CAPÍTULO XXVI

El helicóptero acababa de posarse en el puente. Langelot saltó, se precipitó, pasando por delante de los marineros que le recibían.

—¡«Snif» «Snif»! —gritaba—. Dejadme pasar.

Trataron en vano de retenerle. Ágil como una anguila, pasó entre ellos. Llegó a la crujía, corrió hacia las dependencias de los instructores.

Atravesó la sala donde nueve meses antes había disimulado su pequeño magnetófono, y franqueó luego la entrada prohibida, para bajar de cuatro en cuatro la escalerilla que, conducía hacia las habitaciones del coronel. Llevaba en la mano una pistola de calibre 22, de cañón largo, que pidió antes de salir de París.

Rápidamente, recorrió el pasillo. Acababa de oír un prolongado grito.

Abrió bruscamente la puerta de las habitaciones del coronel y —tal como le habían enseñado— se echó hacia atrás.

Y eso le salvó porque dos balas de calibre 11,63 se alojaron en el tabique a diez centímetros de él.

Moriol, manteniendo sujeta a Corinne con una mano, disparaba con la otra.

Entonces Langelot respondió, al tanteo, sin apuntar, sin inquietarse por el riesgo que corría de tocar a Corinne…

Moriol cayó desplomado al suelo.

Langelot corrió hacia él, con la pistola levantada.

Moriol, caído de espaldas, le miró con más admiración que odio.

—Ya se lo decía: el deseo conduce la bala… —murmuró.