CAPÍTULO XVII

Un escenario blanco y amarillo: los colores de la lejía Lustre. Una orquesta ensordecedora. Una sala delirante que aplaudía estrepitosamente al artista que acababa de cantar. Era Jimmy Gluck en persona. Llevaba un smoking de lame dorado que ya casi no brillaba por la cantidad de polvo que lo cubría, ya que Jimmy tenía costumbre de rodar por el escenario mientras cantaba.

—¡Y ahora —rugió Alex Groggy, empuñando el micrófono—, tengo la gran satisfacción de presentarles el gran concurso de la lejía Lustre: «La Bolsa y la Vida»!

La asistencia rugió de alegría.

—Tenemos esta noche tres candidatos, particularmente brillantes, a quienes voy a hacer las tres preguntas reglamentarias, en cuanto se los hayamos presentado —Groggy se dirigió al respetable anciano—. ¡Acérquese, señor! ¡Oh, qué barba!

Risas y aplausos.

—¿Cómo se llama usted, señor?

—Saussón.

—¿Salchichón?

Aullidos de alegría en la sala.

—No, señor: Saussón.

—¡Ah, perdón, señor Salchichón! Quería decir: señor Saussón. Pues bien, señor Saussón, candidato super brillante, va usted a decirnos en seguida en qué año escribió Juan Sebastián Bach la Sinfonía patética. Señoras y señores, les suplico que no apunten…

El desdichado anciano se mordisqueaba la barba. Por fin, confesó que no lo sabía.

—No tiene importancia, señor Salchichón. Aún le quedan dos preguntas para recuperarse. Ahora va a decirme de dónde procede Guéthary. Señoras y señores, ¡un poco de silencio!

Se oían risitas sofocadas. El publico estaba pendiente de las palabras del anciano que balbuceaba:

—¡Es español!

Le silbaron. Alex Groggy tardó dos minutos en restablecer el silencio.

—¡Ah, señor Sal…, quería decir señor Saussón, no tiene usted suerte! Sin embargo, aún le queda una oportunidad: la tercera pregunta. ¿Con qué se lava el soldado?

El anciano se esponjó:

—¡Esta sí que la sé! —dijo—. Es de la guerra de 1914-1918. ¡El soldado se lava con el torso desnudo…!

Risas en la sala.

—Pues no, señor Salchichón. Se ha equivocado usted. Queda usted eliminado. Ha perdido la bolsa, pero aún le queda la vida. Ha estado maravilloso. ¡Un aplauso muy fuerte para usted!

Aplausos, gritos, bravos, silbidos.

—Y ahora, señorita… ¿Señorita, que?

—Señorita Listrac.

—¿Listrac? Pues vamos, señorita Listrac: es usted tan bonita que tiene que ganar. ¿Quiere que le recuerde las tres preguntas? Cambiaremos el orden, ¿quiere? Será más divertido.

Risas.

—Tercera pregunta: ¿con qué se lava el soldado?

La señorita Listrac, con una sonrisa angelical:

—El soldado, como todo el mundo, se lava con el jabón Lustre.

—Exacto, señorita. Un punto para usted. Segunda pregunta: ¿de dónde procede Guéthary?

—Es griego, señor.

—¡Se equivoca! No es la respuesta acertada.

Silbidos, aullidos. La señorita Listrac parecía abatida. Alex Groggy agitó una campanilla, amenazó con hacer evacuar la sala al bombero de servicio.

—Silencio, silencio, señoras y señores… Señorita Listrac, seguramente tendrá usted más suerte con la primera pregunta: ¿en qué año escribió Juan Sebastián Bach la Sinfonía patética?

La señorita Listrac sonrió de nuevo, con su sonrisa angelical.

—No puedo decirle el año exacto, pero estoy segura de que fue en la Edad Media.

El público, no sabiendo qué pensar, no reaccionó.

—Señorita Listrac, lo siento mucho, ha perdido usted la bolsa, la gran bolsa de 100 000 francos. Pero ha ganado un paquete de lejía Lustre. Es usted un encanto. ¡Un aplauso muy fuerte!

La señorita Listrac salió del escenario, llevándose el paquete de lejía Lustre.

—Y ahora, saludo la presencia entre nosotros del primer hombre-rana que viene al concurso «La Bolsa y la Vida». Espero que se muestre aún más brillante que sus adversarios. Ya se sabe: las ranas nadan, saltan: están muy dotadas. ¿Cómo se llama usted, señor?

—Pichenet.

Un murmullo de curiosidad había recorrido la sala. Ahora reinaba en ella un silencio absoluto.

—Bien, señor Pichenet, seguro que va usted a ganar, lo presiento. Antes que nada nos dirá usted en qué año…

—La pregunta es idiota —declaró Langelot, avanzando hacia el micrófono—. Fue Tchaikovsky quien escribió la Sinfonía patética, a finales del siglo XIX.

—¡Muuuuuy bien! Señor Pichenet, ha ganado usted un punto.

Aplausos estruendosos.

—Y, ahora, señor de la rana, díganos de dónde procede…

—La pregunta es idiota también. Guéthary es el nombre de un pueblo de Francia. Es un nombre de origen vasco.

—Dos puntos, señor Pichenet. ¿Qué decía yo? Va a ganar los 100 000 francos.

Nuevos aplausos estruendosos.

—Finalmente, ¿con qué se lava el soldado?

—Eso —observó Langelot— es más complicado. Deme ese micrófono.

Se apoderó enérgicamente del aparato y empezó a hablar.

—Bertrand, aquí Pichenet. Si me oyes, actúa inmediatamente. Impide a Corinne que vaya a ver a Moriol. Moriol no es el verdadero Moriol. El verdadero Moriol ha muerto, probablemente. Éste es un agente enemigo. Quiere hacer torpedear el Monsieur de Tourville. Vuestra única oportunidad…

Alex Groggy, que se había recuperado, empuñó, a su vez, el micrófono:

—¡Pero está usted loco! ¿Quiere hacer el favor…?

—Déjeme en paz —tronó Langelot—. La única oportunidad de salvar el barco es atrapar a Moriol e impedirle que se marche. De lo contrario, en cuanto no esté a bordo…

—¡Policía, policía! —gritaba Alex.

La muchedumbre pateaba.

—¡Dejadle hablar! —gritaban unos.

—¡Afuera! —rugían otros.

El bombero y un agente de policía se precipitaron al escenario.

—… el barco será torpeadeado. Ten cuidado de…

Groggy, aprovechando la pequeña estatura de Langelot, quiso sujetarle.

—¡Cuidado con los micrófonos! Empieza por cortar la corriente… Lo que ahora acabas de oír es una buena torta a tu amigo Groggy, que se está frotando la mejilla.

Lo más urgente es…

El bombero —con su casco y sus botas— había llegado ya y puso una mano sobre el hombro de Langelot… Tres segundos después voló planeando por encima de la rampa y fue a aterrizar en la primera fila.

—… es detener a Corinne que está a punto de ir a ver a Moriol. No intentes avisar…

El agente de policía se precipitó sobre Langelot, con la porra levantada… Le recibió una patada en el estómago que le mandó rodando por el escenario. Los cortinajes blancos y amarillos del decorado se le cayeron encima.

—… a los instructores. No os creerían. ¡Buena suerte, Bertrand! ¡Aguantad hasta que yo llegue!

Media docena de tramoyistas y otros empleados acababan de precipitarse en el escenario. En la sala el desorden había llegado al máximo. Unos espectadores empezaron a pelearse. Un grupo de jóvenes cantaba un eslogan. Una acomodadora enloquecida corrió a llamar a una patrulla de Policía.

Langelot, abandonando el micrófono, cayó sobre los tramoyistas. Pasó bajo el brazo de uno, hizo caer a otro haciéndole un gancho con el pie, saltó por encima de un tercero y se encontró, por fin, en los pasillos. Bajó la escalera, empujó al portero y salió a la calle. Pasaba un autobús; saltó a la plataforma, se dejó caer de nuevo en la calzada a la primera vuelta, siguió una calle, luego otra, y se detuvo, por fin, para consultar su reloj.

Eran las diez y media de la noche.

¿Habría tenido tiempo Bertrand de detener a Corinne? ¿Habría creído siquiera las acusaciones de Langelot?

Y, ahora, ¿cómo volar a salvarles?