CAPÍTULO XXIII

Con las manos en los bolsillos de la bata, Moriol fijó en Bertrand su mirada de águila, insostenible.

—¿Qué hace aquí, muchacho?

El tono no era en absoluto amistoso. Al entrar el coronel, Bertrand había esbozado un saludo en posición de firmes. Tuvo que hacer un esfuerzo para pensar que el hombre que tenía enfrente era un agente enemigo.

—Mi coronel —contestó con esfuerzo—. Le estoy dando guardia.

—¿Qué me guarda?

—Sí, mi coronel.

—¿Por orden de quién?

—Por orden de París.

Los ojos de Moriol se volvieron más duros aún, más fríos. Dos puntas de hielo…

—¿Y recibido cómo?

—No puedo decirlo, mi coronel.

El coronel avanzó un paso.

—No necesito que me guarden. Se lo agradezco. Regrese inmediatamente a su camarote.

Toda la formación de Bertrand, todos sus atavismos, le habían enseñado la disciplina. Sin embargo, era un chico valiente y tenía en alta estima a Pichenet. Estaba dispuesto a sacrificarse si, como contrapartida, salvaba el Monsieur de Tourville y a todos sus camaradas.

—Me ha comprendido mal, mi coronel. Le doy guardia… —se forzó para pronunciar las palabras siguientes, que parecían absurdas— para que no se escape, mi coronel.

El coronel avanzó otro paso, sin apartar la mirada de los ojos de Bertrand, casi desorbitados por el esfuerzo que estaba realizando.

—¿Para que no me escape? Dígame, muchacho, ¿ha cogido una insolación, o qué?

Bertrand sacudió la cabeza, mientras Moriol avanzaba un paso más.

—Ninguna insolación, mi coronel. Las órdenes son las órdenes. No saldrá usted de aquí.

—¡Imbécil! —gritó de pronto Moriol, con su voz de mando—. ¿Pretende hacerme creer esa historia de órdenes recibidas? ¿Y cómo las ha recibido? ¿Y de quién las ha recibido? ¿Y por qué iban a escogerle a usted, rubiales? Cuando tienen aquí gente de la clase de Montferrand y de la señora Ruggiero. ¿Se imagina, por casualidad…?

Bertrand se obligaba a no parpadear, los ojos fijos en los del coronel. Vio el movimiento del brazo de Moriol, pero era demasiado tarde: el golpe dado con el canto de la mano le dio en el cuello y cayó de espaldas, sin conocimiento.

Moriol se inclinó sobre él, le tomó el pulso, se incorporó de nuevo, se encogió de hombros y murmuró.

—¡Qué criatura!

Luego, cogiendo el cuerpo por los pies, lo arrastró hasta su salón y después a su habitación. Lo empujó sin miramientos, al fondo de un armario y cerró la puerta.