientos años. Fíjate, por ejemplo, en esa vieja puerta de madera. Imagínate lo que podría contarnos de la gente que vivió en la casa, de sus esperanzas y de sus vidas.
—Ya te entiendo. A lo mejor vio a un tipo que asesinaba a una persona y luego la decapitaba con absoluta sangre fría para al final dejar su cabeza en el jardín de una anciana. Quizá pasó justo por aquí.
—¿Crees que eligió el sitio al azar, o por alguna razón en concreto? —inquirió Karin, contemplando el agua plateada de la bocana norte del puerto de Marstrand.
—Buena pregunta. Aunque, ¿por qué querría alguien dejar una cabeza en el jardín de la señora Wilson? Ninguna de las dos mujeres son precisamente encantadoras, pero aun así… Y, desde luego, entiendo que Hedvig Strandberg se quedara soltera. Está claro que la elección de la piedra de los sacrificios no fue cosa del azar, pero el jardín de la anciana… La verdad es que no lo sé.
—Creo que tendremos que informarnos acerca de la historia de esa piedra. Si retrocedemos cien metros llegaremos a la biblioteca, en los bajos del ayuntamiento. Creo que vale la pena visitarla.
Veinte minutos más tarde, Karin se había sacado un carnet de usuario correspondiente al municipio de Kungälv y salía por la elegante puerta de la biblioteca de roble y cristal. Su mochila pesaba bastante más porque ahora cargaba con cuatro libros sobre Marstrand y otros tres sobre la provincia de Bahusia. Además, la bibliotecaria le había entregado dos CD editados por la Asociación Histórico-Cultural de Marstrand: uno sobre las casas de Marstrandsön y el otro sobre las de la pequeña isla de Koön, con fotografías, historia y una relación de los propietarios, pasados y presentes, de todas las fincas.
—Qué suerte que hayas retirado tres libros sobre Bahusia, seguro que nos serán de gran ayuda —ironizó Robban, soltando una risita.
—Lo que sin duda nos servirá es que el marido de la bibliotecaria fue práctico en el puerto. Y ella me ha dicho que actualmente la atalaya del práctico no dispone de personal, dato que antes no teníamos.
«Práctico —pensó Karin más tarde—, ese es un trabajo que Göran podría haber hecho si hubiera decidido no volver a embarcarse».
No les costó encontrar el camino que la señorita Strandberg había mencionado. Pasaba por detrás de Båtellet, el balneario que había al lado del Societetshuset, el otro balneario, popularmente llamado Såsen. Siguieron el paseo que bordeaba la costa hasta que el camino abandonaba la orilla y se adentraba en el bosque. Al principio, la pendiente era empinada y discurría a la sombra de los árboles que flanqueaban el sendero. En el lado derecho había varios desvíos con bancos donde la gente podía sentarse a disfrutar de las vistas desde la montaña. Karin se acercó a uno de ellos e hizo una señal a su colega para que se aproximara. Señaló hacia el Andante, amarrado en el lado exterior del muelle flotante de Koön. El sol se reflectaba en las olas, que a su vez arrojaban reverberaciones sobre el casco negro del barco.
—Mi hogar. Soy como un caracol con la casa a cuestas. Todo lo que necesito, excepto ducha y lavadora. Vistas permanentes al mar, aire fresco, nada de impuestos sobre la propiedad.
—Me temo que tendré que llamar a Hacienda y darles el soplo sobre la gente que vive en barcos —bromeó Robban—. Debe de ser ilegal, o al menos estar sujeto a algún tipo de impuesto.
El camino se estrechó y empezó a avanzar entre dos cerros. Una vez dejado atrás el desfiladero, siguieron entre formaciones rocosas de escasa vegetación. Lugares como ese ejercían una fuerte impresión en Karin.
—Imagínate… —dijo.
—Ya estamos con lo mismo —la interrumpió Robban—. La huella de las generaciones anteriores, los contrabandistas y aduaneros… y los chicos de los recados —añadió, rompiendo el encanto.
De repente les llegó olor a humo y fuego, y de inmediato un hombre vestido con ropa medieval surgió de la zona de sombra que proyectaba la montaña. Robban se sobresaltó.
—¡Bienvenidos, forasteros! —saludó el desconocido, que llevaba un gorro en forma de cucurucho y una capa—. Soy el guardián de los tiempos pretéritos.
—¡Maldita sea, qué susto! —exclamó el agente.
—Les presento mis más humildes disculpas. ¿Quiénes sois y por qué pretendéis cruzar el parque de Sankt Erik en un día como este? —preguntó el hombre, e hizo un ademán con la lanza que llevaba en la mano derecha. En la izquierda, pegado al cuerpo, sostenía un precioso escudo pintado a mano lleno de hendiduras y marcas de golpes.
Karin se quedó como hechizada. Fue su colega quien finalmente tomó las riendas de la conversación al ver a su compañera boquiabierta y darse cuenta de que durante un rato no sería capaz de articular palabra.
Cuando Robban se presentó el hombre guardó silencio, limitándose a inclinar levemente la cabeza e indicarles con un gesto que lo siguieran. El sendero se tornó abrupto a medida que se internaban en una arboleda rodeada por rocas que formaban un refugio natural. Era como una enorme olla que olía a bosque y descomposición del mantillo de hojarasca. No se veía ni rastro del mar.
Se encontraron con un grupo de personas vestidas con ropajes medievales. Karin contó hasta catorce. Algunas cabras, cerdos y perros correteaban libremente. Ardían dos hogueras; sobre una colgaba una caldera negra de hierro fundido y sobre la otra había una enorme sartén que chisporroteaba y emitía un humo espeso.
Karin miró alrededor, pero no vio tiendas de campaña.
—¿Dónde crees que dormirán?
—En el Grand Hotel —susurró Robban, y sonrió—. No, es evidente que no. Supongo que vivirán aquí en el bosque. —E, impostando un tono grave, añadió—: Llevan habitando este paraje desde tiempos inmemoriales y en realidad son invisibles, pero cada trescientos años, un viernes de septiembre de luna llena, se tornan visibles…
Karin no se molestó en replicar. El guardián les había pedido que aguardaran, y eso hicieron mientras él se alejaba para hablar con un hombre de larga melena, que luego se acercó. Sujetaba algo similar a un cayado.
—Aquí viene Gandalf —murmuró Robban.
—No sabía que hubieras leído a Tolkien —respondió Karin, sorprendida.
—Es que no lo he hecho. Pero sí he visto las películas de El Señor de los Anillos.
El policía volvió a explicar quiénes eran antes de preguntar cuánto tiempo llevaba el grupo allí. A Karin le pareció una buena idea que no le dijera enseguida lo del cadáver decapitado. A veces, ser tan directo podía tener un efecto inhibidor sobre la capacidad de respuesta de las personas. En lugar de hablar sin tapujos, el interrogado empezaba a cavilar e interpretar lo que había dicho y hecho la gente, seguramente con la mejor intención del mundo, pero por desgracia la información solía apartarse bastante de la realidad.
—Tenemos permiso para estar aquí —advirtió el hombre, antes de que Robban pudiera tranquilizarlo y explicarle que no estaban allí por ese motivo.
—¿Qué significa lajv? —preguntó Robban en un tono que pretendía desarmarlo.
—Es una suerte de juego de rol en vivo —le explicó el hombre, que se había presentado como Grimner. Karin se preguntó si realmente bajo aquella frondosa melena existiría aquella identidad, o era una especie de nombre artístico—. Al principio se denominaba LARP, o LIVE, pero se producían muchas confusiones en sueco. Las siglas LARP responden a live action role playing. Se trata más bien de una forma de teatro, pero sin guión. Un organizador esboza unas directrices para el juego de rol en vivo, que puede tratar de cualquier cosa, me refiero a que puede desarrollarse cualquier tema: el Salvaje Oeste, el Terror jacobino, una guerra o, como en nuestro caso, una combinación de Edad Media y mitología. Quien quiera participar tiene que ponerse en contacto con el organizador y describir el rol que interpretará.
—¿Describir su rol? —preguntó Karin, estremeciéndose. A la sombra de los árboles hacía frío.
—Puedes ser una bruja, un casanova, un elfo o lo que te apetezca. Pongamos por caso que quieras ser la esposa de un granjero medieval. Entonces deberás presentar tu personaje, es decir, exponer la historia y el trasfondo histórico de la granjera al organizador y explicarle cómo te involucrarás en la aventura, es decir, la razón por la que crees que podrías participar como granjera. También tendrías que contarle lo que piensas hacer y cómo se desarrollará tu personaje. Luego, el organizador decide si encajas o no en la trama. Si te aceptan, pagas una cuota de inscripción que suele cubrir el alquiler del lugar, el vestuario, el transporte, el seguro y, en la mayoría de los casos, la comida.
—¿Hasta qué punto pueden improvisar los personajes?
—A menudo, el organizador determina los roles, pero como jugador dispones de bastante libertad para decidir e interpretar cómo debe actuar tu personaje en diferentes situaciones. Imaginemos que la granjera le debe dinero al corregidor, pero no puede pagarle. Entonces, el corregidor puede decidir si castiga a la granjera o le concede un día de plazo para conseguir el dinero. La granjera, por su lado, puede decidir si le propone realizar el pago, por ejemplo, en especias.
—Así pues, el organizador no tiene el control total sobre lo que ocurrirá —dijo Karin.
—Depende de lo dirigido que esté el juego, pero no… Aunque siempre se espera que predomine la bondad, no hay ninguna garantía de que así sea. El azar acaba determinando cómo concluye la trama, exactamente igual que en la vida real.
—¿Hasta qué punto conocen los participantes los personajes que interpretan los demás? —preguntó Robban.
—Eso también depende del organizador. Alguien puede, por ejemplo, hacerse pasar por una granjera, pero en realidad ser una hechicera. En ese caso, sólo el organizador y la persona en cuestión lo saben.
—¿Quién organiza estos juegos? —preguntó Karin.
—Pues una empresa, una asociación o un particular.
—Y en este caso, ¿quién lo ha organizado?
—El organizador se llama Esus. No lo conozco personalmente, a él o a ella, o sea, que no sé mucho. Establecimos contacto por internet. Un mes antes del LARP recibimos las reglas por correo electrónico.
Finalmente, Robban le explicó la razón de su presencia allí. Grimner palideció y se mesó su larga barba antes de sentarse pesadamente sobre un tocón musgoso.
—Algunos participantes tuvieron que irse ayer, pero volverán hoy —señaló.
—¿Podría localizarlos de alguna forma? ¿Con el móvil?
—¿El móvil? No, no. Aquí no tenemos móviles. Sólo disponemos de lo que existía en la Edad Media, no se permite nada más. No conocemos la verdadera identidad de los demás, únicamente los nombres de sus personajes.
Karin se preguntó si tendrían algún cuchillo o espada lo bastante afilados para cortar una cabeza. Se suponía que en el medievo abundaban.
—Discúlpenos un segundo —le dijo a Grimner, y se alejó unos pasos, seguida por su colega—. Tendremos que entrevistarlos a todos para saber si están aquí desde ayer. Al fin y al cabo, las mujeres llevan la misma ropa, o parecida, que la víctima. Además, me interesa ver sus utensilios, cuchillos y espadas, o lo que hayan traído. Y, por cierto, ¿dónde crees que viven? ¿Duermen bajo esas lonas?
—Nos va a llevar mucho tiempo hablar con todos —razonó su compañero—. Me parece que conozco a alguien a quien le encantaría sentarse a escuchar la declaración en sueco antiguo de estas personas, o lo que sea que hablen. A esta hora ya debe de estar de vuelta del médico. —Parecía muy complacido—. ¿Llamas tú o llamo yo a Folke?
—Llama tú, al fin y al cabo yo estoy de vacaciones. O mejor dicho, estaba.
Mientras Robban telefoneaba, Karin reunió a los miembros del grupo. Con cautela y dando los mínimos detalles, les contó lo sucedido y les pidió que se sentaran un poco separados entre sí, sin hacer comentarios. De todos los lugares en que había tenido que tomar declaraciones, sin duda ese era el más raro, pensó. La fronda formaba una especie de techo sobre sus cabezas. El sitio era bonito y silencioso, en marcado contraste con el atroz crimen cometido en algún momento de la noche.
—¿Cómo ocurrió? —preguntó una mujer cuyo pelo lacio sobresalía bajo una capucha.
Karin no pudo dejar de fijarse en sus dientes, o más bien en los huecos que deberían haber ocupado, sin lograr determinar si realmente estaba mellada, o era un efecto del maquillaje teatral.
Contestó que ignoraban lo sucedido, haciendo hincapié precisamente en que por eso sus declaraciones eran tan valiosas.
Una hora más tarde apareció Folke para tomar declaración y los datos de cada uno de los presentes. Robban había estado en lo cierto: Folke parecía muy a gusto en aquel ambiente. Cuando sólo faltaban dos personas por interrogar, Robban y Karin abandonaron el lugar para ir a entrevistarse con el personal de la fortaleza de Carlsten y preguntar a la peluquera de Kyrkogatan, la calle de la Iglesia, si había visto algo.
Karin estaba en la comisaría redactando un informe en el ordenador. Era viernes por la tarde. Robban acababa de llevarle una taza de café recién hecho.
—Ya es perverso decapitar a alguien, pero ¡amputarle la nariz! ¿Por qué haría alguien algo así?
—¿Como trofeo? —propuso Karin.
—¿Te refieres a llevarse la nariz como trofeo? Ya puestos, habría sido más fácil llevarse un dedo. ¿Por qué la nariz? Tiene que ser una persona muy perturbada —afirmó Robban, negando con la cabeza.
—O sea, que te parece menos perturbada una que amputa un dedo.
—No, no quería decir eso, aunque sí, un dedo es menos de chiflado. Incluso te diría que habría sido más fácil cortar un mechón de pelo a modo de trofeo. —De pronto, sonó el móvil de Robban—. Skuld —dijo, garabateando en la tapa de la libreta que había sobre el escritorio de Karin—. ¿Y se supone que eso es un nombre? —Dio las gracias y colgó—. Jerker ha fotografiado la cabeza y la ropa, y Folke ha acabado de hablar con todos los participantes del juego. Han descubierto que la mujer decapitada se llamaba Skuld, que según Folke es el nombre de una antigua diosa. Nadie parece conocer la verdadera identidad de la víctima, así que eso es cuanto tenemos de momento.
—¿Skuld? Necesitamos saber algo más sobre su rol, tal vez podríamos buscar en internet y averiguar si el nombre puede tener varios significados. Incluso podríamos repasar todos los caracteres de los participantes. ¿Qué opinas? —preguntó Karin.
—Bien, al menos no perdemos nada intentándolo. Folke hablará con los que faltaban, pues ya han vuelto.
—Espero que aporten algo, a lo mejor alguno estuvo con la víctima ayer por la tarde. Veamos, ¿qué tenemos hasta ahora? En la actualidad, nadie ocupa la atalaya, el personal de la fortaleza no ha visto nada y la peluquera tampoco aportó información —resumió Karin, y escribió unas líneas más en su informe—. La autopsia se realizará mañana o el domingo; entonces, si todo va bien, dispondremos de más información. ¿Qué más podemos investigar? —preguntó, y siguió añadiendo datos a partir de las notas que había tomado en su libreta.
—Yo podría analizar más a fondo los LARP o juegos de rol en vivo si tú te encargas de estudiar la historia de la piedra de los sacrificios —propuso Robban.
Karin asintió y releyó lo escrito. La cuestión era si podía considerarse una casualidad que la cabeza hubiera acabado en el jardín de la señora Wilson. ¿O tal vez la anciana tenía enemigos?
Åkerström, Trollhättan, otoño de 1958
Estaba en una esquina sentado en cuclillas sobre el cubo metálico cuando oyó aquel sonido tan familiar. Se apresuró a subirse los pantalones y tapó el cubo medio lleno con un viejo periódico amarillento. La cerradura crujió al girar la llave. Luego se oyó el chirriar de los goznes oxidados y la puerta se abrió. Parpadeó, para habituarse a la luz que se proyectaba desde arriba, e intentó distinguir la silueta de quien había aparecido en el umbral.
Con sentimientos encontrados, vio a Elisabet y Stina bajar la escalera. Elisabet llevaba la mochila del colegio a la espalda, Stina hacía equilibrios con una bandeja. ¡Comida! Se abalanzó sobre el pescado frío y las patatas. Las hermanas lo observaron beberse la leche a largos sorbos. Elisabet abrió la mochila y sacó un libro.
—Es que yo voy al colegio, ¿sabes? —dijo, haciéndose la importante—. Allí te enseñan a leer y escribir.
—Y a contar y calcular —añadió Stina.
—Estaba a punto de decirlo. A contar. —Elisabet la miró de forma intimidatoria—. ¿Estás escuchándome?
Él asintió con la cabeza.
—Pues dilo, imbécil.
—Te escucho.
—Oye esto, por ejemplo. «Nosotros vivimos en Suecia, que es un país al… alar…».
—Alargado. Pone alargado —dijo él.
—Ya lo sé, ¡si soy yo quien te enseñó a leer! Es un país alargado. —La niña lo miró irritada—. Si tan listo eres, supongo que sabrás lo que pone aquí…
Elisabet pasó las páginas hasta una de las últimas del libro, con los textos más difíciles.
—«Zonas climáticas de Suecia» —dijo él sin titubeo alguno. Con los libros como única compañía, había aprendido a leer rápidamente después de que Elisabet le hubiera enseñado el alfabeto.
La niña lo miró fijamente antes de levantarse, le arrebató el libro de las manos y se lo descargó violentamente contra la cabeza. Al alcanzarle de lleno en la oreja derecha, el niño cayó desplomado.
Tras rechazar la oferta tanto de Robban como de Folke de acompañarla, Karin tomó el autobús a Marstrand. Sacó la Historia de Marstrand de la mochila. Ni la Arboleda Sagrada ni la piedra de los sacrificios aparecían descritas con detalle en el libro, ya que apenas se las mencionaba: «Sin embargo, todavía quedan algunos vestigios materiales, pruebas elocuentes de la clase de vida que los antiguos habitantes desarrollaron en Marstrandsön. Cabe destacar, sobre todo, el monumento artístico más insigne, la gran piedra de los sacrificios, utilizada por el pueblo pagano para sus rituales». El libro señalaba que era difícil reparar en aquella piedra, y Karin estuvo de acuerdo en que no llamaba en absoluto la atención. «Los arqueólogos que han examinado el monumento consideran que la ranura tallada en la superficie plana estaba destinada a canalizar la sangre durante la ceremonia sacrificial».
Desde luego que la ranura servía para eso, se dijo, recordando la espantosa visión de la mañana. De vez en cuando no podía evitar reflexionar acerca del trabajo que había elegido, pero, por muchas vueltas que le diera, no había encontrado otro que tuviera más sentido. Muy pocas veces su trabajo era tan sencillo y brillante como daban a entender las series de televisión. A menudo consistía en pasarse horas repasando datos y verificando todo tipo de información hasta lograr vislumbrar el camino a seguir. Sin embargo, el interés que sentía Karin por la historia junto con su vivaz imaginación y su capacidad de empatía en las situaciones más dispares solían darle buenos resultados. Por su parte, Folke, con su eterna obsesión por las normas, y Robban, que muy pocas veces sacaba conclusiones precipitadas, aportaban solidez y sentido común. Sus colegas trabajaban de una manera muy diferente de la suya, lo que de vez en cuando la irritaba, pero, a menudo, a la larga daba sus frutos.
Estaba sumida en sus cavilaciones, cuando de pronto notó una mano en el hombro.
—Disculpe si molesto, pero ¿no es usted la inspectora Adler?
Karin alzó la mirada y reconoció al hombre.
—¡Hola, Bruno! No me molestas. Al contrario, siéntate, y llámame Karin.
Bruno Malmer era una persona muy conocida en Marstrand. De unos setenta años, tenía una poblada cabellera cana y el rostro curtido. Parecía un científico, si no loco al menos ligeramente confundido, pero a su materia gris no le pasaba nada, desde luego. Era el mejor en temas de arqueología marítima.
El anciano se sentó al lado de Karin.
—¿Tienes el barco atracado en Marstrand? El Andante, ¿verdad?
—Sí, está en Blekebukten.
—Me alegra que hayas vuelto a pesar de todos los sinsabores de la primavera pasada. Quién lo habría dicho, ¿no? —comentó Bruno, negando con la cabeza.
—La verdad es que sí. —Seguramente aún no se había enterado del macabro hallazgo en la Arboleda Sagrada.
—Historia de Marstrand, de Eskil Olàn —dijo, echando un vistazo al libro que Karin tenía en el regazo.
—Estoy intentando obtener información acerca de la piedra de los sacrificios y la Arboleda Sagrada, pero no he encontrado mucho.
—Ya… A ver, déjame pensar quién podría echarte una mano. ¿Tal vez Tryggve? ¡No, ya sé! «Hack i Bua» —dijo Bruno, sonriendo—. Supongo que conoces a los Lindblom, ¿no? Pues habla con cualquiera de ellos, Lycke, Martin o Johan.
—¿Hack i Bua? —repitió ella, negando con la cabeza. Habría sido de más ayuda si le hubiera dado un nombre de verdad, aunque no podía ser muy complicado encontrar a la persona que llevaba ese sobrenombre.
Luego charlaron hasta que el destello del faro de Vinga barrió el agua desde el oeste cuando el autobús cruzó el puente de la isla de Instön.
Eran las ocho y cuarto cuando se apearon del autobús en la parada de Marstrand. El anciano la saludó con la mano al despedirse.
Karin se colgó la mochila y se encaminó a la tienda de la cooperativa. Con aire distraído, cogió una cesta y empezó a pensar en lo que podría prepararse para comer o, mejor dicho, para cenar. ¡Alcachofas! Cuánto hacía que no las probaba. Además, tenían muy buena pinta. Un enorme ejemplar de la especie acabó en la cesta. Estaba ensimismada en la sección de verduras cuando de pronto oyó un grito entusiasta:
—¡Karin! ¡Qué alegría volver a verte!
La voz de Lycke era inconfundible. Su hijo Walter apareció corriendo detrás de ella. Al ver a Karin soltó un chillido, se lanzó hacia la inspectora y le rodeó las piernas. Ella se agachó y lo abrazó.
—Joven, ¿qué hace usted levantado tan tarde? —preguntó a Walter.
—Ayudo a mamá. Ya soy mayor —explicó, al tiempo que asentía con la cabeza.
—Desde luego. —Lycke puso los ojos en blanco y suspiró—. Todo va mucho más rápido cuando me llevo a mi pequeño asistente a la compra. Por cierto, Walter, ¿qué has hecho con la cesta?
—Está allí —dijo el niño señalando una cesta en medio del pasillo, y a su madre apenas le dio tiempo de precipitarse hacia ella y retirarla antes de que pasara una señora de pelo oscuro cortado a lo paje y un elegante abrigo azul grisáceo, que miró airadamente a Lycke.
—Arpías veraneantes —bufó Lycke, dirigiéndose a Karin—. Se creen que el lugar es suyo. Antes, todas desaparecían en agosto, pero últimamente se quedan hasta bien entrado el otoño. —Al reparar en la solitaria alcachofa en la cesta de Karin, preguntó en tono jocoso—: ¿Estás a régimen o qué?
—Más bien todavía no se me ha ocurrido qué cocinar.
—Bueno, pues ven a cenar con nosotros. La cena estará lista en breve, sólo he bajado a comprar algunas cosas que Martin había olvidado.
—Uf, no sé… —titubeó Karin, porque no quería molestar a la familia Lindblom.
—Vamos, no seas pesada, de verdad que nos encantaría. Acompáñame y nos cuentas qué tal te fue el verano.
—No quisiera invadir vuestra intimidad… Al fin y al cabo, es viernes…
—Últimamente Martin ha tenido mucho lío en el trabajo y suele quedarse dormido en el sofá antes de que empiece la película de las nueve. La verdad es que agradecería un poco de compañía despierta.
—En ese caso, me apunto. Si el único requisito es que me mantenga despierta, creo que lo cumpliré.
—¡Uy! —exclamó Karin al entrar en la casa de Lycke y Martin en Fyrmästargången—. Aquí han pasado muchas cosas desde la última vez que vine. ¡Qué bonito está todo! —Y echó un vistazo al acogedor porche que hacía las veces de vestíbulo. Ahora el suelo era de piedra y las paredes estaban cubiertas de antiguos listones de madera pintados de amarillo claro.
—Martin dedicó tres de sus semanas de vacaciones a la casa —le explicó Lycke.
—¡Hola, qué agradable sorpresa! —exclamó Martin, que venía de la cocina con un delantal puesto e intentaba ocultar a Walter que estaba masticando algo. Le dio un abrazo a Karin—. Bienvenida a nuestro hogar casi ultimado.
—Me parece que decir casi ultimado es demasiado optimista —apostilló Lycke antes de preguntarle a su marido qué estaba masticando.
—Patatas, encontré una bolsa entera en lo más hondo de la despensa. ¿Sabías que estaba allí? —preguntó Martin, mirando socarronamente a su mujer.
—Yo también quiero patatas fritas, papá. ¡Y Vovven! —gritó Walter, levantando el perrito de peluche que llevaba a todas partes.
—Estupendo —ironizó Lycke.
—Bueno, hoy es viernes —dijo Martin, y cogió a su hijo y al peluche en brazos—. Ven, vamos a ver qué tenemos, Walter. Me temo que deberemos comer un poco a escondidas de mamá. —Se llevó el dedo índice a los labios—. Chitón, no digas nada.
El niño, encantado, soltó una risita cuando salieron corriendo.
—Mi marido es adicto a las patatas. Siempre ando en busca de nuevos escondites.
Walter estaba de pie sobre un taburete de la cocina con un pequeño cuenco de patatas fritas al lado mientras masacraba un pepino para la ensalada con un cuchillo desafilado. Martin sacó un cartón de vino, rellenó una botella y les tendió una copa de vino blanco a cada una.
—¡Salud! Estoy muy contenta de volver a verte —dijo Lycke—. Ahora tienes que explicarme cómo te han ido las vacaciones. ¿Acabas de llegar a Marstrand?
Karin se disponía a contárselo cuando llamaron a la puerta. Se oyó un alegre «Hola» y entró Johan, el hermano de Martin.
—Menos mal que no hay ningún niño durmiendo —comentó Lycke.
—¡Vaya, lo siento! No había pensado que Walter… —empezó a disculparse Johan, cuyo rostro se iluminó al ver a Karin.
—No pasa nada, de hecho está despierto —admitió Lycke.
—¡Tío Johan!
Walter se lanzó a los brazos de su tío, que se hallaba agachado desatándose los zapatos y a punto estuvo de perder el equilibrio y caer de espaldas. Johan engulló un buen trozo de pepino que su sobrino le ofreció sin preguntarle de dónde había salido.
—¡Hola, Karin! He visto tu barco. ¿Llevas tiempo por aquí?
Johan colgó su cazadora, y luego se acercó y abrazó primero a Karin y después a Lycke.
—Acabamos de preguntarle lo mismo, pero quizá podríamos seguir la charla sentados —propuso Martin.
Lycke dispuso los platos en la mesa y fue por los cubiertos. Martin sacó del horno el gratinado de pescado y depositó la fuente humeante sobre la mesa.
—Gratinado de pescado, casi como si estuviéramos en otoño —comentó Johan.
—A mí, lo de encender las velas y la chimenea me parece bastante acogedor en noches más oscuras —dijo Lycke, y colocó un candelabro de tres brazos y de estaño sobre el mantel a cuadros—. Nos lo ha regalado Johan —reveló—. Probablemente sea el objeto más caro de nuestra casa.
Johan miró a Karin desde el otro lado de la mesa.
—Salud, bellas damas.
Karin brindó y sintió que se relajaba. El paso de las vacaciones al trabajo había sido inesperadamente abrupto. Resultaba muy agradable sentarse a una mesa con mantel, cenar un buen plato casero, beber un buen vino e intentar asimilar los sucesos de la jornada.
—Bueno, Karin, ¿estás aquí por negocios o por placer? —preguntó Johan.
—Cuando llegué ayer por la noche pensaba que era por placer, pero…
—De hecho he oído hablar de la pobre mujer que habéis encontrado. Recogí a Walter en la guardería y una de las chicas que trabaja allí vive en la misma calle que la señora Wilson —terció Martin, casi como disculpándose.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Lycke—. Acabo de volver del epicentro, del lugar donde todo sucede, y no me he enterado de nada. De la tienda —añadió, al reparar en la expresión sorprendida de Karin.
—Encontraron un cadáver en la Arboleda Sagrada —explicó su marido—. Decapitado. Porque la cabeza estaba en la Perla, el jardín de la señora Wilson.
—Dios mío, ¿es verdad? Disculpa, Karin, tal vez no puedas hablar del tema —dijo Lycke, y recogió el tenedor que se le había caído al suelo de la sorpresa.
—No creo que valga la pena ocultarlo, pues el cadáver fue descubierto por una clase entera de adolescentes —explicó Karin, y pensó en los pobres profesores cuyos teléfonos no habían parado de sonar.
—¿Es cierto que la encontraron sobre la piedra de los sacrificios? —preguntó Martin.
—De hecho, necesitaría un poco de ayuda —dijo Karin, eludiendo responder directamente—. Quiero informarme acerca de la historia del lugar, pero no he encontrado gran cosa.
—No sé mucho de esa piedra —admitió Johan.
—Me encontré con Bruno en el autobús de vuelta de la ciudad —prosiguió Karin.
—¿De la ciudad? —repitió Lycke—. Vaya, ¿ya te has acostumbrado a que decir «ciudad» aquí no significa necesariamente hablar de Gotemburgo? Aquí la ciudad son los setenta y cinco metros desde la parada del autobús delante del muelle del ferry hasta la tienda de la cooperativa.
Karin rio. La risa resultaba liberadora, y cayó en la cuenta de que llevaba todo el día sin reírse.
—¿Y Bruno te dio alguna idea de con quién hablar? —preguntó Johan.
—Me indicó a alguien a quien llaman Hack i Bua. Además, dijo que tal vez vosotros podríais facilitarme el contacto. ¿Lo conocéis?
Martin se echó a reír.
—Sí, podría decirse que sí. Si quieres, hablaré con él. Algunos de los viejos de la zona son un poco especiales. ¿Tú qué dices, hermano?
—¡Qué va! Yo diría que no es tan malo como la gente cree —opinó Johan, y se levantó para cubrir con una manta a Walter, que se había quedado dormido sobre el banco de la cocina.
—Pues la verdad es que no suena muy tranquilizador —comentó Karin.
Martin sonrió de oreja a oreja.
—Hack i Bua, ni más ni menos. Acuérdate de preguntarle por qué le pusieron ese apodo.
—También podríais contármelo…
—No, no, ni hablar, tendrás que averiguarlo —dijo Martin, sin dejar de sonreír, y sacó una tarta de manzana recién horneada y una jarrita de cerámica con crema de vainilla.
Lycke se limitó a negar con la cabeza desde la máquina de café mientras espumaba la leche del tercer y penúltimo café con leche.
—Muy bien, de acuerdo —dijo Karin—. Pero tal vez pueda sacaros un poco de provecho. A ver, en el bosque que llaman el parque de Sankt Erik ahora mismo hay acampado un grupo ataviado con ropajes medievales.
—Sí, hubo algunas discusiones acaloradas al respecto —aseguró Martin.
—¿Sobre qué? —preguntó Karin.
—Como ya sabrás, pretendían alquilar la fortaleza, pero no les dieron permiso. En su lugar, el ayuntamiento les cedió el parque. Hubo mucho lío. La señora Wilson estuvo involucrada en el asunto, pues ella cree que se trata de un jardín de interés histórico-cultural.
—¿Qué? —se asombró Johan—. Ni siquiera sabía que existiera tal denominación.
—Seguramente no existe, es muy probable que se la haya inventado.
—Por cierto, ¿te acuerdas de cuando éramos jóvenes y nos quedábamos a dormir en la gruta? —preguntó Johan mirando a su hermano.
—¿Qué gruta? —preguntó Lycke.
—En el parque, justo a la izquierda detrás de unos grandes bloques de piedra, hay una gruta en la montaña. Es bastante grande. De niños, Martin y yo fuimos exploradores y una vez al año pasábamos la noche en esa gruta… —Hizo una pausa, como si estuviera pensando en algo—. ¿Estuvisteis hoy en el parque de Sankt Erik? —preguntó al fin.
—Bueno, no sé… —contestó Karin evasivamente, tratando de mantener un sutil equilibrio para no contar demasiado. Por un lado, se encontraba de servicio investigando un caso de asesinato. Por otro, se hallaba entre amigos que quizá podrían echarle una mano—. Vale, sí —admitió finalmente, y se sintió ridícula por no haber respondido sin tapujos—. Estuvimos en el parque para hablar con el grupo medieval, los LAJVA, como dicen llamarse.
—¿Tomasteis el camino que bordea la costa o el sendero de la montaña?
—El de la costa. No sabía que se podía ir por la montaña —admitió, dejando su copa en la mesa.
—Pues sí —aseguró Johan—. De hecho, hay un sendero que comunica la Arboleda Sagrada y el parque de Sankt Erik. Se llega por una escalinata de piedra que va a dar precisamente a la gran cueva.
Karin se quedó pensativa. Un sendero. Eso significaba que el camino desde donde estaban los acampados en Sankt Erik hasta la piedra de los sacrificios se acortaba de forma considerable. Además, debían de transitarlo pocas personas, especialmente de noche. Un camino que sin duda elegiría alguien que tuviera algo que ocultar o no quisiera ser visto.
A la una de la madrugada, Karin se despidió y echó a andar por Idrottsgatan hasta Blekebukten. El aire era fresco y su blusa, demasiado fina. Se estremeció. El otoño estaba en camino, se notaba sobre todo de noche. Las estrellas brillaban en el negro cielo nocturno. En algunas casas de la isla de Marstrandön, al otro lado del pequeño estrecho, había luz en las ventanas, pero la mayoría estaban a oscuras. Los veraneantes se habían marchado, excepto la señora del abrigo azul grisáceo de la tienda de la cooperativa, pensó Karin.
Una pareja de ancianos que venía por la calle Fredrik Bagge dobló al llegar a Bergsgatan. Reían quedamente, ajenos al mundo que los rodeaba. A Karin le habría gustado saber si hacía mucho que se conocían. Puestos a conjeturar, diría que se conocieron de jóvenes y al punto comprendieron que estaban hechos el uno para el otro. Eso les pasaba a algunas personas, pero no a ella. Había roto con Göran porque sabía que, a la larga, nunca funcionaría. Apretó el paso al cruzar el pequeño aparcamiento junto a la playa de Blekebukten. Los rosales que había plantado el ayuntamiento todavía tenían las hojas verdes, pero el follaje del gran abedul ya empezaba a amarillear y caer.
Al final del largo muelle flotante la esperaba el Andante. El puerto de ese lado del estrecho estaba en silencio, a pesar de ser viernes por la noche. Los lugareños solían tener allí sus barcos mientras que, en principio, los barcos visitantes atracaban en el puerto de Marstrandsön. En el mar había ardentía[2], de modo que un contorno fluorescente bordeaba cuanto había en el agua y se movía. Cabos, boyas y defensas se sumergían con el tambaleo de los barcos. Era bonito y romántico, se dijo, aunque, de repente irritada, trató de no pensar en eso y subió a bordo. Las ocho toneladas del Andante hacían que el barco no se balanceara por su peso.
—Hola, ya estoy en casa —dijo quedamente, dando una palmadita en la cubierta.
La rejilla de teca crujió ligeramente bajo sus pies y el dispositivo de flotación gorgoteó, como dándole la bienvenida. Alargó la mano hacia el candado, pero en lugar de abrirlo se detuvo y miró alrededor. El mar estaba calmo y reflejaba las estrellas en vaivenes pequeños y apenas perceptibles. «El mar ondea», solían decir los habitantes de Bahusia, una expresión que sonaba tranquilizadora. «Soy rica», pensó contemplando lo que la rodeaba, con aquellas preciosas casas de madera de la isla de Marstrandsön y los varaderos que se agarraban a las rocas grises de Blekebukten al otro lado del estrecho.
Abrió la escotilla de entrada y bajó por la escala de madera. Notó un débil olor a gasóleo. El olor a bordo del Andante era peculiar. Ese era su hogar, su elemento. Allí se sentía completa, y sobre todo ella misma.
Cogió el mando a distancia del aparato de música. Las notas del Vals de Sjösala, de Taube, en que la golondrina de mar tiene crías y se zambulle en la ensenada, sonaron en los altavoces empotrados. Aunque el bueno de Rönnerdahl se encontraba en la costa oeste y la canción evocaba la primavera, Karin se reconocía. Esa era su ensenada, o tal vez fuera al contrario y ella perteneciera a la ensenada y las rocas.
Encendió el quinqué sobre la mesa de navegación. A pesar de que era tarde sacó el portátil, que había estado guardado en el armario ropero todo el verano, y metió el CD «Las casas de Marstrandsön – versión 2004».
Tras leer acerca del trabajo de recopilación de material sobre las fincas llegó al registro de calles. Según la libreta de notas, la señora Wilson vivía en Hospitalsgatan, número 7. Karin pinchó en ella y apareció una fotografía de la casa. Sí, la reconocía, sobre todo el solar, que era muy especial. Aquella casa era una de las más antiguas de la isla. Había sido construida a principios del siglo XVIII, tras el incendio que había acabado con la finca anterior en 1671. Es decir, que ya en el siglo XVII había habido un edificio allí.
La anotación incitaba casi más preguntas que daba respuestas. Karin le echó un vistazo:
Hospitalsgatan, 7
1685 Descampado.
1701 K. Petter Ahlgren adquiere la parcela de la ciudad y construye una casa de dos habitaciones y una cocina.
Pero no decía quién era ese K. Petter ni a qué se dedicaba.
1733 El hijo, Inge, que es pescador, se hace cargo de la casa. Se añade una planta, los padres siguen viviendo en los bajos.
1775 Taberna en la planta baja.
Aquella nota movía a más preguntas. Karin volvió a repasar aquellos datos, y se dio cuenta de que había un salto en las fechas, hasta que de pronto la casa se convertía en taberna. ¿Qué había ocurrido entretanto?
1801 Hugo Hedén.
1813 Juez de primera instancia Petterson.
1881 Propiedad de Lindberg, tienda de ultramarinos.
1913 Hilmer Wångdahl, tienda de ultramarinos.
1918 Srta. Gerda Tomasson, charcutería fina.
1930 Zapatero Jönsson. Él y su esposa murieron a causa de una intoxicación por CO en 1965.
1965 Su hija Eva y familia se hacen cargo de la casa.
Intoxicación por CO, pensó Karin. ¿Qué demonios era eso de CO? Lo anotó en su libreta. En cuanto tuviera ocasión, se lo preguntaría a la médico forense.
1966 El abogado Wirén y su familia utilizan la casa como residencia de verano.
1983 George Wilson y su esposa Helny, nacida en Suecia, adquieren la casa tras vender su centro de jardinería en Southampton, Inglaterra. El pequeño huerto en la parte trasera tiene una placa de hormigón que oculta un depósito de agua, sin duda de gran importancia para el suministro de agua de la vecindad. El agua de los canalones todavía es conducida hasta el depósito, con una capacidad de varios metros cúbicos.
Es decir, que la casa había sido propiedad de la familia Wilson desde entonces, pensó Karin antes de seguir. Leyó acerca de otras casas y observó las fotografías de cada una. Las historias eran muy variadas y entretenidas. Como, por ejemplo, la casa del exportador de arenques Qvirist en Kvarngatan.
«La casa del número 6 de Kvarngatan fue construida en 1891 por el exportador de arenques Qvirist, para albergar a trabajadores de la industria pesquera. Sin embargo, dada su enemistad con su vecino Karl Olsson, Pyttekalle, la construyó de manera que este se quedara sin vistas. Olsson se vengó prohibiendo que Qvirist abriera vanos del lado de su casa, de manera que aún hoy la casa no dispone de ventanas en el lado sur».
Karin sonrió. Le llamó la atención que la casa de la señora Wilson hubiera pertenecido a numerosos propietarios y que ninguno de ellos hubiera permanecido en ella demasiado tiempo.
Apagó el ordenador sin reparar en el enigmático nombre del barrio: Häxan, la Bruja.