Una hora más tarde, Langelot llamaba a la puerta del capitán Montferrand, en la calle Fantic-Latour, 8.
Después de esperar unos instantes, se puso a hablar solo delante de la puerta:
—Estoy solo. No voy armado. Necesito entrar en contacto inmediatamente con los jefes del capitán Montferrand. Le va la vida en ello.
Durante un largo momento, no hubo respuesta. Langelot estaba persuadido de que le observaban por la mirilla… Bruscamente, la puerta se abrió y apareció una mujer rolliza, peinada con moño y vestida con una bata. Tenía el aspecto de ser una buena madre de familia, una excelente ama de casa y una cocinera experta. Tenía unos cuarenta años. Llevaba en la mano una pistola de gran calibre y amenazaba con ella a Langelot.
—¡Manos arriba! —dijo fríamente.
Langelot obedeció de buen grado; sólo temía una cosa: que no le abriera.
—¿Qué quiere de mi marido?
—Necesito comunicar urgentemente con sus jefes. Tengo que trasmitirles un mensaje urgente. Va en ello la vida del capitán. Y yo no tengo ni un numero de teléfono, ni una dirección…
—¿Cómo ha conseguido ésta?
—Sería demasiado largo explicarlo. Puede ser cuestión de segundos. Si es usted la señora Montferrand…
Por asombroso que pudiera parecerle a la mujer el encontrar ante su puerta, a las once de la noche, a un adolescente rubito, disfrazado de hombre-rana, que le hablaba de la seguridad de su marido, ella no perdió la sangre fría.
—Voy a dejarle entrar —dijo—, a condición de que permanezca siempre a dos metros de mi, con las manos detrás de la cabeza. Al menor movimiento sospechoso, le mato.
—Con tal de que me deje telefonear…
Ella retrocedió.
—Entre, y cierre las puertas tras usted.
Obedeció.
—Avance por el pasillo. Gire a la izquierda.
Langelot se encontró en un dormitorio.
—Abra el cajón de la mesilla de noche.
—Para eso tendré que bajar los brazos.
—Un solo brazo; el izquierdo, por favor. Ahora, encontrará un teléfono. Es línea directa con el S.N.I.F.
Mientras él llamaba, la mujer no dejaba de apuntarle con su pistola. Como él levantó la voz para que le oyeran, ella le interrumpió.
—Menos ruido. Los niños duermen.
En el otro extremo del hilo un agente de turno respondía flemático:
—¿Quiere hablar con «Snif»? No se mueva de ahí. Le envío un coche.
No habían pasado diez minutos cuando llamaron a la puerta. Siempre bajo la amenaza de la pistola de la señora Montferrand. Langelot fue a abrir. Dos hombres de estatura imponente, con las manos en los bolsillos, esperaban en el descansillo.
—Venga con nosotros —dijo uno.
—Y no se haga el listo —añadió el otro.
—La próxima vez pediré guardias de corps más amables —contestó Langelot.
Un automóvil «DS» con chófer, runruneaba ante la puerta. Langelot subió detrás, entre los dos esbirros que, inmediatamente, le vendaron los ojos.
—¡Cuántas precauciones! —observó Langelot.
—¡Telefonea por la línea directa, no sabe la consigna y aún no está contento! —se indignó uno de los dos hombres.
Un cuarto de hora después, el automóvil se detenía. Los dos hombres hicieron dar unos cuantos pasos a su prisionero voluntario, le metieron en un ascensor, le guiaron hasta una habitación en la que reinaba un silencio absoluto y le dijeron:
—Ya puede quitarse la venda.
Y desaparecieron.