CAPÍTULO XXI

En la sala de los instructores, apoyó el dedo sobre el botón del interfono.

—Mi coronel, aquí Corinne Levasseur; quería hablarle. Es urgente.

—¿Le va bien mañana, por la mañana?

—No, esta noche, mi coronel.

—Esta bien. Venga a las once.

—Mi coronel…

El avisador rojo se había encendido. La conversación había terminado.

A las once… A Corinne le pareció que era una prórroga concedida a Pichenet al mismo tiempo que una amenaza para el S.N.I.F. De todas maneras, no podía forzar la consigna… Volvió a su camarote, se tendió en la litera.

De pronto, la puerta de su camarote se abrió sin ruido. Y entró Bertrand Bris, con un dedo sobre los labios.

—He cortado la corriente y estamos tranquilos durante cinco minutos —dijo—. ¿Es cierto que Pichenet le ha confiado una misión?

—¿Tiene algo que ver con usted?

—Sí. Porque a mí acaba de confiarme otra.

—¿Está aquí? ¿Está vivo?

Bertrand explicó brevemente la situación. El coronel Moriol, agente enemigo… Parecía un cuento como para dormirse de pie. Corinne escuchaba con los ojos brillantes.

—Por tanto, hay que impedir al coronel que abandone el barco… De todas formas, es fastidioso, ¡porque si Pichenet se hubiera equivocado!

—No lo admito.

—Se ha equivocado con la señora Ruggiero.

Corinne se vio obligada a reconocerlo; pero, en cuanto a los métodos que debían emplear, los dos jóvenes no se pusieron de acuerdo.

Bertrand quería obedecer a Pichenet, pero sin faltar a la disciplina. Se proponía pasar la noche ante la puerta del coronel e impedirle salir, si pretendía hacerlo.

Corinne quería aprovechar su visita para liquidar a Moriol, sin más procesos.

—Olvida lo que el mismo coronel nos ha enseñado, pequeña. No se mata a los agentes enemigos: se les interroga.

Corinne confesó que era así. Pero ¿y si el coronel salía por otra puerta? ¿Sabía cuantas tenía su habitación? Bertrand pretendía que era una sola.

A fin de cuentas, como había que apresurarse a terminar la discusión antes de que la avería de los circuitos de escucha fuera descubierta y uno de los instructores volviera a poner en marcha el sistema. Corinne dijo:

—Bueno, de acuerdo. Haga lo que quiera. Pero no será culpa mía si se lleva algún chasco.

Muy sorprendido de haber llegado a convencer a la muchacha, Bertrand la dejó, se deslizó en la sala de instructores, franqueó la entrada prohibida, dio una vuelta por el cuarto de los interruptores, puso de nuevo en funcionamiento los circuitos de escucha y avanzó por el pasillo que llevaba a las habitaciones del coronel Moriol.

Una cosa cómoda era que las puertas tenían letreros que indicaban las habitaciones a las que daban acceso. Al lado de las de las «habitaciones del coronel-comandante de la escuela del S.N.I.F.» estaba la de la «Sala de espera». Bertrand se deslizó en ésta sin ruido y procurando, no encender la luz eléctrica, se escondió en el rincón más oscuro, dispuesto a pasar en vela toda la noche.